CAPÍTULO 11. LA TERRIBLE

VENGANZA DE BOUDICCA

Era una mujer muy alta y de un aspecto terrible. Sus ojos eran feroces y su voz severa. Su enorme cabellera leonina le llegaba hasta las caderas. Como vestimenta, llevaba siempre una gran torques de oro alrededor del cuello y una túnica multicolor, y por encima un grueso manto sujeto con un broche. Siempre que hablaba, sostenía una lanza con la mano para aterrorizar a cualquiera que la contemplase.

Dión Casio, Historia, 62. 2

Para gobernar a los pueblos sometidos, Roma se servía de la protección y ayuda de las aristocracias locales. Un ejército romano sólo podía combatir en un lugar cada vez, pero si se posicionaba correctamente, podía asegurar la sumisión de varios lugares diferentes. De la misma manera, si las élites locales tenían más que ganar de lo que podían perder si se alineaban en el bando romano, entonces los corazones y las mentes de sus pueblos les seguirían. Roma perdió Germania después de perder el apoyo de la nobleza germana, pero no aprendió nada de aquella experiencia, y continuó, a través del ejercicio de una codicia y una estupidez criminales, por la senda que estuvo a punto de costarle también a la pérdida de Britania.

Incluso antes de la revuelta de Boudicca, romanos y britanos ya habían sufrido una desilusión mutua. El emperador Claudio había emprendido una invasión de Britania en el año 43 d. C. con la que esperaba obtener gloria militar que aumentase su reputación, así como las famosas riquezas de la isla que llenarían de nuevo las arcas imperiales, exhaustas tras el reinado de su despilfarrador predecesor Gayo, más conocido por la posteridad como Calígula. Por su parte, algunos britanos, por ejemplo los trinovantes, habían acudido a Roma para que les ayudara a librarse de la opresión de otras tribus. Algunos reyezuelos que observaban los acontecimientos al otro lado del canal de la Mancha habían visto que la ocupación romana de la Galia había llevado paz, riqueza e incluso altos cargos políticos a aquellos nobles que fueron suficientemente hábiles para adaptarse rápidamente a la nueva situación.

Ahora, casi veinte años después, los invasores romanos seguían combatiendo. Habían descubierto que las famosas riquezas de Britania eran, en gran parte, una ilusión, y el oro, pieles y perlas que producía la isla podían encontrarse en cualquier otro lugar con menos problemas. El liderazgo del indomable Caractaco inspiró la resistencia desde las tierras bajas de East Anglia hasta las montañas de Gales, e incluso las áreas conquistadas hacía mucho tiempo tenían cierta tendencia a volver a dar problemas con cada nueva revuelta. El gobernador Ostorio Scapula había muerto con las botas puestas, desgastado por las continuas y casi siempre infructuosas campañas. Su sucesor, Suetonio Paulino, se preocupó menos por los britanos que por alcanzar una gran reputación militar. Había guerreado con éxito contra los silures de Gales, y a continuación dirigió su atención hacia el culto druídico de la isla de Anglesey. Los druidas eran un foco de vida religiosa de Britania, y animaron a la población a la resistencia contra Roma. Sin embargo, los intentos de Paulino por destruir el culto por completo alienaron todavía más a los britanos, que ya antes consideraban a los romanos intolerantes y opresivos.

Britania. Las hordas de Boudicca arrasaron desde Thetford hasta Londres, pasando por Colchester, antes de ser derrotadas por Paulino en una decisiva batalla en algún lugar de las Midlands. Incluso hoy en día los arqueólogos pueden encontrar indicios de la devastación que los enardecidos britanos dejaron en su despertar.

La tensión se hizo especialmente insoportable en la tierra de los trinovantes, anfitriones a pesar suyo del centro provincial de Colchester. El propio emperador Claudio había ido a Colchester para subrayar el punto álgido de su campaña de conquista, y Colchester era la única ciudad de Britania que disfrutaba del rango de colonia. Los veteranos romanos que se habían establecido allí sentían que se habían ganado el derecho de hacer uso a su antojo de las tierras, posesiones y mujeres de las tribus locales.

Se había erigido un espléndido templo dedicado al culto imperial (a expensas, naturalmente, del erario local). Era costumbre nombrar sacerdotes del culto a dignatarios locales como una forma de mantenerlos estrechamente ligados a Roma. En Colchester se pervirtió esta costumbre, y se exigió a los desafortunados sacerdotes que utilizasen sus fortunas personales a la hora de desempeñar sus deberes en beneficio de los hombres de negocios y prestamistas romanos.

El historiador Dión Casio dice que Boudicca afirmaba que los britanos se «sintieron menospreciados y pisoteados por unos hombres cuya única preocupación era obtener una ganancia segura». Los romanos tenían en tan poca consideración esta isla pantanosa y a sus recalcitrantes habitantes que el emperador Nerón llegó a considerar seriamente la posibilidad de abandonar Britania por completo.

En algún momento del año 60 d. C, los acontecimientos desembocaron en una crisis. Paulino lanzó un ataque sobre Anglesey, una escena espléndidamente descrita por Tácito:

Para enfrentarse a una costa difícil y traicionera, había construido varias barcas con la base plana. La infantería cruzó de este modo, mientras la caballería lo hizo en parte vadeando las aguas poco profundas, y en parte haciendo que nadasen sus caballos, y de este modo alcanzaron una cabeza de playa de la isla. En la otra orilla se encontraban los britanos, reunidos y preparados para la lucha. Se veía a las mujeres corriendo entre las filas en completo desorden; llevaban ropas de luto y los cabellos sueltos al viento mientras agitaban antorchas encendidas. Su aspecto era completamente el de las Furias en pleno ataque de cólera. Los druidas se detuvieron ante sus filas, con las manos al cielo, e invocaron a los dioses mientras pronunciaban terribles maldiciones. Las extrañas circunstancias del combate que iba a comenzar llenaron a los romanos de temor reverencial y terror. Estaban absolutamente sorprendidos, como paralizados, inmóviles y ofreciendo un fácil blanco al enemigo.

Tácito, Anales, 14. 30

Por muy extraña y desconcertante que resultase la escena, los guerreros de la isla no supusieron un serio obstáculo para las disciplinadas legiones, una vez que calmaron sus nervios. La superstición se transformó en horror cuando, en su avance, las tropas descubrieron «bosques dedicados a ritos inhumanos […] altares cubiertos con la sangre de los prisioneros asesinados por unas gentes que consideraban su deber consultar a los dioses a través de las entrañas humanas». Cuando se marcharon los romanos, habían intentado hacer todo lo posible por exterminar cualquier tipo de vida humana, animal y, en el caso de los bosques sagrados, vegetal que hubiera en Anglesey.

Lo peor estaba por llegar. En el otro extremo de Britania había muerto el rey de los icenos. Tácito dice que su nombre era Prasutago, pero aparte de esta única mención, este nombre carece de confirmación. Durante mucho tiempo se creyó que se habían encontrado monedas con su nombre en East Anglia, pero las investigaciones más recientes han desautorizado esta opinión. Lo que sí es cierto es que el rey era uno de los que se habían apuntado rápidamente al bando romano. Fue nombrado rey de los icenos en el 47 d. C, después de que un intento romano de desarmar a aquella tribu provocase una revuelta que acabó en fracaso (en aquel tiempo, era habitual que los romanos gobernasen partes difíciles y aisladas de sus fronteras por medio de reyes dependientes de Roma; estos reyes eran conocidos como «reyes clientes»). Los icenos habían prosperado enormemente gracias a la fidelidad de Prasutago. En 1981 se excavó el yacimiento de un edificio muy bien señalado en Thetford que posiblemente era la residencia regia de Prasutago. Su reino ocupaba gran parte de los modernos Suffolk y Norfolk y estaba bien situado para comerciar con la Galia romana.

Hasta donde podemos estar seguros por la arqueología y nuestras fuentes, Prasutago dejó a su muerte un reino pacífico, próspero y modestamente asegurado. El territorio se repartió entre sus hijos y el emperador romano, pues Prasutago creía que de ese modo aseguraría el futuro de su reino.

Unos días antes de que se hiciese público el testamento, los icenos recibieron la visita de unos emisarios del procurador imperial Cato Deciano. Igual que la tarea de Suetonio Paulino era supervisar los asuntos militares y legales de la Britania romana, la de Deciano consistía en velar por los asuntos financieros del emperador. Parece que Deciano también tenía orden de reclamar una cantidad considerable que Prasutago debía a Séneca, un filósofo romano que fue uno de los consejeros favoritos de Nerón. Lo que pasó a continuación es incierto. Una de las interpretaciones es que, o bien los romanos malinterpretaron a propósito las intenciones de Prasutago y consideraron que las tierras de los icenos habían pasado a ser propiedad romana, o bien creyeron que los términos del testamento les concedían una considerable libertad a la hora de decidir qué les correspondía. Otra posibilidad es que cuando la viuda de Prasutago no pudo reunir el dinero para satisfacer la deuda que su esposo tenía con Séneca, los romanos se apoderaron del resto del reino como garantía. Una tercera posibilidad es, sencillamente, que los romanos se dejaron llevar por el entusiasmo.

Fue como si Roma hubiese recibido todo el país como regalo. Todos los jefes fueron desposeídos de sus propiedades ancestrales, y los familiares del rey fueron esclavizados […] mientras los centuriones saqueaban el reino, sus esclavos rapiñaban la residencia regia como si fuera un botín de guerra.

Tácito, Anales, 14. 31

La reina de Prasutago protestó amargamente, y después de todos sus esfuerzos fue sacada del palacio y azotada públicamente por haber incumplido el pago de la deuda. A continuación, ignorando la decencia, la ley y el sentido común más elemental, esos mismos oficiales romanos violaron a las dos hijas menores de Prasutago, las herederas del reino. Este acto fue algo más que un mero divertimento, pues probablemente imposibilitaba que las muchachas pudieran contraer matrimonio y de este modo, se agotaba la línea hereditaria. Si Deciano hubiera meditado durante meses la mejor forma de transformar un pueblo básicamente controlado en un enemigo violento y lleno de rabia, probablemente no lo habría hecho mejor.

Los desairados icenos se agruparon en torno a su reina. Es posible que los patriarcales romanos no se dieran cuenta de la gran autoridad que seguía ostentando la viuda de Prasutago. La lectura moderna de las fuentes sugiere que esta mujer era a la vez una de las principales sacerdotisas del reino. Su nombre, Boudicca, podría relacionarse con la diosa celta Boudiga, y puede que fuese incluso el título de su oficio. Las plegarias y ritos que realizaba para la diosa Andraste sugieren una cierta familiaridad con el ritual. Puesto que conocemos el nombre de la reina gracias a Tácito, puede que éste confundiera la descripción del trabajo de la reina con su nombre. En cualquier caso, lo que sí es cierto es que su nombre no era Boadicea como se tradujo en un tiempo; este nombre se remonta a un error en un texto medieval.

Dión Casio pone en boca de Boudicca un largo discurso que, aunque inventado, nos ofrece una idea bastante aproximada de cómo percibían los brita-nos el gobierno romano.

¿Habrá algún trato suficientemente vergonzoso o doloroso que no hayamos sufrido desde que los romanos llegaron a Britania? ¿No es cierto que se han apoderado de casi todo lo que teníamos, y luego nos han obligado a pagar impuestos por lo poco que nos quedaba? ¿Acaso no pagamos impuestos hasta por nuestros propios cuerpos, y además debemos poner estos mismos cuerpos al servicio de los romanos para arar y cuidar de sus campos? Hubiera sido mejor si nos hubieran hecho esclavos de una vez, pues al menos hubieran acabado con nuestra obligación de pagar rescate por nosotros mismos cada año. O mejor aún, podrían habernos matado de una vez y haber terminado con todo.

Dión Casio, Historia, 62. 3

Tan pronto como escucharon que los icenos se habían alzado en armas, sus vecinos trinovantes hicieron causa común con los rebeldes, y ambas tribus descendieron hacia Colchester con un propósito común. Colchester se vio invadida por los rumores y alarmas de conflicto, pero, con el ejército en Gales, las autoridades locales apenas pudieron reunir a doscientos hombres con armamento ligero para defender la ciudad. Los esfuerzos por preparar fortificaciones se vieron obstaculizados por los miembros de aquellas dos tribus que vivían en la ciudad, y que sabotearon las obras de todas las maneras posibles. En consecuencia, cuando Boudicca lanzó su ataque contra la ciudad, los romanos aún no habían preparado ni siquiera una zanja o muralla de defensa. Algunos de los veteranos se refugiaron en el interior del templo de César, y desde allí contemplaron cómo masacraban a sus esposas e hijos; resistieron dos días antes de que los rebeldes tomaran también su reducto. La arqueología demuestra que Colchester fue literalmente destruida hasta los cimientos. Después de quemar todo aquello que fuera combustible, los britanos demolieron sistemáticamente cualquier estructura de ladrillo o barro, dejando los cimientos destruidos a ras de suelo.

Desde allí, el ejército rebelde marchó hacia Londinium (Londres) centro del comercio romano en Britania. Durante este trayecto encontraron la primera oposición por parte romana. El general Vespasiano (que se convertiría en emperador después de Nerón) también había acampado en Britania, y tenía allí a un joven de su familia, Petilio Cerealis. Petilio iba a forjarse una reputación por sus descabelladas aventuras militares, de las cuales ésta sería la primera. Algunos destacamentos de la Legión IX se encontraban en el sur de Britania cumpliendo misiones especiales (estos destacamentos se llamaban vexillationes). Petilio reunió estas tropas y marchó confiado al encuentro de Boudicca. Sin embargo, quedó sorprendido al descubrir que el apoyo a la causa de Boudicca había aumentado progresivamente a lo largo de su marcha (entre otros motivos, porque los rebeldes acababan con todos aquellos que se resistían a unirse a ellos), y ahora superaba a su pequeño ejército en una proporción de cien a uno. Las fuerzas rudimentarias de Petilio sufrieron una derrota aplastante, y sólo él y un pequeño contingente de caballería sobrevivieron a la masacre.

Mientras tanto, Suetonio Paulino se había apresurado para llegar a Londres, un logro complicado dada la hostilidad de la población de los lugares que tuvo que atravesar. Una vez allí descubrió que el culpable de todo, el procurador Deciano, se había formado su propia opinión sobre las posibilidades del ejército romano y ya había tomado un barco con rumbo a la Galia. A regañadientes, Paulino se vio obligado a reconocer que Londres era indefendible y retiró de allí a sus tropas, absolutamente consciente de que muchos de los habitantes de la ciudad serían incapaces de escapar al castigo britano que se cernía sobre ellos.

Boudicca no estaba interesada en hacer prisioneros o solicitar un rescate por ellos o ningún otro comercio de guerra. El enemigo fue atacado con matanzas, patíbulos, fuego y crucifixiones, como hombres que se cobraban la venganza que podían antes de que cayese sobre ellos el justo castigo.

Tácito, Anales, 14. 24

Dión Casio es todavía más gráfico en su relato:

Aquellos que fueron llevados prisioneros por los britanos se vieron sometidos a todas las formas conocidas de atrocidad. La peor y más bestial atrocidad cometida por sus captores fue la siguiente. Colgaron desnudas a las mujeres más nobles y distinguidas, les cortaron los pechos y se los cosieron a las bocas para que pareciese que las víctimas se las comían; después empalaron a las mujeres sobre unos pinchos puntiagudos que les atravesaron todo el cuerpo. Todo esto lo hicieron acompañándolo con sacrificios, banquetes y comportamientos inmorales, no sólo en todos sus lugares sagrados, sino en particular en la arboleda de Andraste. Éste era su nombre para Victoria, y la contemplaban con la reverencia más excepcional.

Dión Casio, Historia, 62. 7

Por estas descripciones, es evidente que ni britanos ni romanos consideraban aquello una guerra ordinaria. El absoluto odio visceral que los britanos mostraron hacia sus conquistadores es un testimonio del fracaso del gobierno romano en la provincia, un fracaso que reconocen tácitamente incluso los propios historiadores romanos. Igual que ocurrió con Colchester, Londres también ardió por completo. El fuego fue tan feroz que formó una capa de arcilla cocida alrededor de las casas, y este estrato sigue existiendo hoy en día unos cuatro metros por debajo de las calles del Londres actual.

Todo esto no debe llevarnos a suponer que Boudicca no fuese más que la cabeza visible de una turba desordenada. Boudicca controló sus tropas con una sorprendente habilidad, y se aseguró de que sus conquistas fuesen bien saqueadas antes de ser asoladas. De este modo, la plata obtenida se empleó para acuñar monedas con las que financiar su revuelta. También tuvo el mérito de mantener intactas sus enormes fuerzas y evitar que se descompusiesen en grupos más pequeños de saquedores.

Boudicca se dirigió entonces hacia Veralamium (moderna St Albans), que sufrió el mismo destino de sus anteriores conquistas. Para entonces habían sido asesinados unos 70.000 romanos y simpatizantes de éstos, algunos de ellos de manera horrible. Podía haber saciado la sed de venganza, pero la revuelta había adquirido su propia inercia. Al tomar las armas, los britanos habían dejado de sembrar sus campos para el año siguiente; por lo tanto, debían apoderarse de las provisiones de los graneros romanos o morirían de hambre. Además, no era probable que Roma fuese a perdonarlos. O expulsaban a las legiones fuera de Britania de una vez y para siempre, o los britanos acabarían bajo el yugo de los vengativos romanos.

Paulino contaba con la Legión XIV, veteranos de la XX que se habían alistado de nuevo, y cualquier otro hombre que fuese útil para las tropas auxiliares. Su número total no llegaba a los 11.000. Necesitaba desesperadamente refuerzos de la Legión II comandada por Poenio Póstumo. Pero éste estaba acampado en el oeste y se negaba obstinadamente a moverse de allí. Tal vez creyó que prestaba un mejor servicio en aquel lugar, manteniendo a raya a las peligrosas tribus occidentales, o quizás los territorios de alrededor eran demasiado hostiles para permitirle levantar el campamento. (El hecho de que Póstumo, el prefecto de campo, estuviera al mando, ya nos dice que algo malo le había ocurrido al legado de la legión.) Paulino necesitaba a todos los hombres que tenía para detener a Boudicca y no estaba de humor para excusas. Nunca perdonaría a Póstumo que desobedeciera sus órdenes.

Los britanos con los que estaba luchando Paulino no eran diferentes a los guerreros celtas de la Galia que se opusieron a César. Combatían con un armamento muy ligero, en especial con lanzas; las espadas y las armaduras eran para los ricos. A diferencia de los galos, los britanos combatían principalmente a pie, aunque la aristocracia formaba una fuerza de caballería de élite. Fue también uno de los últimos ejércitos de la Antigüedad que utilizó carros ligeros, aunque los empleaban para trasladar rápidamente a grupos pequeños alrededor del campo de batalla más que como vehículos de combate. Dión Casio afirma que cargaron con ellos contra los romanos, pero debían tener un uso muy limitado en ese aspecto. A pesar de la leyenda popular, los carros no tenían ruedas con cuchillas, y de haber sido así hubieran supuesto un gran peligro para su propio bando.

Los britanos poseían unos gigantescos alanos a los que adiestraban como magníficos perros de caza. Algunas fuentes apócrifas mencionan que también los entrenaban para que combatiesen junto a sus dueños en las batallas. Puesto que estos animales tenían casi el tamaño de los actuales san Bernardos, debieron ser unos rivales bastante desconcertantes. Otra extraña costumbre de los britanos era que se pintaban de azul con glasto antes de ir a una batalla. Aparte de aterrorizar a los enemigos, los britanos se beneficiaban de las cualidades antisépticas del glasto, que ayudaba a prevenir la infección de las heridas.

La principal fuerza de los ejércitos britanos radicaba en su número. Los romanos, que siempre eran propensos a exagerar el número de sus enemigos, calculan que Boudicca contaba con unos 230.000 hombres. Incluso si la reina britana tuviera en realidad sólo la mitad de esa cifra, seguirían siendo muchos más que los soldados romanos. No sabemos casi nada sobre cómo organizaba Boudicca a su ejército. La sociedad britana había sufrido unos profundos cambios sociales. El antiguo sistema se basaba en tribus separadas gobernadas por reyes (o reinas; Tácito nos dice que «los britanos no distinguían respecto al sexo de sus gobernantes»). Estos gobernantes contaban con la ayuda y el consejo de un grupo de nobles que, igual que sus seguidores, vivían en poblados donde la mayor parte de las tierras se poseían en común para que pastaran los rebaños de los lugareños.

Los britanos compartían las creencias religiosas de los galos; de hecho, Britania era una especie de centro religioso de los galos, y el potencial que esta situación otorgaba a Britania como centro de una revuelta fue una de las razones por la que los romanos se decidieron a exterminar el culto druídico.

Paulino quizá se aprovechó de la función religiosa de Boudicca para llevar a los britanos al campo de batalla que él deseaba. Sólo sabemos que éste se encontraba en algún lugar de la región central de Inglaterra. Se cree que Paulino devastó los centros religiosos britanos de la región sabiendo que aquello atraería a Boudicca hacia allí. Los romanos se colocaron en un desfiladero con paredes en terrazas protegiendo sus flancos y una suave pendiente descendente delante de ellos, mientras detrás tenían un espeso bosque. Paulino había escogido cuidadosamente. Esta posición implicaba que los britanos no podrían rodear a sus hombres, pero también que los romanos no podrían escapar a menos que derrotasen a los britanos. Era el momento de vencer o morir.

Los britanos entraron en el campo de batalla en grupos desorganizados, cada uno de ellos apiñado en torno a sus jefes o nobles locales de acuerdo con su prestigio; el grueso del ejército era una enorme masa que se encontraba al final de la pendiente en la que esperaban los romanos. El ejército britano había llevado consigo una horda de mujeres y niños que colocaron sus carros en una línea que atravesaba la retaguardia del ejército. Entonces las mujeres eligieron posiciones cómodas y se sentaron a animar a sus hombres durante la batalla. El ejército britano estaba en constante movimiento, las trompetas sonaban y se lanzaban continuos desafíos e insultos a los romanos. Los guerreros llevaban telas escocesas de colores y en su mayoría iban con el pecho desnudo.

Boudicca estaba entre ellos y sus dos hijas la acompañaban en un carro. Los romanos vieron cómo iba de una tribu a otra, animándoles a realizar un último esfuerzo, mientras (según cuenta Tácito) aseguraba a sus tropas que era bien propio que los guerreros britanos fuesen a la batalla bajo el liderazgo de una mujer. Tácito nos ha dejado un conmovedor discurso en nombre de Boudicca con el tema general de «Dame la libertad o mátame». Este discurso incluye la observación de que los britanos eran tan numerosos que Boudicca dudó incluso de que los romanos fuesen capaces de soportar el clamor y los gritos de guerra de tan fenomenal hueste. Ya habían derrotado a una legión (una referencia a los hombres de Petilio) y la otra temía siquiera moverse. Según su propio punto de vista, Boudicca no estaba luchando por sus tierras o por el orgullo de su antiguo linaje. Estaba allí para vengar la violación de sus hijas y las marcas del látigo sobre su propio cuerpo. Y al igual que cualquier britano, estaba allí para defender su libertad.

Mirad a vuestro alrededor, y observad cuan numerosos sois. Considerad vuestro orgullo, vuestro espíritu belicoso y pensad en todos los motivos de venganza que nos han llevado a tomar la espada. Éste es el lugar donde venceremos o moriremos gloriosamente. No hay elección. Yo soy una mujer, y estoy segura de lo que debo hacer. Vosotros, hombres, debéis elegir si deseáis vivir en desgracia y morir como esclavos.

Tácito, Anales, 14. 36

En su calidad de sacerdotisa, Boudicca rogó a la diosa Andraste por la victoria, y a continuación liberó una liebre que llevaba debajo del manto y observó cómo corría entre las dos líneas de batalla. Lo hizo por motivos de adivinación; pues la liebre tenía unas poderosas connotaciones religiosas para los britanos (no se conocían los conejos, que sólo llegaron a Britania con los normandos mil años después).

Dión Casio y Tácito ponen diferentes discursos en boca de Paulino, aunque ambos tienen temas comunes sobre los que, indudablemente, insistiría éste. Primero, sus oponentes sólo eran britanos. Segundo, la victoria siempre era más dulce cuando se luchaba con todas las circunstancias en contra. Dión incluye una colorida descripción de las torturas que aguardaban a cualquier romano que fuese capturado, y Tácito termina la arenga de Paulino con la insinuación de que, en caso de victoria, sus soldados tendrían licencia para hacer lo que desearan en las tierras que habían conquistado.

A continuación, los ejércitos se aproximaron el uno al otro, los bárbaros con un gran estruendo de gritos y amenazadoras canciones de guerra, y los romanos en silencio y en orden hasta que se encontraron al alcance de las jabalinas de sus enemigos. Entonces, cuando éstos todavía avanzaban andando, los romanos dieron la orden de cargar. Echaron a correr y golpearon de lleno al enemigo con tal fuerza que rompieron fácilmente sus líneas. Dada la gran cantidad de hombres con que contaba el enemigo, enseguida se vieron rodeados por todas partes y la lucha se llevó a cabo en todas partes a la vez. Los combates fueron muy diversos. Los escaramuzadores se enfrentaban a los escaramuzadores, la infantería ligera lo hacía contra enemigos armados de manera similar, mientras la caballería combatía contra la caballería. Otro de los enfrentamientos colocó a los arqueros romanos contra los carros bárbaros. Éstos intentaron lanzar sus carros contra los romanos y se lanzaron desordenadamente al ataque, sólo para verse obligados a retroceder ante las flechas que les arrojaban, pues los guerreros de carros combatían sin armadura. Aquí un jinete abatía a unos soldados de a pie, allí una tropa de infantería derribaba a un jinete. Algunos romanos intentaban avanzar contra los carros en formación cerrada, y otros eran dispersados por éstos; algunas veces los britanos trataban de rodear a los arqueros y derrotarlos, mientras que otras huían fuera del alcance de sus flechas.

Dión Casio, Historia, 62. 12

Gracias a este relato, y al de Tácito, podemos hacernos una idea aproximada de la batalla. Al parecer, los romanos arrojaron en primer lugar sus lanzas pesadas (pila) y luego golpearon a los desorganizados britanos antes de que pudieran prepararse para su propio ataque. Las cohortes percutieron contra los britanos en formación cerrada y casi atravesaron las líneas del enemigo. Aunque rodeado por una masa de britanos, el ejército mantuvo su inercia ayudado por la caballería, que cargó allí donde era más tenaz la resistencia del enemigo. Ningún ejército celta funcionaba correctamente en maniobras de repliegue, y pronto los britanos se encontraron con otro problema. Los desertores de retaguardia y los combatientes que retrocedían chocaron contra los carromatos que habían estacionado sus esposas y familiares en el campo de batalla. Para los britanos, que necesitaban un espacio de aproximadamente un metro para emplear sus lanzas largas o para blandir correctamente sus espadas, fue un desastre. Los romanos combatían en formación cerrada y usaban sus espadas cortas para pinchar más que para dar mandobles. Para ellos, un campo de batalla congestionado era una oportunidad más que un problema. Los guerreros britanos, casi indefensos, fueron masacrados, y tras ellos también sus esposas e hijos. Antes del final del día, habían muerto unos 80.000 britanos por tan sólo 400 legionarios. La rebelión había terminado.

Boudicca sobrevivió a la batalla, pero su tiempo ya había pasado. Las masacres de Colchester, Londres y St Albans habían sellado, su destino, y no se hubiera rendido ni siquiera si le hubieran ofrecido clemencia. Al contrario, se retiró a su tierra natal y allí se suicidó tomando veneno. No conocemos la suerte que corrieron sus hijas, pero probablemente murieron junto a ella. Dión nos cuenta que los britanos le ofrecieron un magnífico funeral, como correspondía a una reina guerrera. La leyenda posterior que afirma que sus huesos aún se encuentran bajo una de las plataformas de la estación de ferrocarril de King's Cross es muy improbable.

Muchos icenos que sobrevivieron a la batalla no lo hicieron a sus consecuencias. La arqueología demuestra que los romanos devastaron sistemáticamente sus tierras, desviando incluso las corrientes de agua que pasaban por sus campos. Se trataba de una táctica un tanto curiosa en una región lluviosa como East Anglia, pero muchos icenos murieron de todas formas, pues no habían sembrado nada aquel año. Cualquier miembro de la tribu que fuese capturado por los romanos era asesinado o esclavizado. Al parecer, Apulino no pretendió intimidar a los britanos por medio del terror; parece más bien que se propuso exterminarlos por completo. Su política le provocó conflictos con Julio Classicano, el procurador que había sustituido a Cato Deciano. Classicano tenía la misión de que Britania pagase sus propios gastos en el Imperio, y esto era complicado en un país con sus campos devastados y una población fugitiva que combatía en una triste guerra de guerrillas. Para burla de los britanos, un esclavo liberto y favorito de Nerón fue enviado desde Roma para que mediase entre gobernador y procurador, «los britanos se quedaron maravillados al ver a un general y a su ejército victorioso acobardados ante un esclavo». No obstante, aplaudieron la decisión final. Paulino fue sustituido y, sabiamente, las autoridades romanas se embarcaron en una política de paz y reconstrucción que incluía la recomposición de sus relaciones con las élites britanas que necesitaban para mantener su gobierno.

En los posteriores siglos de prosperidad, la historia de Boudicca fue olvidada por casi todos. En el siglo XIX se recordó que el nombre de Boudicca significaba «victoria», y que la reina de los icenos compartía el nombre de Victoria con la reina que gobernó un imperio más vasto incluso que el de Roma. Se olvidaron los salvajes hábitos de las masacres y torturas generalizadas de la reina guerrera, y se convirtió en una heroína nacional. Actualmente, una estatua suya, triunfante en su carro (véase ilustración 24), se alza junto al Tamesis en Londres, la ciudad que convirtió en cenizas.