PARTE IV

SHAPOR I

ZENOBIA

ALARICO

ATILA

EL FINAL DEL IMPERIO

«Nuestra historia desciende ahora desde un reino de oro a uno de hierro y herrumbre, tal como ocurrió con los asuntos de los romanos de aquella época.» Éste es el lúgubre comienzo que elige el historiador Dión Casio para su historia de Roma a partir del ascenso al trono imperial de Cómodo en el año 180 d. C. No cabe duda de que Cómodo fue un emperador nefasto, en la misma línea que Nerón y Calígula, pero la podredumbre se había instalado mucho antes en el Imperio Romano, y ya era perceptible en el reinado del padre de Cómodo, el emperador filósofo Marco Aurelio.

Durante el reinado de Marco Aurelio, el Imperio Romano se vio sacudido por las constantes incursiones de las tribus germanas y por la devastación interna provocada por sucesivas pestes. Algunos historiadores han propuesto que la población del Imperio comenzó entonces un inexorable declive. La principal prueba de este hecho es que Roma comenzó a tener ejércitos cada vez más reducidos, y que disminuyó igualmente la presencia de la caballería y las tropas auxiliares. No obstante, hay otras explicaciones para este hecho, incluida la de que los ciudadanos romanos eran cada vez más reacios a servir en las legiones, y que las amplísimas fronteras romanas requerían un ejército de caballería capaz de moverse con rapidez para contrarrestar las posibles incursiones.

En el año 192 d. C, Cómodo encontró el final habitual de los malos emperadores: un cuchillo asesino. Su muerte suscitó el fantasma de la guerra civil que, al igual que la tiranía, los romanos creían haber desterrado para siempre. Durante el siguiente siglo, Roma estuvo a merced de cualquier general poco escrupuloso que dispusiese de un ejército competente, y las legiones romanas se despedazaron unas a otras a pesar de que se las necesitaba con desesperación para defender sus fronteras. Las tribus germanas del norte habían obligado a Marco Aurelio a pasar gran parte de su reinado defendiendo la frontera del Rin. Esta presión aumentó bajo los sucesores de Aurelio, hasta que el sistema militar romano cedió finalmente ante la presión.

El coste financiero de mantener los ejércitos romanos en campaña contra estas incursiones paralizó la economía romana. En los gloriosos días de la República y comienzos del Imperio, las campañas romanas se autofinanciaban con el botín de las conquistas. Las guerras defensivas debían pagarse con impuestos, y la difícil situación de las finanzas romanas llevó a las clases medias a la pobreza. La crisis financiera también fue el detonante de una inflación galopante que sólo pudo detenerse en 309 d. C. cuando el emperador cristiano Constantino estabilizó la moneda con el oro arrebatado a los templos paganos.

El siglo que transcurrió entre la muerte de Cómodo y la ascensión de Constantino presenció el auge y caída de veintisiete emperadores y pretendientes a la púrpura, de los cuales todos, excepto dos, tuvieron una muerte violenta. En ocasiones, la situación militar y política se deterioró hasta el punto de que había varios emperadores gobernando en diferentes partes del Imperio, todos ellos demasiado ocupados con las incursiones bárbaras y la necesidad de eliminar a sus rivales como para preocuparse por ejercer el gobierno civil.

El caos dentro del Imperio no pasó desapercibido entre los enemigos orientales de Roma. El Imperio Parto se había ido debilitando paulatinamente hasta que las dificultades de Roma le brindaron una oportunidad de reforzar sus fronteras occidentales. Sin embargo, pronto surgió otro problema en su interior cuando la vigorosa dinastía sasánida se alzó desde su posición de gobernadores provinciales y desafió a los monarcas partos por el poder de todo el Imperio. Los sasánidas se consideraban los sucesores del Imperio Aqueménida de Darío y Jerjes que había florecido en el siglo V a. C, y decidieron reclamar las tierras de Asia Menor arrebatadas a sus «antepasados» por Alejandro Magno y que más tarde habían pasado a manos romanas. Puesto que contaban con un gobierno centralizado y bien administrado, así como con un ejército eficaz, los sasánidas creyeron por un momento que podrían alcanzar sus objetivos, especialmente cuando la situación en el Imperio Romano no mostraba signos de cambio.

El gran rey persa Shapor I (capítulo 14) lanzó una serie de ataques sobre Asia Menor que estuvieron a medio camino entre la invasión y la razia a gran escala. Tuvo un éxito considerable, y llegó incluso a capturar y saquear la ciudad siria de Antioquía, que en aquella época era una de la mayores ciudades del Imperio Romano. Pero Shapor había subestimado la resistencia de Roma y la flexibilidad de sus instituciones políticas. El emperador romano Galieno cedió virtualmente el control de la región al gobernante de Palmira, Odenato. Palmira era una ciudad semi-independiente que vivía a horcajadas de la legendaria ruta caravanera procedente de Oriente. Bajo este líder capaz, y con una ayuda poco sistemática por parte de Roma, Palmira estuvo sin dificultades a la altura de las ambiciones de Shapor, que fue expulsado de la Asia Menor romana y, aunque ni él ni sus sucesores renunciaron a sus pretensiones, estaba claro que habían perdido su mejor oportunidad de hacerlas realidad.

Aunque frustrado en el oeste, Shapor no sólo consolidó los logros de su padre, sino que edificó sobre ellos. Durante su reinado, el pensamiento religioso y la innovación arquitectónica tomaron unas nuevas direcciones que acabaron dando forma al Oriente Medio actual.

Palmira, la potencia que había bloqueado las ambiciones occidentales de Shapor, se hizo cada vez más fuerte. Su líder, Odenato, fue asesinado, pero el poder pasó a su viuda Zenobia (capítulo 15), una gobernante tan capaz como lo había sida su esposo, aunque con una ambición muy superior a la de éste. Zenobia creía que Palrhira era la sucesora del Imperio Seléucida, y se imaginaba a sus hijos gobernado en un imperio que se extendería desde el Mar Negro hasta Egipto. La visión del futuro de Zenobia no dejaba espacio en la región para Roma, y sus soldados intentaron usurpar la autoridad romana incluso cuando la propia Zenobia intentó mantener la cada vez más inconsistente pretensión de que era aliada de Roma.

Pero Roma se estaba recuperando lentamente de su profunda crisis. En las provincias balcánicas surgió una serie de gobernantes fuertes que unieron el Imperio y le devolvieron una tenue estabilidad política. El emperador Aureliano (270-275 d. C.) intentó tanto rechazar a los invasores godos como consolidar al menos la parte central del Imperio que gobernaba. Con gran parte del Imperio reunificado bajo su mando, volvió su atención hacia el este, y muy especialmente hacia Palmira.

Zenobia no se rindió sin lucha. Su guerra con Aureliano fue legendaria en el Oriente Medio, y aún hoy en día se la recuerda como una de las mayores reinas guerreras de la Antigüedad. Palmira sobrevivió a la experiencia de la reconquista romana, pero nunca volvió a ser más que una sombra de su antigua grandeza.

El propio Aureliano, como muchos otros emperadores del siglo III, murió asesinado. El hombre que acabó sustituyéndolo fue Diocleciano (284-305 d. C). El nombre de Diocleciano fue enormemente injuriado por la posteridad como el más infame perseguidor de la incipiente iglesia cristiana. No obstante, fue también el hombre que devolvió al Imperio algo parecido a una estabilidad, y estableció las normas básicas por las que se regirían los siguientes siglos de gobierno imperial. Probablemente, Julio César no hubiera reconocido el Imperio de Diocleciano ni le hubiera agradado particularmente.

Diocleciano confirió al emperador todos los atributos de un monarca oriental y exigió una aproximación convenientemente servil a su persona. Roma fue prácticamente abandonada como capital imperial; se encontraba demasiado alejada de las fronteras en las que en cualquier momento podría necesitarse urgentemente la presencia de los ejércitos imperiales. Tras establecer su nuevo orden mundial, Diocleciano se convirtió también en el único emperador que renunció a su puesto y murió tranquilamente en su retiro unos años más tarde. Diocleciano había imaginado el Imperio dividido entre diferentes gobernantes, cada uno de ellos con su propia área de competencia. Aunque el sistema no perduró, fue el comienzo de una tendencia que acabaría dividiendo el Imperio Romano en una mitad occidental y otra oriental.

Esta tendencia se aceleró con Constantino, que fue emperador entre el 307 y el 337 d. C. Además de la estabilización de la moneda mencionada anteriormente, Constantino hizo del cristianismo la religión del Imperio Romano y construyó Constantinopla, la magnífica ciudad que iba a gobernar el Imperio oriental durante los siguientes mil años y que actualmente es, con su nombre de Estambul, la mayor ciudad de la Turquía moderna.

Constantino y Diocleciano habían estabilizado un barco que se estaba hundiendo. La economía de Roma se hizo cada vez más esclerótica a medida que la carga de los impuestos recaía cada vez con mayor fuerza sobre el decreciente número de aquellos capaces de pagarlos. La población estaba dividida entre los más aristocráticos honestiores y los humildes humiliores. Muchos de estos últimos eran poco más que siervos, incapaces de cambiar de profesión o domicilio sin el permiso de sus «superiores».

La situación militar continuó empeorando. En el este, los persas mantenían una presión incesante, y al nordeste, las tribus germánicas estaban siendo empujadas hacia el oeste por los hunos procedentes de Asia que invadían sus tierras.

Un momento clave en la caída de Roma se produjo en la batalla de Adrianópolis en el 378 d. C. En un intento por aliviar la presión sobre las fronteras romanas, el emperador Valente había permitido que una gran parte de la tribu de los visigodos se estableciera dentro de los límites del Imperio en las tierras despobladas cerca del Danubio. A los oficiales de Valente no se les ocurrió pensar que los pueblos libres debían ser tratados de manera diferente que los pueblos súbditos del Imperio. La arrogancia, venalidad e incompetencia de los encargados de gestionar la migración visigoda empujó rápidamente a la tribu a la revuelta. Valente rechazó las ofertas de negociación de los rebeldes, confiado en que su ejército podría obtener una fácil victoria.

Valente pagó su error con su vida, pero las consecuencias de la derrota romana se prolongaron mucho más tiempo. En Adrianópolis fue destruido el último ejército romano. A partir de entonces, el ejército romano sería un apéndice a menudo ridiculizado del principal brazo armado romano, bárbaros que combatían bajo sus propios estandartes y oficiales. Estos soldados, financiados con los impuestos que pagaban los sufrientes romanos, recibían el nombre de foederati y disfrutaban de una consideración intermedia entre los conceptos de aliado y súbdito.

No necesitó mucho tiempo Alarico (capítulo 16), el líder de los godos, para darse cuenta de que nada se interponía entre él y el tesoro de sus señores. Lo que su pueblo recibía como salario podría tomarlo fácilmente como botín. Todo lo que evitaba la completa dominación goda del Imperio Romano era el general Estilicon y los restos de los una vez poderosos ejércitos de Roma. Durante cierto tiempo, Estilicón consiguió refrenar al rey godo, pero Alarico resultó ser un maestro a la hora de explotar la rivalidad entre las partes oriental y occidental en las que se había dividido el Imperio Romano. Alarico atacó primero al Imperio oriental, y una vez Estilicón desapareció de la escena italiana, hizo volver sus ejércitos contra la propia ciudad de Roma.

Para el momento en el que los jinetes de Atila el huno (capítulo 17) aparecieron en las fronteras de Roma en el 430 d. C, el Imperio Romano occidental se encontraba prácticamente indefenso. Los visigodos eran los gobernantes virtuales de la Galia, y África se estaba escapando rápidamente del control de Roma. Italia se desmoronaba por la hambruna y la peste, y el emperador era poco más que un pelele. Para los acosados pueblos del oeste, las hordas hunas parecían imparables. Atila se convirtió rápidamente en la persona más importante de Europa, y tanto el Imperio oriental como el occidental buscaron angustiados algún consuelo sobre sus intenciones. Después de explotar las tierras y los tesoros de ambos imperios, Atila lanzó una invasión masiva sobre el oeste. Su decisión se vio quizá influida por el hecho de que el Imperio oriental ya comenzaba a mostrar signos de recuperación bajo el competente emperador Marciano, mientras en el oeste las cosas seguían sumidas en el mismo caos de siempre. Al final, los invasores que habían comenzado su viaje en el nordeste de China fueron por fin detenidos en las llanuras de Francia. Los hunos se retiraron a Europa central, y tras la muerte de Atila no volvieron a amenazar a Roma.

El Imperio Romano del este se recuperó de su debilidad, y continuó su existencia como Imperio Bizantino hasta 1453. Pero en el oeste no hubo recuperación, y el Imperio Romano acabó extinguiéndose.