MACEDONIA: EL HEREDERO DE
ALEJANDRO CONTRA LOS ROMANOS
(Descripción del carácter de Filipo por su contemporáneo Alejandro de Arcarnia.) Tito Livio, 35 18
Filipo V nació en el 237 a. C, cinco años antes del final de la Primera Guerra Púnica. No obstante, los asuntos de Roma, un estado semibárbaro al otro lado del Adriático, no preocupaban especialmente al padre de Filipo, el rey de Macedonia Demetrio II.
El monarca macedonio tenía otras preocupaciones, pues el mundo mediterráneo de fines del siglo III a. C. estaba lleno de peligros y oportunidades. Macedonia se encontraba entre las tribus bárbaras de Iliria y Tracia, y por encima de Grecia, sobre cuyas díscolas ciudades rivales ejercían los macedonios una hegemonía no exenta de sobresaltos. Macedonia gozaba de la misma consideración que Egipto y Siria, los otros grandes poderes que dominaban la cuenca oriental del Mediterráneo.
Tanto en Asia como en Grecia, había una serie de pequeñas monarquías y ciudades que mantenían un cambiante mosaico de ligas y alianzas, y periódicamente sus querellas y guerras se extendían a sus vecinos. A menudo estos minúsculos estados unían sus fuerzas para sacar partido de cualquier signo de debilidad de alguna de las grandes potencias, y las tribus bárbaras aguardaban el momento en el que el ejército macedonio estuviera desprevenido para emprender expediciones de saqueo por toda la frontera septentrional.
Macedonia era un país próspero. Se encontraba entre Grecia y las tribus balcánicas, con el Danubio al norte como otro posible vínculo comercial. El clima, una mezcla del propio del Mediterráneo y del más fresco centroeuropeo favorecía las cosechas abundantes y los bosques frondosos. En el subsuelo había reservas de hierro y plata que Macedonia exportaba a sus vecinos, con la que obtenía un considerable beneficio.
Los griegos del sur consideraban a los macedonios, en el mejor de los casos unos primos incultos (hubo cierto debate sobre si debían competir como un estado griego en los Juegos Olímpicos); sin embargo, los reyes macedonios se proclamaban descendientes de los hijos de Hércules, que se exiliaron de Grecia tras la muerte de su padre. Entre los años 360 y 330 a. C, uno de los más grandes reyes macedonios, Filipo II, extendió el gobierno macedonio hasta Tesalia, y convirtió a Macedonia en el poder dominante de Grecia. Su hijo, Alejandro Magno, llegó a conquistar el Imperio Persa y Egipto.
Pero pronto el reino de Alejandro se dividió en diferentes facciones, entre las que se encontraba la propia Macedonia. Aunque había desaparecido la amenaza persa, los reyes de Macedonia se embarcaron en una querella dinástica con sus compatriotas de las casas reales de los Seléucidas y los Ptolomeos.
En consecuencia, cuando el rey Demetrio falleció en el 229 a. C, dispuso cuidadosamente la sucesión de su hijo de ocho años. El nuevo rey, Filipo V, heredó el trono, pero no el poder real. En su testamento, Demetrio había nombrado un regente, Antígono Dosón, para que gobernara el reino durante la infancia de Filipo. Antígono gobernó como un rey en todo salvo en el nombre, tratando a Filipo más como su heredero que como auténtico monarca.
El joven rey debió de sentir cierto alivio cuando Antígono falleció en aquellos contra los que había combatido, 220 a. C. y el poder regio pasó suavemente a sus manos en lugar de a los hijos del regente.
Filipo, que por entonces contaba diecisiete años, asió con fuerza las riendas del poder, para disgusto de Apeles, su nuevo tutor, que había albergado la esperanza de gobernar a través del monarca adolescente.
Tal como había previsto Demetrio, los estados vecinos no tardaron mucho en comprobar el valor del nuevo rey. Los etolios, un pueblo que vivía en el sudoeste de Tesalia, atacaron a los aqueos, que eran aliados de Macedonia. Filipo tardó en responder, concentrándose en crear una coalición de aliados. Muchas de estas alianzas tenían una motivación puramente diplomática, pues Macedonia y los aqueos llevaron casi todo el peso de la lucha real (esta guerra recibe el nombre de Guerra Social, por la palabra latina utilizada para designar a los aliados, socii).
La guerra iba a durar tres años, en parte porque Filipo se vio obligado a concentrar sus esfuerzos en la frontera norte para repeler una invasión bárbara. Puesto que se aproximaba el final de la estación de campaña, nadie esperaba que los macedonios regresaran antes de la primavera, pero Filipo apareció de improviso en Corinto con una fuerza de choque muy escogida, y lanzó una serie de ataques relámpago contra sus enemigos antes de disponerse a pasar el invierno en Argos. Estas inesperadas maniobras se convirtieron en parte del estilo de campaña de Filipo; aquel verano lanzó un ataque por sorpresa contra Thermus, la capital etolia, que fue saqueada y entregada a las llamas para, a continuación, dirigirse contra los espartanos, aliados de los etolios, y vapulearlos en el año 218 a. C.
Filipo parecía un rey extraído del mismo molde de Alejandro Magno, que había ocupado el trono de Macedonia exactamente un siglo antes. Era activo y audaz aunque moderado en su conducta y generoso con los vencidos. También era inteligente y un apasionado orador, aunque con una vena cruel. En una ocasión, cuando un consejero, que se había quedado ciego, le reconvino por cierta conducta Filipo se volvió hacia su consejo y dijo en tono sarcástico: «Tomad nota, incluso un ciego puede verlo». Con los años, el carácter de Filipo se hizo cada vez más sombrío y salvaje, algo no del todo sorprendente en un hombre que pasó toda su vida entre aliados poco fiables, enemigos malintencionados y súbditos desleales. Entre los primeros se encontraba Apeles, el tutor de Filipo. Frustrado en sus esperanzas de ejercer la monarquía a través de su pupilo, Apeles y sus seguidores urdieron una conjura. Apeles fue descubierto y ejecutado, y Filipo buscó sus nuevos consejeros fuera de Macedonia. Uno de éstos fue Demetrio de Faros, un gobernante ilirio, antiguo aliado de Antígono Dosón. En su accidentada carrera en Iliria, Demetrio había sido tanto aliado como enemigo de los romanos. Había huido a la corte de Filipo en busca de protección, y fue él quien llamó la atención de su protector respecto a los problemas que Roma estaba teniendo en Italia con Aníbal.
A Demetrio le resultó sencillo despertar la ambición de Filipo. El rey era joven, a pesar de lo cual había tenido éxito en todas las empresas que había intentado, tenía fama de audaz y, sobre todo, descendía de aquella familia que, más que ninguna otra, tenía la ambición de gobernar el mundo.
Polibio, 5.102
Otro de los consejeros de Filipo era Arato, un noble aqueo prorromano. Filipo era muy receptivo hacia Arato, y la moderación del rey se debía en gran medida a los consejos del aqueo. Pero Filipo se había dado cuenta de que ahora los asuntos de Grecia y Roma se entrelazaban, y al final tendría que vérselas con el poder de la otra orilla del Adriático. Tras la victoria de Aníbal en Cannas en el año 216 a. C, Filipo decidió unir su destino al del cartaginés. A esta situación no ayudaría la muerte de Arato, muy posiblemente de tuberculosis, aunque el propio Arato sospechó que había sido envenenado lentamente. Cuando en cierta ocasión un amigo lo vio tosiendo sangre, Arato le dijo: «Ésta es la prueba del amor del rey».
Filipo alcanzó un tratado de alianza con Aníbal, pero su embajador fue capturado por los romanos, que enviaron una flota a la costa adriática para evitar que Filipo pasase a Italia. Antes de comprometerse a una invasión, Filipo probó sus fuerzas enviando una flotilla contra las posiciones romanas en Iliria. Una breve acción contra unos barcos romanos obligó a Filipo a destruir sus propias naves y retirarse por tierra, una experiencia aleccionadora que no se aventuró a repetir ni siquiera después de que Aníbal tomase el muy accesible puerto de Tarento.
En este momento, según nuestras fuentes, comenzó a cambiar el carácter de Filipo:
Había disfrutado de una larga serie de éxitos. La prosperidad infló sus ambiciones, y en su mente comenzaron a forjarse deseos extravagantes. Su natural inclinación al mal desbordó todas las barreras que había construido contra ella, y empezó a mostrar su verdadero y genuino carácter.
Plutarco, Vida de Arato, 52
Preocupados como estaban con Aníbal, los romanos no podían abrir un segundo frente contra Filipo, pero bastó su apoyo moral para que los etolios e ilirios se rebelasen contra Macedonia, y Pérgamo, un aliado romano en Asia Menor, se apresuró a unirse a esta coalición.
En semejantes momentos, según cuenta el historiador Tito Livio, «Filipo mostró el espíritu propio de un rey». Atacó a sus enemigos griegos con tal ferocidad que éstos aceptaron enseguida una paz negociada por Ptolomeo de Egipto, aunque, como era de esperar, los etolios dieron marcha atrás en cuanto tuvieron noticias de los refuerzos para su causa procedentes de Pérgamo y de una invasión bárbara de Macedonia.
Por desgracia para los etolios, Pérgamo debió de desviar su atención debido a una guerra más cercana a sus fronteras, y los bárbaros se retiraron de Macedonia tras el regreso de Filipo de la campaña por Grecia. Los etolios quedaron indefensos, y el furioso Filipo arrasó sus tierras como venganza. En consecuencia, cuando por fin llegó una fuerza expedicionaria romana, encontró muy pocos aliados en condiciones de luchar. Los romanos se retiraron a un puerto seguro, y permanecieron allí hasta que se negoció la paz en el año 205 a. C. Esta «Paz de Fenicé» pretendía mantener a Filipo a una distancia prudencial hasta que Aníbal hubiera sido vencido. Después, Roma tenía unos planes muy claros para Macedonia:
La cuestión no es, romanos, si habrá guerra o paz. Filipo ya ha elegido, y ya está reuniendo sus fuerzas para combatir por mar y por tierra. Todo lo que debemos decidir es si llevamos nuestras legiones a Macedonia o aguardamos a combatirle aquí, en Italia […] Que sea Macedonia el escenario de la guerra. Que sean sus ciudades y sus campos los que queden devastados por el fuego y la espada.
(El cónsul Sulpicio a la asamblea romana.) Tito Livio, 31.8
Mientras tanto, Filipo dirigió su atención hacia Pérgamo, a la que derrotó rápidamente en una batalla. También se alió con el rey seléucida Antíoco III, con la ambición de despojar al rey egipcio Ptolomeo V de sus posesiones en el Mediterráneo; asimismo, los barcos de Filipo derrotaron a la flota rodia, aliada de los romanos, en una batalla naval en Lade. En vista de esta actividad, nadie se sorprendió cuando los romanos declararon la guerra en el año 200 a. C, aunque el senado tuvo dificultades para convencer a sus propios ciudadanos, que estaban hastiados de batallas.
Los romanos entraron en escena como aliados de Atenas, que se encontraba sitiada por las tropas de Filipo. Como era de suponer, los etolios reanudaron su guerra contra Macedonia, y los bárbaros dárdanos se precipitaron de nuevo sobre sus fronteras. Filipo respondió con su vigor habitual, enviando la mitad de sus fuerzas al norte para contener a los bárbaros, mientras que con la otra mitad destruyó un ejército etolio que estaba asolando Tesalia. La situación cambió con la llegada de Quinctio Flaminio y un ejército romano. De repente, la larga guerra ilusoria contra Roma se había convertido en algo mucho más serio.
Recordando el final que había tenido Aníbal, Filipo renunció a presentar batalla e intentó negociar. Flaminio inició las conversaciones con la exigencia de que Filipo abandonase Grecia, incluida Tesalia, un territorio que Macedonia había conservado durante décadas. Era una demanda inaceptable, y Flaminio, que estaba sediento de gloria militar, la formuló de manera deliberada.
Flaminio forzó el paso de montaña que defendía Filipo y empujó a los macedonios hasta Tesalia. Aunque proclamaba que estaba liberando Grecia del yugo de Filipo, la primera ciudad tesalia que encontró en su camino opuso una feroz resistencia, por lo que fue reducida a cenizas como advertencia para todos aquellos que se no se dejasen liberar de buen grado. Sin embargo, lejos de arredrarse ante tanta brutalidad, los tesalios se sintieron ultrajados, y cada nueva ciudad se opuso entonces a los romanos, en algunos casos con desesperado heroísmo. Frustrado, Flaminio asoló aquellas partes del territorio que no habían sido arruinadas por la táctica de tierra quemada practicada por el ejército de Filipo en su retirada.
Al observar las dificultades de Filipo, los aqueos, antiguos aliados de los macedonios, se pasaron entonces al bando romano. Tras esta deserción, Filipo redobló sus esfuerzos para lograr la paz. El comandante romano parecía tomar en consideración esta posibilidad, mientras, al mismo tiempo, consultaba urgentemente a Roma si su mando se renovaría durante un año más. Instruyó a sus amigos en el senado para que firmasen la paz con Filipo en caso de que perdiese el mando de sus tropas, y que se pronunciasen a favor de la guerra en el caso contrario.
Una vez que se renovó su mandato, Flaminio volvió a su exigencia originaria de que Filipo se retirase de toda Grecia. Filipo decidió continuar la lucha, a pesar de que su ejército se encontraba en peores condiciones que el romano. Había forjado una alianza con el rey Nabis de Esparta, pero después de utilizarlo traicioneramente para hacerse con el control de Argos, el espartano cambió de bando, dejando a Filipo abandonado por todos sus aliados a excepción de los acarnienses.
Filipo pasó el verano del año 198 a. C. reforzando su ejército hasta que alcanzó el mismo tamaño que el de su enemigo. Entonces, marchó hacia el sur, decidido a terminar con la cuestión cuanto antes. Flaminio estaba igualmente deseoso de trabar combate y, un día de primavera del 197 a. C, se decidió el destino de Macedonia cerca de Farsala, en Cinoscéfalos, donde unas colinas con apariencia de cabezas de perro dieron nombre a la batalla.
El terreno no era propicio para los macedonios de Filipo. Su ejército combatió en la formación clásica llamada falange. Cada miembro de la falange llevaba una pica de cinco metros de longitud, lo que permitía a las tres primeras filas mostrar ante el enemigo un auténtico bosque de lanzas. Una vez que la falange se ponía en marcha, resultaba casi imposible detenerla. Los expertos militares de la época habían debatido ampliamente si la falange era superior a la cohorte romana (Polibio dedica un capítulo completo al asunto, y Tito Livio emplea buena parte de su libro noveno a explicar cómo los romanos se habrían enfrentado a los macedonios en caso de que Alejandro Magno hubiera puesto sus miras en Occidente). Ahora se resolvería la cuestión.
La mayor flexibilidad de la cohorte resultó decisiva. Los romanos golpearon el flanco izquierdo de Filipo mientras se estaba desplegando, lo rompieron y cayeron sobre el flanco y la retaguardia del resto del ejército de Filipo. Su formación cerrada y sus largas picas imposibilitaron la maniobra de los hombres de Filipo, y una vez que los romanos se mezclaron entre ellos con sus espadas cortas, los macedonios no tuvieron ninguna oportunidad.
Filipo perdió entre 8.000 y 10.000 hombres aquel día, y otros 5.000 fueron hechos prisioneros por los romanos. De nuevo preguntó a Flaminio cuáles eran sus condiciones para la paz, y esta vez aceptó ceder el control de toda Grecia. Los aliados etolios de Flaminio estaban furiosos porque los romanos pretendían mantener a Filipo en su trono, además de conservar intacto su reino. Sin embargo, Flaminio y Filipo habían establecido una relación personal durante sus negociaciones, de manera que Flaminio respondió bruscamente al líder etolio que «dejara de despotricar». Por otro lado, también había razones prácticas detrás de aquella decisión. Sin el baluarte macedonio, Grecia quedaría expuesta a los ataques de las tribus bárbaras del norte.
En el tratado oficial que ratificó el senado, Filipo se comprometió además a pagar una indemnización de mil talentos, a limitar su ejército a 5.000 hombres y a entregar a su hijo en calidad de rehén. Teniendo en cuenta que los romanos lo tenían a su merced, Filipo debió de quedar gratamente sorprendido por el trato recibido. No le extrañó en absoluto que los etolios y espartanos se enfadaran con Roma, y ayudó de buen grado a sus conquistadores a derrotar al rey Nabis de Esparta en el año 195 a. C.
Roma desvió entonces su atención hacia Antíoco III de Seleucia, un antiguo aliado de Filipo que había permanecido llamativamente inactivo durante los recientes acontecimientos. Flaminio había retirado su ejército romano de Grecia, lo que Antíoco interpretó como una invitación. Cuando Antíoco se alió con los etolios, Filipo, que ya no contemplaba con buenos ojos las ambiciones seléucidas, se unió al bando romano, y en el año 191 a. C. llevó sus tropas a Tesalia en compañía de Bebió, un pretor romano.
Filipo libró una guerra astuta, y volvió a integrar en el reino gran parte de sus antiguas posesiones, mientras observaba cómo los ejércitos romano y etolio se destrozaban mutuamente. Estaba de tan buen humor que un comandante etolio que cayó en manos de los macedonios no recibió más castigo que la compañía de Filipo durante una cena y una escolta que lo acompañó de vuelta a su campamento. Los etolios se encontraban en una posición desesperada y se vieron obligados a rendirse. Lo único que los salvó de la desaparición fue que Flaminio consideró que Etolia suponía un valioso contrapeso de Macedonia.
Cuando Antíoco fue finalmente expulsado de Grecia, Filipo despidió a los romanos en su viaje de regreso, y ayudó a cruzar el Helesponto a un ejército en el que se encontraba Escipión el Africano, el vencedor de Aníbal, así como su hermano Lucio. Además, el mensajero enviado para informar a Filipo sobre su llegada era un joven con un brillante futuro, Tiberio Sempronio Graco. Filipo felicitó a Roma por sus victorias, y recibió a cambio el perdón de la indemnización pendiente y el regreso de su hijo Demetrio.
Igual que su padre, Demetrio se llevaba bien con los romanos en el plano personal, y había empleado su estancia en Roma para cultivar ciertas relaciones personales que podrían serle útiles en un futuro, algo que pronto sucedió. Filipo era incapaz de abandonar por completo los hábitos depredadores de un monarca helenístico, y comenzó a expandirse agresivamente hacia Tesalia hasta que, en el año 181 a. C., llegó de Roma una seria advertencia para que se retirase. Filipo obedeció, pero, en un arrebato de frustración salvaje, masacró a los prohombres de Maronea, una de las ciudades que había prometido abandonar.
Demetrio viajó apresuradamente a Roma para reducir el daño diplomático, pero las sospechas entre Roma y Macedonia eran crecientes, por lo que Filipo se dispuso a preparar su reino para la guerra. Deportó a una parte de la población civil y ejecutó a aquellos prisioneros políticos de los que más desconfiaba. Filipo tampoco confiaba en Demetrio, su hijo romanófilo, una sospecha alimentada por el hijo mayor, Perseo, que estaba celoso de la popularidad de Demetrio, y de que éste fuera hijo de la esposa de Filipo, mientras él era sólo hijo de una concubina. Perseo envió una carta a Flaminio que demostraba que Demetrio estaba conspirando contra su padre. Al enterarse de que iba a ser arrestado, Demetrio intentó huir y, considerándose esto una prueba de su culpabilidad, fue capturado y ejecutado.
Filipo comenzaba a sentir una presión insoportable. Estaba preparando a su país para una difícil guerra que no deseaba, y era enormemente impopular, incluso odiado por gran parte de sus súbditos. Por si esto fuera poco, descubrió que la carta que había provocado la ejecución de su hijo era una falsificación. Furioso, Filipo desheredó a Perseo. Sin embargo, el príncipe no llegó a sufrir demasiado, pues, durante la campaña contra los bárbaros del año 179 a. C. el viejo rey falleció de enfermedad y (supuestamente) con el corazón destrozado.
Perseo alcanzó el trono tras ejecutar rápidamente al heredero propuesto por Filipo, y lanzó a su reino a una nueva confrontación contra Roma. Nunca sabremos qué habría ocurrido si el viejo y astuto rey hubiera comandado al ejército macedonio en Pydna, pero su hijo no resultó ser un rival a la altura de Roma. Perseo sufrió el destino que Filipo siempre intentó evitar: ser paseado por Roma como prisionero durante un triunfo.