PRELUDIO AL IMPERIO

Resulta casi innecesario recordar que los romanos creían que sus fundadores, Rómulo y Remo, eran hijos de Marte, el dios de la guerra. Desde sus primeros años de vida, el incipiente estado estuvo casi permanentemente en guerra, con sus vecinos sabinos, con las salvajes tribus de las montañas, y con las ciudades-estado de Etruria por el norte.

En la Italia central del siglo VI a. C, la guerra era una forma de vida. Para sobrevivir, un estado no debía únicamente practicar el arte de la guerra, sino que tenía que ser extremadamente bueno en ella. Los romanos, liderados por sus reyes guerreros, contaban con varias ventajas. En primer lugar, en su urgencia por aumentar la población, Roma no fue en absoluto escrupulosa acerca del origen de sus ciudadanos. Desertores, esclavos huidos y antiguos bandidos, todos ellos se adaptaron rápidamente a la vida militar, tanto más cuando el servicio militar fue, desde un principio, la clave del éxito social en Roma.

En segundo lugar, desde el comienzo de su existencia, el electorado de Roma se organizó según linajes militares. La leyenda asegura que esto ocurrió bajo Servio Tulio, el quinto rey de Roma, pero la historia de la Roma primitiva tiene tanto de mito como de realidad. En la democracia romana, los caballeros, aquellos que combatían a caballo, contaban con la mayoría de los votos. Los que pudieran permitirse el lujo de poseer una armadura para combatir como infantería pesada formaban el segundo bloque por importancia en las votaciones. En lo más bajo de la escala social se encontraban los capite censi (o «recuento de personas»), aquellos tan pobres que estaban exentos de obligaciones militares, pero que también poseían unos derechos electorales mínimos.

En tercer lugar, puesto que el ejército romano estaba compuesto por sus propios ciudadanos armados, Roma era extraordinariamente resistente frente a la tiranía. El último rey de Roma, Tarquino el Soberbio, lo descubrió cuando el pueblo romano derrocó la monarquía en el año 509 a. C. Tarquino no pudo emplear el ejército para enfrentarse al pueblo, porque el pueblo era el ejército. El sentimiento de participación en la sociedad hizo que los romanos luchasen ferozmente por defenderla. Los etruscos que respaldaron a Tarquino decidieron que no merecía la pena conquistar Roma y, de este modo, pudo florecer la República.

Durante las décadas posteriores, Roma derrotó a los sabinos, a los merodeadores volscos y a la ciudad rival de Veyes; para hacernos una idea de lo insignificantes que eran los asuntos de Roma, incluso del resto de Italia, en esta época, baste decir que los restos de Veyes se encuentran actualmente en los suburbios del norte de Roma. Si los ricos y sofisticados estados del Mediterráneo oriental se hubieran molestado en fijarse en Roma, la hubieran considerado sencillamente como otra tribu semibárbara que habitaba una fortaleza de montaña.

Pero había una peligrosa diferencia. Los pueblos conquistados por Roma no se convirtieron en sus súbditos, sino en parte de sus ciudadanos. En el transcurso de unas pocas generaciones, los pueblos derrotados se consideraron romanos, y entregaron de buena gana su dinero y sus hombres al estado a cambio de los beneficios que les reportarían las posteriores conquistas.

Para entonces, Roma estaba gobernada por cónsules, unos magistrados electos con muchos de los poderes ejecutivos de los reyes. Los cónsules dirigían los ejércitos romanos en la guerra y presidían las deliberaciones del senado en Roma. Sin embargo, el senado no era el parlamento de Roma, pues no tenía poder ni para redactar ni para aprobar leyes. Aunque la opinión de los principales hombres de Roma tenía un peso considerable, en realidad, las leyes eran propuestas por los magistrados y votadas por el pueblo.

La democracia romana entregó el poder a los aristócratas, lo que provocó una agria guerra de clases que enfrentó al pueblo llano (la plebe) contra los aristócratas (los patricios). Durante el conflicto, la plebe llegó a separarse en dos ocasiones del estado romano, y las dos veces acabó regresando al redil gracias a las concesiones que hicieron los patricios. Entre éstos se encontraban las casas nobles que dominarían Roma durante el período republicano y comienzos del Imperio. Horacios, Claudios, Valerianos y Domicios Enobarbos son algunos de los nombres que aparecen una y otra vez en la historia republicana temprana.

En el año 396 a. C, Roma destruyó la ciudad de Veyes pero, poco después, ella misma fue tomada y saqueada por los galos, que en aquel momento se encontraban en la cúspide de su expansión territorial. Con una resistencia sorprendente, los romanos se recuperaron, reconquistaron la ciudad y rechazaron a los galos hasta el norte de Italia. En tan sólo una generación, Roma se hizo más fuerte que nunca, y estaba preparada para expandirse hacia el sur a lo largo de Italia.

En los años en los que Alejandro Magno estaba conquistando el Imperio Persa y trasladando las fronteras de Europa hasta el Indo, los romanos estaban enfrascados en una serie de guerras con unos pueblos agrestes de Italia central llamados samnitas. Aliados en ocasiones con las ciudades griegas del sur de Italia, los samnitas se opusieron tercamente a la dominación romana, y su resistencia no fue vencida por completo hasta varios siglos más tarde. Las ciudades griegas pidieron la ayuda de su tierra de origen, y así, en el año 281 a. C, Roma se enfrentó al enemigo más peligroso que había conocido hasta entonces, Pirro, uno de los sucesores de Alejandro Magno y el mejor general de su época.

La introducción de Roma dentro del mundo más amplio de las potencias mediterráneas resultó muy sangrienta. La ciudad fue derrotada en una serie de batallas en el sur de Italia, pese a lo cual continuó luchando con una tenacidad que la haría célebre. Al final, muy afectado por las grandes pérdidas de su ejército, Pirro decidió, igual que habían hecho los etruscos antes que él, que conquistar Roma le iba a resultar demasiado caro, y se retiró, dejando a los romanos como dueños de la península italiana.

Sin embargo, como ocurriría tantas veces con la República romana, la victoria no trajo consigo la paz, sino nuevos y mayores desafíos.