ENEMIGO DE ROMA A SU PESAR
Josefo, Autobiografía, 74
A menudo, todo lo que sabemos de los enemigos de Roma es aquello que los propios romanos decidieron contarnos. En ocasiones somos suficientemente afortunados como para contar con descripciones de los acontecimientos redactadas por testigos directos de los mismos, como hizo César con sus campañas en la Galia, pero también en esos casos se trata de historia romana. La historia de Josefo es diferente a todas las demás, pues nos cuenta, con sus propias palabras y desde su propia experiencia, qué sintió al enfrentarse a un ejército romano en primera línea.
Por si no fuese suficiente, Josefo nos describe también, con considerable detalle, un gran asedio desde el punto de vista de un acompañante cercano del general romano que dirigía las operaciones, y también entonces lo hace desde la experiencia personal. En resumen, Josefo tuvo una vida extraordinaria, y tenemos la fortuna de que sus obras se hayan conservado para dar testimonio de la misma.
Josefo era judío, miembro orgulloso y practicante de su fe. Al mismo tiempo, también era un admirador de Roma, y se sentía profundamente avergonzado por el carácter rebelde de sus compatriotas. En parte, las obras de Josefo intentan demostrar tanto a los judíos como a los romanos que él era un honorable miembro de ambas culturas, una tarea nada sencilla, dado que judíos y romanos se despreciaban mutuamente, lo que provocó a Josefo numerosos quebraderos de cabeza a lo largo de sus obras.
Por ejemplo, Josefo lamenta que los judíos que inspiraron la revuelta del año 66 d. C. fueran fanáticos. Si no hubieran llevado a su pueblo por mal camino, asegura Josefo, habrían seguido siendo fieles súbditos de Roma. Pero lo cierto es que los judíos no soportaban la dominación romana, que había comenzado en el año 6 a. C, y que estaban siempre prestos a la rebelión, como ya había ocurrido anteriormente. La pequeña pero orgullosa nación judía se encontraba en un cruce de caminos del Oriente Medio, y durante siglos se había rebelado contra los conquistadores que pasaban por sus tierras desde (por ejemplo) Babilonia, Asiría, Egipto y Macedonia. En sus períodos de independencia, los judíos también se rebelaron con frecuencia contra sus propios gobernantes. Incluso David, el gran rey judío que unificó los reinos rivales de Israel y Judá, estuvo a punto de perder su trono durante una rebelión de sus súbditos.
Tampoco los últimos reyes de Israel, Herodes el Grande (73-4 a. C.) y sus desventurados hijos, fueron populares entre su pueblo. Herodes se hizo con el poder en los confusos años en los que los romanos se hicieron por primera vez con el control de Palestina. Con una gran habilidad diplomática, Herodes esquivó las tormentas políticas que acompañaron la transición romana de la República al Imperio, y dejó una huella indeleble en su país a través de un gigantesco programa constructivo en Jerusalén (donde comenzó la reconstrucción del templo), Jericó y otros lugares, erigiendo estadios y teatros, así como en la fortaleza de Masada, que reforzó hasta hacerla casi inexpugnable.
A pesar de esto y de algunas reformas agrarias necesarias, Herodes fue un gobernante muy severo que nunca fue aceptado por el pueblo judío. Tras su muerte en el año 4 a. C, su hijo Arquelao se convirtió en gobernante de Judea, pero fue depuesto después de diez turbulentos años. Otro hijo, Filipo, heredó Galilea y Perea. Filipo corrió mejor suerte, y gobernó durante treinta y tres años. Más o menos en la época de su muerte, en el primer año del emperador Calígula, nació Josefo ben Matías, vastago de una antigua familia sacerdotal e hijo de una madre de la familia de los reyes Macabeos que habían gobernado Israel durante el siglo anterior.
Sabemos que Josefo fue un niño de talento, pues no se avergüenza en hablar de ello.
Hice grandes progresos en la instrucción, y destacaba tanto por mi memoria como por mi inteligencia. Por tanto, cuando todavía era un muchacho de catorce años, ya me admiraban por mi amor a las letras, y por esta razón los sumos sacerdotes y los jefes de mi ciudad solían acudir a mí para consultar mi opinión sobre alguna cuestión concreta de nuestras leyes.
Josefo, Autobiografía, 2
Josefo estudió con maestros de todas las grandes sectas judías, los fariseos, los saduceos y los esenios, antes de tomar la decisión de hacerse fariseo, lo que equivalía aproximadamente, según aseguraba a sus señores romanos, a hacerse estoico (el estoicismo era un filosofía muy popular y apreciada en la Roma de aquella época).
En el año 64 d. C, durante el gobierno del emperador Nerón, Josefo viajó a Roma como líder de una embajada que pretendía obtener la liberación de unos sacerdotes judíos que se habían enfrentado a las autoridades romanas.
Los romanos eran muy conscientes de la susceptibilidad de los judíos, y también de que necesitaban una Palestina estable en su frontera oriental, más allá de la cual se encontraba la potencia rival, Partía. Sin embargo, esto no hizo que se encariñaran en absoluto ni de los judíos ni de su religión, lo que pudo llevar a la detención de sus sacerdotes en primer lugar. Tácito, el senador e historiador romano casi contemporáneo, resume así la actitud de algunos romanos.
Este culto, aunque introducido, tiene una gran antigüedad; todas sus otras costumbres, que son a la vez perversas y desagradables, deben su fuerza a su propia maldad […] entre ellos los hay extraordinariamente honrados e incluso proclives a mostrar compasión, aunque ven al resto de los hombres como si fueran odiosos enemigos […]. A aquellos que practican su religión se les infunde primero esta enseñanza, despreciar a todos los dioses, renegar de su país y no valorar en absoluto a sus padres, hijos y hermanos […]. Los judíos poseen concepciones puramente mentales de la deidad, como única en esencia. Consideran profanos a aquellos que hacen representaciones de Dios con forma humana y materiales perecederos. Creen que el Ser es eterno y supremo, y que no se presta a representaciones ni a la corrupción. Por lo tanto, no permiten que se erija ninguna imagen en sus ciudades, y mucho menos en sus templos. No halagan a sus reyes con estatuas, ni honran a nuestros emperadores de esta manera […] la religión judía es grosera y mala.
Tácito, Historias, 5
Tácito escribió antes de la guerra judía del año 66 d. C, pero ya se habían producido fricciones con los judíos antes de esa fecha. En el 41 d. C, Claudio, el tolerante y liberal predecesor de Nerón, se vio obligado a promulgar un edicto en el que reconocía que el pueblo judío era diferente a los demás súbditos de Roma.
Tiberio Claudio César Augusto Germánico, pontífice máximo, proclama: […] «En consecuencia, es justo que los judíos, que se encuentran en todo el mundo bajo nuestra égida, mantengan sus tradiciones ancestrales sin impedimento. Así pues, les ordeno que empleen mi amabilidad de manera razonable y no desprecien los ritos religiosos de las otras naciones, sino que observen sus propias leyes».
La desconfianza y el desagrado de Roma tenía una respuesta similar por parte de los judíos. Aunque el joven Josefo quedó conmovido por la majestad de Roma y se sintió halagado por el interés que le mostró la esposa de Nerón, Popea (que resultó decisiva en la liberación de los sacerdotes detenidos), el pueblo judío en su conjunto se mostraba mucho menos impresionado. En aquella época era muy popular el género literario apocalíptico, y en su obra más conocida, el autor hebreo del Apocalipsis supera sin esfuerzo las calumnias de Tácito.
Te mostraré el juicio contra la gran prostituta que se sienta sobre muchos océanos: con la que fornicaron los reyes de la tierra, y se embriagaron los habitantes de la tierra con el vino de su fornicación […]. Vi a una mujer sentada sobre una bestia de color escarlata, repleta de nombres de blasfemia, y que tenía siete cabezas y diez cuernos. Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, y enjoyada con oro y piedras preciosas y perlas, tenía en su mano una copa de oro llena de abominaciones y de las inmundicias de su fornicación; y sobre su frente llevaba escrito un nombre, «la gran Babilonia, madre de las meretrices y las abominaciones de la tierra».
En caso de que los lectores tuvieran problemas con esta analogía, el autor nos presta su ayuda:
He aquí al que tiene inteligencia, el que tiene sabiduría. Las siete cabezas son las siete colinas sobre las que se sienta la mujer. Y la mujer es la gran ciudad que reina sobre los reinos de la tierra.
Apocalipsis 17, passim.
Cuando Josefo regresó a Palestina, el país hervía en conjuras y una incipiente rebelión. Los pobres agricultores habían sufrido una serie de hambrunas, y muchos de ellos, incapaces de trabajar sus tierras, se habían lanzado al bandidaje, aumentando el nivel de disgusto en la vida de un país que ya se veía ahogado por las exigencias fiscales de los romanos. Las relaciones entre le élite judía y las autoridades romanas nunca se habían podido recuperar del desafortunado gobierno del procurador Poncio Pilato (26-35 d. C.) ni del intento del emperador Calígula de hacer colocar su estatua en el templo de Jerusalén. Los siguientes procuradores, todos ellos bastante ineficaces, fracasaron en sus esfuerzos por restablecer la confianza.
En esas circunstancias, para muchos resultaba atractiva la filosofía de los celotas, que combinaba religión y nacionalismo violento y que ya tenía varias décadas de existencia (es posible que dos discípulos de Jesús, Judas Iscariote y Simón, fuesen celotas). La mayoría de sus actividades se limitaban a ataques contra puestos avanzados de los romanos e intentos de interrumpir la recaudación de impuestos, pero una nueva generación de líderes, incluido el carismático Eleazar ben Yair, propugnaban una resistencia más abierta. Aún más extremistas y violentos que los celotas eran los sicarios, que no sólo eran antiromanos, sino que se oponían también a cualquier judío que fuese sospechoso de colaborar con Roma. Este último grupo era más vulnerable y, en consecuencia, a él pertenecían la mayoría de víctimas de los sicarios. El nombre de esta facción procedía de un cuchillo corto curvo, la sica, arma favorita de los asesinos. A menudo las víctimas eran asesinadas en medio de la multitud, y los ejecutores, con el cuchillo escondido bajo sus túnicas, se escabullían aprovechando la confusión. Entre las víctimas de los sicarios se encontraba Jonatán, el Sumo Sacerdote, cuyo asesinato aumentó la atmósfera de temor y tensión.
Con un estilo que recuerda al de los modernos grupos terroristas, los sicarios secuestraban a los líderes judíos para obligar a la liberación de los miembros de su grupo que hubieran sido detenidos. Su conducta condujo a una feroz purga por parte del procurador Albino y, como suele ocurrir con estas purgas, los inocentes sufrieron tanto o más que los culpables. Sin embargo, para la población judía el golpe de gracia llegó con la sustitución de Albino por Gesio Floro en el año 64 d. C. Resulta complicado reconstruir qué ocurrió exactamente, pues contamos únicamente con el relato de Josefo, y éste no era precisamente un testigo imparcial. Despreciaba y temía a los celotas, mientras que adquiere un tono verdaderamente poético en su odio por los sicarios. Tampoco era admirador de Floro, y asegura que los primeros años de gobierno de Floro estuvieron marcados por un desgobierno y una corrupción que sorprendía por su descaro. Finalmente (cuenta Josefo), Floro decidió que la única forma de ocultar sus crímenes era esconderlos en un conflicto de mayores proporciones, y comenzó a provocar de manera deliberada a los judíos para que provocasen una revuelta.
Porque esperaba que, si continuaba la paz, los judíos acabarían acusándolo ante César, pero que, si por el contrario les obligaba a rebelarse, podría ocultar sus pecados y faltas menores con una desgracia mucho mayor. Así pues, todos los días aumentaba sus calamidades para inducirlos a la rebelión.
Josefo, Guerra de los Judíos, 14. 3
Cuando los judíos protestaron por el mal trato que les dispensaba, Floro ordenó arrestar a los cabecillas de la protesta y, cuando las multitudes se reunieron en una manifestación pacífica, fueron atacadas. Acusando a los judíos de perpetrar la violencia de la que, en realidad, habían sido víctimas, Floro ordenó a los líderes de la comunidad judía que se presentasen ante él a las puertas de la ciudad para ofrecerle una explicación. Cuando se presentaron…
Los soldados los rodearon y apalearon, y a los que huyeron los mataron arrasándolos con los caballos. Muchos murieron por los golpes de los romanos, pero muchos más en la violencia de la aglomeración, pues había una terrible multitud reunida cerca de las puertas, y todo el mundo intentaba escapar antes que su prójimo, y como consecuencia nadie consiguió escapar rápido. Prácticamente murieron todos los que cayeron al suelo, pues perecieron asfixiados y despedazados por la multitud que los pisoteaba; tan destrozados quedaron que casi ninguno pudo ser reconocido por los parientes que acudieron a enterrarlos. Los soldados se lanzaban sobre cualquiera que atrapasen y lo golpeaban sin miramientos.
Josefo, Guerra de los Judíos, 15. 5
Fue la gota que colmó el vaso. Los judíos eran el único pueblo del Imperio que tenía derecho a sacrificar a su dios por la salud del emperador, mientras que los demás pueblos realizaban el sacrificio directamente al emperador. Pero entonces se negaron a hacer incluso eso, lo que significaba de hecho el comienzo de una revuelta general. Así lo cuenta la narración de Josefo.
Debemos tratar este relato con gran precaución. Con Josefo situado justo en medio de los dos bandos enfrentados, judíos y romanos, no debemos esperar que culpase de la guerra a ninguna de las dos partes. En lugar de eso, sostiene que un administrador romano insaciable (una figura casi paradigmática en las revueltas antiromanas) y una mezcla de fanáticos y charlatanes religiosos arrastraron a una mayoría bienintencionada a una guerra entre ellos.
De hecho, fue la explosión final de un ciclo de xenofobia judía y reacción excesiva por parte romana que había estado madurando durante años. La chispa pudo ser un incidente que Josefo menciona sólo de pasada. En un juicio presidido por el propio Nerón, éste había fallado a favor de un gentil que poseía un edificio que se utilizaba como sinagoga. El gentil y sus amigos lo celebraron con una muestra impropia de triunfalismo, y el procurador empleó una fuerza considerable para sofocar los consiguientes disturbios. Tácito confirma que el sentimiento religioso era un factor muy poderoso:
La mayoría de la gente estaba bastante convencida de que las antiguas escrituras de sus sacerdotes predecían que en aquel tiempo surgiría un gran poder en el este, y los gobernantes de Judea obtendrían una soberanía universal. De hecho, aquellas extrañas profecías apuntaban a Tito y Vespasiano, pero el pueblo, cegado por la ambición, había decidido que este gran destino se refería a ellos mismos, y ningún desastre podría persuadirles de lo contrario.
Tácito, Historias, 5. 13
Lo que parece cierto es que la rebelión del año 66 d. C. no fue un golpe cuidadosamente planeado, sino más bien una secuencia espontánea de acontecimientos que precipitó a la guerra incluso a aquellos que no la deseaban. En consecuencia, los acuerdos entre los recién liberados judíos tuvieron una marcada naturaleza ad hoc. Mientras varias facciones combatían por el control de Jerusalén en general y del templo en particular, se enviaron líderes procedentes de las principales familias judías para controlar las regiones más alejadas de Palestina.
Así ocurrió también con Yosef ben Matías, posteriormente conocido como Flavio Josefo, nombrado comandante militar de Galilea y que contemplaba el futuro con bastante aprensión.
En aquella época, los judíos no eran el único pueblo de Palestina; de hecho, sólo eran mayoría en un área relativamente pequeña cuyo centro era Jerusalén. Galilea tenía una mayor mezcla demográfica que las demás regiones, hasta el punto de que su nombre procede de una frase hebrea que significa «círculo de extranjeros». Josefo consiguió cumplir su misión de manejar a esta población mixta cuyos sentimientos variaban desde una rabiosa actitud antiromana hasta una decidida defensa de la paz.
Debemos aceptar la afirmación de Josefo de que tuvo éxito a la hora de tratar con las diferentes facciones por la sencilla razón de que seguía en su puesto cuando llegaron los romanos en el año 67 d. C. Para entonces, Roma ya se estaba tomando muy en serio la guerra judía. Ya habían pagado muy caro en una ocasión el menospreciar el fanatismo que impulsaba a los rebeldes judíos con su pobre armamento a enfrentarse a las legiones. El general romano Cestio Galo había sido derrotado en Beth-Horon y la Legión XII aniquilada, con lo que perdió su preciada águila a manos de los rebeldes.
A pesar de la victoria de Beth-Horon, el ejército hebreo no tenía posibilidades ante los romanos en una batalla campal, y la llegada de las legiones a Galilea hizo que Juan de Giscala, el principal rival de Josefo en Galilea, se dirigiera rápidamente a Jerusalén.
Galilea se convirtió en un escenario de sangre y fuego de un extremo al otro; no se ahorraron sufrimientos ni calamidades; el único refugio para los habitantes angustiados se encontraba en las ciudades fortificadas por Josefo.
Josefo, Guerra de los Judíos, 3.4.1.63
Josefo se aprovechó entonces de sus propias precauciones y se retiró a la fortaleza montañosa de Jotapata, que ya había conseguido repeler un asalto romano. En Jotapata fue sitiado por tres legiones a las órdenes del futuro emperador Vespasiano. Este extracto de la narración del propio Josefo sobre el asedio nos transmite el aroma de las duras luchas, estratagemas y contraestratagemas que tuvieron lugar en los cuarenta días siguientes.
Entonces Vespasiano ordenó que sus máquinas de asedio lanzaran piedras y dardos sobre toda la ciudad. Había 160 de aquellas máquinas y su principal objetivo era despejar las murallas de defensores. Algunas de aquellas máquinas estaban diseñadas para lanzar unas saetas muy largas que hacían gran estruendo. Otras máquinas estaban concebidas para arrojar piedras que llegaban a pesar un talento, o bien fuego, o grandes masas de flechas. El bombardeo resultó tan eficaz que los judíos no sólo abandonaron las murallas, sino que alcanzaron también aquellos lugares dentro del recinto amurallado que habían quedado fuera del alcance de las otras máquinas. Al mismo tiempo que las máquinas, una multitud de arqueros árabes desempeñaba su función junto con los honderos y los que arrojaban saetas. Pero los judíos resistieron aquel ataque. Cuando resultaba imposible arrojar proyectiles sobre los romanos, salían de la ciudad como bandas de ladrones y, en grupos, destruían las barreras que protegían a éstos en sus trincheras, y les daban muerte mientras quedaban indefensos; y cuando estos hombres huían, destruían sus construcciones y quemaban las partes de madera de las mismas, incluyendo las propias barreras.
Josefo, Guerra de los Judíos, 3.7.9
A pesar de la vigorosa defensa, Josefo se dio cuenta de que la fortaleza estaba condenada, y ya había hecho planes para abandonar el lugar cuando fue entregada a los romanos por un desertor. Los romanos asaltaron la ciudad y masacraron a sus habitantes. Sin embargo, Josefo y cuarenta compañeros escaparon y hallaron refugio en un abrigo subterráneo. Esta solución resultó efímera, pues una de las mujeres que estaba con ellos decidió salir al exterior y fue capturada.
Una vez descubiertos por los romanos, los que se encontraban en el refugio se enfrentaron al dilema de rendirse o morir. Josefo era favorable a la rendición, pero sus compañeros estaban preparados para morir, y se mostraron dispuestos a llevarse a Josefo con ellos. Con sus propias palabras, Josefo cuenta lo que ocurrió a continuación.
«Y ahora», dijo Josefo, «puesto que todos estamos dispuestos a morir, dejemos que la fortuna decida nuestro común destino y echemos a suertes quién será el primero en morir a manos de un compañero y así sucesivamente. De esta forma será la fortuna quien decida la secuencia de nuestras muertes, pues no debemos quitarnos la vida nosotros mismos». […] Esta propuesta se consideró razonable, y así, después de persuadir a cada uno para que tomase una suerte, también Josefo cogió una para él. Entonces cada hombre mató a otro en la secuencia determinada, suponiendo que su general moriría junto a ellos y creyendo que la muerte compartida con Josefo era más dulce que la vida. Sin embargo, al final sólo quedaron Josefo y otro hombre. ¿Quién podría asegurar si ocurrió así por azar o por la bondad de Dios?
Josefo, Guerra de los Judíos, 3.8.7
El lector podrá especular sobre las posibilidades que había de que sucediera este milagro, especialmente cuando Josefo convenció entonces a su único compañero superviviente de que era igualmente indeseable morir por azar que matar a un compatriota. Ambos hombres se rindieron a los romanos. Los soldados se mostraron favorables a que Josefo se sumase a la ya impresionante lista de muertos en Jotapata, pero Vespasiano ordenó que se le respetase la vida. Josefo atribuye este hecho a una milagrosa profecía que hizo a Vespasiano, a saber, que Vespasiano y sus hijos se convertirían en señores del mundo entero. Parece más realista pensar que Vespasiano conocía las simpatías prorromanas de Josefo y pensó quizás que perdonando la vida a un prisionero aristocrático animaría a otros a rendirse.
Los celotas que se habían hecho con el control de Jerusalén se enfrentaban al mismo problema. Habían llevado a cabo una purga de sus enemigos, incluido el sumo sacerdote, y ordenaron que los familiares de los «traidores» dejasen los cuerpos de éstos sin enterrar tras ser ejecutados. A partir de entonces, casi cualquiera que se encontrara fuera de las murallas de Jerusalén se consideraría un traidor que iba a unirse a los romanos y sería ejecutado sumariamente.
Manteniendo a Josefo en un estado intermedio entre prisionero e invitado, Vespasiano se dispuso a tomar Jerusalén mientras los asuntos de la ciudad seguían sin resolver. En poco tiempo se hizo con el control de los alrededores, incluida Pella, una ciudad gentil cuyos habitantes habían sido masacrados por los judíos al comienzo de la revuelta. Pero en el año 68 d. C, mientras Vespasiano se encontraba en Cesárea, llegó la noticia de la muerte de Nerón. Con él se había extinguido la dinastía Julio-Claudia, y el trono imperial esperaba a cualquiera que tuviera la suficiente determinación para apropiarse del mismo.
En Judea, Vespasiano consultó el oráculo del Dios del Carmelo, y se le prometió que, por altas que fuesen sus ambiciones, jamás fracasaría en nada que quisiese o planease. Además, Josefo, un distinguido prisionero judío de Vespasiano, insistía en que pronto sería liberado por el mismo hombre que le había apresado, y que para entonces se habría convertido en emperador.
Suetonio, Los doce Césares, Vespasiano, 5
En 69 d. C, Vespasiano confió a su hijo Tito el final de la guerra judía, mientras él partía para Alejandría y, posteriormente, hacia Roma, donde, tras vencer en la guerra civil, tomaría las riendas del Imperio.
En Judea, al desconcertado Josefo debió de parecerle que los judíos de Jerusalén estaban intentando hacer el trabajo de los romanos. Los vencedores de la batalla de Beth-Horon se habían enemistado con los celotas de Jerusalén, quienes, a su vez, ya estaban divididos entre ellos. Incluso antes de que los romanos llegaran a Jerusalén, la ciudad estaba desgarrada por una guerra civil a tres bandas que había destruido gran parte del templo y casi todas las reservas de grano almacenadas en previsión del asedio romano. Sólo la llegada de los romanos forzó a unirse a las diferentes facciones enfrentadas. Los romanos, a pesar de su formidable disciplina, quedaron impresionados por el salvajismo de las salidas del recinto amurallado que llevaban a cabo los judíos, y que en varias ocasiones consiguieron apartarlos de las puertas de la ciudad. «Los ataques se realizaban con un ímpetu furioso que recordaba la embestida de un animal salvaje», comenta Josefo, que ahora contemplaba los acontecimientos desde el bando romano.
Aunque parezca increíble, a la vez que realizaban estos ataques unificados contra los romanos, los celotas continuaron con su conflicto interno, de manera que, en un día cualquiera, un defensor celota de Jerusalén tenía la posibilidad de luchar contra tres enemigos diferentes. Pese a esta falta de unidad, las poderosas murallas de Jerusalén, combinadas con la ventaja natural de su emplazamiento y la ferocidad de sus defensores, fueron suficientes para mantener a los romanos a raya. En una ocasión, Josefo fue requerido para que hablara con una facción que ofrecía diálogo, pero Tito descubrió muy pronto que aquellos «parlamentarios» sólo pretendían ganar tiempo mientras fortificaban sus posiciones o situaban a los defensores. Pero los romanos eran unos maestros en el arte del asedio, y tras haber destruido gratuitamente sus propias reservas de alimentos, los defensores se encontraban en graves apuros. Los romanos forzaron las murallas, y trasladaron su ataque contra el propio recinto del templo, donde la resistencia fue más fanática si cabe, y los defensores sólo retrocedieron lentamente después de que los atacantes decidieran acelerar el proceso utilizando el fuego. En poco tiempo todo el templo estaba en llamas.
César [es decir, Tito] llamaba a los soldados que estaban combatiendo e indicaba con la mano derecha que deberían intentar apagar el fuego. Pero aunque gritaba con voz potente, no le oían debido al gran estruendo que había. Y tampoco hacían caso a las indicaciones que hacía con las manos, pues algunos soldados estaban atareados con las cuestiones más urgentes del combate, mientras otros preferían dejarse llevar por sus propias pasiones. Porque, cuando las legiones acudían a toda prisa, cada hombre se guiaba por su propia furia; todos ellos se precipitaron hacia el interior del gran templo, incluso pisoteándose unos a otros. Muchos cayeron entre las ruinas de los edificios auxiliares donde aún había rescoldos humeantes, y tuvieron la misma muerte desgraciada que aquellos a los que habían derrotado […]. Los rebeldes ya se encontraban suficientemente lejos como para poder hacer nada, y fueron derrotados y muertos por todos los lados. Muchas personas corrientes, débiles y desarmadas, morían degolladas en el mismo lugar donde las encontrasen los soldados romanos. En lo alto del altar yacían cadáveres amontonados, y su sangre caía a chorros por las escaleras, y de vez en cuando algún cadáver caía desde lo alto de la pila y rodaba escaleras abajo.
Josefo, Guerra de los Judíos, 6.3.6
Cuando los romanos penetraron en el santuario interior, el sanctasanctórum, y tampoco entonces se produjo una intervención divina en que acudiese en ayuda de los defensores, murió el espíritu de la rebelión judía. Jerusalén rué saqueada y arrasada. Josefo hizo lo que pudo por sus amigos, persuadiendo a Tito de que respetara sus vidas y los pusiera en libertad sin cobrar rescate. En una ocasión, encontró a tres de sus amigos que ya habían sido crucificados, y rogó a Tito que ordenara bajarlos de las cruces. Dos de ellos sobrevivieron.
Los sicarios ni esperaban ni querían compasión. Se retiraron a la supuestamente inexpugnable fortaleza de Masada para seguir resistiendo hasta el final, y los romanos les siguieron hasta allí. Con el resto de la rebelión sofocada, no había razón para no permitir que los defensores de Masada murieran de hambre con un lento asedio, pero Tito quería subrayar el hecho de que ya se había provocado suficientemente a Roma, y que no había lugar, por remoto que éste fuera, ni fortaleza suficientemente segura a donde no pudiera llegar a la venganza romana. Los romanos construyeron una rampa de asedio en una de las laderas sobre las que se alzaba Masada (esta rampa todavía puede contemplarse hoy en día). El día anterior a que los romanos lanzaran el ataque final sobre la fortaleza, sus defensores decidieron suicidarse en masa, incluyendo a las mujeres y niños, obteniendo así una victoria moral que eclipsaría la que pretendían obtener sus enemigos.
Josefo acompañó a Tito a Roma, entre otras razones porque tenía una gran cantidad de enemigos en su propio país. Presenció el triunfo que Tito celebró por su victoria, y adoptó el nombre Flavio como tributo a sus patronos imperiales (que pertenecían a la familia Flavia). Siguió viviendo allí y acabó siendo uno de los principales líderes de la vida cultural de las clases elevadas romanas. Sus obras literarias pretendían reconciliar a romanos y judíos, Las Antigüedades de los judíos recordaban a los romanos que la cultura hebrea era considerablemente más antigua que la suya, y su Contra Apión era una sólida defensa del judaismo frente al ataque de un escritor helenístico. Su Guerra de los Judíos, que hemos citado en numerosas ocasiones en estas páginas, se basaba probablemente tanto en las anotaciones de campaña de Tito y Vespasiano como en sus propias investigaciones; y, como ya hemos mencionado, también fueron redactadas con la intención de que sirvieran como documento histórico.
Josefo se casó tres veces y tuvo dos hijos, Justo y Simónides. Desconocemos la fecha de su muerte, pero es probable que ocurriera en los primeros años del siglo II d. C. Lo que parece cierto es que murió tranquilamente en su cama, un logro muy poco frecuente para el protagonista de una guerra contra Roma.