PASTOR A LÍDER GUERRILLERO
Apiano, Hispania, 12 (75)
Viriato, el mayor líder de la antigua Iberia, era originario de Lusitania, una región delimitada aproximadamente por los ríos Guadiana y Duero, en el territorio que hoy pertenece en su mayoría a Portugal. Aunque rica en minerales, la tierra era montañosa y su suelo era pobre. Los pueblos lusitanos vivían en parte a costa de las tribus de las regiones más fértiles. Esta práctica se ajustaba a los valores tribales de los pueblos de la región con influencia celta, cuya principal tribu era la de los lusitanos, de los que la región tomó su nombre. Los lusitanos se aliaban o enfrentaban alternativamente con los otros grandes grupos tribales, los vettones y los celtas.
Cuando sus vecinos cayeron bajo el dominio romano a comienzos del siglo II a. C, la fiereza de sus hombres y la carencia de cualquier posesión de valor hicieron que los romanos se mantuvieran alejados de Lusitania. Sin embargo, los lusitanos no encontraron ninguna razón para abstenerse de atacar a sus vecinos, lo que inevitablemente llevó a un enfrentamiento con los romanos, protectores de éstos. Después de un período de conflictos frecuentes en el que los lusitanos aceptaron y violaron repetidamente los tratados de paz, en el año 151 a. C. Roma perdió la paciencia y lanzó un ataque a gran escala dirigido por Servio Sulpicio Galba (un antepasado del emperador romano del 69 d. C).
Una vez más, los lusitanos pidieron la paz. Galba supuso que la pobreza del suelo lusitano les impediría mantenerse alejados durante demasiado tiempo de sus asaltos a los pueblos vecinos, de manera que les propuso un reasentamiento total en tres fértiles llanuras. En una fecha convenida del 150 a. C., los lusitanos se reunieron en tres grupos separados y esperaron su reasentamiento. Galba insistió en desarmarlos, arguyendo que las armas eran innecesarias para la vida del campesino. Entonces, con la nación dividida en tres grupos separados y desarmados, Galba ordenó al ejército romano que rodease a los tres grupos y dieran muerte a todos, fuesen hombres, mujeres o niños. Fue una atrocidad que espantó incluso a los brutales romanos. «Pagó la traición con traición, un romano indigno que imitó a los bárbaros.» (Apiano, Hispania 10 [60].)

No todos, ni probablemente la mayoría de los lusitanos, fueron sorprendidos por esta estratagema. Entre los que escaparon se encontraba un pastor llamado Viriato. Como el resto de sus compatriotas, prometió venganza contra Roma, y pronto se encontró capitaneando algunas de las bandas de guerrilleros que hostigaban a los romanos desde sus fortalezas en las montañas.
Estos ataques se hicieron cada vez más atrevidos y frecuentes, hasta que en el año 147 a. C. los lusitanos se lanzaron a una ofensiva total sobre la vecina Turdetania, en la que se enfrentaron al ejército del pretor romano Vetilio. Los lusitanos combatían con una armadura ligera, protegidos especialmente por un escudo que podía ser el característico escudo celtibérico con pinchos, o bien otros más pequeños y redondos llamados «targes». La principal arma ofensiva era una lanza (el saunion) y una formidable espada del tipo conocido como falcata, cuya hoja curva parece un kukri gurkha de gran tamaño. Combinada con su fiereza natural, esta espada hacía de los lusitanos una formidable fuerza de combate, aunque no estaban a la altura de las disciplinadas legiones del mejor ejército de la Antigüedad. En poco tiempo, los romanos empujaron a la mayoría de las tropas lusitanas hasta una plaza fuerte, para sitiarla a continuación.
Al encontrarse con una gran escasez de abastecimientos, los lusitanos se sintieron tentados de aceptar los términos de rendición que les ofreció Vetilio, a pesar de presentar una sospechosa semejanza con los que tiempo atrás había ofrecido Galba. Viriato se opuso con vigor a la rendición y, cuando se ofreció a mostrar a sus compatriotas una salida, éstos lo aclamaron como su líder. Al día siguiente, Viriato dispuso a sus hombres como si estuvieran dispuestos a entablar batalla; entonces, en el momento en que los romanos formaron frente a ellos, los lusitanos se dispersaron en todas direcciones, y cada uno buscó un lugar donde ponerse a salvo. Vetilio llamó a toda prisa a su caballería, pero resultó imposible perseguir a los fugitivos, porque Viriato había conservado a 1000 de sus mejores caballos y jinetes para cubrir la retirada de sus hombres. La caballería romana se vio obligada a vencer primero la resistencia de éstos, pero los lusitanos permanecieron fuera de su alcance, jugando al ratón y al gato con los romanos hasta que los soldados de a pie hubieran puesto tierra de por medio y se encontraran en lugar seguro. Entonces, empleando sus caballos más veloces y sus jinetes más ligeros, Viriato dejó atrás a la caballería romana para reunirse con su ejército en el lugar convenido, la ciudad de Tribola.

Vetilio prosiguió la persecución, por lo que Viriato intentó organizar la retirada mientras conducía a los romanos a un lugar apropiado para una emboscada. La maniobra fue un éxito absoluto. Atrapados entre los lusitanos y el borde de un acantilado, murieron unos 4.000 romanos, incluido el propio Vetilio. Un joven oficial romano asumió el mando de los supervivientes y, con sus hombres demasiado desmoralizados para luchar, recurrió al soborno de los celtíberos, de manera que 5000 de éstos fueron enviados contra Viriato. Eufóricos por su anterior victoria, los lusitanos dieron buena cuenta también de los celtíberos; según Apiano, después de una breve batalla, todos ellos perdieron la vida. A continuación, Viriato se dispuso a llenar las despensas de su pueblo rapiñando de forma exhaustiva la Carpetania (alrededor de la moderna Toledo).
El año 146 a. C. fue testigo de la entrada en acción de otro ejército romano, esta vez al mando de C. Plaucio. Viriato se retiró de nuevo a su tierra natal. Allí, en una colina llamada la Montaña de Venus, los romanos se disponían a establecer su campamento en medio de un olivar cuando fueron aplastados por el ataque sorpresa de los hombres de Viriato. Plaucio quedó tan impresionado que condujo su ejército hasta la seguridad de los cuarteles de invierno y no se movió ni siquiera cuando Viriato se paseó a su antojo por las tierras de los aliados de Roma, confiscando y destruyendo las cosechas y saqueando la gran ciudad celtibérica de Segóbriga. Un historiador militar romano recuerda así la destrucción del ejército segobrigano:
Viriato envió unos hombres para que arrebatasen a los segobriganos sus rebaños. Cuando los soldados lo vieron, salieron corriendo a toda prisa en gran número. Entonces los ladrones huyeron, conduciendo a los segobriganos hasta una emboscada donde fueron despedazados.
Frontino, Estratagemas, 3.10.6
Pero en la naturaleza de los romanos estaba el intentarlo una y otra vez. El año siguiente trajo a Quinto Fabio Emiliano, el hijo del conquistador de Perseo de Macedonia, y con él un ejército de unos 15.000 infantes y 2.000 jinetes. Mientras estas tropas se estaban reuniendo en Urso (moderna Osuna), llego la noticia de que Viriato había atacado al sucesor de Plaucio, Claudio Unimano, y había barrido su ejército casi por completo. Las insignias de mando de Claudio fueron llevadas como trofeos a la fortaleza de los lusitanos.
Después de enfrentarse y derrotar a otro de los subordinados de Fabio, Viriato estaba listo para enfrentarse al propio general. Fabio, sin embargo, siendo consciente de que sus tropas eran inexpertas y carecían de entrenamiento, rehusó entablar ningún combate importante. España fue expuesta a la vista de los soldados iberos, que ofrecían constantemente batalla al ejército consular romano que, sin el menor complejo, rehusaba enfrentarse a ellos. En el año 144 a. C. Fabio se arriesgó finalmente a un enfrentamiento y, aunque consiguió hacer retroceder a los lusitanos, el daño al prestigio de Roma ya estaba hecho. Los celtíberos se rebelaron contra Roma, iniciándose de este modo la larga y amarga Guerra Numantina (por el nombre de la capital de los celtíberos, Numancia).
El siguiente comandante que intentó demostrar su valor ante Viriato fue Q. Pompeyo. Viriato repitió su patrón habitual de ataque y rápida retirada a las montañas. Escogió para su ataque la misma Montaña de Venus que había presenciado la caída de Plaucio. Pompeyo perdió unos 1000 hombres y regresó con los supervivientes a su campamento, mientras Viriato decidió que las incursiones estivales de sus tropas podrían hacer estragos en las regiones cercanas al río Guadalquivir.
El año 142 a. C. trajo consigo un nuevo ejército romano, esta vez bajo el mando de un individuo llamado Fabio Serviliano, que era hermanastro de Fabio Emiliano. Como prueba de la seriedad con la que Roma estaba comenzando a tomar en consideración las actividades de Viriato, Serviliano llegó acompañado por dos legiones completas (unos 16000 hombres), 1600 jinetes y varios elefantes regalo del rey Micipsa de Numidia (véase capítulo 4).
Los romanos disfrutaron de algún éxito inicial y obligaron a Viriato a refugiarse en la Lusitania. Serviliano también aisló y exterminó a algunas bandas de guerrilleros que operaban al margen de las principales tropas de Viriato. Con el líder lusitano en plena retirada, Serviliano recuperó varias ciudades que habían estado bajo control lusitano, y en el año 141 a. C. tomó la fatídica decisión de sitiar una ciudad llamada Erisone, cuya localización exacta se desconoce.
El asedio no se llevó a cabo con rigor, y Viriato consiguió introducirse de noche dentro del recinto amurallado junto con un gran contingente de hombres. Por la mañana, estos refuerzos y la guarnición salieron de la ciudad y cogieron a los romanos de sorpresa. Los romanos se retiraron en completo desorden, perseguidos por la caballería de Viriato y con la infantería pisándoles los talones. La batalla terminó en un valle, cuyo paso Viriato había tenido la precaución de taponar con una poderosa fortificación. Los romanos cayeron exactamente en la misma trampa que Fabio Máximo había tendido a Aníbal unos ochenta años atrás, pero en esta ocasión Fabio Serviliano demostró que él no era Aníbal. Se encontraba completamente indefenso en la trampa que le habían preparado los iberos, y ahora él y su ejército se enfrentaban al exterminio.
No fue ésta una guerra librada con caballerosidad y refinamiento. Por ejemplo, cuando Serviliano capturó a unos 900 rebeldes, se aseguró de que nunca más volvieran a blandir un arma cortándoles las manos a todos. Igualmente, Frontino menciona una masacre de inocentes perpetrada por los lusitanos:
Cuando Viriato propuso devolverles sus esposas y sus hijos, los habitantes de Segovia prefirieron ser testigos de la ejecución de sus seres queridos antes que traicionar a los romanos.
Frontino, Estratagemas, 4.5.22
Dadas las circunstancias, Serviliano optó, no sin grandes temores, por la única salida posible: la rendición incondicional ante los lusitanos. Para su sorpresa y alivio, Viriato impuso únicamente unas condiciones muy moderadas a su enemigo vencido. Los romanos deberían retirarse de Lusitania y reconocer la independencia de sus tierras. Además, el propio Viriato pasaría a ser considerado amigo y aliado del pueblo romano.
Muchos se han preguntado por qué, con su odiado enemigo a su merced, Viriato permitió que salieran tan bien librados. Hay varias posibles respuestas a esta pregunta. Una es, sencillamente, que Viriato consideró que se trataba del final de la guerra. Había derrotado a todos los ejércitos que Roma había enviado contra él, y ahora tenía de rodillas a un ejército consular compuesto por dos legiones. Roma había pedido la paz. Todo había acabado y él era el vencedor. Además, Viriato y sus hombres también estaban cansados de combatir constantemente. Si hubiera pasado a cuchillo al ejército romano (y se necesita un ejército con un estómago de hierro para masacrar a tantos hombres), Roma jamás lo hubiera olvidado ni le hubiera perdonado. No importaría cuánto tiempo pasara, pues sería una guerra a muerte. Sólo imponiendo unas condiciones fáciles de aceptar creía Viriato que podría obtener un tratado de paz del senado romano, famoso por su arrogancia, y eso es lo que hizo. Sus condiciones fueron aceptadas, aunque a regañadientes.
El alcance del malestar romano se hizo evidente con la llegada del nuevo gobernador de la provincia. Servilio Cepio era hermano del general derrotado recientemente, y mantenía la firme opinión de que Viriato y los lusitanos eran un problema pendiente de solución definitiva. Generalmente se ha considerado que Cepio buscaba la guerra por la gloria y el beneficio personal, además de para vengar el honor familiar. No obstante, también debía de ser consciente de que aún no se había abordado el problema que había originado la guerra. Había muchos más lusitanos de los que podía alimentar aquella tierra, y para sobrevivir ellos y sus familias, acabarían por saquear las provincias vecinas. A pesar de la concordia que había traído el reciente tratado de paz, esta circunstancia no había desaparecido y, en cierta medida, los lusitanos estaban condenados a volver a sus antiguos vicios, especialmente si tenían la sensación de que podrían derrotar a los romanos siempre que se lo propusieran.
Cepio comenzó una serie de calculadas provocaciones para poner aprueba la tolerancia del senado por una parte, y la paciencia de Viriato por la otra. Aunque animaba en secreto a Cepio, el senado no permitiría una quiebra irreparable de la confianza. Consciente de ello, Viriato hizo caso omiso de las provocaciones; sin embargo, parece que algunos lusitanos más impulsivos tomaron cartas en el asunto y acabaron por proporcionar a los romanos la excusa que necesitaban para iniciar las hostilidades. En el año 140 a. C. se reanudó la guerra.
Como líder, Cepio inspiraba a sus hombres mucha menos confianza que Viriato a los suyos. Tanto es así, que pareció en un principio que la mala sangre entre el general romano y sus hombres facilitaría el trabajo de los lusitanos:
Cepio… era una fuente de dolor para sus propios hombres, y éstos, a su vez, estuvieron a punto de darle muerte. Era severo y cruel con todos ellos, especialmente con la caballería. En consecuencia, éstos hacían por las noches toda suerte de chistes groseros sobre él, y cuánto más se enfurecía Cepio, más chistes inventaban para provocarlo. Aunque sabía lo que ocurría, Cepio no tenía a nadie a quién pudiera acusar directamente. Sospechaba de la caballería pero, sintiéndose incapaz de acusar a un individuo concreto, castigó a todo el cuerpo. Los 600 soldados de caballería recibieron la orden de cruzar el río para que, sin más escolta que sus mozos de cuadra, recogieran leña en la montaña donde Viriato tenía su campamento. Aquello suponía un peligro tan evidente que los tenientes de Cepio le suplicaron que no destruyese a la caballería. Los jinetes esperaron durante un rato creyendo que Cepio atendería a razones. Cepio no se conmovió, y ellos no le pidieron perdón, pues sabían que eso era lo que pretendía, y así, prefiriendo morir que pronunciar una sola palabra respetuosa hacia su comandante, cruzaron el río en compañía de jinetes aliados y otros voluntarios. Cortaron la madera, regresaron cruzando el río y la apilaron alrededor del cuartel de su general con la intención de prenderlo fuego. Y éste habría muerto entre las llamas de no haber conseguido escapar a tiempo.
Dión Casio, Historia, 22.78
Aunque escaso de moral, el ejército romano era enorme y peligroso, de manera que Viriato recurrió a su táctica habitual de dar un paso atrás ante un enemigo agresivo. Se había vuelto reacio al empleo de las armas, y seguía creyendo que era posible llegar a un acuerdo. Por consiguiente, envió a sus consejeros más cercanos, tres hombres llamados Audax, Ditalco y Minuro, para que indagaran qué términos estarían dispuestos a aceptar los romanos.
Dado el temperamento de sus hombres, Cepio era consciente del riesgo que suponía presentar batalla a Viriato, tanto para los intereses de Roma como para los suyos personales. Los enviados de Viriato fueron tratados con lealtad, y quedaron muy impresionados por la suntuosidad del campamento de Cepio. Éste les aseguró que aquel nivel de vida, o incluso mayor, podría ser suyo. Todo lo que debían hacer era matar a Viriato y obtener por ello una enorme recompensa. Dada la frecuencia de las alarmas nocturnas, Viriato dormía con la armadura puesta. Por otro lado, el líder lusitano recibía a los mensajeros y a sus capitanes a todas horas, por lo que, a su regreso, los enviados fueron recibidos en la tienda de su jefe sin problemas. Una vez allí, apuñalaron a su líder en la garganta, el único punto que no estaba protegido por la armadura, y huyeron hasta las líneas romanas antes de que se descubriera su crimen.
La traición de los iberos tuvo como recompensa la traición romana. Con enorme sangre fría, Cepio aseguró a los asesinos que habían malinterpretado sus palabras, y que él nunca les hubiera animado a matar a su jefe. Los romanos enviaron a los asesinos de vuelta al campamento lusitano, sin recibir por su acción una sola moneda de recompensa.
Los lusitanos estaban apesadumbrados y desmoralizados por el asesinato de su líder. Le ofrecieron unos magníficos funerales y eligieron a un hombre llamado Tántalo como su sucesor. Pero había desaparecido el alma de la causa, y además se había elevado la moral de los romanos. Cepio obtuvo fácilmente la victoria que se le había escapado a sus predecesores, y los lusitanos fueron obligados a pedir la paz. Haciendo gala de una gran sabiduría, Cepio hizo lo que Galba había prometido en el año 150 a. C. Una década de guerra había despoblado considerablemente el territorio, y Cepio pudo cumplir ahora la promesa de asentar a los lusitanos en una tierra suficientemente fértil para alimentarlos sin necesidad de recurrir al bandidaje. Iberia occidental estaba en paz. Lo que varios generales honorables no habían conseguido en años de guerra abierta, lo consiguió en una sola campaña un matón tramposo por medio de la traición.
Poco se sabe del Viriato hombre, en contraste con el Viriato comandante. Sabemos que tuvo un yerno (a quien, al parecer, mató antes que verlo rendirse a los romanos) y, por tanto, debemos inferir que tuvo una esposa y una hija (Diodoro ofrece un fantasioso relato de su boda). Nada sabemos de su aspecto físico, y para su carácter debemos basarnos en las informaciones de los romanos, quienes parecen haber admirado bastante a su enemigo:
Viriato tuvo un origen oscuro, pero obtuvo gran fama gracias a sus hechos. Dejó de ser pastor para convertirse en un bandido, y de ahí pasó a ser un general. Partiendo de una aptitud natural y que reforzó con entrenamiento, demostraba gran velocidad en la persecución y la huida, y poseía gran resistencia en el combate cuerpo a cuerpo. Se contentaba con cualquier comida a la que pudiera hincarle el diente, y no le importaba dormir al raso. En consecuencia, no sufría ni frío ni calor, y no le conmovía el hambre ni ninguna otra dificultad; se mostraba tan satisfecho con lo que tenía a su alcance como si disfrutara de las mejores cosas. Gracias a la naturaleza y el entrenamiento, poseía un físico magnífico, pese a lo cual éste se encontraba muy por debajo de sus excelentes poderes mentales. Era capaz de planear y ejecutar con gran rapidez todo aquello que fuese necesario, y siempre tenía una idea muy clara sobre lo que era. Además sabía exactamente cuándo hacerlo. Sabía fingir que ignoraba los hechos más obvios y ocultar con igual inteligencia los secretos más ocultos. En todo lo que hacía, no sólo era el general, sino también su segundo al mando. Sus oscuros orígenes y su reputación de fortaleza se equilibraban de tal modo que no parecía inferior ni superior a nadie, y él, como persona, no era ni humilde ni arrogante. En resumen, hizo la guerra no por obtener ganancias personales, poder o venganza, sino por el propio placer de hacerla; se creía de una forma generalizada que a la vez que la amaba era un maestro de ella.
Dión Casio, fragmento 78