ANÍBAL
VIRIATO
YUGURTA
NACIMIENTO DE LA
SUPERPOTENCIA ROMANA
Roma, que hasta aquel momento se había limitado a la península italiana, se vio obligada a convertirse en una potencia marítima. Se ha dicho que los romanos se defendieron en la navegación como un ladrillo en el agua: su incapacidad para mantener sus barcos a flote en cualquier circunstancia que no fuera un mar en calma hizo que perdieran ejércitos enteros en diferentes naufragios. En las pocas ocasiones que consiguieron permanecer en la superficie (por ejemplo en Mylae en el año 260 a. C), los romanos hicieron un buen papel en sus batallas navales, consiguiendo a menudo derrotar a los más expertos cartagineses. Para cuando los cartagineses se vieron obligados a pedir la paz en el año 241 a. C, tanto Roma como Cartago tenían agotadas sus reservas de dinero y hombres.
Poco después, en el 218 a. C, los romanos descubrieron que tenían que ponerse de nuevo manos a la obra. Los Bárcidas, una de las principales familias de Cartago, siempre habían considerado la paz con Roma como una tregua durante la cual podrían reunir nuevas fuerzas. Roma se mostraba cada vez más enérgica y estaba interfiriendo en áreas como España, que los cartagineses consideraban dentro de su esfera de influencia. Además, Cartago se había recuperado rápidamente de la guerra y podía imaginar razonablemente que Roma habría tenido una recuperación más lenta. Una fricción en España provocó el estallido de una nueva guerra, pero los líderes cartagineses habían decidido llevar la guerra al territorio de su enemigo. Guiados por Aníbal (capítulo 1), los cartagineses invadieron Italia. Los años siguientes se cuentan entre los más oscuros de la historia de Roma. Aníbal era un soberbio estratega que derrotó a los romanos una batalla tras otra. El punto culminante llegó en el año 216 a. C, cuando éstos fueron aplastados en Cannas. Se rebelaron numerosas ciudades súbditas de Roma, y por un momento pareció que incluso la propia Roma podría caer.
El éxito de Aníbal animó al rey macedonio Filipo V (Capítulo 2) a aliarse con Cartago en contra de Roma. Las potencias mediterráneas ya habían tomado conciencia del carácter de ésta, y no albergaban sentimientos amistosos hacia ella. Filipo había observado el ascenso de Roma y la estrechez de las aguas que separaban sus dominios de los de esta nueva potencia expansionista, y se dio cuenta de que, si Roma se enzarzaba en disputas con las ciudades-estado feudales de Grecia, su propio reino se vería amenazado. Así pues, estableció una alianza con Aníbal. Su implicación militar en la guerra contra Roma fue mínima, pero los romanos tomaron buena nota de sus intenciones hostiles. Inmediatamente después de que Cartago se viese obligada de nuevo a rendirse, Roma lanzó un ataque muy serio contra Filipo. Su victoria les había dejado en una situación en la que tenían que defender intereses en Grecia y consolidar sus conquistas en España. Los romanos, que hasta entonces no se habían preocupado por los asuntos que tuvieran lugar fuera de Italia, se encontraron de repente embarcados en aventuras diplomáticas y militares desde Andalucía hasta Atenas.
Incluso antes del final de las Guerras Púnicas, entre la élite romana ya iba tomando forma una visión más cosmopolita del mundo. Escipión el Africano, el general que consiguió finalmente derrotar a Aníbal, se encontraba entre aquellos que admiraban la cultura y el modo de vida de los griegos, para gran disgusto de acérrimos cascarrabias como Catón el Censor, que creían que estas nuevas modas extranjeras subvertirían los tradicionales valores romanos.
Las guerras con Cartago habían cambiado Roma para siempre, y no para mejor. Las enormes pérdidas de hombres que sufrieron los romanos provocaron el empleo generalizado de mano de obra esclavizada en las tareas del campo, un proceso empeorado por el hecho de que el ejército de ciudadanos de Roma se encontraba cada vez en territorios más alejados. Los pequeños agricultores que constituían la columna vertebral del ejército se vieron incapaces de trabajar sus tierras, y éstas comenzaron a caer en manos de la élite romana.
Después de que el campesinado romano se viera excluido de los frutos de la victoria, Roma abandonó su antigua política de inclusión y comenzó a dividir a sus poblaciones en «conquistadores» y «conquistados». Mientras los ciudadanos romanos disfrutaban de los beneficios del Imperio, los nuevos súbditos de Roma en España fueron explotados de forma despiadada por una sarta de gobernadores venales y corruptos. Los pueblos ibéricos no soportaron de buena gana este trato y, durante décadas después de la guerra contra Aníbal, la actitud de los celtíberos varió entre la inestabilidad y la revuelta, una situación que empeoró la inexperiencia romana. Hasta entonces, la mayoría de las conquistas romanas se habían producido sobre pueblos de su mismo grado de civilización, pero gobernar tribus salvajes alejadas de Roma era una nueva experiencia. Además, los romanos no consideraban un objetivo primordial el bienestar de los iberos, sino la explotación de los recursos naturales de la península Ibérica, especialmente las minas de plata. En los ciclos de brutal represión y sangrientas revueltas que se produjeron como resultado de esta situación, Roma salió finalmente victoriosa, pero el precio que hubo de pagar en sangre y devastación económica fue muy elevado. El gran líder lusitano Viriato (capítulo 3) demostró a los iberos que las legiones romanas no eran invencibles, y que el agreste paisaje ibérico resultaba muy adecuado para las acciones de guerrillas y pequeñas emboscadas en las que los pueblos guerreros de la península era auténticos expertos.
Cartago y Macedonia habían sido potencias de talla mundial, y el hecho de derrotarlas le dio a Roma una confianza que en ocasiones rayó en la arrogancia. Cuando Filipo V de Macedonia se vio obligado a ceder a Roma su hegemonía sobre Grecia, los reyes seléucidas aprovecharon su desconcierto para ampliar sus fronteras occidentales. Varios desafortunados encontronazos con la maquinaria bélica romana acabaron por persuadir a los seléucidas de que el Mediterráneo occidental tenía un nuevo amo, pero que no eran ellos.
Los romanos explotaron brutalmente su superioridad. Cuando Cartago comenzó a recuperarse de su aplastante derrota de dos generaciones atrás, Roma provocó una guerra en la que arrasó Cartago hasta los cimientos (aunque posteriormente resurgió como una ciudad romana). En el interior, dos reformadores procedentes de una de las familias más importantes de Roma, los hermanos Graco, intentaron corregir algunos de los desequilibrios e injusticias sociales que amenazaban la existencia del estado romano. Sin embargo, toparon con una feroz resistencia por parte de grupos con intereses corruptos y egoístas que acabaron no sólo con el programa de reformas, sino también con la vida de ambos. La muerte de Tiberio Graco en el año 133 a. C. marcó el comienzo de la lenta muerte de la República romana.
Después de las Guerras Púnicas, la cultura romana floreció bajo las influencias extranjeras. Los dramaturgos Terencio y Plauto escribieron obras de teatro que aún hoy entretienen al público, y Polibio (un griego exiliado) introdujo a los romanos en la historiografía. Entre los primeros historiadores nacidos en Roma se encuentra Salustio, un antiguo político que se sentía profundamente desilusionado con la situación de Roma. Su historia de la guerra contra el rey numida Yugurta (capítulo 4) expone sin piedad la arrogancia y la corrupción de la clase dirigente romana. Su avaricia y egoísmo fueron explotados sin escrúpulos por Yugurta en beneficio propio, y el disgusto popular por la maldad de su propia clase dirigente ayudó a una nueva generación de demagogos a hacerse con el poder.
A pesar de las tensiones internas, este período constituye la cúspide de la República romana. Roma era soberana desde las costas del Adriático hasta las playas del Líbano. Roma probaba nuevos estilos de poesía, teatro y arquitectura. Incluso el tradicional panteón romano iba a acomodar en su interior a nuevos dioses. Aunque la aristocracia mantenía un estrecho control sobre el aparato político, los conflictos internos entre las grandes familias propiciaron que adquiriesen valor los votos de los ciudadanos corrientes, y el pueblo desempeñó una función importante dentro de la vida política romana. Sin embargo, bajo la superficie no todo era calma.