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Ya deben de conocer el chiste, porque no les hace gracia.

Me dejo caer un escalón hacia atrás y hago perder el equilibrio al mosquetero que me perforaba las costillas.

Aprovecho la centésima de segundo de duda para volverme y empujarlo escaleras abajo. No llego a hacer lo mismo con el segundo policía, que reacciona y se me echa encima. Agradezco que no haya sacado la pistola y confíe en poder reducirme con fuerza física.

Ambos caemos al rellano y él me da un puñetazo en la cara. No siento el dolor. Lo tengo encima. Me aferro a su cuello para intentar estrangularlo. Instintivamente, lleva sus manos a las mías y me presiona los dedos para torcérmelos. Con el rabillo del ojo veo que el otro policía está inconsciente en el suelo, un piso más abajo, con la escopeta al lado.

El mosso con quien lucho va poniéndose rojo y la saliva le inunda los labios, pero no cede. Hago fuerza hacia las escaleras para que caigamos juntos rodando. Cuando él se da cuenta, ya es demasiado tarde y he conseguido tumbarlo. Tomo impulso con las piernas y nos deslizamos como un trineo cojo y agrietado, cada escalón un golpe en la carne y los huesos. Lo suelto para protegerme la cabeza durante la caída.

Un metro antes de llegar al rellano, todavía en las escaleras, nos detenemos. Me coloco a cuatro patas y gateo hacia abajo, pero el mosso me sujeta por el tobillo derecho y tira hacia él.

Estoy a dos palmos de la escopeta y el otro policía comienza a recuperar el conocimiento. El que me tiene atrapado por las piernas se lleva una mano al cinturón e intenta liberar la pistola.

Tengo que hacer un esfuerzo más.

Tengo que llegar a la escopeta.

Alargo los dedos, la mano, el brazo, el hombro. La tengo al lado.

El policía inconsciente abre los ojos, pero todavía no puede levantarse. No tardará mucho.

El otro, el que me agarra, afloja un poco la presión para poder manipular la pistola.

Me basta para avanzar un escalón más.

Para tocar la culata de goma de la escopeta.

Acariciarla.

Acercarla.

Agarrarla.

El mosso saca la pistola y me apunta. Como si fuese un bate de béisbol, la escopeta describe un arco con contundencia para impactar en la mano del policía. La pipa salta y rebota contra la pared. Home run. Me incorporo como puedo y le golpeo la cara con toda mi alma. Cae redondo, de espaldas, la nariz y la boca convertidas en una plasta irreconocible.

Me levanto y bajo hasta el rellano con el cañón de la escopeta embadurnado de sangre. El gengiskhanensis disfrazado de policía debe de tener las piernas y el cuello rotos, y todavía tardará un rato en sanar.

—Me gusta tu ropa. ¿Crees que ligaría más con ella? —pregunto.

Y le propino una patada en la cabeza de la que no se podrá recuperar.

—¡Ruscan! —grito—. ¿Están listos los cócteles?

El señor Puma indica que más o menos. Su mujer le está ayudando a introducir trapos en los cuellos de las botellas.

—Hay unos cuantos, pero durarán muy poco.

—Para ya y comienza a repartirlos. Nos servirán de distracción para cuando salgamos.

—¿Nos vamos ya?

Le tiro la escopeta, que pesca al vuelo. Entonces le enseño uno de los uniformes.

—En cuanto nos arreglemos para la fiesta.

Doy instrucciones a Neus para que las transmita a los responsables de cada planta.

—Necesitaré que todo el mundo esté en las escaleras, tan abajo como sea posible. Cada uno con su binomio y armado con lo que sea. Que vayan tirando ya. Formaremos una primera y una última líneas de adultos. En medio, las embarazadas y los niños. Si han de disparar contra alguien, que no sea contra ellos.

—Yo me quedo aquí arriba, Víctor —dice el señor Brau.

—No, Neus lo bajará.

—Neus irá con uno de los niños. No puedo ser un estorbo para ella. Sin mí tiene más posibilidades de salvarse.

—Señor Brau…

—León —corrige—. Dame esta pistola. Tal vez no pueda respirar muy bien, pero conservo la puntería.

Le entrego el arma. Todavía tengo otra en la funda, más la escopeta que le he dado a Ruscan.

—Volveré a buscarte, León.

No se despide. Con un movimiento de muñeca sobre la rueda, hace girar la silla y entra en la habitación. Se coloca al lado de la ventana.

—No tenemos mucho tiempo —informa—. Hay dos camiones de bomberos que se acercan por la Ronda. Apresúrate.

Afuera oscurece.

Compruebo que los internos vayan desfilando escaleras abajo. Se mastica el silencio. Las miradas son de terror. Todos han visto en la televisión cómo el hospital Clínic caía ante la impasibilidad de los bomberos. Saben que son los siguientes. Pero no corren ni se empujan. Obedecen las órdenes de los responsables de cada planta porque saben que es su única oportunidad.

Muchos morirán hoy, aquí, ahora. Es prácticamente un suicidio. Pero es mejor que quedarse de brazos cruzados, esperando a ser ejecutados en pocos minutos, como desechos.

Algunos moriremos dentro de poco tiempo. Tal vez ahora, esta noche, la semana que viene o dentro de cinco años.

Algunos sobrevivirán y podrán luchar contra los gengiskhanensis. No será fácil. El futuro depende de ellos.

El señor Puma es el policía más falso de la historia. Lleva el uniforme de mosso con la camisa abierta, pelo en pecho y cadena de oro con un Cristo más grande que una nuez.

Nos abrimos paso entre el gentío y noto que alguien me coge por la muñeca.

Neus me tira hacia ella y me hace señas para que baje la cabeza, como si quisiera decirme algo.

Me da un beso en los labios que prolonga con intensidad. Me los seca con un dedo y dice:

—No sabes el polvo que tienes con esta pinta. ¡Ay! ¡Si te hubiese conocido antes!

Sonrío. No puedo hacer más que sonreír.

Se da la vuelta y se funde entre la multitud.

El señor Puma ríe bajo la nariz, los ojos achinados.

—¿Qué se ha hecho de la novia jovencita que tenías?

—Digamos que había diferencias irreconciliables.

Es el momento. Estamos ante las puertas de la planta baja, a punto de entrar en las minas de Moria.

—No dispares hasta que estemos fuera, ¿OK?

—OK. —La voz me tiembla.

—¿Estás listo? —pregunta el señor Puma.

—No.

—Será más fácil de lo que piensas. Siempre es más fácil.

Y accedemos al vestíbulo.

Los dos policías montan guardia en la puerta que hay a unos diez metros delante de nosotros. Nos acercamos como quien no quiere la cosa. Nos ven llegar, pero no se inmutan.

Nos los repartimos, un mosso para cada uno, como si viniésemos a relevarlos.

Me planto delante de uno de ellos, que me mira como si algo no funcionara bien. Decido utilizar mis poderes de Jedi:

—Éstos no son los policías que andáis buscando.

—¿Qué?

El señor Puma noquea a su pareja de baile de un golpe en la sien. Yo repito la jugada pero el poli parece no inmutarse. Abre la boca para gritar y alertar a sus compañeros, y le meto la pistola por el gaznate. Parece tener efecto. Me coge de la camisa y me tira hacia él. Aprieto el gatillo y pinto la puerta con cerebro de gengiskhanensis.

Fantástico.

—¡Te he dicho que no dispararas hasta que no saliéramos! —me recrimina el Puma.

No sé qué responder.

Las sirenas de las furgonetas de los mossos que están afuera lo hacen por mí.

—¡Haz sonar la alarma! —ordeno.

El señor Puma quiebra el «rómpase en caso de incendio» y la bocina intermitente de la alarma lo inunda todo. Me agacho a coger la pistola y los cargadores. El señor Puma me imita.

Vuelvo a las escaleras y grito:

—¡Todos afuera, todos afuera!

Oigo los primeros tiros de escopeta. El señor Puma ha podido liquidar a la primera dotación que, todavía con la guardia baja, ha entrado en la recepción del hospital. Tenemos unos treinta metros hasta la puerta de atrás, la de salida, y tenemos que recorrerlos delante de una vidriera en la que se ve todo.

Corro con Puma hasta el acceso y nos parapetamos detrás del mostrador de información. Llegan cuatro guardias de seguridad caminando. Cuando ven los cadáveres de los polis que acabamos de eliminar, cosidos a perdigonazos, se quedan parados.

Su falta de iniciativa juega a nuestro favor.

Disparamos. Puma tumba a uno de un solo disparo. Yo me limito a agujerear los vidrios con el primer cargador. Ellos devuelven el fuego hasta que ven llegar a la multitud que baja hacia ellos. No saben priorizar. Se colapsan y no saben a quién disparar.

El arma ha quedado vacía y en una posición extraña.

—¿Qué hago? —le pregunto a gritos al señor Puma.

—Aprieta aquí, pon el cargador y vuelve a apretar aquí. —Clac, clac, clac—. Ya sabes todo lo que necesitas saber.

Me incorporo y encaro a los vigilantes que, como pasmarotes, no aciertan a reaccionar. Disparo, pum, pum, pum, y les doy a dos.

John MacClane, el teniente Riggs, Harry el Sucio, Butch Cassidy y Sundance Kid me estimulan.

Recogemos las pistolas de los cadáveres y salimos al exterior para cubrir la fuga de los internos.

Nos disparan, pero no veo desde dónde. A ciegas, Puma y yo devolvemos los disparos mientras buscamos refugio en los palés y los tubos enormes de las obras que hay en la explanada donde nos encontramos. Los primeros enfermos en salir caen cosidos a disparos.

Mierda.

De repente, una bola de fuego desciende del edificio e impacta contra una de las furgonetas. La quema, pero no termina de arder por completo. Como si fuera una señal, más botellas incendiarias describen parábolas hacia los agentes. Esta vez sí que aciertan a dar a un puñado de policías y conductores de ambulancia que se acercaban por el lado opuesto del edificio.

Oigo disparos que provienen del hospital.

Es León, cubriéndonos.

Salimos de nuestro refugio y disparamos contra los gengiskhanensis, que no saben a quién detener. La gente se dispersa por todas partes, sálvese quien pueda.

Veo la sombra de la montaña de Collserola recortándose contra la contaminación de un cielo anaranjado. Está a punto de llover.

—¡Hacia la montaña! —grito—. ¡Hacia la montaña!

Ahí les será difícil seguirnos. Hay menos gengiskhanensis que puedan delatarnos. Ahí podremos encontrar un refugio mientras decidimos cuál será el próximo paso.

De las ventanas y los balcones de los edificios cercanos del hospital llega, como una ola, el grito sobrenatural de centenares de gargantas alertando a la ciudad de nuestra huida. Los vecinos duplicados se asoman para unirse al estremecedor coro de aullidos.

Tenemos que correr y llegar muy lejos, como Ricard cuando se refugió en el desierto. Debe de haber algún lugar en el que podamos escondernos.

Ya hemos llegado a la calle que se bifurca hacia la montaña y hacia la Ronda.

Una ráfaga de disparos silba a mi lado. Con la excitación, no sé si alguno me ha dado. Compruebo que estoy bien y me vuelvo hacia el señor Puma.

—¡Ruscan!

Está tendido en el suelo sobre un charco de sangre. Tiene los ojos clavados en el firmamento, del que cae una lluvia fina.

Una furgoneta de mossos cruza delante de mí. Tiene las puertas abiertas de par en par y los agentes están sacando las pistolas. Son muchos. Estoy al descubierto, no tengo donde buscar protección. Un mosso me ve y detecta enseguida que, aunque llevo uniforme, no soy policía. Levanta el arma y me apunta.

Un camión de bomberos sube por la calle a toda velocidad arrancando retrovisores a su paso. Va haciendo eses como si estuviera fuera de control. El mosso que me estaba apuntando lo mira extrañado. El resto de los agentes tampoco entienden qué pasa. El camión choca con la furgoneta y tumba a los policías que estaban bajando de ella.

Disparo, bang, bang, bang. No sé cuántas veces oprimo el gatillo hasta que el arma deja de escupir balas.

Ya ha salido todo el mundo del hospital, prácticamente. Perseguirlos a todos es imposible. Muchos han huido calle abajo.

Neus y un puñado de niños se reúnen cerca de mí a la espera de que los guíe fuera de aquí. También se unen al grupo algunas embarazadas, pero la mayoría huye hacia la montaña. La esposa del señor Puma llora desconsolada a su lado.

Una furgoneta de mossos sale de un callejón para perseguirlas. Ellas no lograrán llegar a su destino.

Un camión de bomberos sale de la nada y lo embiste.

Ellas se esfuman en la oscuridad.

Decenas de personas llegan a la explanada. Van armadas con cuchillos y hachas y gritan como dementes: estamos perdidos.

Cierro los ojos.

Hemos fracasado.

Y entonces no sucede nada.

La lluvia cae sobre mí.

Raindrops are fallin’ on my head.

La gente está atacando a los gengiskhanensis.

Se abre la puerta del camión de bomberos y un tío alto enfundado en un traje bacteriológico se me acerca.

—¡Víctor!

Conozco esa voz.

Se levanta la máscara y deja a la vista el rostro duro de facciones angulosas.

El Congoleño.

—¿Abdoulaye?

—Vimos por la tele que estaban incendiando los hospitales y decidimos venir aquí. —Observa las furgonetas y las llamas, los cuerpos tirados en el suelo y la gente que está conmigo—. ¿Todo esto lo has hecho tú?

Sí.

—Abdoulaye, pensaba que eras un gengiskhanensis.

Mi voz se alza sobre el trueno.

—¿Un qué?

La lluvia es cada vez más intensa.

—¿Cuántos camiones tenéis?

—Tres. Pero podemos conseguir más. Los Veges son bastante confiados.

¿Veges? ¿Los llaman Veges? ¿De vegetal?

—Llenadlos con los niños y las embarazadas. Tenemos que llevarlos a un lugar seguro.

El congoleño moviliza a sus hombres, que abran los camiones, que suban los supervivientes.

—¡Vámonos! —ordena cuando los camiones están llenos—. Cuando lleguen los refuerzos esto se convertirá en un infierno.

—No puedo. Tengo que ir a buscar a un amigo.

—Tenemos que irnos, jefe.

Llueve cada vez más.

Those raindrops are fallin’ on my head, they keep fallin’.

Dudo. Quiero regresar a por León, pero es demasiado arriesgado. Miro la torre, tan blanca contra el cielo nocturno, a punto de ser borrada por la cortina de agua.

—Tendré que volver…

—Como quieras, pero ahora nos vamos.

Y me coge del brazo para arrojarme dentro de la cabina.

Arranca el camión y avanza a sacudidas cuesta arriba.

—Subamos a la montaña, allá les costará seguirnos.

Asiente con la cabeza.

—Por esta noche. Mañana te llevaremos a un lugar donde no podrán atraparnos jamás.

Abro los ojos como platos.

—¿Adónde?

Se lleva por delante a un puñado de vecinos que habían salido a perseguirnos.

Me mira de reojo.

—Tú no serás uno de Ellos, ¿verdad?

Cause I’m never gonna stop the rain complainin’.

Ya no estoy detrás de las puertas.

Ya no soy un simple espectador.

Because I’m free.

Sonrío.

Hemos cruzado al otro lado del espejo.

Y aunque me estoy muriendo.

Nothin’s worryin’ me.

Me siento más vivo que nunca.