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En un torneo de barrios glamurosos, el mío no pasaría la previa de verano. Ni a doble partido.

No estoy hablando de un lugar terrible al estilo de las urbes de Mad Max, con guerras por la gasolina y gente medio desnuda que apenas si llega a cubrirse con equipamiento de hockey y machetes del tamaño de un brazo, claro (por mucho que los conductores de los vehículos de la limpieza desconozcan el uso del pedal del freno), pero tampoco es el barrio que los turistas suelen visitar en busca de la esencia barcelonesa prefabricada. Aquí Gaudí no proyectó ningún templo de postal. Fueron los inmigrantes de mediados de siglo XX (andaluces, extremeños y gallegos) quienes, con sus propias manos, levantaron edificios al pie de la montaña de Collserola mucho antes de que las expresiones «proyecto urbanístico» o «coherencia estilística» desplazaran palabras como «chabola» o «barraca».

El barrio de Nou Barris no tiene la vida bohemia de Gràcia, la atmósfera casera de Sants o el carácter de pueblo de Sant Andreu, pero es un barrio en constante metamorfosis. Los ochenta fueron los años del caballo, que con la reforma olímpica se disgregó entre La Mina y Can Tunis (un lugar que, en la clasificación de Lugares Donde Vivir, ocupa plazas de descenso).

Mi hermano Ricard llama al barrio «las afueras». Pero eso es porque él vive en Dubai y, como todos saben, allí la comunicación con el metro de la línea amarilla está fatal.

Cuando el tubo de escape de un ciclomotor me saca de la cama, el dolor de cabeza sigue conmigo. Enciendo el ordenador antes de mear. No hay correos electrónicos. Bueno, he recibido el boletín de El Periódico y el de La Vanguardia, pero son al correo lo que la revista publicitaria del Ayuntamiento a las cartas. Los mismos titulares del último mes: la nueva gripe, que llegará más agresiva en septiembre, dicen; cierre de fronteras entre países sudamericanos; un brote de atentados en Iraq, e insurrecciones en África. Mierda. Son las ocho menos algo de la mañana, ya llego tarde, y todavía quiero hacer una parada en el Caracas, está de paso y me sirve para coger fuerzas para aguantar a la ciclotímica de Carme, la directora del SAD.

Es uno de los momentos más relajantes del día. Y también uno de los más breves. La cafetería es pequeña, y la barra forma un triángulo en su centro, igual que las de los frankfurts. Pablo y Fernando, dos gemelos ecuatorianos, reparten cafés y cruasanes a la velocidad del rayo, sin preguntar apenas, ya que se conocen los gustos de la clientela. Hoy coincido con unos de Prosegur y con un par de repartidores, pero también podría haber encontrado a un puñado de mossos d’esquadra, los conductores de ambulancias del Clínic (que queda una calle más arriba) repartidores de prensa o gente que vuelve de fiesta y ha visto el bar abierto.

—Leche caliente, ¿verdad? —me pregunta Pablo.

—¿Con este bochorno?

Cambia la jarrita metálica y llena de espuma por una botella de leche recién abierta. Le doy un repaso al Mundo Deportivo por encima del hombro del vigilante de seguridad que tengo al lado. Trozos de ensaimada sobre los títulos de noticias vacías en un verano sin alicientes.

—¿Cuánto te debo? —pregunta retórica. Lo de cada día.

Todo tiene el sabor confortable de la rutina.

Algunos comportamientos me sorprenden por su perseverancia repetitiva. Es el caso de la Yonqui, una chica que se prostituye a la entrada del cementerio de Montjuïc a cambio de una papelina o de cinco euros. De buena mañana la ves plantada entre los cipreses, esquelética, zarandeada por el viento, ropa oscura llena de manchas irreconocibles (que no pienso hacer esfuerzo alguno por identificar), esperando a la clientela. Y el caso es que tenerla, la tiene, porque más de una vez y más de dos he visto a señores en Mercedes que se paran a su lado para una mamadita rápida. Hay que tener ganas y pocos escrúpulos (y una inclinación especial por las bocas desdentadas). Decía que cada día, cuando dejo la moto en el descampado, la Yonqui se me aproxima, trata de guiñarme el ojo, gesto que, por efecto de las legañas, se convierte en una mueca que se prolonga más de lo que la coquetería requeriría, y me dice «nene, nene», como si fuera la invitación al mejor rato del día. Con la mano rechazo la irresistible tirada de tejos y ella da media vuelta murmurando una frase que nunca he llegado a entender. Excepto el día en que se me acercó para decirme la vida es muy puta, nene, ¿tienes un cigarro?

Saludo al vigilante, que ni levanta la vista del Marca, y me preparo para recibir la bronca de la directora.

Pero Carme ni está ni se la espera, se encuentra mal. Perfecto. Hoy trabajaremos tranquilos. No es mala mujer, no en el sentido de Enriqueta Martí, por ejemplo (la historia esa de secuestrar a niños y destriparlos para convertirlos en ungüento), pero es inestable como una partícula cuántica: tan pronto puede ser que sí como puede ser que no, bueno y malo, blanco y negro, cerveza y vino, todas las posibilidades al mismo tiempo hasta que la miras y queda fija en una. Un día tendré que hacer la prueba y, en mitad de una conversación con ella, callar durante treinta segundos y volver a empezar. Estoy convencido de que actuaría como si fuera la primera vez que hablamos. De todos modos, no es habitual que falte al trabajo, y son pocos los días del año en los que podemos salir a tomar un café y rajar durante más rato de lo habitual.

Lo que no es necesariamente positivo. Mis compañeras de trabajo sufren una especie de síndrome de hórror vacui que las lleva a considerar mi soledad algo imperdonable. Necesitan llenar este vacío con compañía femenina sí o sí, y conspiran constantemente para encontrarme a alguien que sustituya a Irene. Aunque al principio, cuando empezó este año de mierda, agradecía el esfuerzo, ya empiezo a sospechar que tan altas dosis de altruismo deben nacer, por fuerza, de algún tipo de competición secreta entre ellas. Me pregunto qué se habrán apostado.

—¿Qué haces el viernes? —pregunta Yolanda con la mirada de quien sabe que está a punto de comerse una ficha y avanzar veinte casillas.

—Estamos a martes y tengo la cabeza como la banda sonora de Terminator. Suerte tendré si para el viernes no me he ahorcado.

—He encontrado una chica perfecta para ti.

—¿Le gustan los chicos que huelan a muerto y con una soga por collar?

—Odia los sarcasmos, eso lo sé seguro —interviene Elena.

—Y no está como una cabra, como tu ex.

Puya de Yolanda.

—Pues ya podemos descartarla.

Me da pereza hacer algo este viernes. Me da pereza hacer algo en cualquier momento.

—Hay concierto en el Razzmatazz y ella quiere ir.

—¿Tú me ves a mí en el Razzmatazz? ¿En serio? ¡Si no voy por ahí desde que tenía dieciocho años! Y eso porque tenía las hormonas a flor de piel.

—Y ahora las tienes a flor de mano —dice Elena.

La masturbación del señor Víctor Negro. El gran tema en el que desembocan todas las conversaciones sobre parejas. Como si de una curiosidad morbosa se tratara, a mis colegas les encanta saber si me la casco. En realidad, lo dan por hecho, la naturaleza masculina y blablablá, y quieren conocer los detalles por pura curiosidad científica. Es el momento de desviar la conversación.

—Las primeras citas en conciertos no funcionan.

—¿Ah, no? —pregunta Bego, incrédula.

—Una vez, hace muchos años, quedé con una chica a la que había conocido en Bikini. Muy mona, pelirroja, un poco rara, como Sissy Spacek pero sin lanzar cuchillos con la mente. No cuando yo estaba delante, al menos.

Carrie —explica Elena al resto, muy bajito.

—Me llamó y me dijo que había una banda que estaba empezando y que quería ir a escucharla al Fnac de la Illa. Eran los Dover. Nos encontramos allí y ella se colocó en primera fila, pero yo me quedé en el fondo, la muchedumbre me agobiaba y la sala era demasiado pequeña. Y como sólo veía la cabecita de la cantante y un montón de tías saltando delante de mí, me fui a ver libros y discos.

—¿Y la chica?

—Cuando el concierto terminó, yo estaba ahí como un clavo, como si no me hubiera escapado. Salió y estaba sudadísima, y en una tienda, por mucho concierto de veinte minutos que tú quieras, es de mal gusto. Me preguntó si quería ir a dar una vuelta. Fuimos hasta la sección de discos, que ya me sabía de memoria, y se puso los cascos para escuchar la música de muestra.

—Qué tía más rara —dice Bego.

—Y tonta —remacha Yolanda.

—Total, que yo pienso que será sólo un ratito, porque estas cosas están para que escuches el principio de tres o cuatro canciones y te hagas una idea, ¿no?

—Sí.

—Pues no. Sissy Spacek grita: ¡The Charlatans!, y se pone los cascos para escuchar el disco. ¡Entero! La tía se pasó cuarenta y cinco minutos tarareando canciones en la Fnac.

—¿Y tú qué hiciste?

—Al principio pensé en largarme, pero tenía miedo de que me quemase la casa y me dejara clavado dentro con sus cuchillos voladores. En la sección de cómics me leí todo lo que tenían de la Marvel, prácticamente. Me instalé en esos sofás que tenían antes y que siempre estaban llenos de peña leyendo por el morro.

—¡Ay, sí! —estalla Bego como si los Reyes Magos hubieran entrado por la puerta con un montón de regalos envueltos con lacitos de colores—. Una vez vi a un tipo que doblaba las esquinas de las páginas y todo, así marcaba el punto en el que se había quedado.

—Hay que ser rata para eso —suelta Yolanda antes de tomarse su taza de leche con una gotita de café.

—Un amigo mío vio que hacían esto en Japón —dice Elena—. Se ve que en Tokio, en tiendas de manga de no sé cuántas plantas, la gente se queda parada, todos como pasmarotes en fila delante de las estanterías, leyendo.

—De Japón me lo espero todo.

Miro el reloj.

—¿Vamos?

Bego entiende el gesto, se levanta y todos la imitamos.

—Podría ir a tomar algo con la chica, al menos.

Yolanda vuelve a sacar el tema.

—Tres cortados y un café. —Le pago la ronda a la camarera, que sonríe y vuelve a charlar con un cliente que lleva días diciendo que alguien tendría que matar al presidente del gobierno—. ¿Sirve como soborno para que no insistas?

—No te cuesta nada. Se llama Dolors y es muy guapa… y no tiene novio.

—¿No me llames Dolores, llámame Lola?

—¡Hostia puta, qué calor! —exclama Elena cuando salimos al desierto de Dune.

—Va, que tocan los White Stripes y todavía quedan entradas.

—No sé, ya te diré algo.

—Entonces la llamo y le digo que sí.

—No me encuentro bien, Yoyo.

Caminamos resguardándonos bajo la sombra de cuatro balcones, con el sol de cara y el ruido de camiones llenos de cascotes perforándome el cerebro. El guardia de seguridad (aliento de nicotina, camisa abierta a la altura del ombligo) nos abre la puerta y vuelve a sentarse para leer lo que Valdano dice del Madrid.

A mediodía me llama Diego para preguntarme si quiero quedar para comer. Como por la tarde me tocan visitas, un poco de testosterona me irá bien para compensar tanta menstruación sincronizada.

—¿Dónde quieres ir?

—Donde siempre, al vietnamita o al japonés.

—¿Nos marcamos un japo?

Yolanda se acerca con una sonrisa peligrosa y cuelgo el teléfono. Ya sé qué quiere decirme, pero dejo que hable.

—¿Estás conectado a internet?

—No.

—Entra en Facebook.

Mientras ordena, ejecuta. Me aparta y ella misma teclea la dirección en la web. Luego escribe en el buscador «Dolors Sanmartín», y una chica con los pantalones enrollados en los tobillos y sentada sobre la arena de una cala de la Costa Brava parece desearme buenos días.

—Es guapa, ¿eh?

Sí.

—No la veo bien. La foto está tomada desde muy lejos.

—Ya he hablado con ella. Te ha agregado como amigo y habéis quedado el viernes a las ocho en la parada de Marina. No me hagas quedar mal.

Me siento como si hubiera vuelto a los dieciséis, pero ahora profiero ruiditos de esfuerzo cada vez que me levanto de la silla. Soy igual que mi abuelo a los setenta, pero con menos de la mitad de años, y ligo como un adolescente. Soy el puto Brandon jugando a ser adulto, lejos de las palmeras de Beverly Hills.

Diego Valentín es una de las personas que más saben de cómics a este lado del Mediterráneo. De cara redonda enmarcada por greñas y barba descuidada, se le suele ver con camisetas de Green Lantern o Flash, de ésas en las que, tras un millar de lavados, se ven pequeñas constelaciones de agujeritos. Cuando llego a la tienda me recibe con un qué pasa, mientras, como de costumbre, y después con un momentito, que acabo unas cosas, y se pone a repasar los últimos pedidos y las últimas facturas. Cuando termina, levanta la vista y pregunta qué tal va todo.

—Hasta los cojones.

—Ya, ya —responde, como si coincidiera conmigo en que todo es una mierda y no vale la pena darle más vueltas.

Vértice es un pequeño local, atiborrado de cómics y merchandising. Tiene las paredes pintadas de un verde muy suave que escogió Sonia, la pareja de Diego, cuando, de eso no hace tanto, se hicieron cargo de la tienda. Me dedico a repasar las portadas, pero no veo nada que me atraiga.

—¿Alguna novedad?

—Qué va, en verano la cosa está muy parada.

—Ya. ¿Y de Ennis?

—Nada. En septiembre sacarán algo, pero de momento, nada.

Lo de que con las migrañas te vuelves más susceptible a los malos olores es cierto, parece que todo tenga que darte asco, pero un tufo intenso me ataca la pituitaria. Como si alguien me hubiera embuchado un Halls por la nariz y me tuviera con la boca cerrada para no dejarme respirar.

—¿Con qué has fregado?

Diego está al lado de la puerta, bajando la persiana. Se vuelve y señala el bonsái que está al fondo, al lado del baño.

—Punto uno: yo no friego. Punto dos: mi madre me ha traído esta planta para ambientar la tienda.

—Pues vaya si la ambienta. Huele demasiado, ¿no?

—Entre el calor y la planta llevo la mañana entera sin poder respirar.

Examino el árbol en miniatura, que medirá unos dos palmos. Tiene el tronco liso y grisáceo y está cubierto de unos filamentos que parecen venitas blanquecinas. De las ramas brotan unas hojas alargadas que me resultan muy familiares. Un capullo de color rosa crepúsculo está a punto de abrirse. Como mis conocimientos de botánica se reducen a las excursiones escolares al macizo del Montseny para ir a recoger castañas, pregunto:

—¿Qué es?

—Un eucalipto, ¿no? Se ve que se han puesto de moda. Mi madre dice que los tiene todo el mundo. Y si los tiene todo el mundo, ella no va a ser menos.

—Y la tienda tampoco.

—Ya sabes cómo es.

Salimos a la calle y rompemos a sudar, pero ahora ya no tenemos ninguna arma bacteriológica en las inmediaciones.

—Enciérrala en el baño.

—¿Qué quieres? ¿Qué encuentren mi cadáver cagando?

—No sería muy bonito.

—Pues no.

Cuando te encuentras mal, el sushi suele entrar de maravilla. No llena demasiado ni resulta difícil de digerir, y tampoco tienes que masticarlo mucho. La parte negativa es que el pescado crudo de los buffets libres suelen regarlo con conservantes y aditivos para que aguante lo que le echen dando vueltas sobre la cinta giratoria, lo que contribuye a que al cabo de un rato te sientas todavía más pesado, como si hubieras comido arroz de cera. Pero mientras pasa gaznate abajo te parece delicioso y no puedes parar de comer, uno detrás de otro. Diego es de huesos fuertes, lo que significa que es de complexión robusta y necesita comer sus buenas dosis de cualquier cosa. Podría zamparse un caballo crudo con un poco de salsa de soja, y luego pedir postre. Y así, nunca encontramos el momento de parar y debemos guiarnos por la cara de espanto que ponen los chinos que regentan el restaurante cada vez que tienen que volver a llenar la cinta.

—¿Has visto la última de Romero? —mastica Diego.

—No. No la han estrenado, ¿verdad?

—¡Qué va! Hace tiempo que las distribuidoras las estrenan tarde y mal.

—Emule —insinúo, y Diego asiente con la cabeza.

—La democracia audiovisual del siglo XXI.

—¿Qué tal está?

Trata de coger un trocito de sepia con los palillos, pero no lo consigue. Con un vistazo rápido se asegura de que nadie lo esté mirando y lo coge con los dedos. Se dirige a la camarera, que viene haciendo reverencias.

—¿Puede traer unos tenedores, por favor?

La chica contesta «tedore» y vuelve al mueble de la caja registradora.

—Me han llegado malas críticas.

—Sí. Es la confirmación del declive de Romero.

—¿Qué ha hecho esta vez?

—Lo que suele hacer últimamente: vestir de metáfora política y social una película de zombis.

—Como siempre.

—Tedore —dice la camarera cuando deja el tenedor y el cuchillo en la mesa.

—Da pena, porque el tío era un clásico, pero ha quedado obsoleto.

—A mí las últimas no me gustan. Se le ven las costuras por todos los lados. No me extraña que tampoco las estrenen en los cines.

—Exacto. Y ésta es peor. Romero fue grande.

—Muy grande —matizo.

—Creó un género. Pero el género le ha sobrepasado, y más que films de zombis, sus pelis son auténticos muertos vivientes.

—Tú sigues viéndolas. —Río con la boca llena—. A mí ya no me engaña. Y los fans todavía lo adoran.

—Éste es el problema. Que tendría que haberse quedado en lo que fue, pero la gente lo ha animado a volver de la tumba para… para evangelizar.

Me gusta que Diego sea tan preciso, escogiendo los verbos más insólitos.

—Qué lastima.

—Sí, como esas señoras mayores que no quieren admitir que lo son y siguen vistiéndose como niñas de quince años.

—Más bien asqueroso —me refiero a la comparación, pero podría estar hablando del trozo de tempura con una cosa blanda que acabo de morder. Me parece que por hoy ya tengo bastante, pero Diego dará tres o cuatro vueltas más a la cinta.

—Su cine ha quedado desfasado. Todo el mundo sabe que el capitalismo es salvaje, que los militares sólo se preocupan de dominar el mundo y que los auténticos monstruos son los vivos. Pero él insiste en hacerlo cada vez más evidente, redundante, incluso. Ha perdido la frescura de sus inicios.

—Nadie conserva la frescura de los comienzos. La frescura es algo que sólo se tiene en los comienzos, te llames Romero, Bob Dylan o Jenna Jameson. Claro que siempre podemos volver a verlos o a escucharlos como eran antes.

—O conocer a gente nueva —propone Diego.

Pero me da pereza: yo no soy muy de experimentar. Saber cuál será la inflexión de la voz de Roy Orbison después del estribillo de Ooby Dooby hace que me sienta seguro, y no tengo por qué cambiar. Puedo ver mil veces Lady Halcón, a pesar de la anacrónica música de Alan Parsons, porque me gusta saber que al final se producirá un eclipse que lo resolverá todo.

—¿Qué tal Sonia?

—Bien. —Parece que se lo piensa—. En cama con anginas, pero no es nada.

—Joder, vaya verano. Parece una epidemia.

—Sí. Tengo un par de clientes que la semana pasada ya no estaban muy católicos, y hace días que no vienen.

—Mi jefa está igual.

—Y te quejarás…

—¡Quita, quita! Si empalma con las vacaciones me hará feliz.

—¿Sigues con tus migrañas?

Asiento con la cabeza y me pregunta:

—¿Has ido al médico?

Ya sé por dónde va.

—No, ahora, en agosto, la cosa está muy mal. Todos están de vacaciones.

—Podrías llamar a Irene.

Se veía venir.

—No me coge el teléfono.

—¿Nunca?

Negativo.

—El otro día le envié un email y no me ha contestado.

—Lo mismo no se conecta.

Diego busca justificaciones y una servilleta.

—Está subiendo fotos a Facebook.

Le acerco una de la mesa vacía de al lado y lo dejo sin excusa.

—No las mirarás… —Sabe que la respuesta es sí—. No lo hagas, compañero, no te hace ningún bien.

—La curiosidad me puede.

—¿Sale algún tío?

—Muchos, pero ninguno parece un rollo serio. Los putos compañeros del hospital de Vall d’Hebron borrachos y con ojos de fumados.

—¿Es que hay alguna foto en Facebook que no encaje con esta descripción?

—Me alegro de que se lo esté pasando bien… —miento, pero Diego me pilla.

—Y una mierda, jefe. No te alegras. Todavía estás colado por Irene, y se te ve a la legua. Pero ya se te pasará y dejarás de espiarla.

—Yo no la espío —protesto con desgana.

—¿Potre?

La camarera de plástico nos roza la nariz con las cartas de pasteles y helados. Diego quiere unas trufas de té verde, y yo, que coloque la barrera a la distancia reglamentaria.

—Ya le diré a Sonia que te presente a alguna amiga.

—¡No sé qué os ha picado hoy, que a todos os da por emparejarme!

La señora Rosa vive en una casita baja de la calle Pintor Alsamora, detrás del cementerio. Cuando empecé a trabajar en el SAD e iba a visitarla, siempre me recibía en el jardincito de la entrada, con una rosa que cortaba expresamente para mí, y me daba dos besazos en las mejillas que resonaban entre los nichos más alejados. Era la época en que los yonquis del barrio iban a picarse al lado del muro de la necrópolis, como los elefantes que ya intuyen que están a punto de palmarla y buscan un lugar en el que dejarse caer. Cada mañana, la señora Rosa barría las jeringuillas que encontraba delante de su casa, y su marido la regañaba y le decía que eso era cosa del Ayuntamiento. Pásales el parte, me pedía Eliodor, y yo comentaba el asunto a los de servicios sociales y ellos me decían que sí, que ya estaban en el caso, pero que el colapso era tan grande que no podían hacer nada, y que si la señora Rosa se pinchaba ya intervendrían, pero que estaban atados de manos. Estar con las manos atadas es una de las expresiones más utilizadas en la administración pública; normalmente, es un eufemismo para no tener que decir que el dinero no alcanza o que las directrices políticas del momento son muy distintas. Ahora que la mayoría de heroinómanos del barrio han muerto, la señora Rosa ya no barre la casa ni cuida el jardín, y ha ido marchitándose al mismo ritmo que sus flores, secas y marrones bajo un sol inclemente. Se ha hecho vieja de golpe, como si, al levantarse por la mañana, hubiera decidido que se le habían agotado las energías y que entraba de lleno en la cuenta atrás. El señor Eliodor siempre había sido de gran ayuda, porque es el más fuerte de la pareja y me hace caso cuando le doy indicaciones sobre cómo afrontar la nueva situación. Con todo, le cuesta entender que, aun sin estar enferma, su mujer ya no es la de antes.

Ahora parece que la señora Rosa, además, empieza a presentar signos de demencia y ya no reconoce a su marido. He quedado con Neus, la trabajadora familiar que se encarga de la señora Rosa y que, justo antes del fin de semana, los acompañó al médico a hacerse unos análisis. Neus me espera en la esquina de Heron City, al lado de la rampa de salida del aparcamiento, que a estas horas de la tarde de un día de agosto es un hervidero de gente. La mayoría son gitanos o sudamericanos que viven por la zona y se desplazan hasta aquí para quedar. Durante una buena temporada, el complejo de ocio se conoció como Heroin City, por la magnitud del tráfico de heroína de los alrededores. Ahora los problemas de la zona se limitan a la noche, cuando en las discotecas la gente bebe más de la cuenta; entonces se les calienta la boca y, al final, para volver a casa no tienen que coger el coche porque llegan en ambulancia.

Neus tiene cincuenta años y habla de sexo como si fuera una adolescente. Sabe lo mucho que me incomoda que, mientras revisamos el estado de algunos de los usuarios que ella lleva, me comente que esta sociedad le tiene mucho miedo al sexo anal o que no empezó a mamarla hasta cumplidos los cuarenta, cuando se divorció de ese trozo de carne aburrido con el que se había casado. Lleva el pelo corto y oxigenado, tiene los dientes grandes y separados, y viste como si la aconsejara la estilista de Grace Jones. Neus es muy buena en lo suyo, y por eso todo se le perdona, y se le otorgan confianzas que no deberían permitírsele. Me abraza igual que una tía en el día de Navidad.

—¡Qué mala cara haces, Víctor!

—Es el calor. Me cuesta dormir.

—Ponte aire acondicionado y dormirás como un tronco. ¡Y con el culo al aire, así siempre estarás acompañado!

—Ahora que estoy solo no es el momento de ir haciendo inversiones, Neus.

—Ven a mi casa, que te haré sitio en la cama. ¡Pero entonces todavía dormirás menos!

Y la carcajada es tan escandalosa que hace volver cabezas en diez metros a la redonda.

—Me lo pensaré, Neus.

—¿Qué ha pasado con la señora Rosa?

La pongo en antecedentes, de la parte que conozco, al menos, y nos encaminamos hacia la casa del matrimonio. Nadie nos recibe. Las persianas están bajadas. Neus llama al timbre y brama:

—¡Señora Rosa!

La puerta se abre un poquito y la cabecita despeinada de la anciana nos acecha.

—¿No se encuentra bien, Rosa? —digo con el tono más amable del que soy capaz.

Nos hace pasar y nos golpea un olor dulce y penetrante como de regaliz cocido. La mujer está muy desmejorada: de no dormir, las bolsas de los ojos se le ven muy marcadas y contrastan con la palidez de su piel; lleva una bata estampada de flores en colores verdes y amarillos. Descalza, en su camino al comedor los pies dejan un rastro fugaz de humedad sobre el gres.

—Eliodor, ya están aquí Víctor y Neus.

Son las primeras palabras que oímos.

El comedor está a oscuras, y por una persiana rota se cuelan latigazos de luz. El marido de la señora Rosa nos mira. Está sentado en el sofá con un libro de Andreu Martín en las manos, que, por el bien de su vista, espero que no esté leyendo.

—Buenas tardes —saluda Eliodor, muy seco.

La señora Rosa se vuelve y nos mira como si eso fuera todo lo que necesitáramos para entender lo que está pasando. Están desorientados, naturalmente. Este calor infernal los ha dejado noqueados y se comportan de un modo extraño. Tendríamos que estar un poco más pendientes de ellos.

De golpe, la mujer me agarra del brazo y me lleva a la cocina. Eliodor nos sigue con la mirada, en silencio. Neus está seria, como si ella, que los ve cada día, tampoco los reconociera.

—¿Lo veis? Éste no es mi Eliodor —dice la señora Rosa apretando los dientes y esforzándose en no alzar la voz, nerviosa como está.

—No diga estas cosas, señora Rosa.

—No es él. Se parece a él y habla como él, pero no es Eliodor.

Es bastante más grave de lo que pensaba. La demencia ha irrumpido con fuerza.

—Acabamos de verlo en el comedor, señora Rosa, y le aseguro que es Eliodor.

La mujer se echa a llorar y se lleva las manos de dedos finos y nudosos a la cara. Es un llanto seco, de impotencia y vacío en el pecho. Cada vez que veo a un abuelo llorando así, no puedo más que pensar en lo parecidos que, durante toda la vida, somos a los niños, siempre tan frágiles aunque durante un tiempo podamos fingirnos acorazados. Pero, en el fondo, nuestro sufrimiento siempre es el mismo.

—No es él —murmura—. No es mi marido.

—Neus, ve a hablar con el señor Eliodor.

La trabajadora familiar sale de la cocina y hago que la mujer se siente en una silla de mimbre.

—¿Qué ha pasado? ¿Se han peleado?

—No, no. Él está… —vacila— normal. Todo es normal. Pero no es él.

Se ha cerrado en banda. En este tipo de razonamientos el bloqueo es habitual, y no puede refutarse de ningún modo. De momento, debemos calmar a la señora Rosa; cuando podamos, intervendremos. Tendrá que pasar una evaluación psicológica para determinar si la afección es puntual o se cronifica.

—Ahora Neus está hablando con él. Pero no quiero que usted se preocupe, ¿de acuerdo? ¿Por qué dice que no es él?

Le tiembla la barbilla. Tiene los hombros caídos. Le ofrezco un pañuelo de papel y lo estruja entre las manos.

—Se comporta de un modo extraño.

—¿Cómo?

—Se queda quieto en el sofá sin hacer nada.

—¿Desde cuándo? El viernes fue al médico y no dijo nada, señora Rosa.

—El viernes era él. Fue el domingo cuando empezó a comportarse así.

—Pero puede que esté cansado.

—No. —Levanta la vista y me la clava en los ojos—. Ya sabes que siempre me decía cosas bonitas. Que discutíamos a menudo, pero luego era muy atento. Hace dos días que ni me mira cuando me tiene al lado.

—Quizá se encuentra mal…

—No, no. —Vuelve a sollozar—. Se pasa el rato en el sofá, con el libro entre las manos, fingiendo que lee.

—¿Fingiendo?

Del bolsillo de la bata saca unas gafas de montura gruesa plegadas y me las enseña.

—Son las suyas. Sin ellas no ve ni torta. Y ahora se pasa el día entero con el libro, como si pudiera leerlo.

La peste a dulzor es demasiado intensa y me revuelve el estómago. La conversación con la señora Rosa se ha estancado en un punto del que no podremos salir a fuerza de razonamientos, porque ya busca pruebas para reafirmarse en su paranoia. El señor Eliodor aparece por la puerta de la cocina acompañado de Neus.

—No duerme bien —dice—. Está nerviosa por la visita al médico del otro día, no descansa y tiene pesadillas.

—¿Ya toman la medicación que les han recetado?

—Yo mismo se la doy a las horas a las que le toca.

El hombre revuelve entre los paquetitos que guarda en una cómoda y coge un distribuidor de píldoras de colores y tamaños distintos, con los horarios que le corresponden a cada grupito.

—Tiene que descansar, señora Rosa —le paso la mano por la espalda.

Ella asiente con la cabeza, como avergonzada, y se deja abrazar por el señor Eliodor.

—Gracias por la visita —dice el hombre.

—Neus vendrá mañana por la mañana para ver cómo están. Procure dormir, señora Rosa, y ya verá como se encuentra mucho mejor.

En cuanto salimos por la puerta interrogo a la trabajadora familiar con un arqueo de cejas.

—Le he mandado abrir las persianas para que entrara un poco de luz. Mañana los ayudaré a ordenar y limpiar, ya has visto lo mal que olía.

—¿De dónde salía el olor?

—De las plantas de eucalipto de las habitaciones. Dice el señor Eliodor que se las han regalado en el centro de día.

Malditas modas.

—Quítaselas mañana. Eso era irrespirable.

Cuando llego a casa al anochecer, mi padre me llama para saber cómo estoy y si el domingo iré a comer. Oigo el telediario de fondo, la banda sonora de su respiración de nicotina.

—Sí, papá, sí. —Y cuelgo.

La música de los armenios del edificio de al lado suena exótica, pero todavía no resulta demasiado molesta. Dentro de unas horas querré llamar a la policía porque no me dejará dormir, pero es verano, ya se sabe, todo el mundo deja las ventanas abiertas y no vamos a pelearnos por una tontería como ésta.

El niño del piso de arriba llora como si estuvieran torturando a un ewok.

Para cenar me preparo una ensalada con los contenidos de la nevera: diseminadas entre los estantes, las cuatro ruinas de la civilización perdida que la habitó siglos ha.

Un debate entre famosos de saldo de la tele me ayudará a anestesiarme. La exmujer de un torero habla de la serpiente de verano de este año: la bacteria de Mongolia que, por lo visto, cura enfermedades en familias de nómadas. Según parece, la comunidad científica está muy sorprendida con el hallazgo del fenómeno. El exconcursante de Gran Hermano dice que podría sentar las bases para la cura del cáncer. El exenfermo de cáncer aprovecha la ocasión, finge el llanto en directo y revela que su antiguo amante, un bailarín cuyo prestigio va de capa caída, lo dejó sólo ante la enfermedad. El presentador simula un enfado y, mirando a cámara con actitud desafiante, envía al desalmado a Mongolia. Aplausos rabiosos.

Oigo roncar al vecino y lo envidio.