30

La Rosa de Fuego.

Así se conoció a Barcelona en 1909, durante la Semana Trágica, y durante la guerra del 36. Así vuelve ahora en columnas de humo que se enroscan hacia el cielo y lo recubren de un gris Antiguo Testamento, de plagas egipcias y maldiciones divinas.

Desde la terraza, tumbado en una hamaca, gafas de sol Risky Business que he encontrado en el garaje, contemplo el Apocalipsis.

Irene lleva dos Coca-Colas en vasos esmerilados que reproducen modelos de los años cincuenta, cubitos de hielo rodeados de burbujas y un trozo de limón ahogado como un canario muerto. Lleva la ropa de la madre de Dolors, más bien clásica: falda plisada (hacía años que no la veía en alguien que bajara de los cuarenta) y blusa de color pistacho suave. Para no desentonar, me he puesto una camisa roja con flores violetas del señor Sanmartín. Me va pequeña, evidentemente, pero al menos no huele a sudor como la camiseta que llevaba hasta ahora. Los tejanos blancos ni me entraban, por lo que sigo con mis pantalones sucios, arrugados y extremadamente cómodos.

Somos un matrimonio de la Guerra Fría viendo la ciudad arder.

—Ésa es nueva —dice Irene señalando hacia Collserola.

—Debe de ser sobre la Ronda.

—¿Has oído alguna explosión?

—Esta vez no.

Son las cuatro de la tarde y sólo hace un par de horas que Irene, muerta de hambre, se ha levantado para vaciar la nevera. Hacia las once de la mañana el estruendo de una detonación me despertó, igual que los trabucaires que, en plena fiesta mayor, te sorprenden bajo la ventana de casa. Salí al comedor y me encontré a Dolors ensangrentada, amordazada a base de pañuelos y mangas de camisas desgarradas. Y despierta. Mirándome fijamente, sin expresión de odio, ni rencor, ni súplica. Sólo me miraba. Como dicen que la Gioconda te persigue con la mirada cuando caminas delante del cuadro. Tan misteriosa como la obra de Leonardo, pero infinitamente más peligrosa.

He subido a la azotea alertado por el ruido. Veo el Carmel y parte de Horta, y más allá, Nou Barris; el Tibidabo es el límite. Detrás de nosotros, oculta por la colina, la ciudad hoy desconocida, sólo presente por el olor a chamusquina. Me asomo a la calle Fastenrath, procurando que no me vean. No hay ambiente de revuelta o de preocupación, si no más bien una realidad plastificada, de culebrón televisivo impostado.

—¿Has podido hablar con Casu? —pregunta ella.

Se comporta como si nada. No sabe que anoche estuve escuchándola.

—Ya no tengo batería en el móvil.

—El mío me lo dejé en casa.

—Después buscaré el de Dolors y trataré de ponerle mi tarjeta, pero no tengo esperanzas: si no ha podido llegar hasta aquí, mal asunto.

—¿Cómo está la cosa por aquí abajo?

—Llevo observándolos un rato y empiezo a ver patrones.

—Dime.

Miramos agachados desde la barandilla de medio metro de altura. No hay trincheras ni contenedores volcados. Gente caminando por la calle, pasando de un lado al otro, sorteando las obras donde no trabaja nadie.

—Espera —levanto la mano, pulso el pause.

No tarda demasiado en aparecer en escena un joven de unos veinte y pico años, espigado y despeinado, que baja las escaleras de la calle Lorda. Si alzara la vista podría vernos, ya que está a la misma altura que nosotros. Pero no lo hará. Lo sé.

—Mira ése.

—¿El chaval?

—Sí. Ya verás: cuando esté delante del coche rojo se parará para asegurarse el nudo de la zapatilla del pie derecho.

El chico se cruza con una señora y esquiva a un mecánico que baja la calle en bicicleta. Al llegar al Ibiza rojo se detiene, se agacha y se lleva las manos a los pies. Se levanta y sigue su camino, sea cual sea.

—Es el día de la marmota…

—Más o menos. Lo repite cada diecisiete minutos, segundo arriba segundo abajo. Es el ciclo más corto que he detectado, pero hay otros. He visto a un tipo vestido de camarero que pasa metiéndose los dedos en la nariz cada cuarenta o cincuenta minutos, no lo tengo bien calculado. Y hay una señora que se ha pintado dos veces las uñas en la misma portería, con unas dos horas de diferencia.

—Tienen comportamientos repetitivos.

—No creo que sea eso. Tengo la impresión, más bien, de que imitan rutinas, de que no innovan. Mientras no tengan que relacionarse con nadie, pueden dedicarse a seguir un bucle de cotidianidad. De aquí a poco quedará poca gente con quien interactuar, y entonces todo esto será una gran cinta autoreverse.

—Espero que las explosiones sean de gente que está resistiendo.

—Puede ser. O también podría ser que estuvieran abandonando sus tareas diarias y las cosas empezaran a torcerse. Quién sabe si lo de la Ronda no ha sido un conductor de camión que se ha estrellado porque, en vez de esquivar un coche, ha tirado todo recto.

—Los accidentes de este tipo no causan estas llamaradas.

—Era sólo un ejemplo, ya me entiendes. Viendo como se comportan, ¿quién te asegura a ti que los encargados de una central nuclear no vayan a ignorar los protocolos de seguridad y termine produciéndose una fuga radiactiva, por ejemplo?

—No lo creo. Han demostrado que tienen instinto de supervivencia. De supervivencia y de reproducción, el motor básico de cualquier especie.

—Sí, pero por qué deberían seguir controlando… no ya la central nuclear, que es un ejemplo extremo, pero sí los aviones. He visto pasar aviones todo este tiempo. Tienen que despegar y aterrizar. Los deben de pilotar Ellos, y en la torre de control debe de haber alguien que siga cumpliendo su trabajo.

—No saben que son lo que son.

—¿Estás segura? Tanto Diego como mi padre trataron de convertirnos.

—Sí, por instinto de reproducción. Pero eso es lo único que le he sacado a la lagarta Diana de aquí abajo, creo. Ellos están convencidos de que son las mismas personas a las que han replicado, están convencidos de que no ha habido ningún cambio. Creen que la amenaza somos nosotros.

—¡Pero son ellos quienes colocan el gengiskhanensis para duplicarnos!

—Convencidos de que es la única manera… de reconvertirnos.

—Es absurdo. Si creen que son humanos, ¿para qué van a querer transformar a un humano?

—Joder, Víctor. Sólo tengo hipótesis, nada en claro. Estuve hablando con Dolors hasta la madrugada y te aseguro que resultaba muy convincente. Llegabas a dudar de que fuera una planta. El mejor disfraz es el de aquél que no sabe que lo lleva puesto.

—No creo que no sean conscientes de su estado. Tienen un plan de actuación; no sabemos cuál, pero lo tienen. Desde el momento en que nos ven como enemigos es porque se sitúan en un bando.

—No somos sus enemigos. Somos sus úteros.

—Ya, vale. Pero por eso mismo tienen que saber quiénes son, tienen que tener… —¿cómo definirlo?— conciencia de especie. Otra cosa es que no sepan lo que son.

—De dónde venimos, quién nos creó, existe algún ser superior y todo eso.

—Como nosotros. Si durante millones de años no hemos podido encontrar una respuesta convincente a estas preguntas, no veo por qué ellos deberían haberlo conseguido…

—Están perdidos, OK. Pero saberlo no nos ayuda para nada. Necesitamos acabar con Ellos, no entenderlos. Y tenemos a Dolors para averiguar cómo distinguirlos.

Otro trueno interrumpe la conversación. No vemos de dónde viene. A los pocos segundos nos llega el eco, una copia difuminada y fría pero igual de amenazadora. Como los ultracuerpos.

—Te oí hablar con Dolors.

—Sí. Ya sabes: a situaciones desesperadas, medidas desesperadas.

—No es eso. —Me cuesta afrontar el tema cara a cara—: ¿De verdad piensas eso de mí?

—¿Qué?

—Que me comporté como un acosador.

Irene frunce el ceño. No es el momento, parece pensar.

—No dije nada que no fuera verdad.

—Sabes que nunca quise que te sintieras así.

—Déjalo, Víctor. Ya lo hablamos cuando teníamos que hablarlo.

—No, no lo hicimos.

—Sé que no quieres ser así. —No me mira a los ojos cuando habla—. Tiendes a idealizarlo todo, a crearte películas dentro de esa cabeza que tienes que no para nunca. Pero hay una distancia considerable entre lo que quisieras ser y lo que finalmente eres. Y no quiero que ahora me salgas con el puedo cambiar y tal. No necesito que cambies. No en este momento, al menos. Ser como eres fue un problema en su día, pero ahora puede salvarnos la vida. Si decides liberarte y dejar este escudo tras el cual te has parapetado.

—Me heriste.

—No era mi intención. No sabía que escuchabas. Pero no me arrepiento de que lo oyeras. Prefiero que sepas lo que pienso. Tenemos que estar más juntos que nunca, más juntos que en aquellos tiempos, pero de otra manera, ¿vale?

Irene me alarga la mano. Se la doy.

—Vale.

—Y ahora que ha salido el tema de la conversación de anoche: tengo que decirte que no tienes mal gusto… cosa que ya sabía —me guiña el ojo, espontánea en medio del desastre.

—Bien. Si te refieres a Dolors, la prefería humana.

—No debíais de hacer mala pareja. Dejando de lado el hecho de que tú eres omnívoro y ella hace la fotosíntesis.

—No sé qué es peor. Si saber que los que están cerca de ti están muertos, o verlos convertidos en otra cosa.

—Gabi no era él, pero no puedo creer que esté muerto. Por mucho que sepa que la cáscara pertenece a un…

—Ultracuerpo. —La ayudo a completar la frase—. Es más fácil hablar de ellos cuando tienen un nombre. O gengiskhanensis, como prefieras.

—Lo que te decía. Aunque Gabi sea un loquesea, conserva parte de sus recuerdos. Por tanto, no es como si estuviese muerto de verdad, ¿no?

Una ráfaga de truenos no muy lejanos hace que nos tiremos al suelo. La terraza está caliente y nos quema la piel, pero no nos atrevemos a incorporarnos.

—Cuando intentaron replicarme sentí muchas emociones de forma muy intensa. Como si estuviera drogado, como si fuera el final de 2001 de Kubrik, cuando el astronauta se pasa un cuarto de hora viajando entre luces lisérgicas.

—Es posible que eso sea algo que no pueden copiar. Al fin y al cabo, sólo son neurotransmisores que se activan y se desactivan temporalmente.

—Pueden duplicar el hardware, pero no tienen el software.

—¿Esto es de Windows, Víctor?

—Déjalo correr.

—Dolors no tiene ninguna empatía, todos sus recuerdos están vacíos, sin vínculo emocional alguno. Por eso intuí que tú eras tú cuando Diego quería confundirme: cuando dijiste eso de Star Trek.

—¿De Star Trek?

No recordaba haber citado al Dr. Spock en los últimos días.

—Eso de los trucos de Jedi.

—Es Stars Wars.

—Lo que sea. Pero tú has mamado de estas películas toda tu vida. Incluso las incorporabas en tus frases. Seguro que recuerdas la última vez que la viste.

—¿Cuál?

—La última.

—Pero ¿la última cronológicamente, o la última de la saga?

—Víctor.

Irene aprieta los labios: la antesala de un giro de ciento ochenta grados y un olvídalo, no he dicho nada.

—Perdona. Fui a verla con Diego a la Maquinista, y deseamos ser Sith para exterminar a todos los hijos de puta gritones amantes de las palomitas con mantequilla.

—Deseo concedido, entonces.

Es verdad. Deben de estar todos muertos. Todos los Jonathanes de este mundo ahora repiten conductas inútiles cíclicamente. Más o menos como antes, pero sin hacer ruido. Y con ellos también han muerto los compañeros de clase que me copiaban en los exámenes y los profesores de universidad que llegaban tarde y los conductores de autobús que paran bruscamente y los locutores de madrugadas misteriosas; los toxicómanos que salen en programas de miserias y los millonarios que crean compañías informáticas; los patronos de fundaciones y los piratas somalíes; los banqueros y los fiadores, los morosos y los representantes del Comité Olímpico, los que tosen sin taparse la boca y los pedófilos. Todos. Todos han muerto.

O no. Porque si Irene y yo estamos vivos, tiene que haber más gente como nosotros.

Explosión. Las agujas de pino ardiendo bajo el Tibidabo, cerca de la carretera de la Rabassada, el santo Cristo contemplando la escena, impotente. La Rosa de Fuego ardiendo. Tibi dabo, le dijo el diablo, te daré el poder y la gloria de estos reinos, porque a mí me ha sido entregado y yo se lo doy a quien me place. Educación en los maristas, todos muertos, también. O convertidos en plantas enfundadas en sotanas.

—Aún se lo tendremos que agradecer.

—Siempre te encarabas con todo el mundo. —Sonríe—. ¿Te acuerdas de cuando gritaste «fumar mata» en el restaurante?

—¡Sí! Ese viejo malparido que se fumaba un Cohiba detrás del otro en la mesa de al lado hasta que se me inflaron los cojones.

—Fue muy incómodo, Víctor. Después la que lo tenía que arreglar era yo, porque te escabullías.

—Pero se lo merecía.

—No, Víctor. Ése fue uno de tus errores: era yo quien no se lo merecía. No podía hacerte de madre y, encima, soportar tu inquisición.

Me deja sin palabras ni argumentos.

Y decidimos tácitamente que esta vez es la última vez que hablaremos del asunto. Ya está todo dicho. Pertenece al pasado, a otro mundo. Las reglas han cambiado, y más vale tener los dados a punto y un as bajo la manga.

—Dos exploradores van por el Amazonas y se encuentran con una tribu indígena.

—¿Qué?

—Calla y escucha: dos exploradores van por el Amazonas y se encuentran con una tribu de indígenas, ésos del plato en la boca.

—Ésos a los que Sting timó.

—Sí. Y Sting ahora es un helecho que no volverá a hacer música nunca más, como castigo.

—Desde que dejó Police que no…

—¿Quieres dejarme acabar?… —Finjo indignación—. Los indígenas los llevan al poblado y los atan a unos palos enormes. Entonces, el capo de la tribu, con toda la cara pintada, sale y le pregunta a uno de los exploradores: ¿susto o muerte?

—¿Susto o muerte? ¿Me estás contando el chiste de susto o muerte?

—Sin pensárselo dos veces, el explorador dos responde: ¡susto, susto! El jefe de la tribu coge un machete y decapita al compañero del explorador, que se pone a gritar como un loco y a llorar, el corazón a punto de salírsele por la boca.

—Y el jefe de la tribu dice…

—¡Haber escogido muerte!

Irene tiene una mejilla teñida de rojo por la arcilla de la terraza, como una tenista que acaba de perder la gran final. Sonríe. Alarga el brazo y me acaricia la sien con suavidad.

—Si nos atrapa la tribu, yo escojo muerte.

El estómago se me encoje. He perdido a todos aquéllos a los que quiero. No podría perder a Irene, ahora que la he reencontrado.

—No lo permitiré.

—No depende de ti o de mí. Si me convierto en uno de ellos, mátame.

—Yo, no…

Me sella los labios con el dedo.

—Ahora vamos a hablar con tu amiga, que ya nos debe de echar de menos.