15

Dolors hace estallar la bomba con el tenedor.

La parte en dos y deja el relleno de patata y carne a la vista. Luego extirpa un trocito más pequeño coronado por una capucha de alioli y se lo traga con placer.

Que un sábado de verano a mediodía la Cova Fumada de la Barceloneta esté prácticamente vacía es algo insólito. Unos veinte metros cuadrados llenos de mesas a reventar, paredes pintadas capa sobre capa, fotografías centenarias de los baños de San Sebastián y un escudo del Barça algo torcido. Escenario de una ópera en la que las sardinas a la brasa hacen de soprano y los callos actúan de tenor. Encontrar sitio nunca resulta fácil, pero parece que hoy todo el mundo está en casa pendiente de la televisión.

—Luego no comeremos —dice Dolors.

—Tú atibórrate ahora, que ya pasaremos hambre cuando tengamos que escondernos en refugios nucleares.

—Eso si no nos convertimos en petunias de Marte.

Con tacto, simulando escepticismo, le he hablado sobre la gran cantidad de coincidencias entre la aparición del gengiskhanensis, los suicidios súbitos, el incremento de la violencia y el comportamiento extraño de cada vez más gente. Dolors me miraba, perspicaz, como si estuviera sopesando si le tomaba el pelo o hablaba en serio. Tú serás Mulder y yo seré Scully, ha puntualizado al final de mi exposición.

—Seremos el jardín botánico más grande de este sistema solar —digo mientras engullo un trozo de pulpo.

—En realidad ya lo somos. No existe otro planeta con vida conocida. ¿Cuál será el cambio? ¿Tendrán que regarnos más a menudo?

—Dormiremos dentro de botellas de vidrio con una aspirina sumergida en el agua.

Ríe. Y cada vez que lo hace, Irene se transforma en un recuerdo más borroso.

Incluso alguien tan «no optimista» como yo necesita el humor para respirar. Reír ayuda a relativizar las preocupaciones, a no obsesionarse. Tras varias semanas, hoy es el primer día que me siento bien, sin miedos ni migrañas ni mareos. Y he descubierto que mi obsesión por el eucalipto rozaba lo patológico. No quiero terminar con un gorro de papel de plata, hablando con constelaciones lejanas a través de vasos de plástico e interpretando comunicados alienígenas en las combinaciones de números de matrículas de coches amarillos.

—¿Tú qué dices? —Con el dedo, Dolors señala al camarero, una versión de Sherlock Holmes con delantal y manchas de aceite en lugar de la lupa y el abrigo, que hoy no parece excesivamente atareado—. ¿Crees que es uno de ellos?

Lo miro con detenimiento, como si estudiase cada detalle. Soy el Sherlock Holmes de los extraterrestres.

—No, diría que no.

—¿Cómo puedes distinguirlo?

—Por cómo se mueve. Porque acaba de sonreír, y los aliens no sonríen, eso es una evidencia. Porque ninguna forma de vida extraterrestre sería capaz de pedir a la cocina «más sardinas» con unos gritos como los que este hombre ha pegado hace cinco minutos.

—Es todo muy científico, sí.

Con el estómago lleno y el sol pegándonos porrazos en los ojos, salimos a la playa, donde Dolors ha quedado con su grupo de amigos.

Mis amigos puedo contarlos con los dedos de la mano de Homer Simpson. Nunca he sido muy de andar relacionándome con la gente; ya era así en el instituto, cuando era lo que ahora se conoce por «nerd» y que siempre, de toda la vida, se había llamado «marginado». Más tarde conocí a Diego por una amiga en común con la que los dos hemos perdido el contacto. Casu es la identidad secreta de David Casulleras, profesor de Psicología en Bellaterra. Me topé con él navegando por internet: un día fui a parar a su blog y mi afinidad con ese nick me sorprendió. Aunque venimos de mundos y ambientes muy distintos, compartimos gustos, fobias y manías similares. Nuestras maneras de ver el mundo no difieren mucho. Y esto, al fin y al cabo, es una fuerza gravitatoria muy intensa.

Los amigos de Dolors son televisivamente insoportables. Ross, Chandler, Monica, Joey y Rachel. Un grupito cohesionado desde el día en que los padres les dejaron volver a casa más allá de las once de la noche. Un escuadrón blindado que funciona por inercias, bromas internas y la más radial de las xenofobias hacia cualquier intruso. Y hoy el intruso soy yo.

No me molesto en disimular que me caen mal desde el primer momento, porque ellos tampoco lo hacen. Me miran con ese sentimiento de superioridad que emana de la pertenencia a un grupo cerrado. Les respondo con el ceño fruncido, signo universal de la displicencia. Dolors nos presenta, pero desde el primer momento queda claro que ellos y yo nos odiaremos toda la vida. Sentados en un bar de la Barceloneta con la playa a la vista, resulta que ya han pedido en nuestro lugar. Da igual, después del festín de la Cova Fumada no tenía intención de comer. Hablan en un código interno que ni entiendo ni quiero entender, se ríen de chistes sobados y alimentan la hoguera de asco que crece en mi pecho. Compañeros de instituto de Dolors, licenciados en Sectarismo Postadolescente, viven en un mundo de viajes a Ibiza, dinero caliente en el banco y madrugones a las once de la mañana. Restaurantes japoneses de más de treinta euros el menú, la masificación de Formentera, el nuevo peinado de Amy Winehouse, sus primeros festivales de Benicassim, unos conocidos que se han ido a vivir a Nueva York, la última borrachera de Ross. Cualquier tema sirve para que estos imitadores de Friends me hagan bostezar indiscriminadamente. Advierto que Dolors está incómoda y trato de fingir que lo estoy pasando bien, pero no me darán ningún Oscar.

Me entretengo mirando a la gente que toma el sol en la playa. Pasa algo. Un corro de bañistas rodea a alguien. Al cabo de un rato llegan dos urbanos, shorts y bicicleta, abriéndose paso. Levantan por las axilas a un vendedor ambulante, un negro cargado de pulseras y pañuelos que llora y grita palabras ininteligibles. Se lo llevan al paseo, cerca de donde estamos. Chandler sigue hablando sin inmutarse y dice que, ahora que ha recuperado el olfato después de dejar de fumar, tiene miedo de enfrentarse al tufo de bacalao de una novieta suya. Llega una furgoneta a la que los policías obligan a subir al vendedor ambulante, que se resiste con patadas y gritos de auxilio.

Vuelvo a mirar a la muchedumbre congregada en la arena. Permanecen quietos, silenciosos, observando la actuación policial. Sombrillas, bañadores, topless, crema protectora, palas y gafas de buceo. Y entre ellos, un vendedor ambulante, negro como el otro. Lleva gafas de sol y bebidas. Pero nadie le hace caso. Está de pie observando cómo se llevan a su compañero. La furgoneta policial abandona el lugar y los urbanos en bicicleta pasan al lado del vendedor.

—¿Lo habéis visto?

Los Friends sin gracia optan por ignorarme. Dolors vuelve la cabeza.

—¿Qué?

—Se han llevado a un paisa, pero al otro lo han dejado.

—No lo habrán visto.

—Iban juntos. Juraría que iban juntos.

Parece que Monica advierta mi presencia por primera vez.

—Se habrá puesto violento. No estaría vendiendo nada y se habrá puesto violento.

—¿Os habéis enterado de lo de internet?

El camarero trae chipirones y berberechos. Estoy demasiado lleno y decido echar un trago de la botella de agua. Ross me recrimina el gesto con la mirada.

—¿De lo de qué? —responde Joey.

—Dicen que esta semana han estallado no sé qué servidores en Asia y que por eso internet está inestable. Que va y viene.

—Va, más bien, porque llevo desde el martes sin poder mirar el correo.

—Y eso que internet estaba a prueba de guerras nucleares y funcionaba como un sistema autónomo —añade Ross, el paladín de los modales en la mesa.

—Quizás es un ataque de Corea para mantener a los americanos ocupados —propone Dolors.

—En los periódicos dicen que han sido incendios provocados en lugares estratégicos. Terrorismo. Al Qaeda o cualquier grupo de fanáticos islamistas.

Decido intervenir, les guste o no.

—Perdemos la conexión a internet durante una semana y no pasa nada. Un incendio, un atentado, blablablá. Cortinas de humo. La prensa pasa por la cuestión de puntillas. Hace un año, la conexión a Google se perdió durante dos días y medio mundo se volvió loco.

Friends da paso a un silencio televisivo de ausencia de risas enlatadas. Casi puedo leer los títulos de crédito sobreimpresos frente a mí. El episodio está terminando y Chandler tendría que saltar con una frase ingeniosa. No me decepciona.

—Es verano. ¿Quién necesita cortinas de humo con este calor?

Los otros le ríen la ocurrencia.

A mí, en cambio, no me hace ni puta gracia.

Dolors y yo llevamos un rato sin hablar. Subimos por la Vía Laietana. Son las seis de la tarde y todavía tenemos que ir buscando la sombra de los balcones para no morir de radiación solar directa. Ella es consciente de que no hemos superado el segundo examen de toda relación: el test del grupito de amigos. También es cierto que en la historia de la humanidad no se conoce un solo caso de aprobado, ni un cuatro con cinco siquiera. Pero esto no deja de incomodarla.

La primera tarde que quedé con Irene fuera de la academia, por ejemplo, vino Grima Lengua de Serpiente. Fuera de Gondor se hacía llamar Isa y era su amiga desde tiempos del instituto. Desde esos años de viajes de fin de curso y borracheras en Bóveda, Isa Lengua de Serpiente había sido la sombra protectora de la mácula de Irene. La consegliere y el guardaespaldas, la amiga que espanta a los moscones y lleva gafas de rayos X capaces de ver todos los defectos de cualquier cosa con aparato reproductor masculino entre las piernas.

Nos odiamos desde el primer momento.

Ahora me consuelo pensando que si de un momento a otro estallara una guerra nuclear, los personajes de Friends no sobrevivirían, los guionistas no los han preparado para ello.

—Te acompaño a casa.

Rasgo las sábanas de silencio que hace rato que se secan al sol. Hemos llegado a la parada de metro de Jaume I, a la que Dolors ya se dirigía automáticamente.

—No hace falta, hay una hora de camino.

—Entonces tendremos que hablar de algo o pareceremos el típico matrimonio aburrido.

Bajamos las escaleras de la estación y el aire acondicionado está a punto de provocarme un shock por el contraste con el exterior.

—No hay que hablar siempre, Vic.

—Sufro de hórror vacui.

Ella regala la enésima sonrisa de la tarde, bebida isotónica para el alma.

—Los silencios pueden llenarse de muchas maneras.

Exteriormente, se diría que no he oído nada: soy un tío impasible, acostumbrado a las conversaciones sutiles de película de Hitchcock. El tren entrando en el túnel de Con la muerte en los talones, después de que Cary Grant le diga a Eve Marie Saint que las mujeres sinceras le asustan.

«Y tú, además de arrastrar a los hombres a la perdición en el Expreso Siglo XX, ¿qué haces?», querría decirle.

Por dentro, en cambio, soy un saco de nervios. No es la primera vez que Dolors juega a dejarlas caer, pero tengo demasiado miedo al fracaso para lanzarme. ¿Y si sólo imagino que se está insinuando? ¿Y si es su forma de ser? Prefiero verlas venir y que sea ella quien dé el primer paso, si es que todavía no lo ha dado. Hacerse el inocente es muy fácil, porque quien no se arriesga no puede fallar. Y si ella quiere llegar a algún sitio, no seré yo quien le ponga impedimentos.

Nos bajamos del metro en la parada de Alfons X para hacer trasbordo al autobús de la línea 92. Protegidos por la sombra de la marquesina, aguantamos la espera interminable de un sábado de agosto. De las cocheras debe de salir un autobús después de cada era glacial, y todavía faltan unos cinco mil años para la siguiente.

—Te muerdes las uñas —observa Dolors.

Me ha cogido los dedos y los repasa con el tacto suave de la mano.

—Son una gran fuente de proteínas.

¿Qué mierda de respuesta es ésta?

Me lee las líneas de la mano. Bueno, se inventa historias mientras me escruta la palma con actitud científica. Yo hago preguntas sobre el significado de algunas zonas, y ella teje relatos fantásticos de guerras subterráneas entre los supervivientes del holocausto nuclear que se avecina.

—También sería triste morir esperando el noventa y dos —murmuro.

Dolors observa mis ojos y se acerca. Noto una gota de sudor descendiendo por la sien derecha. Ella alarga el brazo y me acaricia por debajo de la oreja. Se acerca como un módulo de la NASA a punto de alunizar. Me besa con unos labios cálidos y húmedos de paraíso tropical. Cierro los ojos y me dejo llevar.

Son unos segundos, son unos siglos.

Hasta que el autobús para delante de nosotros.

—¿Dejamos que pase? —pregunto con un susurro.

—No, ven a casa, mis padres están en Calafell —me invita con un hilo de voz.

Corazón, pulmones, estómago, hígado, riñones. Todos vibran en mi interior, son martillos neumáticos luchando por salir a la superficie.

Nos apresuramos a levantarnos y a entrar al autobús antes de que el conductor, gafas de sol y gomina en cantidades industriales, nos cierre las puertas.

Nos sentamos al fondo del autobús para estabilizar las vibraciones de mi organismo en paralelo con las del motor del vehículo, y seguimos jugando a hacernos carantoñas.

El autobús, que va prácticamente vacío, enfila hacia el Carmel por la avenida Verge de Montserrat en un tambaleo agónico, pero nosotros llevamos un buen rato en otro sistema solar.

Suena mi teléfono y decido ignorarlo.

Suena otra vez, con insistencia.

—Cógelo —dice Dolors—. Podría ser importante.

Número desconocido. Descuelgo.

—¿Sí?

—¿Víctor?

Puñetazo en la boca del estómago.

—Sí.

—Víctor, soy Irene. Necesito que me ayudes.

—¿Qué pasa?

—Estoy muy nerviosa, Víctor. Necesito que me ayudes.

Tiemblo. Y mucho. Dolors lo advierte y se inquieta.

—¿Te ha pasado algo?

—No puedo confiar en nadie, Víctor. Necesito que vengas.

—Pero ¿dónde estás? ¿Qué te ha pasado?

—Estoy en Vall d’Hebron, en el depósito de cadáveres.

¿Qué demonios estará haciendo allá?

—Yo voy hacia el Carmel, si quieres quedamos a medio camino…

—No, Víctor. Te necesito aquí. Necesito que vengas. Eres la única persona que conozco que me creerá.

Y se corta la comunicación.