23

No podré volver a casa.

Salgo de la portería en el preciso instante en que pasa un coche de los mossos, y la sangre se me corta en las venas como un vaso de leche agria.

Irene cruza la calle y deja pisadas en el aserrín que cubre el charco del tiroteo de ayer. Un Alfa Romeo inmaculadamente deportivo, de un rojo chillón, le da la bienvenida con un parpadeo de faros. Está encabalgado en el bordillo, entre un vado y un Megane mal aparcado. Irene abre la puerta pero no sube al coche.

—¿Quieres conducir tú?

Dudo que fuera capaz de encontrar los pedales. Muevo la cabeza: no.

Irene ocupa el asiento.

Miro mi edificio, tan silencioso ahora. Tan plácido. Como si no pasara nada. Aguanto la respiración con la sensación de que, de un momento a otro, Diego aparecerá escaleras abajo y dará la voz de alarma.

Un pensamiento que primero llega como idea abstracta se instala con un pinchazo entre el cerebro y el pecho: somos fugitivos.

Me palpo los bolsillos: llevo el móvil y las llaves de casa que he sacado de la bolsa de Diego. También he cogido las de la casa de mi padre, que estaban en el recibidor, en un cajón. Tengo las manos desnudas, el cuchillo lo tiré a la ducha antes de salir. No sé si podré volver a casa alguna vez.

No, no podré.

Formo grumos con el aserrín cuando, de camino al coche, lo piso. Irene se estira para abrirme la puerta. Cuando me siento, hago crujir la piel del asiento.

—¿Es tuyo?

—No, es de Gabi.

Abro la guantera. La documentación y unas gafas de sol horrorosas. Dos compact discs: Ella Baila Sola y Amaral. Así que ésta es la banda sonora de un pediatra.

—Ni que lo jures.

Revuelvo entre los papeles y por debajo del asiento.

—¿Qué buscas?

—Una bolsa. De plástico o de papel, da igual.

Tres niños que cargan menhires en forma de mochila pasan a nuestro lado. Se nos quedan mirando como si estuvieran estudiándonos, sin detenerse. Unos metros más allá, uno se vuelve para controlarnos. Tiene mirada de carcelero.

—¿Por qué?

—Está a punto de darme un ataque de ansiedad, Irene. —Es cierto: siento la lava en el estómago del volcán, preparada—. Hiperventilaré.

Ella se contorsiona y se desliza hasta el asiento trasero. Encuentra los chalecos reflectantes y los saca de la funda. El plástico servirá de recipiente por si debo respirar a fondo. Creo que no hará falta: tener la funda en las manos, disponer de una solución rápida a mi problema más inmediato, me tranquiliza. Más tarde tendremos que ocuparnos de otras nimiedades, como que hay eucaliptos de Mongolia clonando a mis amigos.

—¿Qué ha pasado, Víctor?

—Tú estabas ahí. Tú lo has visto.

Ella agarra el volante con fuerza. Así libera su tensión.

—No. Lo que he visto ha sido el desenlace. Te he visto a ti como una pastilla de jabón humana blandiendo un cuchillo contra tu mejor amigo. Y a él lo he visto mintiendo. Mintiendo como miente Gabi. Como, desde hace unas semanas, mienten todos.

—No es el síndrome de Capgras, Irene. Casu estaba equivocado. —Me muerdo los labios, que saben a sangre—. O trató de engañarnos, no lo sé. No son alucinaciones, son otra cosa.

—¿Qué?

—No lo sé. —Cierro los ojos, la luz del sol me hiere como a un vampiro—. Diego llegó de noche y me ató los pies y las manos. Colocó un gengiskhanensis cerca y me dejó ahí para que la planta… me suplantara.

—Eres consciente de que lo que estás diciendo parece una locura.

Irene no me mira cuando habla. Está concentrada en el cuentakilómetros o en algún punto que queda más allá.

—Esa cosa que estaba en el suelo, ese cuerpo que se parecía a mí… Eso me estaba chupando las fuerzas. Podría sentir cómo se me iba la vida por cada tentáculo que me había clavado en la piel.

Muestro las pecas rojas de los antebrazos, cuyo aspecto es el de haber estado sometidos a la presión de un pulpo durante dos horas.

—Ayer Gabi insistía en que me durmiera. Me dio unos calmantes. Dijo que en el hospital corría peligro, que me quedara en casa y descansara.

—Sí.

Ya me lo había contado por teléfono.

—Fingí tomármelos y me acosté. Él salió de casa más tarde. No sé dónde ha ido. No sé dónde podría ir a esa hora. Había dejado un eucalipto de ésos en su despacho. Oí un ruido y me acerqué: la planta había crecido, y una rama descendía hasta el parqué. Y en el extremo de la rama, una flor de color rosa que parecía estar latiendo. No era una flor pequeña, Víctor. Era grande como mi puño, y esponjosa.

—¿Y qué hiciste?

—Estaba asustada. Pensaba que eran imaginaciones mías, la paranoia que Casu había descrito. Me quedé un rato mirándola, tratando de convencerme de que no era más que una planta.

—¿Y?

—Latió. Te lo juro. Como un corazón después de un electroshock. Dio un par de latidos. Me puse a chillar como una loca y a buscar por toda la casa algo para librarme de la planta. Quería tirarla por la ventana; quería partirla con mis manos. Quería hacerla trizas. Pero nada me parecía suficiente.

—Y al final, ¿cómo lo hiciste?

—La cogí y la metí en el horno. La quemé. Me quedé sentada en el suelo de la cocina viendo cómo se marchitaba y se volvía negra. Y ese ruido, Víctor. Como si chillase. Luego me he quedado toda la noche encerrada en casa hasta que he reunido el valor para venir aquí.

—No sé qué son ni cuántos son. Muchos, a juzgar por todo lo que hemos visto estos días. Pero quizá todavía estemos a tiempo de hacer algo.

—¿Hacer qué?

—Buscar ayuda. Quizá todavía podamos alertar a la gente a la que no han conseguido convertir. Diego mentía, igual que Gabi; eso significa que tienen que esconderse, ¿no?

—Sí.

—Y si tienen que esconderse es porque todavía no se han hecho con el control.

—El control de qué, Víctor.

—No sabemos nada. No tenemos base alguna para saber qué está pasando, a qué nos enfrentamos.

Irene hace girar la llave y arranca el motor. La radio se enciende y, entre tambores y voces de niños, Michael Jackson canta el They don’t care about us. Apago la radio. Cuando bajamos del bordillo el coche nos zarandea. Irene acelera y dobla por la primera esquina. Aminora la marcha cuando se topa con una patrulla de mossos identificando a una mujer con un carrito de bebé. Una de las policías le ordena que se ponga contra la pared y la cachea mientras el otro saca al niño y lo mete en el coche policial. Los paquistaníes de la tienda de comestibles asisten a la escena como espectadores mudos, igual que los clientes de un bar con la persiana todavía a medio subir. Dejamos a la madre llorando.

—¿Qué le han hecho?

Irene fuerza la vista sobre el retrovisor como si fuera Uri Geller delante de una cucharilla de café.

—No lo sé.

—¿Por qué le han quitado al niño?

—No lo sé.

Pero imagino razones que no quiero expresar en voz alta.

Estamos cerca de la avenida Meridiana y ha llegado el momento de decidir adónde vamos.

—¿Adónde vamos?

—Quiero ver a mi padre.

Como un martes cualquiera, los tres carriles de ida y los otros tres de vuelta están llenos a rebosar de coches al ralentí entre los que los ciclomotores hacen slalom para conseguir la pole position del semáforo en rojo; los autobuses ocupan un carril y medio, y los camiones avanzan perezosos como elefantes. Me fijo en las lonas verdes que protegen su carga superior. Creo distinguir ramas de gengiskhanensis. Ayer también tuve la impresión de verlas en otro camión. Sospecho que debe de ser la forma en la que transportan las plantas. Vengan de donde vengan, están dispersándose como una plaga de langostas, como la mala hierba que en realidad son.

—En las películas son vainas parecidas a judías gigantes que suplantan a la gente —recuerdo.

—¿Qué?

—Esporas del espacio que arraigan en la Tierra y la colonizan.

Irene tiene la mirada de la milla. La que, dicen, tienen los soldados que vuelven del frente: siempre dan la impresión de estar enfocando más allá de lo que tienen delante.

—Esto no es una película. Deja de compararlo todo con el cine.

—Es la única explicación que tenemos.

—No es una explicación. Es ficción. Es uno de tus problemas: las pelis son pelis y punto.

Otro reproche. Pase lo que pase, algunas cosas no cambian.

Pasamos por delante del comedor social de Navas. Normalmente suele haber cola de indigentes para desayunar o comer, pero hoy, no. Dos mendigos están tumbados en un banco mientras un tercero, apoyado en una farola, hincha un globo naranja. Cuando está bien inflado, lo cierra con un nudo y lo arroja hacia los coches. Del bolsillo se saca otro, amarillo esta vez, y repite la operación.

—No es el más importante.

—¿Qué?

—Uno de mis problemas, decías. Ahora mismo, no es el más importante. En el ranking de problemas de Víctor Negro, ahora mismo hay otro que lo supera.

—No te pongas sarcástico.

—Has empezado tú.

—No seas infantil.

El mundo puede estar acabándose, que Irene siempre ha de decir la última palabra.

—No tienen emociones. No sienten. Como en las películas.

—No puedo creer que estemos teniendo esta conversación.

A medida que nos acercamos a la calle Mallorca avanzamos más deprisa. En el paso de cebra hay niños en bañador.

—Toda esta gente —digo—. Todos estos conductores. ¿Cuántos están…?

—¿Infectados?

—No, no es una infección. Eso implicaría enfermedad. Y no están enfermos: son réplicas de cosas, cascarones.

—Pero es eso lo que querías decir, ¿verdad? Cuántos son humanos y cuántos han dejado de serlo.

—Sí. No puedo distinguirlos. El tipo gordo y barbudo que acaba de adelantarnos, ¿lo has visto?

—No.

—El del Mondeo. ¿Es uno de Ellos?

—Víctor, todavía no estoy segura de que tú no lo seas. Da miedo verte.

Un coche de la Guardia Urbana está parado en la mediana. Los dos agentes escrutan los rostros de los conductores que vienen de frente. Me encojo en el asiento para que no me vean. Como si mi aspecto pudiera delatarme o pudieran oler el miedo.

Pasados unos metros vuelvo a incorporarme y miro hacia atrás para comprobar que siguen ahí. Me siento como un espía de la Guerra Fría, un Gene Hackman de cuatro cuartos infiltrándome en Berlín Oriental.

—No sabemos a qué nos enfrentamos. Si fueran… yo qué sé, zombis, sería más fácil. Tiro en la cabeza, y andando.

—Me alegra saber que disparar a alguien en la cabeza te parece fácil.

—No, no es eso a lo que me refiero. En caso de que fueran terroristas, sabemos que el ejército o la CIA están para combatirlos. Si fueran hombrecitos verdes con láser, también habría algún modo de luchar contra ellos.

—No soy tonta, Víctor, ya sé a lo que te refieres. Sé que las cosas son más fáciles cuando existe una diferencia. Cuando se puede culpar a alguien en concreto. Cuando se trata de ellos o de nosotros.

—Sí, pero estoy pensando… Si no podemos distinguirlos, ¿crees que ellos nos distinguirán a nosotros? Son copias exactas. Debemos suponer que tienen las mismas limitaciones que nosotros.

—Tú lo has dicho: debemos suponer. —Esquiva una furgoneta en muy mal estado que había maniobrado bruscamente—. Pon la radio.

Busco el canal de noticias.

—¿Qué hará Diego?

—Estaba inconsciente, ya te lo he dicho.

—Sí, pero ¿y cuando se despierte? Está en mi casa. ¿Me buscará o se resignará y llevará la vida normal de un eucalipto?

—Si tiene que buscar a alguien, no será sólo a ti. Recuerda que en tu casa estábamos los dos. Y fui yo quien le golpeó.

—Ha dicho que no podía escapar.

Suena mi teléfono móvil en el preciso instante en el que un estrépito a nuestras espaldas nos sobresalta.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta Irene, angustiada.

La melodía de Halloween se empasta con un anuncio de colchones de la radio. La furgoneta que habíamos sorteado ha hecho un trompo y ha aterrizado sobre un Peugeot que venía en sentido contrario. De los vehículos accidentados se eleva una humareda negra, pero nadie hace nada por asistir a las posibles víctimas. Los coches se limitan a detenerse y esperar. No hay bocinazos. No hay gritos.

En la pantalla del móvil leo «Yoyo trabajo».

—Yoyo. —Descuelgo—. ¿Estás bien?

—¿Hoy irás a trabajar, Víctor?

Tono frío, casi metálico.

—¿Estás bien? —repito.

No sé cómo asegurarme de que no es uno de Ellos. Pero se me rompe la voz.

—Estás huyendo, Víctor —dice serenamente.

—¿Qué?

—No huyas.

Corto la comunicación.

—¿Quién era?

—Uno de Ellos.

—¿Quién?

Marco el número de mi padre. Sigue sin coger el teléfono.

Mientras oigo los tonos de la llamada, por la radio emiten avisos del gobierno a la población. Hablan de un brote muy virulento de la mutación de la gripe nueva. Hablan de muertos, de amenaza inminente. Ordenan a las embarazas que se personen en el hospital más cercano. Advierten de que la policía empleará la fuerza contra quien se enfrente a ella.