11
—¿Tres en un día? —pregunto incrustado en el asiento del copiloto camino del Turó de la Peira—. No es normal.
—Es mala suerte.
Dos son las características que definen a Yoyo: 1) es optimista y 2) conduce temerariamente. Creo que la segunda podría ser producto de la primera.
—No es mala suerte. Estadísticamente, sobrepasa la mala suerte. Cuidado con el semáforo.
—¿Y qué crees? ¿Que los abuelos se han confabulado para matarse hoy?
—No. —Pensar con el cerebro dando golpes contra el cráneo a cada curva es difícil—. No lo sé.
—Será por el calor, quizás. —Clava los frenos del Peugeot cuando una pareja de mediana edad cruza la calle sin mirar—. ¿Quieren morir? ¿Quieren morir, ostias?
—Últimamente, mis usuarios están raritos.
Yolanda hace chirriar los neumáticos y pega un bocinazo de te he perdonado la vida pero que sea la última vez.
—Esto debe de ser por aquí.
—Sí, gira a la derecha por ésta, y la siguiente, todo recto.
—No están raritos. —Retoma la conversación tras aminorar la marcha—. Siempre son así, con sus neuras y sus obsesiones. En la tele les hinchan la cabeza con el miedo al virus y ese alarmismo barato que… espera… qué mal conduce la gente en esta ciudad. Decía que viven acojonados, viendo la tele todo el día con la noticia de que la palmarán entre fiebres.
—Qué mierda.
Mi reflexión de calidad.
—Lo que a ti te pasa es que tienes la cabeza en otro sitio.
Decido no responder. Todo termina desembocando en la misma conversación. Irenocéntrica. Además, por como lo ha dicho, estoy seguro de que no es la única que lo piensa. Habrá hablado con Elena y Bego en el trabajo. Hablarán a mis espaldas. Como si fuesen los directores técnicos de un equipo de fútbol planificando la temporada. Ya hemos llegado, dice cuando frena delante de la portería.
Neus ha llamado al SAD antes que a la policía, lo que nos da cierta ventaja.
—¿Cómo ha ido la cosa, Neus?
—Cuando he llegado, a las once, Mary Ann me ha abierto la puerta.
Mary Ann Brandt es blanca como un vaso de leche de la Commonwealth. Viste tejanos de cintura alta y camiseta blanquísima de Barcelona 92 con un Cobi medio borrado. Ni tiembla ni llora. Tiene la misma expresión que Jonathan delante del cadáver enroscado de su madre.
—¿Qué ha pasado, Mary Ann?
—Laszlo estaba en el sótano ordenando libros. —Tiene un acento viscoso—. Cuando Neus ha llegado, hemos bajado a verlo y lo hemos encontrado.
La trabajadora familiar rompe a llorar y esconde la cara detrás de las manos. Mary Ann la mira como si la interrupción le molestara.
—Quiero verlo.
En realidad, no quiero. No puedo ver muertos. Me da pánico. Aunque cualquiera diría que esta semana me están aplicando una terapia de choque.
Mary Ann nos guía hasta las escaleras que conducen al sótano, nos invita a pasar primero y se coloca en la retaguardia. Noto un hedor a fresas podridas. Haciendo de tripas corazón, me sitúo a la cabeza de la comitiva porque Neus acaba de sufrir un ataque de pánico.
Pequeño, peludo y despechugado, Laszlo Brau era pura vitalidad. Podía pasar horas y horas hablando de aventuras que había vivido por todo el mundo. Había estado en Mauthausen, había combatido durante la guerra civil y se había exiliado en Nueva York. También había vivido en Canadá y en el sudeste asiático. En Australia conoció a Mary Ann, una rubia a la que le llevaba treinta años y con la que se casó en una boda aborigen. A mediados de los ochenta, con la democracia consolidándose en España, decidió regresar.
Laszlo Brau tiene noventa y muchos años, ya ha perdido la cuenta. Antes no éramos tan tiquismiquis con el paso del tiempo, aseguraba. La cara surcada de arrugas y unos ojos llenos de viveza que ahora no me atrevo a mirar. Cada vez que venía a verle, él charlaba de lo lindo; me contaba historias de la guerra, de cómo sobrevivió en Mauthausen dibujando para los nazis y de cómo aprovechó su habilidad para escapar del campo. Tenía una imaginación hiperbólica, era muy fantasioso. Decía que en Estados Unidos ejerció de periodista y llegó a trabajar para la Marvel. Que había conocido a Jack Kirby, uno de los pioneros del cómic de superhéroes.
—¿No tiene pesadillas? Por el campo de concentración, quiero decir —le pregunté en una ocasión.
—Cada vez que cierro los ojos vuelven, de golpe, todos los recuerdos.
El instinto de supervivencia me fascina. Yo habría sido incapaz. Me habría rendido el primer día; habría saltado a la alambrada electrificada.
—¿Y cómo puede vivir con esto?
—Porque yo también soy esto. Forma parte de mí. —Con el índice se señala la frente pecosa—. Está aquí dentro. Todo lo que he disfrutado, todo lo que he leído, todo lo que he visto. Todas las fechorías que me han hecho y todo el amor que he podido dar. Y todo lo que queda por luchar. Todo esto soy yo, y es lo que me llevaré en la caja.
Laszlo Brau era mi yo del futuro. Era todo lo que me habría gustado ser en mi versión anciana.
No hay motivo alguno para su suicidio.
El abuelo yace con los brazos en cruz y un tarro de somníferos vacío en la mano. Una lamparita de poca potencia esculpe sombras de Murnau en la pared. Por mucho que esté viéndolo, no puedo creerlo.
—¿Estás bien, Mary Ann? —pregunto con un hilo de voz.
En realidad me lo estoy preguntando a mí mismo, porque el estómago está pidiendo paso.
—Sí. —No despega los ojos de su marido, pero parece que esté mirando mucho más allá—. No pasa nada. Sabía que era cuestión de tiempo.
El esófago empuja hacia arriba el cortado del desayuno y tengo que correr escaleras arriba para llegar al baño sin vomitar por el camino. Son las palabras que ha pronunciado Jonathan hace tan sólo unos minutos. Exactamente las mismas, con el mismo tono y la misma resignación en la voz. Entro en el baño y caigo de rodillas delante del váter, en el que aboco café, bilis y pesadillas.
Arranco papel higiénico y lo enrollo en el puño. Me limpio los labios y quedo hipnotizado por los grumos del desayuno flotando en el fondo de la taza. Los ojos me escuecen. Estoy mareado. El hedor a eucalipto es muy intenso. Levanto la vista y examino el baño, que parece sacado directamente de un catálogo de muebles de los años setenta. Baldosas verdes y cenefas marrones. Un lavabo con el grifo rosa y una bañera blindada por la cortina. De rodillas, la descorro y las argollas chirrían al resbalar por la barra metálica.
La bañera está llena de agua. Un agua fecal, sucia y gelatinosa en la que flotan los restos de una planta de eucalipto hecha pedazos con lo que podría haber sido un hacha. Veo una flor del tamaño de una granada abierta por la mitad. Me acerco. Ahora una curiosidad infinita ha sustituido a las náuseas. De la flor salen unos hilillos rojos, como venas, que se deshacen en cuanto tocan el agua. En la cerámica se ve una yema color granate, fresca, que recuerda a las sobras de un gazpacho en un bol. Cuando quedo encima de esta yema siento que me falta el aire. Es irrespirable, como si el oxígeno se hubiera transformado en azufre. La vaharada, sin embargo, sirve para que me espabile y me incorpore dispuesto a saber qué narices está pasando aquí.
—La planta no le gustaba y quería deshacerse de ella —dice Mary Ann desde la puerta.
Recuerda vagamente a Kim Novak en Vértigo saliendo de la ducha como un espectro, pero ella es mucho más terrenal.
Ni una lágrima en el rostro.
Ni un temblor en la voz.
—¿Qué ha pasado, Mary Ann?
—Laszlo se ha matado.
—El señor Brau no es de los que se rinden.
Siento frustración. Que tenga que ser yo quien le diga esto a su pareja desde hace más de cuarenta años es una estupidez. Una bola de impotencia incandescente me arde dentro del pecho.
—Lo ha hecho. Estaba muy enfermo —razona fríamente—. El médico le dijo que le quedaban pocos meses de vida y no ha sido capaz de aceptarlo. Era cuestión de tiempo —repite.
Suena el timbre. Ding dong. Fin del primer asalto. Oigo los pasos de Neus corriendo hacia la puerta. Mary Ann da media vuelta y da la conversación por terminada. La sigo y llego al comedor. Cuando me ven, los paramédicos hacen un alto: soy su déjà vu insistente. Son los mismos que fueron a casa de la señora Herminia, el calvo y la chica de ojos de venta por catálogo. La historia empieza a tener un aire a ya vivido, a patrones que se repiten. La presencia del eucalipto y la aparición de abuelos muertos. Si Mary Ann ha dicho la verdad y al señor Brau le habían diagnosticado una enfermedad terminal (de la que no tenemos noticias en el SAD), se repetiría el caso de la señora Herminia y Mariajo. Pero en esa ocasión fue un homicidio, y esta vez…
Tengo que encontrar los papeles del médico. Tengo que asegurarme de que los encontraré antes de pensar en conspiraciones y estupideces. La realidad es mucho más simple, y las coincidencias son habituales, como dice Yolanda.
Me encuentro con los dos mossos d’esquadra con los que me topé en el suicidio de la señora Josefa (¿también ha sido un suicidio, Víctor? ¿Estás seguro?); les desagrada verme aquí. Los ignoro y me dirijo a la cocina, donde sé que Mary Ann guarda las recetas y los papeles del médico.
—Escuche —dice uno de los mossos, pero finjo no oírlo.
Los paramédicos ya han bajado al sótano con Neus y Mary Ann. Los mossos también tendrían que bajar.
La cocina, otro salto en el tiempo, está limpia. No hay platos en el lavadero ni paños en la encimera. No hay restos de cena ni un periódico abierto por una página cualquiera. Es una cocina como de casa de muñecas. Abro un cajón y encuentro lo que busco: un sobre enorme con resultados de pruebas médicas. Son de la semana pasada. No entiendo ni papa, así que leo en diagonal en busca de palabras conocidas.
Enfisema pulmonar.
Laszlo Brau estaba quedándose sin aire. Sus pulmones estaban fallando y estaban dejando de respirar. Pero con noventa años y una vida intensamente vivida, el señor Brau no necesitaba adelantar su destino.
Uno de los policías llega y se detiene en la puerta.
—¿Qué hace usted aquí?
—Ésta es mi zona. Soy trabajador social y llevo a esta familia.
—No puede estar aquí. Tiene que irse.
Decido que no quiero embarcarme en una discusión sin argumentos. Me enroco en la cocina y de aquí no me mueve nadie hasta que sepa qué coño está pasando.
Por el rabillo del ojo veo el cubo de la basura lleno a rebosar. Hay un inhalador y cajas de medicamentos. Mary Ann es asmática, pero hoy no la he visto utilizarlo. Y con la angustia de la situación, lo más probable sería que tuviera una crisis aguda. Debajo del cajón de los papeles está el de los medicamentos. Me pongo en cuclillas haciendo caso omiso de las órdenes del policía, que ya ha entrado en la cocina. Abro el cajón y aparece vacío. No hay más que migas en las esquinas: ni una aspirina; ni el envoltorio de un Frenadol caducado; ni rastro del distribuidor de medicamentos que les habíamos facilitado (por colores, por días y por horas).
Aunque soy más alto que el mosso, me levanta igual que un águila caza un conejo.
Pero tampoco dice nada. Parece que se conforma con sacarme de ahí. Me acompaña a la puerta (mejor dicho: me empuja) sin hacer caso de mis protestas.
En este momento la chica de la ambulancia sube corriendo por las escaleras saltando los peldaños de dos en dos. Está buscando cobertura para hablar por la emisora. Oigo el llanto desconsolado de Neus escaleras abajo, en la oscuridad. El policía se detiene, curioso.
La chica encuentra señal y habla. Avisa de que salen en dirección al hospital de Vall d’Hebron.
Las constantes vitales son apenas perceptibles, pero existen.
Laszlo Brau todavía sigue con un hilo de vida.
Sigue luchando.