10

La madre de Jonathan se ha tirado por la ventana y está a punto de pasar a engrosar una hoja de Excel que detesto rellenar.

—No hace falta que vayas, Víctor.

—Los mossos me llamarán en cualquier momento para que acompañe a Anabel a comisaría a declarar. Deben de tener mi número de teléfono en memoria y todo: Víctor El De Las Muertas.

—¿Quieres que te lleve?

—¿Tienes coche?

—Sí.

—Pues me harás un favor.

Yolanda se dirige al despacho de Carme y, apoyada en el marco de la puerta, habla con ella. Regresa al cabo de unos segundos.

—Dice que mientras esté aquí a mediodía, no habrá problema, pero que no es necesario que vayamos.

—Sí que lo es. Hablé con Josefa la semana pasada. Ya había tenido tres intentos de suicidio, pero no la vi tan mal como para volver a intentarlo.

De camino a Nou Barris, le cuento a Yolanda que un justiciero anónimo se ha dedicado a pinchar las ruedas de los coches de mi calle. Los armenios, seguro, subrayo.

—Quizá tendrías que mudarte de barrio —dice sin apartar la vista de la Gran Via.

Llevamos las ventanas bajadas y el calor nos aplasta. Como Yolanda conduce deprisa y siempre frena en el último instante, voy agarrado al asiento.

—No corre tanta prisa.

—¿Mudarte?

—No, llegar. No me corre tanta prisa. La señora Alabau ya está muerta, no hace falta que nos despeñemos.

Ella me mira de reojo y me ve el acojone en la cara. Sonríe.

—Hombre de poca fe.

Enciende la radio y el magazín matinal habla de altercados en Gràcia. Como cada año, los antisistema se han enfrentado a la policía en las callejuelas estrechas y laberínticas del barrio: mossos con la nariz rota, okupas con hematomas y una ristra de contenedores reducidos a plástico carbonizado.

—¿Dónde quieres que vaya? —La pregunta es casi retórica—. Todo está igual.

Cuando llegamos me entran ganas de vomitar.

El cadáver de Josefa yace en la calle con la cabeza abierta y postura de muñeca de trapo. Lleva la misma batita fina que llevaba la semana pasada, pero ahora está completamente ensangrentada. A su alrededor, trocitos de lo que me parece masa encefálica. Jonathan y dos de sus colegas los pisan sin inmutarse. De pie, al lado del cadáver de su madre, Jonathan no muestra emoción alguna. Tampoco parece estar en shock. Como quien espera a que el microondas termine de calentar un plato precongelado.

Una patrulla de policía ha acordonado la zona, pero no se esfuerza demasiado en evitar que la gente se entretenga contemplando el espectáculo de camino a la piscina o a una terracita. Toallas y chancletas. Olor a crema solar. Es una obra de teatro macabra que me indigna. Me dirijo al mosso que tengo más a mano y le grito en la cara:

—¿No piensan tapar el cadáver?

El agente, sin sacarse las manos de los bolsillos, levanta la barbilla para mirarme.

—¿Quién es usted?

—¿Y qué más da quién sea yo?

—Identifíquese.

Su compañero se acerca a mí como si yo fuera un peligro público. Los noto tensos.

—Soy el trabajador social que lleva el caso de esta mujer.

—DNI —me pide sin perderse en formalidades.

Saco el documento de identidad con manos temblorosas y se lo paso. Él, a su vez, se lo entrega al compañero, que se aparta y comunica los datos por emisora.

—No pueden dejarlo a la vista de todo el mundo. ¡Es una falta de respeto!

—No tocaremos nada hasta que llegue la comitiva judicial y los de la científica.

Veo a Yolanda en la puerta principal del edificio. Está hablando con Anabel. El policía que tiene mi DNI vuelve y alarga el brazo para devolvérmelo.

—Gracias, señor Negro. Ya puede marcharse.

—¿Cómo que ya puedo marcharme? Mi trabajadora tendrá que declarar, ¿no?

—Hemos hablado con ella. Ya está todo listo, ahora sólo tenemos que esperar a la comitiva. Márchese.

Como la semana pasada, con el homicidio de la señora Herminia, me da la impresión de que están actuando de cara a la galería. Que todo es puro cuento. Me doy media vuelta para interrogar a Anabel.

—¿Qué coño ha pasado?

—La señora Alabau se ha tirado por la ventana después de desayunar.

Miro por la ventana, abierta de par en par y con las cortinas asomadas a la fachada como si no quisieran perder detalle. Es un segundo piso.

—¿Estabas en casa?

—Sí.

—¿Y has hablado con ella antes?

—Sí.

Tengo la sensación de que le da pereza hablar.

—¿Qué te ha dicho? —pregunta Yolanda.

—Que la leche estaba demasiado caliente.

Si nos pinchan, no nos sacan sangre. Lo ha dicho así, como quien no quiere la cosa; como si estuviéramos hablando de cualquier tontería.

—Te ha dicho que la leche estaba demasiado caliente y luego ha saltado por la ventana —completa el relato Yolanda.

—No ha saltado. Se ha subido a la ventana y se ha dejado caer.

—Y tú lo has visto —digo atónito.

—Sí.

—Y no has hecho nada.

—No podía hacer nada, Víctor.

La voz de Anabel es fría, sin rastro de acento o emoción. La visión de la escena la habrá trastornado.

—Y no ha dicho nada más.

Anabel no responde. Acecha por encima del hombro de Yolanda y luego vuelve a mirarme a los ojos. Me tiemblan los dedos de las manos de los nervios. Contempla la escena unos instantes y entonces decide que es un buen momento para echar el agua sucia a la acera. El riachuelo corre hacia la cloaca y pasa a pocos centímetros del cuerpo de la señora Alabau. Los mossos ni se inmutan. La mujer vuelve a entrar, a disponer periódicos sobre el gres húmedo.

—La comitiva —susurra Yolanda.

Un Audi, un Almera y una furgoneta con la inscripción «Servicio Judicial» aparcan en la acera.

En un santiamén, el forense revuelve en el cráneo abierto de Josefa delante de Jonathan mientras los policías hacen el paripé. Cuando le dan la vuelta, descubrimos que en las manos tiene una fotografía arrugada. Me acerco; me parece reconocer la imagen del hijo y el marido. Los policías la examinan como si nunca antes hubieran visto una foto y la guardan en un maletín. Una mujer rechoncha de cabellos rojos y un tipo de ojos demasiado juntos cargan el cadáver en una bolsa y cierran la cremallera. Lo meten en la furgoneta y se van.

En el suelo, un Pollock de sangre.

—¡Jonathan! —grito.

Al principio, el hijo de Josefa no quiere que entre en su casa. Busca excusas que no consigo entender. No razona. Me ofrezco a acompañarlo al ambulatorio más cercano, que queda a pocas calles de aquí. Necesita asistencia psicológica. Rechaza mi ofrecimiento. Es mayor de edad y no puedo obligarlo. Aun así, insisto en que, en caso de que necesite ayuda, lo que sea, me lo haga saber.

—No pasa nada —dice—. Sabía que era cuestión de tiempo.

El piso sigue igual que la semana pasada: cerrado y con tufo a eucalipto. Anabel y Jonathan nos siguen en procesión silenciosa. Los mossos ni siquiera han subido para descartar signos de violencia o desorden; han dado por descontado que se trata de un suicidio, pero no han subido a buscar alguna nota de despedida. Aunque sabía a duras penas escribir su nombre, estoy convencido de que Josefa ha dejado una nota en algún sitio. Siempre lo hacen: siempre necesitan excusarse o culpar a alguien. Los suicidas no quieren que sus actos parezcan aleatorios, porque para ellos nunca lo son.

—¿Ha dejado alguna nota?

Silencio. Yolanda les repite la pregunta.

—No. Ha dicho que la leche quemaba y se ha dejado caer.

La frialdad de Anabel y Jonathan se me adhiere a la piel.

Inspecciono el piso. La cama de Josefa está hecha, y en su habitación tiene la ropa bien dispuesta y los armarios ordenados. Demasiado ordenados, incluso. Exageradamente ordenados. Me dirijo al cuarto de Jonathan.

—Aquí no hay nada —me advierte.

Aun así, entro. El caos de rigor. Esquivo la bombilla que se columpia a la altura de mi cabeza. En la mesilla de noche, sobre una consola de videojuegos que debe de llevar años sin funcionar, un cenicero. Sin cigarrillos. Tan sólo unos papelitos carbonizados, mariposas de un holocausto nuclear. Todavía noto el olor a quemado luchando contra el de eucalipto. Igual que la última vez que estuve aquí, suena el teléfono móvil. Esta vez, sin embargo, es el de Yolanda, que sale para poder hablar en privado.

—¿A qué le has prendido fuego, Jonathan?

—A nada.

Anabel coge el cenicero y se encamina al baño.

—Yo lo tiro.

—No, Anabel. ¿Qué eran esos papeles, Jonathan?

—El teléfono de mi novia.

—¿Y lo has quemado?

—Hemos roto. No quiero tener nada suyo.

Oigo cómo Anabel tira de la cadena del váter. Fuera lo que fuese, ha desaparecido para siempre. Estoy convencido de que era una nota de suicidio de la señora Alabau. Lo que no entiendo es por qué querría deshacerse de ella.

Yolanda entra en la habitación y me reclama con un arqueo de cejas. En el comedor, comprueba que ni el chico ni la teefe puedan oírnos.

—Dos más.

—¿Qué?

No la entiendo.

—Se han suicidado dos usuarios más. Una, mía, Ramona Facerías. El otro es tuyo, un tal Laszlo Brau.