6

La voz de Jack White me araña el cerebro. Dolors me mira y grita entusiasmada.

Tiene los ojos acuosos, pero no sé si es por la humareda que repta por el techo de la sala o por la emoción de tener a los hermanos White a menos de cinco metros. Me han saludado, me han saludado, interpreto mientras le leo los labios, que mantiene a un palmo de mi cara; los tiene rojos, muy rojos, labios de pin-up para una piel pálida. Pestañas negrísimas a punto de convertirse en ríos de regaliz. El peinado aguanta los saltos al ritmo de la batería bélica de la banda.

Me abro paso como puedo entre la muchedumbre sudorosa que baila como una marea, clavando los codos con la misma agresividad con la que la guitarra eléctrica tritura el calor del local. Recibo miradas de tío, qué coño estás haciendo, pero esquivo cualquier enfrentamiento. Hay un par de tipos que se han situado cerca de Dolors, vaso de cerveza en mano, y la miran con la intención de que ella les corresponda con un chisporroteo de feromonas. Dolors sigue atenta los movimientos sobre el escenario de Jack White, que ahora ha lanzado el sombrero cordobés de Tío Pepe al público y deja que la melena se le pegue al rostro. Jack golpea la tarima con las botas para marcar el ritmo de cada canción mientras su hermana contempla el espectáculo con el aire displicente de una diosa griega, con una corona de laurel en la cabeza. Entorno los ojos tratando de parecer amenazante, la chica está conmigo, y los dos buitres desisten, más por el desinterés de ella que por mi poder intimidatorio.

No he logrado coger el sombrero del cantante ni puedo llegar a la púa de la guitarra ni, más tarde, soy capaz de cazar al vuelo las baquetas de la batería. Dolors, sin embargo, ha captado con la cámara de su móvil todos los intentos frustrados de hacerme con alguna de las tonterías que los White Stripes han decidido lanzar a la gente, como si el público fuera un vertedero. Ella suelta una carcajada cada vez que ve mi cara de cabreo.

—Estás muy guapo cuando te pones así —me grita al oído con aliento de cubata. Puro romanticismo.

Salir para ir al concierto me ha dado muchísima pereza. Estuve a punto de llamar a Dolors para anularlo todo. Los viernes por la noche prefiero quedarme en casa con las ventanas abiertas y una peli en la tele. Esta semana ha sido de locos, y lo último que necesito es conducir por calles llenas de pandas de borrachos o de zánganos que se dedican a saltarse semáforos en rojo porque su coche es el más amarillo y tiene las luces de los bajos más azules que tu triste moto de mierda.

Mi cita a ciegas se retrasa.

Durante el transcurso de mi espera he pedido explicaciones al móvil unas cuantas veces. He comprobado que tenía cobertura. He bajado hasta las taquillas de la estación, primero, y hasta el andén, después, por si estuviera esperándome abajo. Me he maldecido por no haber traído un libro para matar el rato por si llegaba tarde. Los grupos de gente han ido rotando durante los más de cuarenta minutos que han tardado en dormírseme los pies. Finalmente, Dolors ha hecho acto de presencia.

—¿Víctor? —ha preguntado desde la escalera de la boca del metro. Dos besos en la mejilla, perfume con notas de cardamomo y un pellizco de pimienta—. ¡Perdona! Me he equivocado de línea y he cogido la lila. Cuando me he dado cuenta, ¡ya estaba en el Paral·lel!

Vestida con unos tejanos ceñidos y una camiseta blanca que le marca el pecho, puedo perdonarle lo que sea. Dolors parece sacada del póster de la sala de espera de un dentista. Desprende vitalidad por la sonrisa, y genera la suficiente energía gesticulante para mantener iluminado durante un año entero uno de esos países pequeños del sudeste asiático. Es el tipo de chica de quien sólo se puede ser amigo con el autocontrol de un lama. ¿Has cenado?, pregunta, y casi sin darnos cuenta nos vemos en busca de un bar donde comer algo antes de ir al concierto.

—¿No tienes ningún disco suyo?

—Cada vez tengo menos discos —confieso con el frankfurt a medio masticar—. Y de los White Stripes, ni uno.

—Ya. Tendrías que ver mi discoteca: ocupa una pared entera de la habitación. Pero los White Stripes, en especial, me parecen fantásticos. La forma que tiene Jack de cantar, sus canciones, que parecen gritos desesperados, como si le fuera la vida en cada pieza.

—Cualquiera diría que las grabó durante la Inquisición, en las mazmorras.

El griterío del local, un bar de los de aserrín por el suelo y camarero de calva sudorosa, ha impedido que Dolors entienda el divertidísimo chiste que acabo de pronunciar con la boca llena. Tanto mejor.

—¿A ti qué te gusta?

—Yo soy más de radio fórmula.

—No me jodas.

Ojos como platos y mandíbula descolgada. Actúa igual que un dibujo animado.

—Ajá —insisto sin saber si hago bien.

—O sea, Bonnie Tyler, The Communards…

—… With or without you, Wonderwall…

—¿Y no te cansan?

—¿Por qué? Me gustan.

—Las repiten millones de veces, Víctor. ¡Creo que el Vogue de Madonna lo habré oído seis veces en un solo día!

Hace ademán de enmarcarse la cara con las manos.

—Y no falla: la canción es buena y sabes que no te decepcionará.

—Pero al final termina empachándote, por fuerza.

—¿Qué tal está el lomo?

Del bocadillo sólo le queda un currusco. Hace así-así con la mano.

—La de Everything she does is magic. Me acuerdo de estar en casa de mi padre, abriendo los regalos de cumpleaños. Cumplía nueve o diez, no lo sé. Mi tío me regaló un reproductor de casete mono.

—¿Autoreverse?

—¡Claro! Última generación. No hacía falta que les dieses la vuelta a las cintas.

—¡Qué fantástico! Yo también tenía uno de ésos. Y lo colocaba al lado de la radio para grabar las canciones que me gustaban.

—Play rec.

Play rec, ¡sí!

—También cayó el Every breath you take de Police. El recopilatorio de singles. Lo pusimos al lado del reproductor y lo escuché durante un mes seguido, más o menos. En el mundo no existía más música que ésa.

—Eso lo hemos hecho todos.

Se seca los dedos con la servilleta de papel. Nunca habría imaginado que un acto como éste pudiera llegar a ser tan sensual. He tenido que esforzarme para que no advirtiera que le miraba los pechos. Para que no resultara demasiado notorio, al menos.

—Pues a mí, el Every breath you take me transporta a la mañana de ese sábado de mi cumpleaños, sin colegio. Y el Do do do da da da…

—Do do do da da da.

Is all I want to say to you. —Trago de cerveza gaznate abajo—. Ésta me recuerda a cuando mi hermano me daba collejas para que dejara de poner compulsivamente ese casete. Estas canciones forman parte de mí, no necesito otras nuevas.

—¿Y cuándo decidiste que ibas a dejar de generar recuerdos?

La voz encapsulada de Irene por teléfono. Esta noche no vendré a dormir. Mañana, tampoco.

—Puedo vivir con los que tengo. Los combino como me apetece y así sé que todo está bajo control.

—A ti, lo que te pasa —sentencia apuntándome con el dedo, puntero láser que me dibuja un punto rojo en el entrecejo—, lo que te pasa es que una tía te ha hecho daño.

Cuanto más me sonrojaba yo, más reía ella, carcajadas que el guirigay del bar ahogaba. De película francesa de la nouvelle vague: estábamos a punto para ir a ver cómo partían los trenes entre la humareda de la estación Termini; de enjabonarnos juntos en una bañera en medio del comedor de casa o de correr como locos por Montmartre, envueltos en larguísimas bufandas de lana bajo un atardecer de sol en blanco y negro.

El concierto arrancaba en veinte minutos.

Dejamos que la salida del Razzmatazz se colapse. En la sala quedamos dos tipos de resistentes: cuatro gatos que no hacen caso del pitido que les perfora los oídos (en ese grupo estamos nosotros) y los que esperan a poder hablar con los técnicos para conseguir la lista de canciones pegado a la tarima del escenario, grupo que integran seis chicas de pañuelo en la muñeca y cadenas en el cinturón. Cuando la sala se vacía, decidimos salir sorteando el campo minado de vasos de plástico rotos y cigarrillos húmedos.

—¿Qué tal? —pregunta Dolors. Ha disfrutado y se le nota.

—Está bien. Al final cargaba un poco, pero bien.

—¡Qué va a cargar! —golpecito en el hombro—. ¡Tú, que estás hecho un abuelete!

—A mí, esta forma de cantar chillando…

—¡Anda, anda! —exagera—. A un concierto de Mecano tendría que llevarte. Eso sí que es berrear.

Me río. Razzmatazz vuelve a ser un bloque oscuro que se recorta contra la noche clara.

—Tú no me quieres bien, ahora lo veo.

Como quien no quiere la cosa, Dolors me coge del brazo. Caminamos uno al lado del otro, juntos. Estar tan cerca de ella me provoca ansiedad. No quiero soltarme porque ella se lo tomaría mal, pero paseando así, como si fuéramos pareja, siento mariposas en el estómago. Me pongo tenso, pero ella no se da cuenta. Creo.

—¿Quieres que vayamos a algún sitio? —pregunta. Y precisa—: A tomar una copa, a una disco…

—Si vuelvo a encerrarme en un agujero lleno de gente sudando, no respondo de mí. ¿Has visto Un día de furia?

—¿La de Michael Douglas? ¿Ésa en la que se le va la olla y se pone a repartir estopa por Los Ángeles?

—Ésa. —Va al cine, punto positivo—. Pues todo lo que sabe se lo enseñé yo.

—No esperaba menos de ti.

—No te gustaría verme en otro lugar masificado, te lo aseguro.

—A mí tampoco me apetece ir a un lugar así. Hoy me he levantado a las seis, ya te harás una idea de cómo estoy…

—Si quieres, te acompaño a casa —aventuro.

—No hace falta. Puedo ir hasta plaza Catalunya y coger el bus nocturno.

—Pero ¿qué dices? Te acompaño yo, que para algo llevo dos cascos. ¿Dónde vives?

—En el Carmel.

—Me coge de camino.

De camino hacia otra parte.

—¡Perfecto! ¿Dónde tienes la moto?

—Aquí mismo, en la esquina.

Dolors me cuenta que trabaja de administrativa en una sucursal de la compañía de seguros Pelayo. Un trabajo de mierda con un horario de mierda. Todo el día abriendo emails de gente que o tiene problemas o los finge para ganarse una pasta.

—Soy la reina del Excel —se corona—. Estudié turismo, y mírame. En cuanto terminé la carrera empezó la crisis: hoteles vacíos y viajes low cost. Me he hartado de echar currículos. De echarlos a la papelera, vamos.

—¿De eso, cuánto hace?

—Un par de años.

—Yo me gradué hace diez años, pero sólo llevo dos de trabajador social.

—Es que tú haces trampa: cuanto peor va el mundo, más salidas laborales tienes.

La conversación va interrumpiéndose al ritmo que marcan los semáforos. Rojo: hablamos; verde: seguimos rumbo al túnel de la Rovira, calle Marina arriba.

Por el Carmel sólo pasan los vecinos del barrio. Es un lipoma de la ciudad, un bulto extraño al que sólo se le presta atención cuando presiona algún nervio. Es el barrio de Juan Marsé y el Pijoaparte, la colina que puede permitirse el lujo de hundirse en nombre del progreso. Empiezo a no reconocer las calles y Dolors me indica: sigue subiendo, vivo en lo alto, en el Monte del Destino, donde Frodo perdió el anillo.

—Tú eres un poco friki.

La tengo detrás, a mi espalda. El casco de hormiga atómica no le deja oír bien y me pide que se lo repita.

—Friki, no —responde mientras me da un golpecito en el hombro—: culturalmente dispersa.

—Buen matiz.

Recorremos serpientes de asfalto agrietado; a lado y lado, los coches abarrotan las aceras. En los muros, pintadas que protestan por la elección de Barcelona como ciudad olímpica. Con un poco de suerte podríamos encontrar dibujos de un grupo de arqueros cazando un mamut. Aunque no estamos demasiado lejos del parque Güell, los japoneses no parecen interesados en profundizar en nuestra expresión artística más genuina: el mural de protesta política descontextualizada.

Una sombra me sale al paso delante de la moto y tengo que clavar los frenos. Lo primero que pienso es que es una rata, anabolizada y peluda, pero rata, al fin y al cabo. Este calor infernal hace tantos días que dura, que ahora la humedad empieza a condensarse; parece que se avecina el diluvio universal, versión dos punto cero. Los roedores se están volviendo locos y las cloacas exhalan un aliento a detrito. Resulta que es uno de esos perros pequeños y escandalosos, como el de mi escalera. Un yorkshire solitario que corre desesperadamente hacia ninguna parte, ni rastro de su dueño. Dolors me indica el camino.

Llegamos a una callejuela sin asfaltar donde seis chavales fuman petas sentados en palés de madera. Hay un montón de calles en obras, todas sistemáticamente ocupadas por individuos de la misma tipología: el chulo de barrio. El Jonathan de la señora Alabau. Camiseta adherida a un cuerpo esmirriado, pulseras doradas y flequillo engominado. De vez en cuando, una vuelta en moto para despertar al vecindario, como los serenos de antaño pero con mala baba. Tono de voz nasal muy desagradable. Cuando nos cruzamos con ellos, callan y simulan darnos permiso para adentrarnos en sus dominios. Que si pum que si pam. Miran a Dolors de arriba abajo y me dan ganas de arrancarme la piel para que aparezca un Michael Douglas encorbatado con un maletín en una mano y una recortada en la otra dispuesto a instruirlos en buenos modales. Pero ella es una experta y a estos críos los conoce de toda la vida. Les hace tanto caso como al avión que nos sobrevuela de camino a vete a saber tú dónde, destellos rojos y verdes que se alejan, anónimos.

—Ven, subiremos a la azotea.

—Si estás cansada…

—Hoy todavía podremos ver las lágrimas de san Lorenzo.

—¿Eso no fue hace días?

—Siempre hay alguna que va por libre. Va, que a la moto no le pasará nada.

—¿Seguro?

—Pobres de ellos.

Es una justiciera urbana y yo no lo sabía.

Entramos en la casa: dos plantas con una puerta de entrada y un acceso al garaje. La sigo escaleras arriba con la piel de gallina porque, por algún extraño fenómeno térmico aquí dentro se está mucho más fresco que en la calle. La tengo justo delante, muslos importantes, dobladillo del tejano doblado. Me excita pensar que esta noche tiene toda la pinta de terminar con algo más que una buena conversación. Y, al mismo tiempo, me aterra. Soy un mar de dudas; las manos me sudan. Abre la puerta metálica y oxidada del último piso y salimos a la azotea. Hay tres hamacas y una colección de cables eléctricos y telefónicos. Dolors se sienta en una hamaca y me invita a sentarme en la que tiene al lado. Pasamos un rato sin hablar, embobados, como si esperásemos que una estrella fugaz nos diera motivos para seguir hablando. Lo que oímos son los poligoneros de las obras, riendo como orangutanes.

—¿Cómo es ella?

Finalmente, es Dolors quien retoma la conversación.

—¿Quién?

Como si no lo supiera. Es curiosa la capacidad ilimitada que tenemos los tíos para hacernos los tontos. Y, según parece, ellas nos creen.

—La chica que te dejó.

—No lo sé.

—Normal.

—Sí.

No me atrevo a decir mucho más. No quiero estropearlo todo hablando de Irene.

—Ya. ¿Normal tipo qué? A eso me refiero. ¿Normal tipo trabaja para una ONG? ¿Normal tipo expone en una galería de arte? ¿Normal tipo hace trampas en el crucigrama?

—Normal tipo no pregunta por las ex.

Dolors se revuelve en la hamaca y apoya la cabeza en una mano. Yo sigo escrutando el espacio en busca de respuestas rápidas y poco comprometidas. Soy la NASA.

—Mi ex era normal tipo gilipollas. Y yo lo sabía, eh. No soy tonta. Lo sabía desde el primer día, pero estaba encoñada.

—¿Qué paso?

—Que, al final, la balanza de pros y contras se rompió por el lado de las maldades.

—A las chicas os gustan los malos, según tengo entendido.

—Mito. Nos enrollamos con los malos pero nos casamos con los buenos.

Me castañetean los dientes.

—No sé cuántas veces habré oído esta frase.

—¿Estás diciendo que soy previsible?

—Oye, que soy inocente. El gilipollas era tu ex, y todavía no sé por qué.

—Era mucho mayor que yo. Me llevaba seis o siete años.

—Como yo.

—Sí, pero no interrumpas. Se llama Sergi y trabaja en una inmobiliaria. Iba todo el día trajeado, con esas corbatas verdes tan asquerosas. Gastaba más en gomina que en sacarme a cenar.

—Un gilipollas de manual.

—Me lo presentó una amiga del colegio y me atrajo enseguida. Me gustan mayores. —Hace una pausa premeditada, teatral, la muy maquiavélica—. Me deslumbró con cuatro halagos y un BMW.

—¿Un BMW?

—Un 320 deportivo descapotable. Era una fardada.

—No te imaginaba así.

—Así, ¿cómo? Me gustan los coches y los gilipollas.

—No sé cómo tomármelo.

—El caso es que me llevaba como a un perrito, siempre a sus talones. Me di cuenta de que yo no era tan importante como las nuevas llantas del BMW.

—Y lo dejaste.

—Ojalá. Estuve cuatro años con él.

—Hostia.

—Ahora te toca a ti.

—No me has contado cómo terminó la historia —me intereso.

—Terminó con Dolors en una azotea con un chico al que acababa de conocer.

—¿Cuánto hace que lo dejasteis?

Piensa un poco antes de contestar.

—Un mes.

Relación de larga duración recientemente finalizada: la primera causa mundial de despecho.

—Mi ex es buena tía. El problema fue mío.

—Si no se te levanta ya puedes ir tirando a tu casa.

Trago saliva. Los choros del solar han podido oír con nitidez cómo trago gaznate abajo. Dolors, a oscuras, calla, esperando una respuesta que le indique si puede seguir por este camino.

—Lo que a mí suelen levantarme es la camisa. Pero luego ven que soy un esmirriado sin atractivo y vuelven a ponérmela.

—No has contestado.

—Simplemente, no funcionó.

—Mmmm. —Se transforma en un detective de juego de mesa—. Evasivas… ¿Tu culpa o la suya?

—No creo en culpas de nadie.

—El Holocausto: culpa de Hitler. La desaparición de los dinosaurios: culpa de un meteorito. La ruptura entre Víctor y…

—Irene.

—… Irene… ¿De quién es la culpa?

—Piensa un deseo.

—¿Perdona?

—Acaba de pasar una estrella fugaz. Piensa un deseo y no me lo digas.