14
Miles de chinos saliendo de las cárceles.
El helicóptero sobrevuela el enorme bloque de hormigón de Chengdu. La cámara capta imágenes del inmenso surtidor de internos en el que el edificio se ha convertido. Sin violencia, sin incidentes, los presos salen por su propio pie. En el exterior, una multitud de familiares que los esperan y se mezclan con ellos. El único ruido es el de las aspas de los helicópteros. Un zoom muestra durante unos segundos el rostro de una mujer abrazada a un preso. Ella llora y solloza. No veo su rostro, porque cuando el cámara decide cambiar de plano y enfocar a los vigilantes, que lo observan todo cual directores de fotografía de una película de Cecil B. DeMille. Guantes blancos, hieráticos en sus garitas hasta que advierten la presencia de las cámaras. Casu ha llamado por la mañana, muy temprano. Enciende la tele.
No hay un solo canal que no esté dando la noticia. Como si la programación estival se viera fracturada por uno de los acontecimientos más inesperados desde el atentado de las Torres Gemelas. China ha decretado una amnistía total en sus cárceles. Puertas abiertas y todos fuera. En el comunicado, el gobierno chino no daba justificación alguna. El locutor lee el breve mensaje de Pekín una vez, y otra más, como si la explicación fuera a aparecer de la nada tras presionar la tecla F5 de actualización de pantalla.
El gobierno de la República Popular China ha decidido, por boca de nuestro estimado presidente Hu Jintao, que ha llegado la hora de que todos los chinos convivan en paz y borren rencores del pasado.
Por esta razón, y con efectos inmediatos, se decreta la amnistía general para todas las cárceles de la República Popular China. Nuestro país, así, se convierte en un modelo de generosidad y misericordia.
—Voy a conectarme a internet —le digo a Casu.
—Está que echa humo. Llevo un par de horas despierto, saltando de web en web.
Es demasiado temprano para reflexiones en la web; la noticia ha estallado en la cara de todos, y sólo puede hacerse una cosa: retransmitir el fenómeno en directo y despertar a todos los analistas de la agenda. Las páginas de los periódicos online se llenan de fotografías hechas a la salida de las cárceles. Predominan las instantáneas de abrazos, pero algo no marcha. Algo falla.
—Casu.
—Sí.
—Mira las fotos.
Silencio. El presentador del programa matinal es un sustituto que sólo había hecho espacios de zapeo y que ahora acaba de toparse con la noticia de su vida. La voz le tiembla y no sabe a quién dar paso.
—Sí.
—¿Qué ves?
—¿Aparte de lo obvio?
—Aparte de lo obvio.
Mientras hablo con Casu me llegan al teléfono un par de mensajes, por lo menos. Ya los miraré luego.
—Militares. Policía. Siempre en segundo plano.
—¿Y nada más?
Entro en Twitter y busco palabras clave relacionadas con lo que está pasando. Quiero información de primera mano, no filtrada por corresponsales tan asombrados como yo.
—Que todos los chinos se parecen mucho y no habrá suficientes perros para alimentar tanta boca.
—Mira a los presos que salen: están apáticos.
—Salen de una cárcel china. Te aseguro que tu estado de ánimo no sería el de un niño después de ir al circo.
—No, Casu. Sé que las han pasado putas, pero… espera, que estoy leyendo una cosa…
He localizado al menos a una decena de internautas retransmitiendo en tiempo real lo que pasa en diferentes provincias chinas.
—Por cierto, ya he leído el mail —me recuerda Casu.
—Violentos incidentes en Naqu.
—También lo estoy leyendo. Acabo de conectarme.
—Hospital is burning.
—Lo tengo. Y no es el único. Hay hospitales ardiendo por todo el país, según parece.
—En la tele todavía no han dicho nada.
—Olvídate de la tele, Víctor. Decía que he leído tu mail.
—¿Y qué?
—Que estás volado. Me quedé despierto hasta la madrugada buscando información sobre Eucalyptus gengiskhanensis y referencias a las plantas del espacio exterior.
—Si vas a burlarte de mí…
—Que no, que no. Encontré algunas más, pero la mayoría de páginas en las que aparece el bonsái de los cojones dan error. Y las que funcionan no dicen nada. No existe el menor indicio de comportamiento anómalo en relación a estas plantas.
—Y no has podido mirar la copia en memoria de las páginas que dan error.
—Nada, borrada.
—¿Y esto no te parece anómalo?
—Lo que me parece anómalo es que hayas llegado a plantearte, aun remotamente, la posibilidad de que se trate de bonsáis extraterrestres que vienen a colonizarnos.
Dicho así, suena ridículo.
—Lo único que digo es que, en todos los casos extraños con los que me he topado en el trabajo, el eucalipto siempre andaba por en medio.
—Porque está de moda, Víctor. Si esto lo escribes en un blog, creas una nueva leyenda urbana, te lo aseguro.
Casu se cierra en banda. Se lo toma a pitorreo. O le quita importancia aposta. Demasiado aposta.
—En casa del señor Brau, uno de mis usuarios, había una bañera con un líquido pegajoso y un eucalipto hecho trizas.
—Víctor, en serio, no te obsesiones. Cualquier indicio que veas lo filtrarás por esta hipótesis imposible, y todo lo que pase reforzará tu hipótesis. Así funcionan las conspiraciones: sólo queremos ver lo que nos da la razón.
—¿Y por qué parece que estos eucaliptos hayan salido de la nada?
Un disparo interrumpe la conversación. Dos, tres. Salgo del despacho en el que tengo el ordenador y me quedo en medio del comedor, helado. Un policía militar chino me apunta con su fusil. Tiene un ojo cerrado, y con el otro ajusta los elementos de puntería. Guantes blancos y uniforme azul celeste. Gorra de plato y estrella roja. Dispara otra vez. El helicóptero zozobra y pierde el plano. Un estrépito de electricidad estática corta la emisión. Al cabo de pocos segundos, empiezan a repetir las imágenes de los presos emergiendo de los centros penitenciarios. Los tertulianos lanzan hipótesis al vuelo. El mundo se hace eco de la noticia. Y noto un pinchazo en la sien, un sentido arácnido, algo que me dice que estamos en un punto sin retorno.
Adonde quiera que estemos yendo.
Hoy tenía convocada una reunión de coordinación a la que han asistido todas las teefes que no están de vacaciones, que son más bien pocas. Por eso la cita ha sido rápida. Les he preguntado si necesitaban material (guantes de látex, batas, mascarillas…) o ayuda en las tareas que tienen asignadas, y cada una me ha hecho sus peticiones. También las he informado de lo que ha pasado últimamente y de que, según parece, a los usuarios el calor les está afectando más que en otros veranos. Les he contado que han detenido a María José por homicidio, aunque esto ya lo sabían desde el primer día, la noticia se propagó como un incendio forestal en agosto. Les he preguntado si habían detectado actitudes anómalas, pero la respuesta ha sido negativa. No sé si se trata realmente de casos aislados y yo soy el que se monta películas, o si son ellas las que no quieren hablar. O no se atreven. Y si no hablan, ¿es por desconfianza o porque ocultan algo? Anabel no me ha sacado los ojos de encima. No me gusta. Tengo la sensación de que va a su aire, como cuando tenía a su hijo en coma en el hospital y no nos dijo nada. De que trama algo.
Pero como el tema estrella de conversación era la amnistía china, me sentía como si le hablara a un auditorio vacío.
Neus me ha dicho que fue a visitar a Laszlo Brau. Está estable dentro de la gravedad, y el médico no descarta que pueda despertar en cualquier momento. La fuerza de este nonagenario menudo es asombrosa. Me he comprometido a acompañarlo la próxima vez que vaya al hospital de Vall d’Hebron.
No todas mis trabajadoras familiares son mujeres; tampoco todos mis usuarios son abuelos desvalidos. En el grupo hay dos hombres a los que tengo asignadas tareas especiales: son Joan Antoni Martín y el Congoleño.
A menudo los de servicios sociales nos derivan casos de toxicómanos en rehabilitación o de gente que acaba de salir de la cárcel, o de violadores que han envejecido pero conservan las pulsiones sexuales en servicios mínimos. Como no me atrevo a enviarles a Wilma, a Neus, a Anabel o a ninguna de mis trabajadoras por el riesgo que podría entrañar que el usuario las agrediera o, simplemente, las magreara mientras se encargaban de su higiene básica, les envío a los dos hombres. Joan Antoni no es muy alto, tiene pelo castaño y corto, y ojos de aguamarina. Lo uso para los casos de usuarios muy tozudos, los típicos que no quieren obedecer las instrucciones de las teefes o que mienten y simulan ser más dependientes de lo que en realidad son. Joan Antoni habla mucho. No calla ni debajo del agua. Funciona por agotamiento: llega un momento en el que el usuario desiste y se deja hacer, lo que haga falta para que Joan Antoni cumpla cuanto antes y se vaya, así no tendrá que oírlo más.
El Congoleño es la otra cara de la moneda. Alto y delgado, lo llamamos el Congoleño aunque es de Senegal. Pero Bego le puso el mote y ya nadie lo llama de otro modo. Se llama Abdoulaye y hace siete años que llegó a Europa. Se casó con una catalana y tiene un niño de dos añitos que es el feminotractor más poderoso que se conoce. Que se te echan encima, Abdoulaye, le digo cada vez que lo encuentro paseando por el barrio con su hijo a hombros. Él no sonríe, pero eso se debe a que, en realidad, es tímido. Cuando lo conoces bien, el Congoleño es muy agradable. Pero la mayoría de los usuarios no lo conocen bien, y por eso es mi arma secreta. Cada vez que un abuelo le toca los pechos a una teefe mientras ella lo baña; cada vez que una madre drogodependiente amenaza con usar a la trabajadora de canguro a horas convenidas; cada vez que una abuela la utiliza de criada, mi respuesta es la misma: «Avisaré al Congoleño».
Esto acojona a cualquiera. De verdad. El Congoleño ejerce un poder amenazador increíble, únicamente comparable a la visión de alguien con la mascarilla para protegerse contra la gripe nueva.
El Congoleño quiere reunirse conmigo en privado.
—Ven a la mesa —le digo, pero él se queda plantado.
—No, en la azotea. —Y mira a Yolanda y a Elena—. Solos.
No acostumbro a subir a la azotea con trabajadores. Subo con compañeras de trabajo cuando queremos desestresarnos y huir de la mirada inquisidora de Carme. Ahí podemos charlar, pegar unos chutes al balón de plástico de Pocoyó y criticar a la empresa. Hoy es un día perfecto para pillar una insolación.
—¿Qué pasa?
—Necesito unos días de fiesta —responde el Congoleño.
—¿Cuántos?
—No lo sé. Una semana, un par, quizás.
—Esto son vacaciones, Abdoulaye, y tú ya las hiciste en junio.
—Ya, pero tengo problemas.
Cuando un teefe dice «tengo problemas», se abre un amplio abanico de posibilidades que van de ludopatías a repatriaciones pasando por maltratos y parientes muertos.
—¿De qué se trata?
—Mi familia. Lo que has dicho de comportamientos…
—Anómalos.
—De comportamientos anómalos, sí. Caterina lleva días ignorándome y no me deja estar con el niño.
Sé racional, Víctor. Esto pasa todos los días. Las discusiones no tienen nada de extraordinario.
—¿Os habéis peleado?
—No. —Parece que cambia de opinión—. Sí, como de costumbre. Pero nunca había reaccionado así.
—¿Qué pasó?
Me describe la típica riña doméstica. La que escucho cada semana en boca de las teefes; pero hoy me la cuenta un hombretón de dos metros que nunca se queja por nada.
—Ya se le pasará. Mímala, préstale atención.
Aquí estoy yo, el Doctor Amor, el experto en el desconcertante mundo de la pareja, dando consejos de chichinabo.
—Esta vez es distinto, esta vez es como si no fuera ella.
Se abre la puerta y Joan Antoni aparece como una exhalación. Se da cuenta de que ha interrumpido la conversación y baja la cabeza en lo que parece una minidisculpa, pero no tarda en soltar lo que venía a decir.
—Si habíais planeado hacer algo importante antes de morir, ya podéis ir espabilando.
—¿Qué? —preguntamos, a coro, el Congoleño y yo.
—Corea del Norte ha amenazado con bombardear China con su arsenal nuclear si un solo preso cruza la frontera. Acaban de decirlo por la radio.
Juntando unos servicios aquí y sacando otros de allá le programo al Congoleño un horario más flexible para que pueda resolver sus problemas domésticos.
La radio informa de la actitud del régimen de Kim Jong-Il, y me acuerdo de cuando estalló Chernobyl. No era más que un niño, pero me aterraba ver esos mapas del viento radiactivo que, durante semanas, dibujaban en televisión. Una amenaza invisible que se extendía sin control. Mi padre, con su optimismo congénito, era el primero en decirlo: esto viene para acá; dentro de diez años sólo quedarán las cucarachas.
Me despido de las teefes hasta la semana que viene, que será la última antes de que coja vacaciones. Vacío media botella de agua y cojo el móvil.
—Voy a llamar a Dolors.
Le guiño un ojo a Yoyo.
—Vale —responde sin entusiasmo con la vista clavada en el monitor.
Ni siquiera presta atención a las noticias. Como si todo le importara un rábano. Con el rabillo del ojo, veo que Carme me mira. A la jefa no le gusta que pongamos la radio en el despacho. Dice que distrae, que no estamos por la labor. El de hoy es un caso excepcional, no puede quejarse. Si existe un motivo para saltarse la estúpida norma del transistor en el trabajo, es el de una amenaza nuclear como Dios manda. Al ver a las teefes escuchándola mientras yo hablaba con el Congoleño, le habrá dado un toque a Yolanda. Por eso Yoyo finge trabajar.
Las manos me sudan. Son los típicos nervios adolescentes de antes de hablar con la novieta. Suponiendo que los adolescentes de hoy en día los sufran y no pasen directamente al polvo sin los prejuicios romántico-católicos de los que crecimos después de la Transición. La llamo. No contesta. Cuelgo y vuelvo a llamar. Nada. Escribo un mensaje de texto, pero a la hora de enviarlo el teléfono me da error. Fail delivery no se qué. Si está interesada, que llame ella, pienso. No te hagas pesado, que a las mujeres no les gusta. O quizás ha cambiado de opinión y no quiere saber nada de mí. Vuelvo a la mesa de Yolanda.
—¿Has hablado con Dolors últimamente?
—No.
—Es que le llamo y no responde.
—Puede que no tenga el teléfono a mano.
—Sí, puede.
—Puede que tenga trabajo. O puede que no quiera hablar contigo.
La sonrisa del Yeti no es tan glacial como la mía. Aunque estoy seguro de que bromea, Yolanda tiene un semblante muy serio.
A media tarde, sin embargo, se me pasa la tontería.
Llevo un rato tratando de conectarme a internet sin éxito. El servidor se habrá caído, porque no puedo entrar en ninguna página ni mirar los correos. A veces pasa. Apago el router y vuelvo a encenderlo, enjutomojamuteando, pero nada de nada. En el servicio técnico de la compañía sólo hay un contestador de todas nuestras líneas están ocupadas en este momento, le rogamos llame más tarde. Pero más tarde la cosa sigue igual. Me siento como si me hubieran arrancado el lavabo de casa y se lo hubieran llevado.
Suena el timbre del móvil. Dolors Sanmartín, reza la pantalla. Vuelvo a ponerme tan nervioso que no recuerdo a qué botón hay que darle para descolgar el teléfono.
—¡Hola! —respondo, euforia de borrachera.
—Huy, qué ánimos. Me has llamado antes, ¿no, Víctor?
—Eh… sí. Sí, quiero decir.
¿Por qué vuelvo a tener trece años y acné en la cara?
—Estaba en la playa y no llevaba el móvil. Ahora lo he mirado y he visto dos llamadas. ¿Cómo estás?
Histérico. Paranoico. Mareado.
—Bien, bien. Hacía días que no hablábamos.
—Sí. Aunque he estado muy desconectada. Estoy en el apartamento de Calafell con mis padres y es como cambiar de planeta, ¿sabes?
—Ah… —Piensa, Víctor, piensa—. ¿Has visto lo de China?
—Sí, justo ahora sale en la tele. Qué fuerte, ¿no?
—Sí.
¿Sí? ¿Eres idiota, Víctor?
—¿Y tú qué haces? ¿Estás trabajando?
—Ya he salido. ¿Qué iba a decir? —Va, va, va…—. ¿Te apetece quedar antes de que las bombas atómicas empiecen a caer?
Ríe al otro lado de la línea. Esto me relaja.
—Claro. Pero no vuelvo hasta el viernes por la noche, así que tendrá que ser el sábado.
—Sábado, perfecto. Me gustan los sábados.
—Sí, ¿verdad? Son mejores que los domingos.
—Donde se ponga el sábado, que se quite el domingo, dónde vas a parar…
Silencio. Quizá me estoy pasando de gracioso. No sé dar con el término medio.
—Mierda. Ahora caigo. He quedado para comer con los amigos del instituto este sábado.
—Oh. Los domingos no son tan mal día. Si tienen mala reputación es por culpa de los sábados.
—No, no. Haremos esto: quedamos el sábado a media mañana y luego vienes a comer con nosotros. Así te los presento. Ya verás como te caen bien.
Imposible: según la Tercera Ley del Cortejo, los amigos de tu amiguita se pondrán siempre en tu contra.
—Seguro que sí.
—Nos vemos el sábado, entonces.
—Vale.
—Adiós, guapo.
Me quedo tan colgado como mi router.
A la mañana siguiente busco un taller al que llevar la moto a reparar, pero todos están cerrados por vacaciones. En realidad, en el barrio reina una especie de desolación que hace que, en muchos momentos, el silencio se apodere de las calles. Los armenios han desaparecido de la noche a la mañana. Los ladridos de los perros son esporádicos y lejanos. No oigo a niños llorando. Las persianas de los bares no chirrían a primera hora de la mañana. Los ciclomotores no se ahogan al pasar por la empinadísima calle Tissó. Parece que el mundo estuviera en stand by, con el puntito rojo de la cámara parpadeando a la espera de iniciar la grabación. Pause.
Internet se ha caído, y los móviles tampoco pueden enviar o recibir mensajes sms, pero ni las televisiones ni las radios hablan del asunto. No hacen más que retransmitir continuamente los movimientos de tropas en el sudeste asiático. El presidente de Estados Unidos ha declarado que no tolerará acciones violentas en la zona. Pero con el colapso de los hospitales por culpa de un rebrote de casos de la nueva gripe, tienen demasiadas preocupaciones a nivel interno para que la amenaza resulte creíble. En Chile se ha detectado lo que parece una ramificación de la bacteria de Mongolia. Alguien la ha bautizado con el nombre de Lázaro por el paralelismo con el personaje bíblico, lo que no hace sino fomentar la incertidumbre: se empieza hablando de resucitar a los muertos y se termina pensando que los zombis sólo pueden eliminarse de un disparo en la cabeza. De momento, en Santiago de Chile Lázaro ha vaciado los hospitales de enfermedades comunes. Ni gripes, ni sarampiones, ni viruelas ni alergias, ni neumonías, ni nada de nada. La comunidad científica, asegura el telediario, está a la expectativa.
El miércoles se verifican nuevos casos en Holanda, Islandia y Kenia.
El jueves le toca a Australia.
A media tarde suena el interfono.
Diego mira hacia arriba con la mano derecha de visera.
—¿Habíamos quedado?
—No. Pero no sabía dónde ir. No quiero ir a casa.
—¿Ha pasado algo?
Diego me cuenta que ha tenido una discusión muy fuerte con Sonia. La suegra se ha instalado en el piso no se sabe muy bien por qué, y tiene a Sonia medio secuestrada. Pasan todo el día juntas como si estuvieran confabulando, y callan cada vez que él hace acto de presencia. Hace un par de días que Sonia duerme con su madre. Diego pasa la noche en el sofá del comedor. Y ya ha pillado a su suegra en la oscuridad un par de veces, mirándolo desde la puerta del pasillo.
Esta mañana la situación ha estallado: Diego ha hablado con su madre, que ha defendido a las otras dos; luego la ha emprendido a gritos contra Sonia y se ha ido de casa dando un portazo. Diego, que es la paciencia en persona.
—Sabes que puedes venir aquí cuando quieras. —Rebusco en los cajones del recibidor hasta dar con una copia de las llaves del piso, que le doy—. Ésta es tu casa.
—Gracias, pero sólo será por esta noche, si no te importa.
—¡Qué va, qué va! Quédate todo el tiempo que quieras.
No me atrevo a hablarle de la idea a la que ando dando vueltas últimamente. Aunque tenemos confianza, exponer mi teoría abiertamente me da vergüenza.
Le veo cansado. Ha venido desde la tienda sin decirle nada a Sonia.
—Da gusto poder cerrar los ojos sin tener que respirar esa mierda de eucalipto.
—¿Sonia ha metido uno en casa?
—Ha sido su madre. Tendrías que haberla visto, hablándoles a las plantas como si estuviera loca. Le dije que las quemaría todas y me fulminó con la mirada.
—¿Y qué has hecho?
—Las tiro. Cada noche, como tiré las de la tienda. Cuando duermen, bajo la basura y el bonsái de los cojones, y a tomar por saco. Es mi casa, Víctor.
Tenemos la tele encendida pero no le hacemos caso. En casi todos los canales emiten películas o reposiciones. Ningún programa en directo; ningún indicio de que, ahí afuera, el mundo sigue girando.
En este preciso instante podrían estar cayendo bombas.
Mañana podríamos estar todos muertos.