31
Dolors gira como una peonza sobre el respaldo de la silla. Ha conseguido liberar una pierna y caer al suelo, y lucha desesperadamente dando golpes a diestro y siniestro. Como sigue amordazada, el ruido que hace no basta para que alguien de afuera pueda oírla, pero el estruendo que podría causar si tira el televisor o el jarrón que hay sobre el mueble nos delataría.
Chasqueo los dedos, ahora encogidos y curvos como habas, y la detengo deprisa. Dolors me golpea un tobillo, jugada asesina que merece una tarjeta roja; me hace perder el equilibrio pero no me derrumba. Irene no pierde el tiempo, se le acerca y le apoya una rodilla sobre el cuello. Dolors parece ahogarse y cede.
—Niña mala —le riñe Irene.
La ata de nuevo, esta vez a la mesa, donde tendrá menos margen de movimiento. Mientras le aseguro las muñecas observo la mano con los dedos amputados: el apósito está manchado de sangre seca. Lo suelto y dejo a la vista los dos muñones ocultos tras la costra.
—Trae un vaso con agua —le pido a Irene, que desaparece camino de la cocina.
Dolors se mueve como una lubina reacia a entrar en el capazo. Estás cerca de la caña, has mordido el anzuelo, serás la comida. Cuando tengo el vaso con agua, lo vacío sobre la mano y le limpio la suciedad.
La piel se ha regenerado sobre la herida. No ha quedado como la de un lagarto al que le vuelven a crecer los dedos, pero la hemorragia ha cesado y sólo quedan las cicatrices: dos bultos donde había dos dedos. El maldito virus Lázaro. La gente sale de los hospitales curada de sus males, el milagro de la botánica.
Examino su cuerpo y tampoco veo los moratones de los golpes que recibió ayer. No suda. Está despeinada, sucia y violenta, pero clínicamente impecable.
Irene también lo ha visto. Se frota la barbilla como un detective de novela y le hago una señal para invitarla a hablar con Dolors. Dice que no con la cabeza y me pide que empiece yo. Es la leona que empuja al cachorro para que remate a la cebra.
Cojo una silla y la coloco frente a Dolors. No tiemblo. En otro momento estaría hecho un saco de nervios, pero hoy estoy bastante tranquilo.
Irene enciende la tele y comienza a zapear. Nada. Ninguna noticia de los disturbios que hemos presenciado en la distancia. Repeticiones de concursos y series obsoletas. Jessica Fletcher no sabe qué es una invasión. No hay ni un solo magazín vespertino. No hubiera dicho nunca que llegaría a echar de menos los programas del corazón.
Bueno: ésta puede ser una de las ventajas de la colonización.
—¿No hay música? —pregunto.
No encuentra canales de videoclips. No hay señal.
—¿Qué quieres? —responde Irene—. ¿Motown? ¿Disco de los ochenta?
—No, pon alguno de los que tiene en su discoteca. Me parece que acabarán gustándome. —Me detengo, suspiro, clavo los ojos en Dolors y continúo—: De todos modos, de la noche a la mañana se han convertido en grupos pasados de moda, ¿verdad?
Mientras Irene hace otro viaje, esta vez a la habitación, Dolors intenta hacerme entender que quiere hablar. Me parece.
Le quito la mordaza y la cinta adhesiva que le cubren la boca. Y con la mano libre le muestro los alicates, a modo de advertencia. No grites.
—Es inútil que hagas algo. No puedes resistirte —amenaza.
—Sí, es lo que siempre me dicen últimamente.
Irene llega con un CD en las manos.
—He estado pensando que no es muy buena idea —dice—. Si ponemos la música muy fuerte afuera podrían sospechar.
—Si por la noche no nos hacen caso, dudo que lo hagan a plena luz del día. ¿Qué es?
—Mando Diao.
—Ni idea. —Me dirijo hacia Dolors—: ¿Qué tal son?
—¿Qué?
—Los Mando Diao, ¿qué tal son?
—Es rock’n roll.
—Ajá, ¿y te gustan?
No contesta, tampoco aparta la vista.
—Ya te lo he dicho —interviene Irene.
—¿Por qué os obsesionáis con eso? —pregunta Dolors.
—¿Con qué? —respondo.
—Ayer tu exnovia loca me cantó una estrofa de La sirenita. Hoy me hacéis preguntas sobre este disco. ¿Qué sacáis de todo esto?
De los altavoces salen las guitarras impetuosas y una voz que canta como si se fuera a acabar el mundo. Y como se está acabando, de hecho, es bastante adecuado.
—Conoce a tu enemigo. Sois igual que nosotros en todos los aspectos. Es casi imposible distinguirnos. Ahora mismo, pondría mis manos en el fuego y aseguraría que sigues siendo Dolors, si no fuera… si no fuera porque no lo eres.
—Soy Dolors, Víctor.
—Ella me llama Vic.
—Cuando no la torturan —replica.
—Tenemos que encontrar lo que nos hace diferentes. Si podemos reconoceros, podremos combatiros. Así de simple.
—Y por eso cantáis.
—Más o menos. —Cuando la canción llega al estribillo aguzo el oído. Tengo el inglés un poco oxidado, pero me ha parecido entender un par de frases—. ¿Qué dice?
—¿Qué dice qué?
—La canción.
Dolors escucha.
—We never cut the hope.
—¿Qué más?
—Cause we never cut the rope.
Río. Una carcajada abierta y franca. Como hacía días que no reía.
—Nunca cortamos la esperanza porque nunca cortamos la cuerda.
—Sí —dice Dolors, que parece no entender la ironía.
—Me gustan. No son mi estilo, pero me gusta que me digan que no te dejemos escapar. Que eres la respuesta a nuestras preguntas.
—Somos iguales, no tenéis por qué combatirnos.
—Te equivocas, Lolita —dice Irene, con los brazos cruzados sobre el pecho y pose chulesca.
—Éstos son los hechos —expongo—: A mediados de agosto, mis usuarios comenzaron a notar cómo las personas más cercanas a ellos se comportaban de manera distinta. Era gente mayor, indefensa, el eslabón más débil de la cadena. Todos tenían en casa un bonsái de eucalipto, que por internet logré identifica como el gengiskhanensis.
»La planta comenzó a ponerse de moda rápidamente. De las pocas referencias que encontré, descubrí que, según parece, crece en el desierto de Gobi y puede causar alucinaciones.
»Cuando Irene nos enseñó dos cuerpos a medio duplicar en la sala de autopsias del hospital de Vall d’Hebron, comprobamos que había una amenaza real. El virus Lázaro que sanaba a las tribus nómadas de Mongolia podía no ser otra cosa que una cortina de humo para ocultar lo que en realidad estaba sucediendo. Entonces se cayó internet y los móviles dejaron de enviar y recibir mensajes de texto. En todo el mundo comenzaron a producirse amenazas de revueltas y guerra nuclear. Se anunció que la gripe nueva había mutado y que en otoño llegaría con más virulencia. El Lázaro se propagaba y los hospitales comenzaban a vaciarse de enfermos que sanaban milagrosamente.
»Hasta aquí lo que ya sabías.
—¿Y qué? —reta Dolors.
Irene se le acerca y la abofetea.
—¡Calla y escucha! —exige.
Dolors la mira como si pudiera estrangularla con la mirada.
—En el trabajo me pidieron que enviara a hospitales y geriátricos a las personas incluidas en una lista. Eran enfermos terminales y personas con Alzheimer. Más tarde me enteré de que también iban a incluir en la lista a las embarazadas. ¿Por qué?
—¿Por qué se supone que debo saberlo?
—¿No tenéis la mente en colmena?
—¿La qué?
—¿No estáis conectados entre vosotros? ¿Lo que piensa alguien lo piensan los demás, y todo eso?
—¿A quién tendría que estar conectada? Yo soy humana, tú eres el error.
—¿Humana? ¿Y cómo explicas que te haya crecido la piel sobre los dedos amputados? ¿Cómo explicas que no hayas dormido ni un minuto desde que llegamos ayer por la noche, y que tampoco hayas comido ni meado?
Las pupilas de Dolors se mueven velozmente de un lado al otro, de Irene a mí y de mí a Irene.
—No.
—¿No, qué? —pregunta Irene.
—Estáis equivocados.
—¿Ah, sí? Sabes perfectamente que no eres Dolors. Que no eres la misma con quien fui al concierto, ni la que me presentó a sus amigos de mierda. Amigos que espero que se hayan convertido en acelga, esto también te lo digo, porque eran insoportables.
Dolors se tensa y levanta la barbilla. Se le marcan las venas de las sienes; se diría que va entrar en una especie de éxtasis o…
Grita.
Como mi padre.
Le tapo la boca con una mano e intenta morderme. Irene sube el volumen de la música, you can’t steal my love, mientras recupera el pañuelo sucio de tierra para amordazarla de nuevo.
Me ha arañado la palma con los incisivos, pero nada más. Se sacude violentamente, como si pudiese expulsar físicamente lo que acabo de decirle. Es el momento de continuar.
—Diego me trajo un gengiskhanensis a casa. Entró en la noche y me encerró para clonarme. Pero algo funcionó mal. La réplica nació muerta, como las de la morgue. Hay una manera de abortar el proceso de duplicación, y yo lo logré de un modo que desconozco. Y si hay una manera de conseguir que el proceso se interrumpa, es que existe una forma de vencerlos.
Dolors no se rinde. Irene le rodea el cuello con el brazo y le dice al oído:
—Quieres llorar pero no puedes, ¿verdad?
—¿Qué es Dolors, qué hace que os marchitéis?
Utilizo un tono suave, como si le hablara a un chaval que no ha recibido sus regalos la mañana de Reyes.
—Vosotros —dice entre dientes.
—¿Cómo?
—Debéis ser eliminados.
—¿Y cómo nos distingues? ¿Cómo puedes saberlo?
—Víctor.
Irene suelta a su presa. Se levanta y se dirige hacia la minicadena sin perder de vista el televisor. Apaga la música y busca el mando a distancia.
Miro la tele y me asalta una sensación de déjà vú. Gente saliendo de las cárceles sin nadie que los espere afuera. Un rótulo que cambia en cada escenario: Can Brians, Bonxe, Valdemoro, Basauri… La barra del volumen aumenta y escuchamos el boletín informativo. Es el mismo presentador que advirtió que todo era mentira. Ahora informa sin emoción sobre una amnistía general para los presos en todo el país. Siguiendo el ejemplo chino y estadounidense, con la voluntad de comenzar una nueva etapa de paz y libertad, afirma. Los políticos del Parlamento se felicitan por la iniciativa. Se prevé un discurso del rey para la tarde, dentro de pocas horas.
—Mierda —mascullo.
El avance informativo acaba con el recordatorio de la cuarentena para embarazadas. Imágenes de una chica sonriente y sobreactuada que entra en un hospital y se sienta a la espera de un médico salido de una agencia de casting, algo tan impostado como un culebrón de sobremesa. Se advierte que no habrá represalias contra aquéllos que no acaten la orden de cuarentena. Después, la repetición de un concurso. En el resto de los canales, lo mismo.
—Es como cuando lo de las Torres Gemelas —dice Irene.
—No: es peor.
Recuerdo la sensación de estar a punto de entrar en guerra. La incertidumbre de esa tarde frente al televisor. Tengo la misma sensación de inminencia.
—Eso es bueno. Quiere decir que estás viva.
—¿Por qué sigues disimulando? —señala Irene—. ¿Por qué sigues mintiendo? ¿De qué tienes miedo?
—No tengo miedo. Para eso soy mejor que tú. Podéis hacerme lo que queráis, no me preocupa. Porque, al fin y al cabo, vosotros sois los vencidos, ya no queda nadie a quien podáis recurrir. Es cuestión de tiempo, de esperar.
—Te equivocas, nena —refuta Irene—. Hay resistencia. Por mucho que queráis ocultarlo, hay gente que lucha contra vosotros.
—Es cuestión de tiempo, ya te lo he dicho.
—No, si encontramos la manera de distinguiros.
Una revelación, como un flash.
—Rosebud —saboreo cada sílaba.
—¿Rosebud? —pregunta Irene.
—Sí, creo que puedo hablarte de Rosebud —digo.
Voy a la habitación de Dolors, donde me recibe el mosaico sonriente de fotos de carné. Al cabo de un momento, cuando regreso, llevo en las manos una caja de zapatos llena de fotografías, papeles y flores prensadas. Cojo el encendedor que está sobre la mesa y se lo enseño a Dolors.
—¿Más tortura? ¿No os cansáis? —nos desafía.
Pero se equivoca.
Abro la caja de Padeví y creo que Irene adivina de inmediato mis intenciones. Saco un sobre rosa dentro del cual hay una carta manuscrita con letra redondeada. Leo un fragmento al azar:
—«Cada vez que estamos en clase y te vuelves a mirarme me da un vuelco el corazón. Estamos hechos el uno para el otro, aunque todavía no lo sabes. Por eso te estoy escribiendo estas líneas en mi habitación, en la soledad de mi corazón, para compartir mis sentimientos contigo, Dolors…». —Me detengo y alzo la mirada—. Un poco cursi, ¿verdad? ¿Qué edad teníais tú y él? —Busco la firma, muy florida—. ¿Rubén?
—¿Qué estás haciendo?
—Contesta —indica Irene.
—Doce —dice con desgana, y matiza—, o trece.
—¿Fuisteis novios?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque estás atada a una mesa y te estoy haciendo preguntas.
—No, no fuimos novios.
—Pero conservas la carta, ¿te gustaba?
—No fuimos novios.
Ha entrado en un bucle. Sólo tienen respuestas sencillas para preguntas sencillas. Pueden llegar a emplear cierta ironía, incluso, pero no asimilan la complejidad de las emociones. Para ellos, son estructuras vacías imposibles de construir.
Prendo fuego a la carta y dejo que se vaya consumiendo delante de mí. Entre dos dedos, hasta que tengo que dejarla sobre un cenicero. Dolors no se ha inmutado.
—Escoge tú una —le digo a Irene.
Coge una fotografía en la que se ve a Dolors muy abrigada, acurrucada contra un chico moreno de gafas de sol chillonas y esquís en las manos.
—¿Éste quién es?
—Sergi.
Parece que Dolors se ha resignado al juego.
—Su ex. —Hago memoria—. El de la inmobiliaria, ¿no?
—Sí.
Irene quema la fotografía, que se va arrugando sobre sí misma. Dolors sigue poniendo cara de ver pasar trenes.
—Seguro que no acabaron bien —deduce Irene en voz alta.
Revuelvo entre los papeles hasta encontrar lo que quería: una fotografía de Dolors con sus padres. La saco y se la pongo en el morro.
—Están muertos —le espeto.
—No lo sé.
—Han desaparecido y no han vuelto a casa. Si son humanos deben de estar en peligro. Si no lo son, no deben de querer saber nada de ti o… sabes que los estamos matando, ¿verdad? Cuando veníamos hacia aquí los confundimos con vosotros y trataron de atacarnos. Deben de estar muertos en alguna calle cercana. Salieron de casa y los mataron.
—Tus padres también están muertos.
Quemo la fotografía y me aseguro de que no aparte la vista. Se la acerco a los ojos para que vea sus recuerdos ardiendo. No reacciona. No le importa.
La dejo caer sobre su regazo y le quema sus pantalones. Dejan su piel a la vista, que se ennegrece por el fuego. No grita. No protesta.
—Si se pusiera todo esto junto —recito de memoria el diálogo de una película mientras expongo el contenido de la caja de zapatos—, palacios, cuadros, juguetes… ¿cuál sería el resultado?
Irene agarra el mechero y le prende fuego al contenido.
—Charles Foster Kane —sentencia.
Dejemos que la vida de Dolors se alce en espirales de humo por el comedor. Ya sabemos cómo distinguirlos.
—Tu familia también está muerta —dice Dolors interrumpiendo a Irene.
Enfurecida, Irene agarra a Dolors del cabello y le sacude la cabeza.
—¿Qué sois? ¿Extraterrestres? ¿Esporas del espacio? —Hiperventila—. ¿Qué queréis?
Dolors espera a que Irene deje de hablar. Entonces escupe los pelos que se le han quedado pegados a los labios y le responde, parsimoniosa:
—Que os rindáis y aceptéis que no podéis huir a ningún lugar.
El rostro de Irene se ha puesto rojo de ira. Aprieta la mandíbula y da media vuelta. Camina hacia la cocina.
—¿Qué sale mal? —pregunto de nuevo—. ¿Qué os impide clonar a alguien?
—¿No lo has entendido todavía?
Con un gesto brusco, Dolors retira la melena de su rostro.
Siento que me sube una náusea por el esófago y llega hasta el paladar. Tengo calambres en las piernas y punzadas en los codos, como si los hubiera hundido en un contenedor lleno de vidrios rotos.
Irene, coja, vuelve con un cuchillo para cortar pan y va directamente hacia Dolors. Es la señora Bates detrás de la cortina de la ducha.
La detengo justo cuando se apresta a apuñalarla. La agarro del antebrazo e intento hacer que el cuchillo caiga al suelo.
—¡Déjame! —grita.
—¡No lo hagas! —forcejeo.
—Tiene que morir. Quiero matarla yo. Mis padres murieron por culpa de estos hijos de puta. Tiene que morir.
Sus ojos están llenos de lágrimas.
Tenemos los brazos en alto como si bailáramos un tango violento hasta que, finalmente, logro que caiga el cuchillo de sierra. Entonces abrazo a Irene, más para asirla que para consolarla.
—Lo sé, te entiendo. Pero tenemos que mantener la cabeza fría, no podemos perder los nervios. Todavía nos tenemos el uno al otro.
Dolors nos observa, indolente.
Irene me golpea en el pecho y luego hunde su rostro en él. Llora.
—Ya sabemos lo que necesitábamos saber. No la necesitamos.
—No somos asesinos.
—Pues tendremos que vengarnos, Víctor. Por su culpa todo el mundo ha muerto. Es hora de que te des cuenta. No hace ni veinticuatro horas que tu padre nos perseguía para matarnos.
—Y también he descubierto que durante años me había ocultado que mi madre había muerto de cáncer. Y que no volveré a ver a Ricard. ¿Cómo crees que me siento? ¿Piensas que no los odio?
—Tienes que hacer algo, no puedes quedarte de brazos cruzados.
No puedo culpar a Irene por querer hacer lo que quiere hacer.
Pero tengo que saber más.
Sé que hay algo más.
—No estamos pensando con la cabeza clara. —La aparto un poco de mí y le levanto la barbilla; tiene las mejillas llenas de lágrimas—. Será mejor que descansemos y recuperemos fuerzas. Mañana pensaremos cómo encontrar a más de los nuestros y enseñarles lo que hemos aprendido.
Solloza e inspira profundamente.
—Estaba equivocada —admite—. No eres el mismo Víctor Negro que conocía.
—¿Qué quieres para cenar?
Trato de salirme por la tangente.
Ella sonríe.
—¿Qué hay?
—No lo sé, pero no quiero verdura.
Nos preparamos unos huevos fritos y comemos delante del televisor, entre capítulos de Hotel Fawlty y documentales sobre la Inquisición, absolutamente concentrados. Hemos vuelto a atar a Dolors y le hemos puesto una bolsa del Lidl (a la que hemos hecho dos huecos para que no se ahogue) a modo de pasamontañas.
Como ya hace rato que no se mueve ni rezonga, a veces nos fijamos en su pecho para saber si todavía respira.
—Temo quedarme dormida y no volver a despertar —me confiesa Irene.
Callo y le acaricio la espalda.
Trato de sacarme de la cabeza ese runrún que insiste en que soy hombre muerto.