22

Estoy al otro lado de la puerta, esperando a que salga para matarme.

Sólo me queda esperar.

Despierto.

Los ojos me escuecen. La luz de la farola se vuelve dolorosa.

El Víctor Negro que está en el comedor no es una imaginación mía, no es ningún delirio tóxico. Lo he visto mirarme fijamente, he sentido su ansia de sustituirme, de ocupar mi lugar y convertirse en mí. Lo sé porque yo también la he sentido, como he sentido este anhelo de aniquilarlo, de acabar con mi William Wilson particular. Sea quien sea. Sea lo que sea.

¿Qué me espera allá afuera? ¿De dónde ha salido este aborto? Ahora mismo, la cabeza me da vueltas y no me deja pensar con claridad. El monstruo ha dejado de golpear la puerta hace unos minutos, lo que me permite relajarme. Pero no puedo bajar la guardia. Tal vez se esté fortaleciendo. Tal vez ahora ya esté de pie, esperando el momento para atacarme, o buscando un cuchillo o un destornillador para clavármelo. Tal vez ahora él sea más yo que yo mismo.

Me pregunto si no seré yo el doble. Si no seré la planta demoníaca que Diego ha dejado en el piso que vaya chupando a Víctor Negro. Si, en el transcurso de la duplicación, no será él quien se ha despertado y por eso yo estoy tan cansado. Todavía no estoy completo: no he podido replicarlo, no he podido sustituirlo y ahora soy un Negro a medias que no sabe si es de verdad o si es una imitación.

No puede ser. Yo estaba en el dormitorio cuando Diego entró. Como ahora.

Estoy agotado y no puedo levantarme para ir hasta la ventana a pedir ayuda.

¿Ayuda a quién? ¿Quiénes son ellos? ¿Cuántos son? ¿Lo eran los policías de esta tarde? ¿Lo era el armenio que les ha disparado? Si Diego ha provocado mi conversión es porque deben de sentirse seguros. Lo vi venir pero no hice nada. Debí actuar hace dos semanas, cuando todavía tenían que ocultarse, cuando tenían que disimular. Ahora es demasiado tarde. Ellos son más. Si me acercara a la ventana y gritara socorro, me estaría condenando.

Tengo sueño.

La respiración se ha ralentizado y las piernas y los brazos son como objetos inertes ajenos a mi cuerpo. Bostezo y me crujen los huesos de la mandíbula. Noto las telarañas bajo los labios, latentes, esperando a que me duerma para continuar su proceso de succión.

—Eh —murmuro con voz cortada y débil, voz de psicofonía.

No escucho respuesta. Insisto.

—Eh, Víctor. —Pego la oreja contra la puerta, que está tibia, como si sudara. Lo oigo chirriar, leña resquebrajándose—. Víctor.

Vuelve a golpear la puerta. Suave. Un toque. Dos. Está tan debilitado como yo.

No se qué decirle.

Arrastraría la sábana hasta la grieta de la puerta para evitar que las raíces vuelvan a colarse, pero me temo que no puedo.

La fatiga me vence.

La luz amortiguada se filtra por las cortinas y pinta de tonos pasteles las paredes de la habitación. El arrullo de unas palomas madrugadoras me despierta. De aquí a poco será de día.

Y sigo vivo.

—Víctor —le grito—. ¿Víctor?

No hay respuesta.

Ahora entiendo los suicidios de los últimos días. La destrucción repentina del microcosmos de mis usuarios. Habían perdido a su familia y todo aquello que les relacionaba con el mundo exterior. Un mundo que había decidido dejarlos atrás hace mucho tiempo. El salvavidas que les habíamos lanzado desde la popa del barco se había hundido, y se encontraban flotando en medio de la noche. Desesperados. Solos. Sin comprender qué estaba pasando. No veían otra salida que dejar de nadar.

Diego vendrá de un momento a otro. Me ha amordazado para asegurar la metamorfosis, y estoy seguro de que aparecerá para comprobar que el proceso se haya completado. Ahora mismo no podría enfrentarme a él. Ni física ni psicológicamente. Tengo que salir de aquí, y mi única posibilidad de sobrevivir pasa por enfrentarme a mi doble. Después ya veremos qué hago o dónde me escondo. Aquí ya no estoy seguro. Iré a casa de mi padre.

Bloqueo cualquier tipo de pensamiento negativo. No quiero ni pensar que mi padre se haya convertido en uno de Ellos. Trato de pasar por alto el hecho de que no he hablado con él en días. No podría soportarlo.

Busco algo que me sirva de arma dentro de la caja de zapatos, que es lo que tengo más cerca. Si puedo sostenerlo con una mano y es lo suficientemente contundente, ya me valdrá. Nada. Me acerco hasta las cajas de debajo de la cama, donde guardo la ropa de invierno. No pierdo de vista la puerta. Confío en que la criatura crea que sigo recostado. Abrigos y pantalones largos en fundas almidonadas. En la mesita de noche está el cargador del móvil. No veo mi teléfono por ningún lado. Me enrollo el cable alrededor de la mano izquierda y dejo colgando el transformador a modo de vara. Para impactar sobre el cuerpo del bicho debería estar muy cerca de él, de lo que tengo ninguna intención, pero mejor esto que nada.

De repente siento la urgencia imperiosa de conseguir una estaca. Una madera alargada y puntiaguda para atravesarle el corazón, como si fuera un vampiro. Esto me hace pensar que no sé realmente a qué me enfrento. Pero mi vida depende de ello.

Se puede matar. Es mortal. Los cuerpos inacabados del hospital de Vall d’Hebron así lo certifican. Ignoro si es más fuerte que yo o si me teme, o si esperará, o si tratará de irrumpir en la habitación. Diego dijo que no sentían miedo. Pero Diego ya no era Diego. Tenía su voz y su apariencia, sí, pero no era él. Era uno de los otros.

Me tiemblan las piernas y tengo el estómago en posición de Dragon Khan. Antes o después tendré que salir y encararme con él. Vencer mi propio miedo, el pánico que me paraliza.

Antes lo has hecho, Víctor. Antes has sido más rápido que él, que tú mismo. Eso siempre que él sea el otro y tú sigas siendo humano. No quiero ni pensar que estaría matando al Víctor original. Que sería el responsable de lo que más temo. Que me estaría asesinando, creyendo que el real soy yo.

Sal. Coge fuerzas. No seas el Víctor Negro que conoces.

Siempre has estado detrás de todas las puertas, puertas que se abrían y se cerraban y jamás te has atrevido a cruzar. Siempre has visto girar el mundo desde el otro lado. Es hora de tomar la iniciativa.

Me acerco y respiro hondo. Las piernas me tiemblan pero aguantan mi peso. Me restriego el antebrazo por los ojos para deshacerme de las lagañas y dejo un rastro pegajoso de telarañas.

Abro la puerta y no grito. Debería hacerlo, rabioso, para asustar a Víctor Negro, pero me veo adentrándome en el comedor en silencio, furibundo. Las hojas de eucalipto resecas desperdigadas por el suelo crepitan al pisarlas.

Lo encuentro en el suelo al lado del sofá, inmóvil. La tenue luz del alba lo pinta de un color ámbar. Boca abajo, encogido, no consigo verle la cara. No parece respirar. Me acerco lentamente. Me sitúo a una distancia prudencial para evitar llevarme un susto en caso de que estirara el brazo y tratara de cogerme por los pies. Sobre el sofá hay una masa gelatinosa, como una placenta rota. Tomo el impulso de una catapulta con el cargador en la mano. Dejo ir unos centímetros de cable e inspiro profundamente. Describo una parábola con el arma improvisada, el transformador golpea contra el cráneo de la criatura y al rebotar casi me saca un ojo.

No reacciona.

Repito la acción y esta vez las agujas del cargador perforan el cuero a través de los cabellos (finísimos, como volutas de humo negro) y se quedan ancladas. No sangra.

Me quedo quieto, esperando a que el monstruo se mueva e intente defenderse. Tengo el brazo extendido en dirección a su cabeza, como un pescador a punto de recoger la caña, unido a él por el cable negro del cargador.

Desnudo y acurrucado, tiene el aspecto de la madera sin barnizar. Parece más raquítico, como una momia o como, y al pensarlo no puedo evitar la sonrisa, un tomate deshidratado. Al fin y al cabo, no deja de ser una puta planta. Don’t fear the reaper.

Por si acaso, voy a la cocina y cojo el cuchillo más grande que encuentro. No enciendo las luces. Prefiero mantenerme en esta penumbra que lo hace todo menos real. Regreso al comedor y me pongo en cuclillas, a un palmo de su cara. Aguzo el oído por si le oigo respirar. Con el cuchillo, le aparto un mechón de cabellos, que caen quimioterapéuticos. El cargador sigue clavado en la zona occipital del cráneo, como un piercing hiperbólico. Con la punta del cuchillo le rasco la mejilla derecha y se desprenden trozos de piel reseca. Escarbo hasta dejar la musculatura facial a la vista. Siento la curiosidad de un niño destripando un lagarto. El hedor de eucalipto es ahora tan intenso que me vuelven a venir arcadas.

Golpes en la puerta del piso. Nerviosos y breves.

Se me para la respiración.

Creo que se me para hasta el corazón.

¿Es Diego?

Aprieto el cuchillo con más fuerza y me olvido de la criatura que yace en el comedor.

—¡Víctor! ¡Víctor, abre!

Es la voz de Irene.

Si es que es Irene quien habla.

Poco a poco voy recuperando las fuerzas. Ahora me levanto sin crujidos generalizados, y la tráquea ya no es el Stromboli a punto de entrar en erupción. Necesito un café. Un café y una pistola. A pesar de que no he disparado en mi vida.

Contemplo a Irene a través de la mirilla. Deformada como en los espejos valleinclanescos, tiene unas grandes ojeras y el cabello pegado a las mejillas por el sudor. Lleva una camiseta que le va grande y pantalones tejanos a la altura de la rodilla. Se apoya contra la puerta con las dos manos. Debe de ver mi sombra en la mirilla, porque ha clavado la mirada en ella.

—¿Qué haces aquí? —pregunto, pero más bien me sale un ronquido mocoso y tengo que repetir—: ¿Qué haces aquí?

—Abre, Víctor.

Está asustada. O, al menos, eso parece.

—Me has dicho que no podías salir de casa, que Gabi te tenía controlada.

—Me he escapado. Déjame entrar —suplica.

—¿Cómo?

Tengo el cuchillo en una mano y el pomo de la puerta en la otra. Una de las dos cajas sorpresa tiene el premio. La otra contiene una peligrosa Ruperta.

—Joder, Víctor. Hay perros muertos aquí. Déjame entrar de una puta vez.

Es Irene. Hago girar el pomo pero la puerta no se abre. Está cerrada con llave. Diego la cerró por fuera. Me encerró.

—No puedo abrir.

—Mierda, déjame entrar.

—No puedo. La puerta está cerrada.

Vuelvo a mirar por la mirilla y advierto la sospecha en su rostro. Ahora es ella quien no confía en mí. Cree que soy uno de los otros. Da un paso hacia atrás, lentamente. Duda entre huir o quedarse. Grito:

—Voy a buscar una copia de las llaves.

Sueno poco convincente. Si yo fuera ella, no las tendría todas conmigo.

Revuelvo estanterías y cajones llenos de porquería inservible. Abro la jarra de cerveza con tapa metálica que Ricard me trajo de Alemania, pero sólo encuentro las llaves del ciclomotor. La dejo sobre el mueble del televisor. Miro el reloj del DVD por primera vez. Son las siete y media pasadas. He calculado mal: pensaba que eran las seis.

Me pongo la primera camiseta que encuentro, que es la misma que llevaba ayer. Cojo unos pantalones y me pongo las bambas sin calcetines. La primera entra bien, pero la segunda se resiste; me pongo muy nervioso y le clavo una coz que la envía al balcón. Cuando voy a recogerla el silencio de la calle me hiela la sangre. Tres personas caminan juntas hacia el metro sin hablarse. Una pareja entra en el coche; parece que repitan automatismos, ni se miran. Son Ellos. Todos son Ellos.

Cojo el teléfono fijo para llamarme al móvil. No tiene línea. Diego lo ha arrancado esta noche.

Vuelvo a mirar a la criatura en el suelo. Sigue resultando amenazadora, pero ahora no es mi principal preocupación. Parece que se ha marchitado y no tengo ninguna intención de regarla para revivirla. En cualquier caso, me fascina reconocerme.

—¡Víctor! —oigo que grita Irene—. Aquí está Diego.

Mierda.

No se qué hacer. No sé cómo enfrentarme a él. Dudo entre correr hacia la puerta y atacarlo sin darle tiempo a que se defienda, o esconderme en algún lugar del piso esperando a que llegue. Nunca he tratado de matar a nadie. No sabría por dónde empezar. No sabría qué hacer. Diego no estará inerte como la momia que tengo a menos de un metro.

Las llaves. La puerta. Irene aparece en el comedor y chilla asustada. Da media vuelta y, aterrorizada, se abraza a Diego, que, durante milésimas de segundo, parece sorprendido. Disimula muy bien, el cabrón.

Es mi aspecto. Demacrado, piel rosada con venitas que describen ríos azulados. Aspecto de campo de concentración. El cuchillo en la mano. Y, para qué engañarnos, el bicho muerto que apesta a eucalipto.

—Apártate de él, Irene —trato de sonar calmado, pero creo que mi tono es tan tranquilizador como el de Charles Manson con un hacha—. No es el Capgras. Casu estaba equivocado. Son… son otra cosa.

—Es uno de Ellos —dice Diego, que la tiene rodeada con el brazo.

Hijo de puta.

—Has tratado de matarme, Diego —mascullo.

—No le hagas caso. Mentira. Como Gabi, como todos los que son como él.

—Víctor —solloza Irene.

Pero no me mira a mí: mira a la criatura. Cree que yo soy este pato pequinés del suelo.

—Apártate de él, Irene —insisto—. Anoche entró en casa y dejó un eucalipto para… ¿Para qué ha venido, si no ha sido para asegurarse de que todo ha salido bien?

—He venido porque estaba preocupado —se defiende—. Esta noche me llamaste contándome que tenías miedo de que los vecinos te entraran en casa. Me has llamado tú… o me ha llamado él.

Señala la criatura.

Irene está como en shock, con lágrimas en el balcón de los ojos, sin poder decir ni mu.

—Y llegas a primera hora de la mañana y abres la puerta de mi casa con mis llaves, ¿verdad? —digo.

—Me diste las llaves la semana pasada, jefe. Cuando me quedé a dormir.

—Es cierto, Víctor —dice Irene—. Me lo contaste.

—Es uno de Ellos, Irene. Ha tratado de matarme.

—Baja el cuchillo —ordena Diego pausadamente.

—No pareces tú mismo —murmura Irene.

—Pero lo soy.

Diego habla con Irene:

—Intenta defenderse. Está acorralado y no le queda otra salida.

—Pero es igual que él. Es como Gabi o como los pacientes del hospital.

—Tú misma lo has dicho —continúa Diego, que me ignora—: no parece él.

—Sabes que odio los eucaliptos, Irene. ¿Por qué iba a tener uno en casa?

—Un vecino te lo ha encasquetado —razona ella—. Ayer llamaste a Diego para decirle que querían entrar en tu casa.

—¿Y has visto la puerta forzada? ¿Rota? ¿Cómo han entrado?

—Los dejaste pasar.

—Tú los conoces, Irene, y me conoces a mí. Sabes que no les dejaría pasar en la vida.

Ella vacila. Lo sé porque le tiembla el labio inferior. Si jugara a algo que no consistiera en romperme el corazón, sería una jugadora de póquer pésima.

Esgrimo el cuchillo ante Diego. Él es mucho más corpulento que yo, pero también es menos rápido. O lo era antes de convertirse en una puta planta parlanchina.

—Guárdalo. —Alarga la mano mostrándome la palma.

—Tus trucos de Jedi conmigo no funcionan.

Irene da un paso hacia un lado, hacia la tele. Es por lo que he dicho. Ahora no tiene claro en quién confiar.

—No puedes escapar, jefe —continua Diego.

Si se acerca más, le hundo la hoja ancha y brillante bien adentro, en la carne o en lo que sea de lo que esté hecho. Pero el brazo me tiembla tanto que el cuchillo se me caerá de un momento a otro.

—¿Llevas tu móvil? —le pregunto a Irene.

Diego se prepara para abalanzarse sobre mí.

Ella mueve la cabeza para decir que sí.

—No hagas ninguna tontería.

Diego, el encantador de serpientes del espacio exterior.

—Llámame.

Irene me saca el teléfono del bolsillo de los tejanos. Diego, a punto de saltar, no me quita los ojos de encima. Muevo el cuchillo de un lado a otro como un pandillero cualquiera. Ella encuentra los últimos números marcados y oprime la tecla verde.

Tensa espera que dilata el tiempo, igual que cuando abres el sobre con los resultados de unos análisis.

Michael Meyers, el protagonista homicida de Halloween, llevaba exactamente el mismo cuchillo que agarro ahora en la mano derecha. Él, de pequeño, asesinó a toda su familia. La banda sonora de la película, un piano inquietante y nervioso, emerge de la bolsa de mano de Diego.

Es mi teléfono móvil.

Él se vuelve con la bolsa a medio abrir, la coartada a punto de brotar de sus labios. Ella agarra la jarra del mueble y, sin coger impulso ni soltarla, la proyecta en la cara de él. Un gancho de derecha terrible que lo tumba y estuca la pared de pecas rojas. Cae en redondo a mis pies, inconsciente. El piso tiembla por el impacto.

—¿Lo has matado? —pregunto.

—Sólo lo he dejado KO.

—¿Segura?

—Soy anestesista, sé lo que me hago.

Nos quedamos como estamos un rato: los dos campesinos de Millet rezando a la hora del Ángelus. Como si los cuerpos fueran a desaparecer como en los videojuegos o a entrar en combustión espontánea, como en las pelis de vampiros.

No sucede nada de esto.

El mundo sigue girando, pero ahora está lleno de ultracuerpos. Kurt Russell nos observa desde la tranquilidad que confieren las dos dimensiones.

—Y ahora, ¿qué? —pregunto rompiendo el silencio.

—Y ahora, ¿qué de qué?

—¿Ahora qué hacemos?

—¿Tú quieres quedarte hasta que se despierte?

—¿No tienes preguntas?

—Tantas como tú. Pero ésta no es la cuestión, Víctor. La cuestión es: ¿te atreves a hacérselas?

En este caso, el silencio administrativo equivale a no.

—¿Y ahora qué, entonces? —vuelvo a preguntar.

—Ahora nos vamos.

En realidad, creo que lo que quería decir era «huimos».