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Soy del barrio del Eixample, donde todo está en su sitio y nada queda al azar. Cuando doblas una esquina, sabes que encontrarás el chaflán con el colmado, la zona azul y un par de bicicletas encadenadas a un semáforo.

El Eixample de Barcelona había hecho de mi vida una cuadrícula tranquilizadora.

Hasta que Irene Corvo trajo consigo el caos.

Nou Barris es la antítesis de la rutina urbanística. Calles empinadas, giros imposibles y plazas de hormigón hundidas como valles entre edificios de ropa tendida en los balcones. Compramos el piso porque era barato. Ella encontró trabajo cerca, en el hospital de Vall d’Hebron, y yo conseguí una plaza de coordinador del Servicio de Atención a Domicilio del barrio.

Cuando Irene se marchó y me dijo que no quería volver a vivir en ese piso, me vi atrapado. Vuelve a casa, me decía mi padre. Pero reconocer el fracaso me avergonzaba. ¿Y si ella cambiaba de opinión? Con los meses, me he dado cuenta de que no hago más que mentirme.

Esta noche alguien se ha dedicado a pinchar todas las ruedas de los vehículos aparcados en la calle; y mi ciclomotor no ha sido una excepción.

Estoy convencido de que han sido los armenios. Es lo que hacen últimamente: poner a prueba la resistencia de los vecinos. Como los recién nacidos con sus padres, quieren saber hasta cuándo pueden llorar, cuál es su margen de acción. Como cuando dejan un Alfa Romeo o un Mercedes en medio de la calle y se dedican a burlarse de los conductores que tienen que dar marcha atrás para circular por otro sitio. ¿Por qué han tenido que pinchar las ruedas? ¿Qué gracia le ven?

Ya he hablado con Casu sobre el barrio. Que no me rompa la cabeza, me dice, que me obsesiono porque, como vivo aquí, tengo el lugar presente día a día; es algo generalizado, dice. Que en toda Europa se da el mismo fenómeno y que en lugares como Londres o Marsella, por ejemplo, nos llevan décadas de ventaja. Casu asegura que la degradación urbanística viene de la mano de la degradación cultural. La facilidad de acceso a la información también nos ha vuelto más cómodos y, por qué no decirlo, más idiotas. Las urbes están polarizándose: centro turístico-comercial y ciudad dormitorio. Habla del individualismo y del modo en que convertimos nuestro entorno en un ítem más, un complemento impersonal. En todas sus disertaciones, Casu parece tener razón; como si todo lo que dijera fuera científicamente cierto. Aunque creo que todo lo filtra a través de su visión pesimista. Será por eso por lo que nos llevamos bien, porque compartimos el prisma untado de estiércol a través del cual escrutamos el mundo. Al fin y al cabo, añade, para remachar, no vivimos en Sierra Leona. Ya, pero a mí me han fastidiado el día.

Es verano y los talleres del barrio han cerrado. No hay ni un bar abierto en el que sentarse, tomarse un café y maldecir a los armenios y al camarero. Tendré que coger el metro, llegar tarde y escuchar la bronca de Carme. Será psicosomático, quizá, pero ya me estoy mareando, y la cabeza la tengo como el malo de Hellraiser, llena de agujas que perforan la carne.

Odio el metro. Y creo que el metro también me odia a mí.

No se entiende que deba soportar el hilo musical que brota del teléfono móvil de un chaval con una caja de resonancia por cabeza. Viste camisa de cuadros con elásticos y pantalones que cortan la respiración a la altura de los genitales. Tiene la cabeza escorada a babor y ojos de zombi, pero no suelta la única cosa en este mundo que hace que todos lo miren: un teléfono con música máquina que parece surgir de una lavadora instalada en una realidad paralela. Me levantaría y le metería una mano de ostias. Cuando se abrieran las puertas del vagón, lo expulsaría como si tirara la basura, y los cuatro pasajeros del convoy y de este lunes de verano de mierda me aplaudirían y me nombrarían Rey del Metro. Pero soy demasiado cobarde y demasiado republicano para hacer una cosa así. Pensar en un enfrentamiento verbal me pone la piel de gallina y me ata un nudo en el estómago. Confieso que, en caso de llegar a las manos, soy de testículo retráctil. El ecuatoriano que se sienta a su lado (repeinado con colonia, cuello de la camisa abotonado) le echa miradas esporádicas a la espera de que el móvil se le caiga al suelo y se haga añicos.

Mierda.

El móvil. Me he olvidado el móvil del trabajo en casa. No pienso volver a buscarlo.

La mujer que se sienta delante de mí no me saca los ojos de encima. Tendrá unos cincuenta años y una capacidad para incomodar tamaño parada de metro. Cuando he decidido ignorar el martillo neumático que el zombi dormilón lleva en el mp3, he advertido que la Annie Wilkies de Misery que tengo a un metro y medio escaso desea recluirme en su casa y romperme los tobillos con un mazo. Al principio trato de ignorarla, pero en el vagón de metro hay pocos rincones en los que pueda concentrarme. Ya he contado las paradas que faltan hasta la mía y las que faltan para el final de la línea. Ya he maldecido a los armenios pincharruedas y he buscado una explicación sin resultados. He pedido ayuda con la mirada al ecuatoriano aprendiz de telequinésico. Finalmente decido retar a la mujer a un combate de esgrima visual. Aprieto los dientes y pongo mi peor cara de mala leche. No me resulta difícil: pienso en lo que me costará la reparación de la moto. La mujer ni se inmuta. Tiene las mejillas caídas como cortinas hinchadas que los ojos, cual clavos, sostienen. Lleva un lacito en el pelo y una rebeca de lana. Con esta manía de convertir el transporte público en refrigeradores móviles durante el verano, el interior del vagón está helado; pero a esta mujer le dará una lipotimia. O se le cruzarán los cables, como ahora. No abre la boca y en pocos segundos pierdo el combate y me retiro. Decido que la gotera del aire acondicionado del techo es lo bastante interesante como para estudiar su ritmo pausado e incesante hasta llegar a la estación. Cuando salgo, noto que, según camino, Annie Wilkies gira la cabeza como un autómata. Puta trastornada. Dentro de unos años, cuando sea usuaria mía, le enviaré al Congoleño para que le cambie los pañales. Dicen que la venganza se sirve fría, como el metro en agosto.

La Yonqui me mira desde su reserva natural a los pies de Montjuïc. Hoy no se me acerca; se limita a observarme en la distancia, al lado de un colchón piojoso. ¿Ha pasado la noche al sereno? Nunca me he planteado dónde duerme esta mujer. En realidad, nunca me había planteado que durmiera, siquiera. Es la Yonqui. Su papel se limita a intercambiar sexo por dinero para caballo. No tiene pasado, ni vida, ni come ni tiene que ir a comprar detergente para la lavadora ni toma cafés si los clientes no la invitan. Otra figura del belén. Y no se mueve. Está quieta, de pie, menos jorobada que de costumbre. El guarda de seguridad de la oficina también la observa. No dice ni buenos días. Lleva la camisa bien planchada, remetida en los pantalones (me ahorra la visión de su ombligo, lo que agradezco). Sale a recibirme Yolanda con ojos de dentífrico feliz.

—Tienes que explicármelo todo.

—¿Tomamos un café?

Comprueba que no estemos en la línea de fuego de Carme y me coge del brazo. Me incomoda el contacto con la gente, y si son mujeres, todavía más. Tengo mi espacio vital y soy bastante exigente en el control de aduanas. Pero con Yolanda siempre hago un esfuerzo Schengen.

—¿Elena? —la aviso.

Es la redactora oficial de las noticias del corazón de mi vida; también merece la exclusiva.

—¿Dónde vais? —pregunta sin levantarse de la mesa.

—A la cafetería, donde siempre.

—No, gracias —responde Elena.

—Va, ven —insiste Yoyo.

—Tengo trabajo.

Y coge el teléfono para cortar la invitación. Teclea unos números y se queda esperando a que nos vayamos.

—Envidia —dice Yolanda—. Este fin de semana el novio no la habrá dejado satisfecha.

—¿Aún sigue con ese pagafantas?

—Se conocieron en el instituto. Si todavía no lo han dejado, ya no lo dejarán nunca.

—Pero si no pegan ni con cola. Elena siempre dice… —Pasamos por recepción; la silla está vacía—. ¿Dónde está Bego?

—Hoy no ha venido.

—¿Está bien?

—Han llamado sus padres. Está con fiebre, parece. Seguro que se la pegó Carme.

—¿Qué?

—Como el mono ese de Estallido.

—¿Qué?

—La peli de Dustin Hoffman, la del mono con ébola.

—Es antigua, ¿no?

—Qué va, no tanto. Lo que pasa es que todas las pelis de Dustin Hoffman parecen antiguas.

—Déjate de virus, que me lleva a los usuarios locos.

—Empezaste tú —bromeo.

—Luego llamamos a Bego, a ver si se encuentra mejor.

Salimos a la tortura canicular de la calle. Parece que la lluvia bíblica de los últimos días sólo ha servido para que el sol vuelva con sed de venganza. La Yonqui sigue al lado del colchón, como un pasmarote, sin clientes y sin miedo a una insolación.

—Lo que te decía. Elena siempre cuenta que ella quiere viajar y ver mundo, y que el tío ese…

—Joaquín.

—Eso. Que Joaquín es un manta. Que se pasa el día en casa jugando a la Play hasta las tantas.

—Pero es su novio, Víctor, y lo quiere.

—Podría tener novios a patadas. Con chasquear los dedos —chasqueo los dedos, que no quede— tendría cuatro o cinco pretendientes.

—Ella no quiere cuatro o cinco pretendientes. Ella quiere a Joaquín.

—No hay quien os entienda.

—No es eso lo que Dolors me insinuó…

Entramos en la cafetería. La clientela habitual: el hombre que querría asesinar al presidente del gobierno y el artista que crea ilustraciones de grasa en las páginas salmón de La Vanguardia.

—¿Y se puede saber qué te insinuó Dolors?

—¿Quieres un cortado? —Yolanda deja la mano derecha en suspensión; parece una directora de orquesta a punto de dar inicio a una sinfonía. Asiento con la cabeza y ella baja la batuta ante la camarera—: Un cortado y un Cacaolat bien frío.

Tras la barra empieza el concierto de leche calentándose y vasos apoyándose en el mármol.

Nos sentamos en una esquina.

—¿Qué te ha dicho?

Yolanda se cuelga una sonrisa en la cara.

—Está encantadísima. Le caíste muy bien.

—¿Te lo dijo así mismo?

—Me llamó ayer para decirme que eres un encanto, tan tímido y amable, y que ya tenía ganas de volver a verte.

Nunca sé cómo reaccionar en estas situaciones. Si doy muestras de alegrarme, puedo parecer desesperado. Si finjo que no me importa, parezco prepotente.

—La verdad es que ella también me cayó muy bien.

—¿Te gusta?

—Hombre, gustarme, gustarme…

Muestra de Pantone rojo en la cara.

Yolanda se lleva las manos a la boca y sobreactúa un poco, justo a nivel de teleserie de sobremesa.

—¡Hala! ¡Te moló mucho, Víctor!

Le quito importancia con un gesto de la mano y advierto que tengo un tic en los ojos. Mierda de autocontrol corporal.

—Sólo fue una cita.

—No sabes cuánto me alegro, de verdad. Te irá de coña para olvidarte de Irene.

—No quiero olvidarme de Irene.

—Es una cabra loca que no te conviene. No estáis hechos el uno para el otro, y lo mejor es que empieces a dejar esa historia atrás.

—He sido muy feliz con ella durante estos años.

—No, Víctor. No te engañes. —La camarera nos trae el Cacaolat y el cortado, y derrama unas gotas sobre el platito—. Gracias. No te engañes. Irene siempre te ha hecho daño. Está loca. Clínicamente loca. Se le iba la bola cada dos por tres. Siempre tenías que hacer lo que ella quería; si no, drama al canto. Como cuando tiró su moto a las vías del tren después de una discusión.

—Pero…

—Ni peros ni nada. Dolors es encantadora y te pega muchísimo. Y no es una psicópata.

—Ahora no quiero entrar en una relación, Yoyo.

—Eso lo decimos todos para hacernos los duros. No tienes que casarte con Dolors, pero podéis divertiros juntos. Además, ella me dijo que tenía que darte clases de cultura musical, que parecías salido de otra época.

Prefiero guardar silencio. Yolanda es demasiado asertiva como para andar rebatiéndola. Tengo que morderme la lengua en un par de ocasiones para mantener esta pose de Charles Bronson a la expectativa.

—Llámale y quedáis otro día.

—¿Ahora?

—Cuando sea. Quizás un lunes a las ocho y pico de la mañana no sea el momento ideal… Pero cuanto antes, mejor, que vea que hay interés.

Suena su móvil y, por el tono de la llamada, sé que es el de empresa. Carme estará buscándonos para echarnos la bronca por cualquier tontería. Yoyo rebusca en el horrible bolso de Hello Kitty y saca el teléfono. Hace la mueca esa que todos hacemos cuando queremos leer la pantalla y un reflejo de fluorescente nos lo impide.

—Será Melibea, que quiere contarte cómo le fue con Calixto —le digo a la celestina.

Para responderme, Yolanda me saca la lengua y descuelga.

—¿Sí?

Me bebo el cortado de un trago y tardo cinco milésimas de segundo en ponerme a sudar como un cerdo. La cara de Yolanda anuncia problemas. Y de los gordos. Cuelga y me mira.

—¿No llevas el móvil de empresa?

—No. Me lo he olvidado en casa.

—Era para ti. Carme.

Adopto la táctica transilvana de blanqueamiento súbito del rostro. El sudor de hace unos segundos se transmuta en cubitos de hielo en la espalda.

—¿Qué quiere?

—Una usuaria tuya se ha suicidado. Anabel acaba de encontrarla.