8

De camino a casa de mi padre he comprado pollo asado. Es la comida oficial de los domingos, aunque en la tienda de comida preparada donde suelo ir siempre les queda demasiado reseco.

Hoy no llueve, pero el cielo sigue revuelto y el bochorno no se va. He desayunado al lado de cuatro abuelitas que charlaban sobre el culebrón de la sobremesa («la novela», lo llaman ellas) y sobre las vicisitudes que la pobre chica de la finca debe pasar para poder acostarse con el valeroso granjero. Con ellas había un niño de unos cinco o seis años, aburrido como una mala cosa, que no hacía más que llamar la atención. Ha empezado jugando con las cucharas, simulando que eran luchadores de lucha libre; entonces ha pasado a ser un soldado infiltrado tras las líneas enemigas entre las mesas y, finalmente, ha decidido convertirse en comisario político para expresar sus opiniones con voz de megáfono. La abuela (la señora del pelo tirando a lila) le ha dirigido un par de miradas que sólo han servido para azuzarlo. Ha llegado un momento en el que el chaval parecía el líder de una revolución que estuviera teniendo lugar en el bar en el que desayunábamos. El Hitler del futuro, vamos, y todo porque las abuelitas no se dan cuenta de que el niño no puede pasarse la mañana del domingo en un bar escuchando su cháchara. Luego llegan los genocidios, la eugenesia y las guerras mundiales, y nos quejamos porque no lo habíamos visto venir.

Piso del Eixample de techos altos y luz filtrada del patio de vecinos. Me he criado en estos setenta metros cuadrados; he jugado a fútbol con Ricard en el pasillo, a riesgo de los jarrones y de la cristalería. He visto pasar televisores: primero en blanco y negro, y más tarde en color de mamachicho y goles son amores. El sofá es el mismo desde ni me acuerdo cuándo, y me lo conozco palmo a palmo, me sé cada uno de sus bultos de memoria. Y en mi habitación todavía tengo los juguetes de La guerra de las galaxias, casi todos decapitados o enemistados de por vida con He-Man, el héroe anabolizado de los Masters del Universo. Mi padre fuma tabaco negro y deja un ambiente denso, de necrosis en las paredes, amarillentas a pesar del repaso de pintura que les dimos hace tres veranos. Este olor que se cuela tráquea abajo y te lame los pulmones con lengua de pimienta es uno de los primeros recuerdos que conservo. Es, también, la constante de mi padre, lo único que parece mantenerse inalterable con el paso del tiempo. Durante los últimos años lo he visto envejecer; no se trata tanto de fisiología como de carácter. Se diría que hubiese fichado por la multinacional de la tercera edad y se atuviera estrictamente a su código de comportamiento corporativo: todo lo que parecía entusiasmarle ahora parece provocarle indiferencia. Como si, al atravesar la barrera invisible de la resignación, hubiese mudado de piel, al igual que una serpiente. Sigue en forma, o, al menos, con la salud de hierro que siempre ha tenido, pero, ahora, el yo ya estoy mayor para estas cosas es cada vez más frecuente. Se ha vuelto adicto a las obras públicas y por la radio escucha una emisora que mete bajo la almohada. Y cuando se enfada refunfuña y hace castañetear los dientes al igual que un niño, como si diera la discusión por perdida aun antes de haberla comenzado.

De mi madre no me acuerdo ni ganas.

Un buen día decidió que papá podía hacerse cargo de dos críos él solito y se fue de casa. En un crucero conoció a un cantante melódico del Caribe, de un país donde el correo postal está prohibido y las llamadas telefónicas se castigan con la pena capital.

Papá habla poco de ella, por no decir nunca. Ha escondido sus fotografías en una caja de zapatos. Y ésta, cual muñeca rusa del Palacio del Calzado, la ha escondido dentro de otra caja, en el altillo. Quiere obviar el pasado y borrar los cuatro años de noviazgo y siete de matrimonio; no le culpo. Desde entonces ha tenido relaciones más o menos prolongadas, pero nunca estables. Amigas de fin de semana y maduritas que castigaban la pista de baile de La Cibeles antes de que la demolieran. Papá es experto en los efectos secundarios de la menopausia, y se conoce el Time Out como si lo escribiera él.

Será por eso que no tengo suerte con las mujeres. Una condición genética. Los Negro no somos calvos ni tenemos alergias, pero perdemos a las mujeres como el que se despierta con la almohada llena de cabellos y la nariz goteando. No soy muy de buscar excusas, pero existen hechos indudables, verdades absolutas y condenas innegociables.

Papá está aburrido mirando unas noticias de agosto sin fútbol ni motor, embobado con la serpiente de este verano, la misteriosa bacteria sanadora de Mongolia. Como público, Mourinho (un canario fastidioso que no deja de piar con violencia) y un perro que ladra, perezoso y lejano.

Comemos y trato de desengancharlo de la tele.

—No me hicieron caso, papá. Me ignoraron.

Mastico el pollo que acabo de llevarme a la boca.

—¿Tuviste que ir a comisaría? —pregunta mi padre mientras se sirve otro vaso de vino.

—Ni eso. Tomaron cuatro notas, me cogieron los datos y no he vuelto a saber nada. Es mi trabajadora, papá. Me parece raro.

—Quizá lo tienen todo muy atado y no necesitan tu ayuda.

—No lo sé. María José estaba en casa de la señora Herminia porque yo le planifiqué el servicio. Que después terminara matándola, lo que todavía me sorprende, me parece muy relevante.

—¿Quieres más pan?

—No, gracias. Así que llamé a Estragués.

—¿A quién?

—A Estragués. Ese amigo que tengo en los mossos.

—El CSI.

La policía científica. Mi padre siempre lo llama CSI porque está enganchadísimo a las investigaciones de Grissom. En realidad, Estragués hace mil años que es mosso d’esquadra y está especializado en falsificación documental, pero en una serie esto no vende.

—Exacto. Lo llamé y le pregunté si sabía algo del caso.

—¿Y qué te dijo?

—Que le echaría un vistazo.

—¿Y?

Las patatas al horno sí que las hacen ricas: bien calentitas y blandas, muy sabrosas. Trago de Coca-Cola para bajarlas.

—Que no ha vuelto a decirme nada.

—¿Le has llamado?

—Sí, pero no coge el teléfono.

—¿Por qué la mató, la mujer ésa?

—No me lo explico, papá. María José era normal. No era de las peores teefes que tengo. En realidad, era de las más cumplidoras.

—Perdió la cabeza. A veces pasa.

—No lo sé. Tendría que haberlo advertido antes, ¿no? Lo que quiero decir es que hablaba con ella periódicamente, conocía sus virtudes y sus defectos… Creía saber cómo era.

—Con quien tenemos delante, nunca se sabe, Víctor. Te lo he dicho siempre. Desconfía de la gente.

—Tienes razón. Pero todavía no me lo creo. Y la señora Herminia allí, en el suelo, como un pollo asado…

—¡Víctor! —se cabrea.

Callo y el ladrido del perro se hace presente como un metrónomo. Mourinho está en silencio. Acojonado y todo, diría yo. Nos quedamos unos minutos sin hablar hasta que papá retoma el tono conciliador.

—¿Sabes algo de Ricard?

—No, llevo días sin hablar con él.

—Le he llamado esta semana pero no coge el teléfono. Tampoco responde a los correos.

Mi hermano mayor es un triunfador, la oveja negra de la familia.

En cuanto tuvo maletas propias, Ricard también las facturó en el aeropuerto, bien cargadas, igual que mi madre. Pero él se apuntó el teléfono de casa y se llevó suficiente cambio en monedas para ir llamando de vez en cuando.

Pasó una temporada en Colombia, en Cali, desde donde enviaba postales de cielos de un azul radiactivo; deben de pintarlas los guerrilleros de la selva para sacarse cuatro pesos. Se abrió una cuenta en Hotmail y papá decidió que teníamos que conectarnos a internet. Eso fue a finales de los noventa, y la conexión funcionaba cuando quería, y a velocidades de pasillo de geriátrico. Papá recibía emails sobre trivialidades y discusiones de trabajo, y yo, unas fotografías de colombianas besándolo que hacían que, antes de que hubieran podido descargarse del todo, ya tuvieras toda la sangre alojada en la entrepierna. Me empalmaba a base de píxeles: qué triste era la vida con los módems.

Terminó la carrera en Cali y volvió a Barcelona, donde pasó dos días. Literalmente. En cuanto aterrizó, ya tenía jet-lag y una oferta de trabajo en Dubai, de jefe de selección de personal para una petroquímica.

—Que en el desierto van muy tapadas —le advertí.

Pero se ve que no. Bueno, sí: en el desierto van tapadas, pero Ricard sólo ve arena cuando lleva el coche a lavar. Vive en un complejo para trabajadores occidentales inmenso, no sé cuántos rascacielos interconectados de los que no necesita salir nunca. Ahí lo tiene todo, ocio y trabajo, y siempre se relaciona con la misma gente.

—Esto es una casa de putas, Víctor —define sin tapujos—. ¡Es como una serie de adolescentes!

Pero no lo envidio: Ricard no está nunca solo. En su piso de la planta 21 hay fiesta día sí, día también. Y no es extraño que se levante rodeado de compañeros de trabajo a los que más tarde ni siquiera saludará en la fotocopiadora del despacho.

Dos Navidades atrás fui una semana a verlo. Me presentó a Coleen, una chica preciosa de San Francisco con quien tenía una relación abierta, lo que significa que se acostaban juntos cuando les apetecía, sin contrato de exclusividad. Tengo feelings por tu hermano, me dijo ella con voz nasal. Es mucho simpático.

Esa semana viví en un mundo artificial de réplicas de edificios europeos, ríos navegables que discurrían por la ciudad, palmeras dentro de vestíbulos y lujo por obligación. Todo era tan falso que daba miedo. Tan prefabricado para que pareciera perfecto, que no era real. Era una impostura, pura fachada, un cuerpo sin alma. Era Matrix, sin las balas a cámara lenta pero con muchas gafas de sol para disimular las resacas. Un monstruo nacido de la nada en pleno desierto, grande, fuerte, poderoso y con facciones reconocibles. Pero un monstruo, sin embargo, con el que no sabía de qué hablar y que no tenía un creador concreto al que culpar. Un Frankenstein huérfano, desorientado y extremadamente atractivo.

Coleen me contó que estaba allí por el dinero, como la mayoría del personal occidental. Los árabes pagaban muy bien. Pero nunca podrías llegar a sentirte como en casa, porque el paraíso era de ellos, y tú sólo les podabas los árboles. Con tijeras de oro y un Porsche por furgoneta, sí, pero eras el jardinero, a fin de cuentas. Todos querían terminar regresando a casa (en el caso de que llegaran a tener una). Eran unos Ulises atraídos por cantos de sirena sin Penélopes aficionadas al punto de cruz esperándolos. Sabía que muchos de los que se marchaban no duraban ni cuatro días en su país de origen: les faltaba este pedazo de vida artificial que se les había pegado muy adentro, igual que el alcohol en el páncreas. La mayoría terminaban en puestos similares en Sudáfrica, Japón o Hong Kong y clonaban la vida falsa en otro mundo prefabricado. Coleen, exótica hija de indio norteamericano y hawaiana, tenía una red de amigos repartidos por el mundo en busca de un espacio ficticio en el que poder reproducir el mismo día una vez y otra, y otra más. Tenía, también, la mirada triste.

Y ahora, además, tenía al tete.

—Andará con trabajo, como siempre —digo—. Ya sabes cómo es el tete, que desaparece unos días y no es consciente de que los de aquí nos preocupamos.

—¿Cuánto hace que hablaste con él?

Hago memoria repasando el calendario mental que me venía de serie y que no me he preocupado de actualizar. Soy incapaz de recordar cumpleaños o sucesos o reuniones si no los apunto en mi agenda. Y, encima, tampoco no me acuerdo nunca de mirar la agenda.

—Hablamos el doce, creo. Sí, el doce, porque la migraña no me dio hasta el trece.

—¿Y cómo estás ahora?

—Mejor, mejor. Parece que se me está pasando. Debía de ser la mierda esta del calor y el estrés.

—Míratelo. Ve al médico.

—No hace falta. Antes, mira, porque ya lo tenía en casa, pero ahora me da muchísima pereza.

Al médico sólo hay que ir si sangras, esto lo tengo clarísimo. Para todo lo demás, una visita al doctor sólo sirve para que te encuentre algo que no te funciona bien y para dejarte preocupado. Algo que, de no haber ido al médico ni haberlo sabido, te habría permitido llevar una vida completamente normal. Un análisis con números anormales, y empiezan las pruebas médicas, las dietas y una temporada de medicación continua. Prefiero seguir ignorando los dolores y las jaquecas, que terminan desapareciendo aburridos de tanta indiferencia. Lo que refuerza su autoestima y los convierten en enfermedades preocupantes son las salas de espera de los ambulatorios. Estoy convencido.

—No, en serio, no lo dejes pasar.

—No es nada, papá. Estrés, nada más. Ya se me está yendo.

—A ver si lo que tienes es el virus este de los chinos.

—Es todo mentira. Con la gripe el mundo iba a acabarse, y ¿qué paso? Y ahora dicen que llegará una mutación más violenta. Las farmacéuticas lo anuncian a bombo y platillo para meternos el miedo en el cuerpo y vender más vacunas.

—No, yo me refería al virus este que cura las bronquitis, las migrañas y las piedras del riñón.

—Éste no nos llegará, ya lo verás. Cuando se descubra que todo se reduce a un error de estadística médica ya no merecerá más atención que un breve en los periódicos. ¿Sabías que los hospitales de Mongolia los construyeron los soviéticos y están siempre medio vacíos? Ingresar implicaría aceptar una forma de sedentarismo.

Tengo la impresión de que no me ha escuchado. De que ha desconectado a media frase. Impresión que se confirma cuando vuelve a hablar:

—Dicen que en América del Sur está muriendo gente. Yo, por si acaso, esta semana iré a comprar mascarillas. Si no estás fino no conviene que te expongas a la gripe.

—Es una gripe como cualquier otra, papá. No hagas caso… Y te digo que ya estoy mejor.

—Ve al médico, ¿eh?

—Que sí…

Dejo que el final se deslice como si fuera una canica.

—¿Cuándo tienes vacaciones?

—Ahora, en septiembre… —Quiero retomar la conversación sobre Ricard. Hablar de las migrañas sólo consigue que vuelva a sentirlas llegar en manada, como hienas surgiendo de una cueva—. ¿Cuándo hablaste con el tete?

—El pasado domingo.

—Sólo hace una semana, entonces.

—Sí, pero estoy intranquilo. Había discutido con Coleen y estaba agobiado en el trabajo. Tenía problemas, se ve.

—¿Qué problemas?

—Dijo que ya hablaríamos. Que me llamaría cuando no tuviera a nadie delante, que le daba vergüenza que lo tomaran por paranoico.

—Claro.

Ricard es el único en esta familia de tres que todavía no tiene el diploma expedido por la Universidad Internacional de la Paranoia y la Desconfianza. El mío lo tengo guardado en una caja fuerte para que no me lo roben.

—Me asusta que le haya pasado algo. Ya habrás oído en la tele lo del riesgo de atentado contra los europeos en esos países.

—Últimamente siempre hay riesgo de atentado, papá. Lo hacen para que la gente confíe ciegamente en los gobiernos contra el enemigo común. Como esta historia de la bacteria asiática: es la táctica más antigua de la historia. Ésta, y la de dejar preñada a la hija del rey del país vecino.

—Víctor…

Esta vez, la llamada de atención es más suave. A mi padre no le gusta la gente grosera. La detesta. Si tuviera menos escrúpulos, haría como Hannibal Lecter, que se zampaba a los groseros en aras del bien común. Si tuviera menos escrúpulos, más estómago y talento para la cocina, claro está.

—En serio, papá. El tete estará bien. Ha tenido problemas con los compañeros de trabajo y Coleen debe de ir liadísima, pero ya verás como llama. Esta misma tarde le envío un email.

Pero por la noche Ricard no me responde. No está conectado y hace días que no actualiza su perfil de Facebook. Ha desaparecido. Su móvil me responde en árabe el equivalente al apagado o fuera de cobertura y me quedo hipnotizado por la pantalla del ordenador con muy mal cuerpo. El monitor es una ventana cerrada a mi hermano. Busco noticias sobre Dubai y no encuentro nada. Literalmente. Parece que la red haya engullido al país como una silenciosa tormenta de arena.

Aviso sonoro del correo electrónico, que me apresuro a abrir.

Bufido de frustración al comprobar que es de Casu. El otro día me dijo que tenía que enviarme un mail, pero yo ya me había olvidado; sólo he tenido un homicidio en el trabajo, he conocido a una chica en una cita a ciegas y mi hermano no da señales de vida.

Lo leo por puro aburrimiento. Es domingo por la noche y estoy sólo en casa con el niño de los vecinos fustigándose las cuerdas vocales a unos decibelios sobrehumanos.

Con Casu comparto fascinación por las conspiraciones. En su correo electrónico habla de la bacteria de Mongolia y de supuestos casos que habrían aparecido en regiones del Amazonas. Incluye links a titulares de periódicos sensacionalistas (los tabloides británicos se llevan la palma) y a blogs que se hacen eco de un presunto intento del gobierno de Estados Unidos por silenciar el tema.

Existen auténticos profesionales de la consparanoia, gente que vive plenamente dedicada a derribar cortinas invisibles en busca de falsos magos de Oz. Yo no soy uno de ellos. Sólo soy desconfiado. No creo que los gobiernos me espíen, porque terminarían aburriéndose. Lo que sí creo es que nos engañan. Porque el hombre es de natural mentiroso; transformamos la realidad a nuestro gusto, la modelamos para hacerla más aceptable. No ha pasado un solo día de mi vida en que no disfrace una excusa o aliñe una anécdota para hacerme el interesante. Y si lo hago yo, lo hace todo el mundo. En mayor o menor medida. El secreto, entonces, no radica en saber si alguien dice la verdad, sino en descubrir hasta qué punto su mentira es más o menos profunda.

A media lectura me detengo y cojo el móvil para llamarle. Me quedo quieto unos instantes, mente en blanco, encefalograma deliciosamente plano en un mundo sin problemas ni migrañas, sin Irenes Corvo ni países árabes sepultados bajo la arena.

Una pantalla azul de system error en el cerebro, reinicie el equipo, el hardware podría estar dañado.