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La primera vez que vi a Irene estaba sentada en una parada de autobús en el Eixample, a tres calles de la casa de mi padre, y en realidad me esperaba a mí. Ella no lo sabía, pero estaba en ese lugar porque yo tenía que pasar por ahí, de camino a la universidad, una desapacible mañana de febrero.

Presuntuoso.

Lo cierto es que, como sabría mucho tiempo después, no hacía ni dos días que había cortado con su novio. Había sido después de los exámenes, y no tenía a nadie que la acompañara en moto a la facultad. Se había trasladado durante unos días a casa de su abuela, en la calle Mallorca, porque la señora estaba fastidiada y siempre le decía nena, que tú vas para médico y siempre me harás compañía si me pasa algo. No la había visto antes porque era la primera vez que ella esperaba el autobús y porque yo tengo alergia a los transportes públicos.

Irene es preciosa. Tiene los ojos enormes de color miel y el cabello rizado como el de las niñas de los cuentos de hadas. Eso era todo lo que podía ver bajo la bufanda y el abrigo. El segundo día también le miré el culo, y el conjunto resultó espectacular. No empecé a sentirme sucio por andar espiándola hasta al cabo de una semana, cuando decidí que el trayecto de quince minutos entre la casa de mi padre y la facultad, la Pere Tarrés, podría hacerlo en autobús. Me acercaba a la parada cuando sabía que Irene estaría por ahí y, muerto de frío, me quedaba hasta que aparecía para coger el autobús con ella. Era completamente estúpido, porque a las nueve de la mañana la línea va tan llena de gente adormilada que lo único que conseguía era vislumbrar su cabello entre un tío engominado y un hombre que se empeñaba en leer el 20 Minutos desplegándolo a codazos. Al cabo de un rato, consciente de que eso era acoso y de que ni Hitchcock habría justificado una actitud como la mía, bajaba, hacía trasbordo y olfateaba la enésima ráfaga de perfume mezclado con sudor. Tardaba cuarenta minutos en hacer un trayecto de menos de la mitad. Eso, como decía la canción, no era amor, era obsesión.

¿Por qué lo hacía?

Supongo que quería que ella se fijara en mí, que me mirara y me dedicara una sonrisa, mientras yo, con las manos sudorosas, me hacía el distraído con los Temptations sonando en el discman, lacónicos. Que iniciara una conversación banal y la retomáramos al día siguiente. Que la atracción fuese mutua y descubriéramos fobias comunes que compartiríamos cada mañana, durante mi trayecto de mentira.

I’ve got sunshine, on a cloudy day.

Dicen que el amor es lo que mueve el mundo. No lo sé. De lo que estoy seguro es de que las fobias unen a las personas. Criticar es fácil y liberador; destruir es más sencillo que construir. Las fobias son más cohesionadoras que las filias. Es el caso de los instructores militares de academias como la de Westpoint. Al igual que en La chaqueta metálica y el odioso sargento de artillería Hartman, ese personaje irascible de lengua rápida (en Wisconsin sólo hay vacas y maricones) que maltrataba a su tropa e insultaba al recluta patoso. Su objetivo era que los soldados le odiasen todos por igual, que hicieran piña para ir en su contra. Unirlos, al fin y al cabo.

Claro que yo no quería que la chica con la que me topaba de forma estudiadamente casual en el autobús hiciese flexiones ni se arrastrara bajo alambradas llena de barro y con un subfusil en las manos, no. Lo que yo quería era compartir cuartel con ella.

Irene se esfumó. Volvió a casa de sus padres, pero eso yo no lo sabía. Para mí no fue más que rutina rota, un cuadro en el recibidor que, cuando desaparece, deja la marca de su paso en la pared, un rectángulo de papel pintado más limpio que el resto. Un vacío en un autobús lleno. Aunque repetí el ritual de trasbordos durante dos semanas, no volví a verla hasta al cabo de tres años.