16

Irene lleva el cabello recogido en una cola que deja su cara diáfana, sin maquillaje, como iluminada por un foco invisible. Va vestida con el pijama naranja del trabajo, brazos cruzados. Camina ante la entrada de urgencias con pasos pequeños, en círculo, la vista clavada en el suelo. La noto nerviosa. Puedo oír su corazón palpitando rápidamente. Pero no tardo en darme cuenta de que es el mío, que está a punto de saltar por mi boca. Levanta la cabeza y nos ve, finta una sonrisa y la aborta al comprender que no estoy solo.

Dolors me coge de la mano.

Ha insistido en acompañarme. No sé si intrigada o molesta. No soy capaz de interpretar qué quieren decir sus labios apretados y esa mirada de estaca.

Irene espera que hagamos todo el camino hasta ella, entre las obras que parecen abandonadas, valla y tubos dispuestos en forma de colmena, señalizaciones provisionales. No nos hemos cruzado con nadie más, ningún coche nos ha pasado por al lado. Es como uno de los episodios de La dimensión desconocida, de ésos en los que el mundo se termina de un momento a otro.

—¿Cómo estás? —pregunto al llegar.

—¿Quién es?

—Dolors —responde ella, y le tiende la mano mientras con la otra sigue aferrándose a mí.

—Puedes confiar en ella —la avalo, pero Irene sigue recelando y deja a Dolors con la mano extendida.

Silencio.

Más silencio.

—Perdona, Víctor —dice—. Estoy muy nerviosa. Acompáñame.

—Pero ¿puedes explicarme qué ha pasado?

Irene sube hacia el edificio blanco y porticado, igual que un partenón moderno de vidrios tintados.

—Ahora no. Tienes que verlo.

—Irene.

—Tienes que verlo.

Entramos en el Departamento de Anatomía Patológica y la temperatura baja unos cuantos grados. El mostrador del conserje está vacío, Irene sube las escaleras, planta uno, sala de autopsias.

—Eh… —Trato de interrumpirla—. ¿No estaremos yendo a…?

—Necesito que vengas.

—No, no, no, Irene. Yo no puedo entrar ahí.

Ella se vuelve y me mira desde arriba. La tengo a contraluz, la ventana le recorta la silueta y le oscurece las facciones, pero detecto que me está estudiando en milésimas de segundo.

—¿Cómo estás, Víctor?

—¿Qué?

—Pregunto que cómo estás.

—Quizá podrías explicarnos qué coño está pasando antes de que nos pongamos a charlar, ¿no? —interviene Dolors.

—Tú calla —ordena Irene.

—¿Qué quieres decir con que me calle?

Dolors se indigna y me aprieta las falanges con más fuerza.

—Espera, Dolors. —Trato de calmarla y después me acerco a Irene—. Tiene razón: para empezar, explícanos por qué nos has hecho venir. Todo esto es muy extraño.

—No os he hecho venir —remarca el «os» con negrita y cursiva—, te he hecho venir. Y ahora quiero saber cómo estás.

—Confundido.

—No. Físicamente. ¿Has dormido mucho últimamente?

—¿Que si he dormido? No, Irene. Duermo como el culo, tengo dolor de cabeza, mareos, manías persecutorias y una exnovia que ha hecho oposiciones al KGB sin avisarme.

Sorprendentemente, parece relajarse después de esta respuesta.

—Entonces, ven.

—No. No iremos a ningún lado hasta que nos lo expliques todo. ¿Tengo que ver muertos?

—Sí. —Levanta una ceja—. Más o menos.

—Pues si tengo que ver muertos, quiero saber el motivo. Llevo unas semanas muy malas con el tema cadáveres. Y sabes que no lo soporto.

—¿Y tú? —le pregunta a Dolors—. ¿Cómo te encuentras?

Con ganas de matarla, a juzgar por la presión licuadora de sus dedos.

—Hoy es el día más interesante de todo el verano. Sólo espero que no nos decepciones.

No es carácter. Es pura bilis.

Irene se sienta en un escalón y se cubre el rostro con las manos.

—No puedo confiar en nadie. En nadie. —Habla con frialdad, como siempre lo ha hecho, en ese tono que me ponía los pelos de punta pero que he echado tanto de menos—. Y he pensado en ti, Víctor. Sabía que eras la única persona que no me fallaría.

Las piernas me traicionan y me recuesto en la barandilla.

—¿Qué ha pasado? —repito por enésima vez, esta vez con el tono más conciliador que puedo emplear con una exnovia en las escaleras de la morgue.

—Todo el mundo está cambiando. Y me siento… no sola, no. Me siento… —No encuentra las palabras pero sé a qué se refiere—. Creo que si me duermo no volveré a ser la misma.

—¿Por qué?

—El hospital. Está medio vacío. Hasta hace cuatro días teníamos la sala de urgencias llena a rebosar, como siempre. Pero ahora no viene casi nadie. Y ha habido altas masivas de pacientes que estaban ingresados. Se dormían y al día siguiente se despertaban sanos.

—El virus Lázaro —dice Dolors con un hilo de voz—. Es el Lázaro, ¿no?

—No hay ningún virus. —Irene la traspasa con la mirada—. Son las plantas.

Ahora siento náuseas.

—Los gengiskhanensis —susurro.

—¿Qué?

Oímos el ruido de una puerta que se cierra en alguna parte del edificio. No estamos solos. Y no sabemos si eso debería reconfortarnos o asustarnos.

—Los eucaliptos. Los pacientes han dormido con los eucaliptos en las habitaciones, ¿me equivoco?

—No… esto, sí. Esta semana las enfermeras los han repartido por todo el hospital. Son esas plantas… Dios mío, me estoy volviendo loca, ¡no es posible!

Se levanta de golpe y empieza a subir los escalones de dos en dos. La seguimos hasta el rellano y la vemos desaparecer detrás de la puerta batiente. Entramos, y algún tipo de superstición hace que los pies se me queden clavados en el suelo. Hay grifos y estanterías de aluminio. Un banco y perchas con batas y cajas de guantes y máscaras. Irene cruza la siguiente puerta y da por hecho que también la seguiremos.

—No puedo —me niego.

—Vengo contigo, Vic. —Dolors me abraza—. No te dejo solo. Estoy contigo.

Y me arrastra hasta la sala de autopsias.

Paredes blancas y olor a cloro y formol, bandejas con tarros, tenazas, bisturís. No hay cuerpos sobre las mesas, ni restos de sangre o salpicaduras en el fregadero. Parece una sala de espera aséptica.

Irene está al lado de lo que debe de ser la nevera en la que almacenan los cadáveres. Diversos nichos formando un Connecta 4 que recordaba vagamente al refrigerador de la bodega de Ángeles. Ella disfrutaría aquí de lo lindo, pienso yo. Yo, no. Yo querría estar a kilómetros de distancia. A años luz de aquí. En otro sitio o en otra época.

Dolors se acerca y habla con ella. Estoy estupefacto, junto a la puerta, como si tuviera vértigo y me fuera a caer desde la parte más alta de un rascacielos de Dubai. Y Ricard no está para agarrarme de la mano.

—Vic —grita Dolors—. Ven.

Irene empieza a abrir una de las puertas metálicas de la nevera. Dolors se ofrece a ayudarla, pero Irene rechaza su oferta. Aparta, ordena. Abre tres más. Se agacha para sacar la camilla corredera. Una bolsa negra cerrada con cremallera. Dos, tres, cuatro. Entonces viene hacia mí y vuelve a rogarme:

—Tienes que creerme.

Doy un paso adelante, un salto de fe, sólo el penitente pasará, y veo por el rabillo del ojo que Dolors se siente herida porque le he hecho caso a mi ex y no a ella. Y me duele. Quisiera decirle que no significa nada, pero no es el lugar ni el momento. Cruzo la mirada con ella y le guiño un ojo, pero con los nervios no se si habrá captado el gesto de complicidad.

Siento ahora un olor familiar.

El eucalipto.

Irene abre la cremallera y una vaharada de olor pestilente me asalta la nariz y toma posesión del castillo. Primero no interpreto bien lo que estoy viendo. Como si el cerebro se me hubiera colapsado y no distinguiera formas ni colores, ni recordara nombres. Como un Alzheimer temporal. Poco a poco la figura se va haciendo reconocible y terrorífica al mismo tiempo.

El cuerpo encogido y oscurecido de un hombre. La piel acartonada y recubierta de filamentos verdosos que parecen ríos de un mapa antiguo. No hay pelo en todo el cuerpo, ni tetillas ni genitales. Tiene los ojos cerrados y la boca es una brecha sin dientes. Entre los dedos de las manos, las hojas pequeñas y alargadas del gengiskhanensis.

—¿Qué…? —comienzo a decir, pero Irene ya está abriendo la bolsa de al lado.

Dolors observa fascinada.

Irene se va a una esquina a esperar que la tranquilicemos. Esto no es nada, seguro que habrá una explicación.

Pero sabe tan bien como nosotros que eso es algo que no podemos hacer.

—Mira, mira, mira —dice Dolors, que está en cuclillas al lado del cuerpo de una mujer.

Éste parece menos completo que el anterior. Tiene los pechos caídos y secos, y las caderas, pronunciadas, pero el rostro es un amasijo sin facciones. Las fibras entran y salen del cadáver como si lo cosieran. El olor a eucalipto es más intenso, y el color de la piel, más verdoso que marrón, con pequitas rojas en la carne de los brazos y las piernas.

—Mira —señala Dolors—. No tiene ombligo.

Recuerdo a la señora Herminia. En el suelo, como momificada. Igual que estos dos cuerpos.

—Abrid los otros —dice Irene.

Soy incapaz de tocar la cremallera de las dos bolsas que permanecen cerradas.

—Creo que ya he visto suficiente. Deberíamos llamar a la policía y…

—Ábrelos, Víctor —insiste con tono grave.

Oigo una puerta en el edificio, un sonido amortiguado pero no muy lejano.

—¿Estamos solos? —pregunto.

Irene se encoge de hombros y los tres nos quedamos por unos segundos mirando la puerta de la sala de autopsias, esperando a que de un momento a otro entre alguien. Nada.

Dolors abre la cremallera de una de las bolsas y ahoga un grito.

—¡Hostia puta!

Se cubre la boca con la mano como si quisiera contener el géiser de pensamientos que están a punto de entrar en erupción.

Me pongo a su lado con la sensación de que en algún momento irrumpirá un médico o un vigilante de seguridad.

Observo el cadáver que acaba de descubrir. Es un cuerpo de hombre casi gelatinoso, piel rosada cubierta por una telaraña como de algodón de azúcar. Parece desinflado, con las mejillas hundidas y los ojos como dos pozos. Tiene las costillas marcadas y una cicatriz larguísima que le cruza el pecho en vertical. Desprende hedor a fresas podridas.

—Es la misma persona —afirma Dolors, pero no sé a qué se refiere.

—¿Quién?

—Es el mismo hombre de allá —y señala el primer cadáver acartonado.

Miro a Irene y asiente con la cabeza. Vuelvo a fijarme y comienzo a encontrar rasgos similares entre ambos. Las facciones del rostro, la complexión, la… me dirijo al primer cadáver y le pongo la cara a un palmo del tórax. Es como si, de repente, mi aprensión hubiera desaparecido. Como si no fueran humanos, sino puchinelas de una película mala de serie Z. Encuentro lo que busco: una cicatriz finísima, casi imperceptible, en el pecho. Se me había pasado, medio escondida entre las fibras.

—¿Ella es…? —pregunta Dolors refiriéndose a la bolsa que queda.

Irene asiente con la cabeza.

Como en la película de los ladrones de cuerpos. Como los putos ladrones de cuerpos.

Cojo el teléfono y busco el número de Estragués en la agenda. Marco, pero no tengo cobertura.

—Ahora vuelvo.

Salgo hasta la antesala y de ahí al rellano, donde aparecen las barritas al lado del símbolo de la antena. Llamo. Dup, dup, duuup.

—Hola, Víctor.

—Lluís, Lluís, mierda.

—¿Qué pasa, Víctor?

—Lluís, tienes que ayudarnos, tío. Estoy en el hospital de Vall d’Hebron, en las autopsias, y…

—¿Estás bien? —me corta.

—Sí, no. Quiero decir… sí. Hay unos cadáveres como los del otro día, ésos que parecían un pato al horno. Creo que…

—Tranquilízate. Todo va bien, Víctor.

—No, no. No va bien.

—Ahora envío a alguien a por vosotros. No os mováis de ahí.

—Sí, rápido. Esto me da muy mala espina. Lluís.

Me tiembla la voz.

—No le des más vueltas. Pronto acabará todo y no hará falta que te preocupes más.

—¿Qué?

—¿Qué? ¿Qué? ¿QUÉ?

—Quedaos donde estáis. No tardarán en llegar.

Cuelgo asustado. Irene ha salido y espera una explicación.

—Estragués.

—¿Qué te ha dicho?

—Que nos envía a alguien.

—¿Para qué? ¿Para qué nos envía a alguien?

Me quedo en blanco. No puedo pensar con claridad. Vuelven el pulso en las sienes, las náuseas… Soy un héroe de acción.

—El otro cadáver también es el de una mujer. Una réplica —interviene Dolors.

La señora Herminia no tenía réplica. Estaba sola. Ella sola y Mariajo. Mariajo en la habitación contigua. En la habitación contigua en la que no entré. La habitación que no vi. La habitación donde podía haber un duplicado suave y viscoso.

—Joder, Víctor. —Irene se enfada—. ¿Por qué lo has llamado?

—No sabía a quién recurrir. Él es policía. Él podría ayudarnos.

—Nadie puede ayudarnos. ¿No lo has entendido?

—Eh, eh —intercede Dolors—. Cálmate un poco, ¿vale?

—Y una mierda me voy a calmar. ¿Es que no lo entendéis? —A pesar de la violencia de su tono, no abandona su frialdad—. Hace una semana que la mayoría de médicos de este puto hospital actúan como si fueran autómatas. En cuanto duermen con estas putas plantas en la habitación, los pacientes se largan después de recuperaciones milagrosas. Mi novio insiste en regalarme eucaliptos como si fuera el puto día de Sant Jordi intergaláctico. Hace tres días que no duermo más de cinco minuto seguidos en la salita de guardia, porque no quiero volver a casa para terminar convertida en una cosa de éstas.

Mi novio. Ha dicho mi novio.

—Eso es paranoia —dice Dolors.

Mi novio. Lo sabía. Sabía que estaba con alguien.

—Mira con qué facilidad defines la situación: paranoia. Hay cadáveres clonados por plantas en la morgue, pero no es más que un ataque de paranoia.

—Tú lo has dicho, cadáveres. Si a todos los enfermos presuntamente curados les dan el alta después de dormir con los gengiscomosellamen, ¿por qué estos dos están muertos? ¿Eh?

Creo que he oído pasos en las escaleras.

—¡Y yo qué sé!

—¡Pues menos mal que eres médico! —estalla Dolors.

—Estos dos han entrado aquí esta mañana. Son… eran terminales.

Una puerta chirría.

Alguien sube por las escaleras.

—Será mejor que nos abramos —propone Dolors.

El vigilante de Prosegur aparece porra en mano.

—¿Qué están haciendo aquí?

Se interpone entre nosotros y la salida. Aunque va armado, no parece amenazador: cincuenta y pocos, bigote marchito, mirada poco espabilada. Me recuerda a Tom Savini, el actor especializado en gore.

—Son unos amigos —se excusa Irene con la credibilidad que le confiere el uniforme—. Les estoy enseñando el sitio en el que trabajo.

—Usted no trabaja en este pabellón.

—No, soy anestesista, pero han insistido en ver el depósito.

Asentimos con la cabeza, como colegiales traviesos cogidos a los que han pillado tras escapar de una excursión.

—¿Han entrado?

Las bolsas de los cadáveres han quedado fuera de la nevera y están abiertas.

—No. No, no, no —miente Irene.

El hombre desconfía. Si entra, descubrirá el engaño. Levanta la vista y mira hacia la puerta, como un Colombo cualquiera en busca de indicios que confirmen sus sospechas.

—Entre, si quiere —lo desafía Dolors.

El vigilante guarda la porra en el tahalí y avanza hacia nosotros.

—No se muevan de aquí —nos ordena.

Advierto que Dolors tensa el cuerpo para salir corriendo. Irene da un pasito en dirección a las escaleras. El vigilante nos mira por última vez antes de abrir la puerta batiente. Cuando perdemos contacto visual con él, echamos a correr escaleras abajo como alma que lleva el diablo. Dolors no tarda en coger ventaja, mientras que Irene, con sus zuecos, queda rezagada. Pasamos por delante del mostrador de conserjería cuando oímos los chillidos del vigilante. Dolors sostiene la puerta para dejarme salir y la cierra antes de que llegue Irene. La abro cuando aparece, sudadísima, con la respiración entrecortada.

—Al metro, al metro —dice Dolors, que me coge de la mano para que la siga.

Irene se detiene, indecisa. No sabe si venir con nosotros o quedarse en el hospital. Fuera de este recinto, el pijama naranja la delata, pero la alternativa es que el vigilante la detenga y la obligue a esperar a que lleguen los policías a los que Estragués ha avisado. El guardia ya está en el vestíbulo, a pocos metros. Tenemos que tomar una decisión, y tenemos que tomarla deprisa.

Dolors tira de un contenedor móvil, pero no puede con él. Entiendo lo que quiere hacer. La ayudo y lo empujamos hasta la puerta, que atrancamos justo a tiempo para que el de Prosegur quede atrapado. Irene se quita los zuecos y queda descalza sobre el asfalto caliente. Tom Savini pide refuerzos por la emisora.

Corremos entre las sombras hasta la Ronda. La carrera se nos hace eterna y, a medio camino, tenemos que hacer un alto para respirar. El sol nos castiga, nos ahoga y nos hace sudar al límite de la lipotimia.

Al cabo de un rato de caminar a trote por el lateral de la Ronda de Dalt, encontramos una boca de metro. Comprobamos que nadie nos ha seguido y nos internamos escaleras abajo.

Dejamos atrás la superficie y soy consciente de que, ahora, las reglas del juego han cambiado.