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Odio el momento en el que, en las películas, los protagonistas se comportan de forma estúpida. Cuando, de entre todas las posibilidades, escogen la que, eso se ve a la legua, no les traerá nada bueno. Cuando salen de la cabaña al oír ruido entre los árboles tenebrosos de Crystal Lake, cuando deciden que ese hombre bienintencionado de madre posesiva que regenta un hotel es digno de confianza, cuando abandonan una guarida segura para ir en busca de un amigo en la otra punta de la ciudad.

Ése es el momento en el que murmuras «idiota» entre dientes llenándote la boca con cada fonema, como si el insulto fuese un polvorón seco. En el que llegas a pensar que, si tiene que pasarles algo malo, es que se lo merecen. Por burros.

Y aquí estoy, en una ciudad que ha cambiado de fisonomía de la noche a la mañana, eludiendo barricadas para llegar a casa de alguien que, seguramente, nos quiere muertos.

Si alguna vez he tomado una decisión equivocada, es ésta.

Irene frunce el ceño y se arma de valor. Avanza por la calzada, asertiva, esquivando alguna bicicleta abandonada, sorteando obras valladas del gas, de la fibra óptica (¿todavía existe?) o de cualquier otra excusa para embolsarse comisiones a costa de enredar entre las tripas del asfalto. Lo que ha pasado aquí, sea lo que sea, ha estallado repentinamente. Los coches tienen las puertas abiertas como si sus ocupantes hubieran salido corriendo precipitadamente. Hay bolsas de mano al lado de los contenedores de reciclaje.

Algunas ventanas tienen las luces encendidas, pero no se ve a nadie. Noto que nos vigilan, que controlan cada paso que damos por un territorio que les pertenece. Un trozo de la ciudad que ya ha mutado. Un barrio tan oculto por la sombra de la colina que ha cambiado silenciosamente. La metamorfosis se acelera y parece imparable.

Laszlo Brau me contó su llegada a Mauthausen. Desde el tren hasta el campo tuvieron que andar un buen rato por un camino de mala muerte que los condujo a través del pueblo. Decía que, aunque parecía abandonado, podía sentir, como agujas en la piel, todas las miradas que llegaban desde detrás de las cortinas de ganchillo: espectadores mudos que los veían pasar sin inmutarse, sabedores de que el destino de esos infelices estaba escrito.

Los manuales de autoayuda aseguran que, para que tus acciones salgan como tú quieres, debes tener pensamientos optimistas. Sí, claro. Me gustaría ver a un escritor de autoayuda ahora mismo, paseando su buenrollismo por esta calle.

Todos los escritores de autoayuda serán reemplazados por réplicas exactas. Todos los escritores, en realidad, sin excepción.

—¿Habrá más novelas?

—¿Qué?

—¿Y películas?

Irene debe de pensar que soy idiota. Idiota, así, entre dientes, como si me viera tomando la decisión equivocada desde el comedor de su casa, con el dedo sobre el botón de fastforward del mando a distancia.

—No lo sé, Víctor. ¿Queda muy lejos la casa de tu amiguita?

Ha dicho amiguita con cursiva.

—No lo tengo claro. Yo vine por el Santuario, por donde íbamos antes, pero ahora no me oriento.

—Usted perdone si me he desviado por una simple emboscada.

—Con que uno de los dos sea sarcástico basta.

Esta zona del Carmel es un laberinto, con todas sus propiedades intranquilizadoras. Sin GPS, a oscuras y espiados por fantasmas, cuesta concentrarse en dar con un edificio que sólo has visto una vez. Irene tampoco resulta de mucha ayuda.

—¿Cómo estás del pie?

—Me duele. ¿Por qué calle vamos?

—Fastenrath.

Me acuerdo porque pensé que quería decir «rata rápida» en alemán. A la mnemotecnia por la estupidez.

A unos veinte metros hay un cruce en el que aparecen dos motoristas. Paran para esperar a que lleguemos. No apagan el motor. Parecen un videoclip de los ochenta, sólo falta Bonnie Tyler.

—Haz ver que no los ves —digo, y veo de reojo que Irene asiente con la cabeza.

Igual que cuando entra una abeja en el coche y lo único que se te ocurre es repetir María María María a modo de mantra porque, según dicen, las espanta. Nos acercamos a los motoristas, que resultan ser dos centauros sobre sendas Scoopys. Pelo rapado y chándal de hooligan. Si no fuera porque todos se parecen entre sí, diría que son los mismos que fumaban porritos la noche que vine con Dolors.

Los poligoneros aprovechan que la calle es de bajada para deslizar sus ciclomotores con lentitud sibilina. Irene y yo no nos detenemos. Clavamos la mirada al frente y simulamos que no pasa nada, que no tengo las ganas de vomitar que ahora mismo están alborotándome el estómago. Noto los gemelos cargados y agarrotados por la ascensión, y sé que no podría salir corriendo.

Cuando pasan por nuestro lado, nos miran fijamente. Siento el impulso de gritar, como cuando te asomas a un barranco y piensas qué pasaría si, en ese momento, saltaras. Querría ser valiente y enfrentarme a ellos, comportarme como un Chuck Norris cualquiera y, con dos movimientos rápidos, lograr que caigan de la moto y retorcerles el pescuezo. En vez de hacer eso, trago saliva y sigo caminando. Trato de no orinarme encima.

Se dan por satisfechos y se van.

A mi derecha tengo unas escaleras automáticas. Recuerdo haberlas visto cuando me fui de casa de Dolors. Estamos en la calle Rosalia.

—Dos calles más arriba y a la derecha.

—¿Seguro?

—Espero.

La distribución de las islas de edificios no sigue ningún orden o pauta. Aquí hay callejuelas estrechas y, más allá, unas escaleras que rompen entre las casas. Barandillas, balaustradas y excavadoras. El minotauro se volvería loco.

Cuando subo por la calle de Santa Albina ya estoy completamente ubicado. Nos dirigimos a la casa de la esquina. Es de un color azul pálido y está rodeada de postes de la luz y cables telefónicos, como si fuera el cuartel general de la Gestapo.

Oímos un alarido a nuestras espaldas. Un grito breve acompañado de un golpe. Nos volvemos pero no adivinamos de dónde viene. Los dos centauros de parking de discoteca aparecen lentamente en el cruce y se detienen delante de un C3. Entonces lo vemos, o creemos distinguirlo: un bulto sobre el coche, un cuerpo amorfo. Miramos hacia arriba y vemos a otra persona observando desde la azotea.

—¿Se ha tirado? —pregunta Irene.

—O lo han tirado. Para el caso…

—Víctor…

Se detiene. Piensa si decir lo que quiere o callárselo. Conozco esta expresión de aguantarse las palabras como quien se aguanta el pipí. Es tan propia de Irene…

—¿Sí?

—No creo que vuelvan a hacerse más películas.

La casa de Dolors tiene dos plantas, dos puertas (una para personas y la otra para vehículos) y dos posibilidades: que ella sea de los nuestros o que sea de los otros.

Llamo a la puerta con los nudillos. El timbre sería demasiado escandaloso en una calle silenciosa como ésta.

No hay respuesta.

—Vuelve a llamar —ordena Irene.

Toc toc toc.

Se enciende la luz de una de las ventanas. Pasos en las escaleras que dan a la entrada. Silueta a través del vidrio esmerilado. Pestillo manipulado. Titubeo.

—Dolors… —digo en sordina.

—Víctor —responde a través de la puerta.

—Sí.

—¿Puedo confiar en ti?

—Hasta que tengas que regarme.

Con un lamento de metal oxidado, la puerta queda entreabierta.

Irene le da una patada y empuja a Dolors hacia el pasillo mientras me coge de la camiseta y, con prisas, me obliga a entrar. Dolors no reacciona, aturdida. Irene me ordena con un gesto que cierre la puerta y obedezco.

—Tendrías que habérmelo preguntado a mí —le aconseja a Dolors con efecto retroactivo.

Y le pega un puñetazo en la nariz como nunca pensé que pudiera hacerlo. Es un golpe plásticamente perfecto. Nada de peleas de verduleras colgadas en Youtube. Un guantazo digno de un especialista de película de Hong Kong. La nariz de Dolors sangra; se la toca y mira a Irene con el asombro del ciervo delante de los faros de un coche en una carretera boscosa. El empujón y la patada en las costillas resultan totalmente innecesarios.

—¡Irene!

Trato de interrumpirla.

La teniente Ripley se vuelve, furiosa, y, como poseída, silabea:

—¡Víctor, colabora, coño!