34
Abrazo a Neus.
La teefe decidió quedarse con el señor Brau cuando todo se torció. Sin otros lazos que los que mantenía con sus clientes, prefería estar en el hospital antes que en un mundo que se iba volviendo amenazante por momentos.
A principios de semana desalojaron el edificio principal con la excusa de que sólo quedaban enfermos terminales. El personal médico se los llevó al materno-infantil, que es donde estamos ahora. Neus se asustó cuando vio que el traslado se realizaba bajo vigilancia policial. Pero lo peor aún estaba por llegar.
—Día tras día ha ido llegando más y más gente y nos han dejado encerrados —me cuenta.
Entramos en una sala de espera para visitantes y vamos hasta la puerta de las escaleras de emergencia, una estructura metálica que desciende por el exterior del edificio. Cuando giramos el pomo, ella me detiene. Laszlo Brau, sentado en una silla de ruedas que empuja Neus, dice:
—Hay dos guardias montando vigilancia noche y día ahí abajo. Y los de las furgonetas que hay aparcadas afuera no nos quitan los ojos de encima.
—Dispararon a un hombre anteayer —aclara Neus.
—¿Lo mataron?
Neus cierra los ojos y afirma con tristeza.
—Tarde o temprano intentarán matarnos a todos —subraya Laszlo Brau.
Puedo divisar toda Barcelona desde aquí. Desde las chimeneas de Sant Adrià hasta la torre Agbar. Montjuïc y los rascacielos gemelos de la Vila Olímpica. Una ciudad atrapada entre el mar y la montaña, una emboscada urbana.
Hay dos columnas de humo en el barrio Sant Martí. Busco el Carmel y creo adivinar la terraza de Dolors.
—¿Puedo hablar a solas con el señor Brau, Neus?
Ella asiente y sale de la sala. Se tropieza con las almas en pena que transitan por el pasillo.
—¿Por qué has venido, Víctor? —pregunta el señor Brau.
—Incendiarán el hospital, lo quemarán con todos nosotros dentro.
—Lo sé. Me lo imaginaba, vaya. Es lo que acaban haciendo siempre.
—No sé lo que son, pero lo que quieren es vernos muertos.
—A ti no. A los viejos, a los que no pueden absorber. A los que ya nos hemos quedado sin tiempo.
Callo a la espera de que mi silencio sea lo suficientemente explícito.
De nuevo en el pasillo, dos personas discuten.
El señor Brau me interrumpe y chasquea la lengua.
—No han podido duplicarte, ¿verdad?
—No.
—¿Qué tienes?
—No lo sé. Puede ser un tumor cerebral, puede ser leucemia. Nada, tal vez.
—¿Te lo ha dicho uno de Ellos?
—Sí, uno de mis mejores amigos.
—Mienten a menudo. Me di cuenta de que Mary Ann no era la misma desde el primer momento en que se convirtió en uno de Ellos.
—No creo que mintiera sobre esto. Desde hace tiempo tengo la sensación de que algo en mi interior no funciona. Intentaron duplicarme y la larva se marchitó. —Cojo aire—. Y después me tendieron una trampa para encerrarme aquí. Me estoy muriendo.
—Todos nos estamos muriendo.
Recuerdo que al señor Brau le diagnosticaron un enfisema pulmonar.
—¿Y si no paso de esta noche? ¿Y si ahora, mientras hablamos, caigo fulminado?
—Necesitas saber cuándo sucederá, cuánto te queda de vida.
—Sí.
—Llévame al comedor —me ordena.
Cojo los mangos de la silla de ruedas y volvemos al pasillo. Neus se acerca cuando nos ve, pero con un ademán el señor Brau le dice que no, que espere un poco más.
Por primera vez soy consciente de que el hospital está repleto de gente rondando por ahí mientras espera su turno para morir entre el hedor de sudor, vómito y orines. La mayoría son ancianos a quienes hasta ahora había visto como usuarios y que se han transformado en condenados. En las habitaciones, llenísimas, las camillas están ocupadas por momias de respiración agónica. No hay escapatoria posible.
No hay futuro para la humanidad.
—No todo es así —dice Laszlo Brau, como si pudiera leerme el pensamiento—. ¿Crees que podrías subirme por las escaleras? Los otros han bloqueado los ascensores y para gente como yo es muy difícil moverse por el edificio.
Paso al lado de un plano de la planta que recuerda vagamente a un corte trasversal de la Estrella de la Muerte. Tiene dibujadas las instrucciones que se deben seguir en caso de emergencia. Dudo que llegaran a pensar en una situación como la que nos ocupa.
Me pongo de espalda a la escalera y empiezo a tirar de la silla del señor Brau, escalón a escalón. Siento un leve hormigueo en el lado izquierdo del cuerpo, como si se me hubiera dormido. Procuro evitar el pánico, procuro no pensar que me estoy apagando.
Seguimos subiendo. El señor Brau pesa poco, pero la silla va muy dura y prácticamente tengo que cargar con todo el peso. Me detengo para tomar aire, exhausto.
—¿Cómo ha sabido que no era uno de Ellos, señor Brau? —pregunto con curiosidad.
—León.
—¿Qué?
—Así me llamaban durante la guerra: León. No tanto porque fuera bravo —sonríe, todavía tiene la habilidad para sonreír en circunstancias como éstas— sino porque tenía mucho pelo.
»Salí de España en el treinta y nueve. No podía quedarme aquí después de todo lo que había escrito en el Diario de Barcelona. Y mucho menos después de las caricaturas de los altos mandos nacionales que había publicado. ¿Nunca has visto mis dibujos, Víctor?
—No.
—Son los que me salvaron la vida cuando terminé en Mauthausen. Un SS del campo encontró mis papeles y le gustó mi estilo. Sobreviví haciendo de secretario de la oficina del campo. Oficialmente retrataba a los nazis y a sus familias. Extraoficialmente, pude evitar que mucha gente muriera en la cantera o en las duchas de gas.
»Estuve tres años en Mauthausen. Tiempo suficiente para descubrir lo que es humano y lo que lo parece. Vi a prisioneros comportarse entre sí de manera más violenta que los nazis con el fin de arañar una semana más de vida. Vi cómo la gente se lanzaba a las alambradas eléctricas porque no podían soportar la cuenta atrás de vivir en el campo.
»Eres humano, Víctor. Pase lo que pase. Te quede el tiempo que te quede. Y si el mal que tienes dentro hace que no puedan convertirte en uno de Ellos, aprovéchalo.
Llegamos a la séptima planta. Laszlo Brau, León, calla para respirar. Se ahoga si habla mucho, y le falta el aire. Puedo oír cómo silban sus pulmones.
—No quiero morir —digo mientras abro la puerta del almacén y lo hago entrar.
—Tarde o temprano, a todos nos toca.
—Necesito saber cuánto tiempo me queda.
—No tienes que saberlo, Víctor. ¿Querías saberlo cuando pensabas que morirías de viejo? No, ¿verdad? Pues entonces no veo la necesidad de que lo sepas ahora que el reloj se ha adelantado.
»En el campo, cada día podía ser el último. Cada vez que nos acostábamos temíamos no volver a despertar: un recuento en el patio en una helada noche de invierno, un castigo por una tentativa de huida. Un kapo al que se le fuera la mano en unas escaleras… La muerte nos esperaba por todas partes. Y salimos con vida. Porque teníamos aquello que nos hace humanos, aquello que llamábamos el espíritu del campo.
—¿Los recuerdos?
—No, los recuerdos son lo te han hecho llegar donde estás ahora, te han hecho como eres ahora. Pero lo que te impulsa hacia delante es la esperanza, la voluntad de seguir luchando, de proyectarse en el futuro. No existe otra especie en la tierra capaz de hacer planes y pensar en el devenir. —Una tos seca interrumpe su discurso; el cuerpo pequeño y raquítico se convulsiona en la silla. Levanta la mano para indicar que está bien y, al cabo de un rato, continúa—. Ni siquiera estas plantas pueden hacerlo. ¿Las has visto repetir movimientos de forma automática?
—Sí.
—El mundo para ellas se congela en el presente. No habrá nada más que este instante que estamos viviendo, es un circuito cerrado perpetuo. No se reproducirán, es más complejo para ellos. Por eso están recluyendo a las embarazadas. Por eso las quieren matar: los niños que esperan son nuestra esperanza, nuestra capacidad de lucha y resistencia.
—Somos muy pocos, muy débiles y estamos aquí encerrados.
Al abrir la puerta siguiente veo salir dos niños corriendo vestidos con el pijama del hospital. Tienen entre seis y siete años. O entre ocho y nueve, nunca he sabido calcularlo. Ríen y juegan sin parar. No tienen miedo, ya han aprendido a vivir aquí.
Deambulamos a paso lento por el pasillo circular. En menos de un minuto nos rodean una veintena de críos. Algunos sin cabello, otros en sillas de ruedas empujadas por niños mayores, otros con respiradores enganchados a la cara como si fueran una máscara espacial. Nos saludan y se presentan, yo me llamo Àlex, y tú, yo me llamo Néstor, yo me llamo Dorian. No muy lejos nos observan un par de adultos, dos mujeres con los brazos cruzados y la mirada atenta.
—Una tarde, mientras trabajaba en la oficina de Mauthausen, tuve acceso a un informe de las SS. Un buen amigo trazó un plan para que escapáramos. Tendrías que habernos visto: cuatro prófugos cruzando media Alemania para huir de los nazis. Lo teníamos todo en contra, estábamos rodeados de enemigos. Pero aun así lo conseguimos. Por muy oscura que parezca la noche, hay un momento en que se hace de día.
—¿Eres uno de Ellos? —me pregunta un chiquillo que no levanta dos palmos del suelo, cabellos rizados y ojos enormes.
—¿Cómo te llamas? —le pregunto.
—Màrius.
—No soy uno de Ellos, Màrius.
No lo soy.
El sol se pone detrás de Collserola y enrojece la silueta de la montaña.
Acurrucado a un lado de una ventana, en una habitación atestada, me cuesta dormir esta noche. Sigo acechando al exterior, sigo buscando ayuda.
No soy un héroe. Nunca he liderado nada, siempre he visto los toros desde la barrera. Rehúyo las responsabilidades por miedo a no estar a la altura. Se equivocan de persona, no soy yo a quien buscan.
Pero no hay nadie más.
El señor Brau ha dormido toda la tarde, agotado. He aprovechado para recorrer el edificio de arriba abajo con Neus, que me ha hecho de cicerone. Hay un pequeño esbozo de organización. Las embarazadas se agrupan en cuatro o cinco pisos, los niños y los adolescentes ocupan los siguientes cinco o seis plantas. Más arriba, adultos con sida o con cáncer. Las últimas plantas son para enfermos de Alzheimer o dementes. Los ancianos postrados en camas o en sillas de ruedas se encuentran repartidos por todas partes.
—Las mujeres embarazadas no pueden entrar en las habitaciones de los niños —ha dicho Neus.
—Lo entiendo.
En los últimos dos días ha habido al menos una quincena de suicidios. Al mirar por la ventana se pueden ver las manchas de sangre, abajo, en el suelo, al lado del edificio.
—Sabíamos que nos iban a dejar morir cuando nos encerraron aquí —continúa Neus—. No trajeron ni a los niños en incubadora ni a los pacientes intubados. Estos enfermos están como aquel científico que va en silla de ruedas y no se puede mover, el que habla por un ordenador.
—Stephen Hawking.
—Éste. A los enfermos como él, ni siquiera los tocaron.
—Los mataron.
Se muerde los labios como si no se atreviera a decir todo lo que sabe.
Corre la voz de que Ellos se están infiltrando entre los enfermos para tenerlos controlados. Para tenernos controlados. Por eso me atacaron cuando me vieron salir de la nada, un joven desconocido en el pabellón de los enfermos terminales. Neus no es la única humana sana que hay en el edificio. Algunas de las madres de las criaturas ingresadas se han quedado por voluntad propia. No lo dicen por temor a que las dupliquen. Y todo el mundo simula no saberlo, por precaución.
Las máquinas expendedoras de los rellanos están a punto de vaciarse. Se ha designado un encargado por planta para controlar el acceso. Se han dosificado porque son las únicas fuentes de alimento. Si la situación ya es dramática, cuando se agoten del todo se hará insostenible. Alguien introduce una moneda en el televisor de la habitación contigua y oigo que cambia el canal. Es un ruido de fondo tranquilizador que me anestesia poco a poco. El señor Armando no es armenio.
Sueño con Ricard, que me habla desde el desierto con el rostro cubierto de una finísima capa de arena diamantina. Está vivo y resiste. Ha podido escapar de la emboscada de los gengiskhanensis. Se les puede vencer, dice. Me pide que no me rinda. Vigila con precaución. Sé fuerte, ¿vale, tete?
Me duermo profundamente.
Me despierto.
Soy yo.
Soy Víctor Negro.
Hay un silencio helado fuera de la habitación. Hay gente que aún duerme, pero los que están despiertos observan el pasillo con pánico.
Al cabo de un momento, veo pasar a un mosso blandiendo una escopeta. Lo sigue un médico. Con el pijama naranja del quirófano. Atrás, cerrando la comitiva, camina un policía con la pistola en la mano.
Me levanto de un salto y asomo la cabeza por la puerta. Han entrado en la habitación de al lado.
—¿Qué hacen? —le pregunto al yonqui que está sentado a mi lado.
—Vienen a buscar a los muertos para llevárselos. Llevan toda la semana haciéndolo, cada mañana.
—¿Y cómo saben…?
—Al principio iban habitación por habitación. —Tose, se aclara la garganta y escupe al suelo—. Se acordó que el responsable de cada planta hiciera un recuento por la mañana para informar de quiénes la habían palmado.
—¿Los responsables?
Vuelve el mosso, me pone la escopeta en el pecho y con las cejas me indica que entre en la habitación. El médico carga el cuerpo de un abuelo delgaducho y blanco como la cera. Lo lleva sobre la espalda, como si fuera un bulto cualquiera.
—Los que controlan la comida. —De repente me observa extrañado—. ¿Tú qué tienes?
—No lo sé.
—Yo tengo el equipo completo. —Me da la mano—: hepatitis B, tuberculosis, sida.
Su mano me espera para que la estreche.
—Encantado —digo.
Le doy la mía.
—Tienes que ver una cosa, Víctor.
Neus ha venido a buscarme a media mañana. Me trae una chocolatina, que engullo con ansia. Tenía el estómago vacío y me sentía débil. Al menos tendré un poco de azúcar en la sangre para poder desplazarme por el edificio sin fatigarme al instante. Todos permanecen en su planta, ojerosos y sin fuerzas: lo hacen para ahorrar energía.
—Gracias.
Bajamos hasta los primeros pisos, justo donde hay mossos montando guardia. Más abajo, las escaleras siguen hasta los sótanos por los que entramos.
Neus saluda a un hombre de papada poblada por una barba canosa sin afeitar, que se sienta en una silla de oficina frente a una puerta cerrada. El hombre, boca abierta y labios hundidos, se limita a mover el cuello de manera casi imperceptible para devolvernos el saludo. Recuerdo haberlo visto ayer, mientras me cargaban.
—Déjame las llaves —le pide.
El abuelo responde con un jadeo.
Neus lo interpreta como un sí y se inclina para sacar una llave del bolsillo del albornoz.
—¿Qué hay aquí adentro? —pregunto.
Ella me mira con una tristeza espantosa.
—No se lo digas a nadie. Lo sabemos pocos, los que llegamos del edificio del hospital. Las embarazadas no pueden saber que existe esta sala.
—¿Qué hay?
Abre la puerta y el hedor es tan intenso que me obliga a retroceder unos metros. Neus también se aparta y llora.
Es un espacio enorme, pero la oscuridad no me permite ver dónde acaba.
Hay todo tipo de bultos amontonados por todas partes, no se puede ver el suelo. Son sacos blanquecinos que desprenden un hedor amargo. Hay moscas, muchas moscas que tenemos que espantar con las manos.
—Los trajeron aquí directamente de las incubadoras. A todos. Lo vimos, Víctor. Vimos cómo los sacaban, tan pequeños, indefensos, y los apilaban aquí para que se murieran. No nos dejaron entrar hasta que ya fue demasiado tarde.
El infierno inunda mis palabras.
Entre Neus y yo reunimos a los responsables de cada planta a primera hora de la tarde. Nos acompaña el señor Brau, que es quien nos avala. En un despacho de la segunda planta, donde antes estaba la sala de descanso de los médicos, me encuentro hablando como en mis reuniones de grupo con las teefes.
—Tú eres mi vecino.
El señor Puma se alegra de verme y me abraza como una mascota soviética.
Me quedo helado. El armenio mafioso y fanático de Shakira es el responsable de la tercera planta. El que hace una semana (ya me parece que han pasado mil años) disparó a un mosso delante de casa y escapó calle abajo.
—Tú —balbuceo, el rey de la oratoria.
—Ruscan, Ruscan Vadagyan —se presenta el señor Puma—. Vine aquí para buscar a mi esposa. —Su acento es suave, meloso—. De aquí no me muevo sin ella.
—Tenías un arma, ¿verdad?
—Sí, pero me quedé sin balas y la perdí por el camino —explica.
—Me llamo Víctor.
—Lo sé.
Les aviso, deben preparar a la gente de cada planta para cuando sea el momento. Que todo el mundo tenga un binomio del que encargarse, y los que tengan más fuerzas, que se hagan cargo de un niño. Que cojan todo lo que pueda servirles de arma, todo lo que sea contundente y puedan tener en una mano. Que no preparen equipaje que los lastre.
—Ruscan, necesitaré de tu ayuda.
—Para lo que sea.
—Este edificio está lleno de botellas de alcohol y líquidos inflamables. ¿Sabes preparar cócteles molotov?
Puma me mira muy serio, la piel de su rostro es gruesa e impenetrable. Finalmente, abre la boca con una sonrisa que deja a la vista dos incisivos de oro.
—Los mejores.
—¿Podrías comenzar a hacerlos ahora?
Me apunta con el dedo y finge disparar. Supongo que es la inquietante manera armenia de decir que sí.
—De acuerdo. Estad preparados. Cuando os dé la señal, nos vamos de aquí.
Estoy con Laszlo Brau en una de las habitaciones. Neus toma una cucharada de yogur que quiere acercarle a la boca. El señor Brau la coge de la muñeca y frunce el ceño.
—Todavía puedo comer yo solo, Neus —masculla, y coge la cuchara.
Oigo un grito en un lugar indeterminado. Gente que corre. Salgo a mirar qué pasa. Gente que se agolpa en la puerta de otra habitación, más allá.
—¿Todo bien? —pregunto.
El pluripatológico se vuelve.
—Encended la tele.
Busco en los bolsillos y encuentro un par de monedas, un euro y cincuenta céntimos. Las introduzco en el televisor. El último dinero que me queda lo utilizo para ver la tele. Tiene cojones.
El hospital Clínic está en llamas. La grabación, hecha desde la calle, muestra a la gente pidiendo ayuda, amontonándose en las ventanas, buscando aire para respirar, huyendo del humo y el fuego. Los bomberos observan la escena desde los camiones, sin reaccionar. Un hombre se lanza desde la azotea del hospital. Un par más lo siguen. Hasta dejo de oír la tele porque todo el mundo está llorando, conscientes de ser los siguientes.
—No podré salvarlos a todos —digo.
—Salvarlos a todos es imposible —responde Laszlo Brau—. Nadie te culpará.
Avanza con la silla hasta donde estoy y me indica que me incline. Me agacho y me pasa la mano por la sien.
—Tengo mucho miedo —confieso.
—Cuando llegue el momento, sabrás lo que hay que hacer. Siempre es así, Víctor.
—¿Y si fallo?
—Estás luchando contra ti mismo. Estás enfrentándote a ti mismo. De esta batalla sólo puede salir un vencedor: un Víctor más fuerte. No fallarás. —Tose, se ahoga de nuevo, y susurra—: Estoy orgulloso de ti.
Abrazo a Laszlo Brau, mi Obi Wan Kenobi.
—¿Víctor Negro? —pregunta una voz masculina.
Me vuelvo y descubro a un mosso apuntándome con una escopeta. Neus se tapa la boca con la mano.
—Acompáñenos —ordena el segundo policía.
Bajo por las escaleras convencido de que me han delatado. Hay un infiltrado que ha descubierto nuestro plan de fuga. Un plan de fuga que ni siquiera había diseñado todavía. Y ahora se me llevan para ejecutarme. Quieren hacerlo rápido: el rebelde, a la caja antes de tiempo.
Uno de los uniformados me ata las manos por detrás de la espalda mientras el otro no aparta el cañón de la escopeta de mis costilla.
Llegamos a la planta baja. Por el camino, los internos, escondidos, han observado cómo se me llevaban. Estoy muy cerca de la salida, custodiada por dos policías. Me llevan hasta una salita llena de hojas colgadas en las paredes, hojas con dibujos hechos por los niños. Las sillas son muy pequeñas y de colores.
Sentada en una de ellas está Irene Corvo, vestida de naranja.
—Dejadnos solos —ordena.
Se van.
—No sabía que fuese hora de visita —espeto.
—Olvidas que trabajo aquí.
—Trabajabas, hasta que decidiste fichar en el equipo de Vicks Vaporub.
—No hace falta que seas sarcástico.
—Tampoco hace falta que tú seas una planta. ¿Qué quieres?
—Tenía curiosidad y quiero respuestas.
—A mí tampoco me irían mal. ¿A qué has venido?
—Cuando estaba en la casa de Dolors… recuerdo todo lo que pasó. Recuerdo lo que hice. Y ahora es diferente.
—Sí, ahora eres una de ellos.
Aprieto los dientes.
—Sé que soy mejor. Que me he vuelto mejor. Sé que debes morir porque no serás nunca como yo. Pero me acuerdo de que ese razonamiento me parecía malo, de que pensaba que éramos los invasores. Y resulta contradictorio.
—Antes eras de los nuestros.
—Pero continúo siendo humana.
—No lo eres. Una gengiskhanensis te duplicó durante la noche. Eres una copia de alguien que fue humano.
—Me siento humana.
No hay ningún tipo de emoción en su voz, pero sí el espejismo de una grieta en el razonamiento lógico.
—No lo eres —repito.
—Necesito saber qué soy.
—Como si fuera tan fácil.
—Necesito saber qué soy —vuelve a decir otra vez.
—Fuimos a casa de Dolors para averiguarlo. ¿Recuerdas? Querías saber qué eran los otros, cuáles eran sus puntos débiles. Si había alguna manera de combatirlos. Y resultó que ni ellos mismos lo sabían. Ni vosotros, porque ahora eres uno de ellos, un invasor de mierda con conflictos existenciales.
—Pensaba que podrías ayudarme.
—¿Y qué te hizo pensarlo? ¿Creías que estaría agradecido por haberme traído a esta ratonera? ¿Que te diría, ¡oh, sí!, eres una acelga de Ganímedes que me ha hecho el favor de encerrarme a esperar el día del juicio final entre los míos? ¿Que qué buena idea esa de asesinar a todos los humanos que quedan?
—Tenéis que ser exterminados.
—¿Por qué? ¿De dónde sale esta idea de matarnos?
—¿Qué quieres decir?
—Pregunto si existe algún canal de pago para extraterrestres en el que un líder os come la cabeza con la idea del genocidio.
—No —vacila.
—Claro que no. ¿De dónde sale esta idea homicida, Irene? ¿Qué os impulsa a asesinar a recién nacidos?
—¿Qué?
—No me dirás que no lo sabes.
—¿Qué he de saber?
El tono que emplea es frío.
—La sala de los horrores que tenéis con los bebés muertos. Lo que le hacéis a los niños.
—Son débiles.
—No, no es la debilidad, lo que os impulsa a matarlos. Los débiles sois vosotros. No podéis replicarlos porque sois como fotografías. No crecéis. No os enfermáis. No os reproducís, ni sufrís, ni acabaréis muriendo de viejos. Por eso no queréis a los bebés. Porque es absurdo mantener un cuerpo que nunca será nada. Por esta razón los matáis. Por eso encerráis a las embarazadas, ¿verdad? Tampoco las podéis duplicar. Deben de ser muy complejas. Esperáis al parto y luego las clonáis.
—No.
Respiro profundamente. Empiezo a entender muchas cosas.
—Dime una cosa, Irene, ¿qué te hizo venir aquí?
—Tengo preguntas.
—Hazlas.
—Quiero saber qué es lo que está pasando.
—Ya te lo he dicho, eres una de Ellos. ¿Por qué ibas a delatarme si no? Si eres humana, ¿qué soy yo?
—Un error.
—¿Te das cuenta de que no vas más allá? ¿De que estás en un circuito cerrado? ¿De que eres incapaz de razonar? ¿Eres consciente de tu limitación? —Me inclino hacia delante y tomo el control de la conversación—. ¿Recuerdas a la gente a la que veíamos desde la azotea? ¿Los que repetían movimientos una y otra vez? A esa gente la duplicaron sin saber todavía que había una amenaza. Como los abuelos de quienes me encargaba en el SAD. Tomados por sorpresa. No son conscientes de la invasión. Y por eso se comportan como si estuviesen en una fase primaria, en un círculo vicioso de ignorancia. Hacen las mismas cosas continuamente hasta que alguien interactúa con ellos. Son como el salvapantallas de un ordenador, Irene, esperando a que alguien mueva el ratón. Pero cada vez hay menos gente que pueda interrumpir esta reiteración.
—He venido hasta aquí, Víctor. No estoy atrapada en ningún lado. Tu teoría falla.
—Cuando te replicaron, tú ya sabías que los gengiskhanensis clonaban a los humanos. De alguna manera, estás en un nivel evolutivo superior. Es tu teoría, Irene: ya lo habías predicho antes de hablar con Dolors. Tenías razón. Tómatelo como un piropo. El gengiskhanensis modifica estos recuerdos para engañarte. Tu percepción de la realidad ha cambiado, es más compleja que la de los pobres que cayeron primero. Y esto te hace ser más autónoma. Supongo que lo mismo debió de pasarles a los que vieron venir la amenaza antes que nadie. La CIA, el KGB, la OMS, el G8, la NASA, los de siempre. Los mismos con influencia para hacer caer internet o inventarse el virus Lázaro. —Irene escucha, pero su rostro no muestra ninguna emoción—. ¿Cómo? No lo sé. Hay una canción de los Crash Test Dummies… tú la odiabas, Irene. Era el cantante que tenía la voz engolada.
—Sé de quién hablas.
—Tenían una canción. How does a duck know what direction south is? ¿Cómo saben los patos donde está el sur? Es el instinto, Irene. Sólo tenéis el instinto de supervivencia. Yo pensaba que habría una conciencia de especie, algún vínculo entre vosotros que os cohesionara. —Hago castañetear los dientes—. No hay grandes conspiraciones alienígenas. Sois unas plantas que no sabéis de dónde venís ni por qué hacéis lo que hacéis. No tenéis futuro.
Todo lo que había supuesto, la conciencia colectiva, los ardides de invasión, la estrategia sibilina y traidora, el Plan 9 del espacio exterior; todo es falso. Los gengiskhanensis no sólo no están organizados: ni siquiera saben quiénes son. No han mentido nunca, o al menos no como una manipulación consciente de la realidad. Han actuado bajo los impulsos instintivos de la supervivencia y la reproducción. Y los que, como Irene, han sido clonados con el conocimiento de la presencia de una amenaza, ahora comienzan a hacerse preguntas. ¿Salto evolutivo o error de diseño? ¿Tienen la capacidad de aprender? No, son demasiado simples. No tomarán conciencia de sí mismos porque no son más que abejas desorientadas por el humo.
Patos volando hacia el sur.
—Cada vez sois menos, los otros. —Baja la voz.
—Ahora resulta que los otros somos nosotros.
—Sois el error.
—No, guapa, no. —Aprieto los puños con fuerza, hasta que los nudillos se ponen blancos—. Vosotros sois el error. Los que no sabéis quién o qué sois, las malas hierbas que lo ensucian todo. Los que debéis ser exterminados sois vosotros. —Tomo aire, pero me encuentro mejor que nunca—. ¿Te crees humana? Demuéstramelo. —Esbozo una sonrisa fugaz que es más una mueca de asco—. Moriré combatiéndoos. Y después de mí, habrá más gente que luchará por este puto planeta que es nuestra casa. No tenéis miedo, ¿verdad? Yo sí que tengo miedo, y el miedo me hace estar alerta. Os creéis superiores, pero no sois más que un jardín con ínfulas. Y nosotros somos los putos jardineros.
—La conversación ha terminado —ordena Irene—. Pensaba que podrías ayudarme, pero estaba equivocada.
Hace una señal a los policías que esperan fuera. Entran y me levantan de la sillita. Irene no me quita los ojos de encima.
—Siempre has estado equivocada. —Levanto la voz—. Demuéstrame que eres humana. Demuéstrame que puedes enfadarte, que puedes amar. —Ella me mira con ojos de mar en calma—. Ni siquiera sabes odiar. No puedes, ¿verdad? No puedes. ¡Ya no eres la Sirenita!
Cuando me sacan de la sala, Irene se incorpora y nos detiene de nuevo. Se acerca y me dice al oído:
—Dentro de una hora quemarán el hospital. —Y se aparta—. Lleváoslo.
Esta vez no me cogen de los brazos; se limitan a clavarme la escopeta en las costillas.
—Irene —grito, y ella detiene a los policías para escucharme—. ¿Recuerdas que me pediste que te matara si te convertías en uno de ellos?
—Sí.
—Te encontraré.
Subimos las escaleras, con los mossos detrás de mí, como si les importara una mierda nuestra conversación. ¿Qué ha sido eso? ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué me ha advertido?
Sin el guión: es un pensamiento. Debo moverme. Tengo que salir del Nakatomi Plaza.
Stop.
El policía aprieta el cañón con más fuerza. Tanta, que diría que quiere hacerme un piercing.
—Una pregunta, chicos. —Me detengo e inspiro profundamente—: ¿Susto o muerte?