24
En el piso de papá no hay nadie.
Las ventanas están cerradas y el bochorno es intensísimo. No hay polvo sobre los muebles. Como si no hiciera mucho tiempo que se hubiera marchado, y también como si no viviera ahí. Descorro la cortina de la ducha con miedo a toparme con una sorpresa desagradable. Una esponja seca y un bote de champú sin tapón más tarde, respiro aliviado. Encuentro el pájaro en el cubo de basura de la cocina, muerto.
—Víctor, ven —me reclama Irene desde la habitación de matrimonio.
Cuando llego, Irene está agachada cogiendo fotos de una caja de zapatos. La conozco bien, esta caja, a pesar de los años que han pasado desde que la vi por última vez. Desde que la escondió en el altillo.
No guardo recuerdos de cuando mamá desapareció.
No sé cuándo me dio el último beso antes de acostarme, ni cuál fue el último plato que me cocinó. No recuerdo si me dijo te quiero o se escabulló de mi vida para siempre en un silencio traidor. No conservo en la memoria imágenes de su rostro, prácticamente, ni la tengo presente haciendo algo en especial.
No tengo claro si llegamos a significar algo para ella o si fuimos nosotros los que bloqueamos cualquier chispa de afecto por la mujer que nos abandonó.
Durante un año entero, eso sí, papá me llevó al psicólogo. El señor Obiols, mi tutor en el colegio, se reunió con él. Es un niño muy inteligente con una predisposición por aprender muy grande, pero no se relaciona con nadie. Es muy introvertido y con tendencia a pelearse con los compañeros que se le acercan. Lo mejor para él sería que hablara con un psicólogo, así podríamos intervenir a tiempo, antes de que empiece a vivir el colegio como un tormento.
No es que hubiese asistido a la reunión, no. Eso me lo contó papá. Él no nos trataba como niños, sino como adultos en potencia. Nos hablaba con franqueza y con un lenguaje que casi nunca entendíamos.
Lo único que tengo claro de cuando mamá se esfumó es que ese curso, dos veces al mes, tenía ir a la consulta de un psicólogo. Era un chico joven con gafas de culo de botella y aire circunspecto (esto puedo decirlo ahora, pero entonces el tipo me asustaba) que debió de diplomarse en la Universidad de Miskatonic, porque me recibía en un despacho lovecraftiano: era más alto que ancho, estaba muy mal iluminado por una lámpara color hueso, y sus paredes, aterciopeladas, parecían ondularse cada vez que yo entraba. El psicólogo me hacía preguntas sobre el colegio y sobre mi padre, y cuando yo ya había contestado se quedaba un rato callado con las manos cruzadas bajo la barbilla. Parecía que quisiera que siguiera hablando en un bucle infinito, sensación incomodísima, o que estuviera haciendo tiempo para que en un rincón del despacho se abriera un vórtice espacio-temporal al que me arrastraría un monstruo viscoso de una dimensión paralela. Todo eso, después de que mi padre hubiera pagado la factura, claro está. También me hacía dibujar mucho, y cosas muy extrañas.
No creo que esas sesiones sirvieran para nada.
No creo que costara tanto de entender que mi madre nos había dejado solos y que yo no era capaz de digerirlo.
Sobre el cubrecama color Burdeos, me coloco al lado de Irene como si estuviésemos orando en dirección a La Meca.
—Son las fotos de mamá.
Irene las examina, atenta, de dos en dos.
—Nunca las había visto.
—Yo tampoco. Mi padre las escondió cuando mi madre se fugó. Cuando de pequeño buscaba los regalos de Reyes que mi padre escondía por el piso antes de Navidad, siempre me topaba con la caja, cada año.
—¿Nunca quisiste abrirla?
La Irene Corvo de quien me enamoré vuelve a estar conmigo, con su tono de confidente y la mirada curiosa, tan guapa, con la luz del sol que las cortinas filtran sobre sus rizos castaños.
—No, era como el Arca de la Alianza del almacén de Indiana Jones.
Ella frunce el ceño, pero sigue pasando fotografías.
—¿Qué le pasaba al Arca?
—Era una fuente de destrucción latente en la oscuridad. Era mejor no abrirla.
Irene se vuelve a mirarme.
—¿No quieres verlas?
No lo sé. No mires dentro del Arca, Marion, no mires dentro del Arca.
Irene se incorpora y busca dentro de los armarios.
—¿Qué buscas?
—Toallas. Quiero ducharme y dormir un rato. Necesitamos descansar para planear lo que haremos, y aquí estamos seguros, de momento.
—Están en los armarios de mi habitación. Mi padre las puso ahí cuando nos fuimos a vivir juntos.
—Gracias —dice, incómoda por la última frase.
Sale del dormitorio y yo cojo una fotografía.
Tiene los colores marrones y verdosos tan típicos de esos años, esa neblina que desenfoca gaussianamente los contornos. Salimos los cuatro. Papá, con una mata de pelo rizado que hoy sería modernísima. Ricard y yo, cogidos de la mano; yo estoy de morros, como casi siempre que me sacan una foto, y el tete lleva un coche de juguete en la mano libre. Mamá apoya el brazo en el hombro de papá y dirige la mirada fuera de plano, a algo que nunca sabré qué es. Ella es guapa, con una media melenita de pelo liso y un vestido estampado de flores que le deja los hombros al descubierto. Trato de averiguar cuándo nos hicieron esta fotografía. Estamos en un claro de bosque o en una explanada con barbacoas. Podría ser el Montseny o el merendero de Les Planes. Recuerdo que íbamos muy a menudo a ambos sitios. Por la ropa que llevamos, parece primavera, y al Montseny íbamos en otoño, a buscar setas. Debe de ser en Les Planes, entonces, en la montaña de Collserola. Con mis amigos o con los padres de otros compañeros de colegio de Ricard.
Ningún indicio de lo que habría de pasar al cabo de pocos años.
—¿Crees que ella se acuerda de nosotros alguna vez?
Levanto la voz para que me oiga.
—Es tu madre. Las madres no pierden nunca el cordón umbilical.
—Pues el de la mía es muy elástico —respondo dolido.
—Enciende el calentador.
—Vale.
Y reparto algunas fotografías por la cama, como un tarotista hiperactivo.
En una, mamá me lleva a hombros. Soy muy pequeño, pero llevo esa camiseta de Baloo y Mowgli que tanto me gustaba. O quizá fue papá quien me dijo que siempre quería ponérmela. He perdido un zapato y ella se ríe. Me coge de los deditos y yo abro la boca desdentada, absolutamente feliz.
El agua de la ducha estalla en un rugido pacificador.
La mayoría de instantáneas retratan a una pareja feliz. Delante de una cámara fotográfica, todos tienden a sonreír. Todos quieren que parezca que se lo están pasando bien. Una vez revelada la fotografía (cuando el ritual implicaba rebobinar el carrete, llevarlo a una casa de revelado y esperar una semana como mínimo para ir a buscarlas), el amplio mostrador de dentaduras se convierte en un catálogo forzado de escenas de museo de cera. Con ellos esto no pasa: se los ve disfrutar de verdad en excursiones al Pirineo o en cenas de porrón y pañuelo en la cabeza.
No son más que unas sesenta fotografías que voy apilando sobre el colchón de forma caótica. En el fondo de la caja hay una hoja de papel doblada. Con cuidado, como si fuera un manuscrito esenio, la despliego. Es un dibujo que hicimos Ricard y yo. Bueno, dibujo es un sustantivo muy generoso: son garabatos de colores que nos representan a nosotros cuatro, la familia de La casa de la pradera. Ricard fue el encargado de escribir la leyenda:
FELISIDADES MAMA TE CEREMOS MUCHO.
Es el último cumpleaños de mamá antes de que se marche. Siento rabia contra ella. No tanto porque nos abandonara como por no habernos dicho nunca qué la empujó a abandonarnos. Por no habernos dicho qué era más importante que sus hijos. Por tener la cobardía, incrustada en la genética de mi familia, de no dar explicaciones.
—Pon la tele —grita Irene—. A lo mejor dicen algo.
Estoy por decirle que un presentador de las noticias afirmó que todo era mentira, pero me callo. No creo en nada de lo que me digan. Deben de haberse infiltrado en los medios de comunicación. Por eso hicieron estallar internet: no quieren que la información circule sin su supervisión. Y si estoy en lo cierto, será que necesitan esconderse, que todavía no pueden mostrarse tal como son. Que, en el fondo, sí tienen miedo.
—Ahora voy.
Los magazines tienen las mismas presentadoras de la temporada pasada. Mujeres elegantes modelo de saber estar, las reinas de las mañanas. Lo primero que me sorprende es que no hay noticias del corazón. Las horas y horas que destinaban a comentar las aventuras amorosas de este o aquel personaje han desparecido. En todos los canales generalistas dan debates sobre la conveniencia de la cuarentena para los grupos con factor de riesgo, aunque «debate» es un sustantivo inexacto cuando todos los tertulianos están de acuerdo. El mensaje es tan diáfano y teledirigido, que provoca el efecto contrario. Van insertando imágenes de todo el mundo llenas de los moribundos víctimas de la gripe nueva. Y ya nadie habla del Lázaro. Ni rastro, como si nunca hubiera existido. La cura no interesa porque no es tal; Lázaro no era sino el nombre que le dimos a esta invasión encubierta. No me extrañaría que estas mujeres demacradas y pálidas que quieren vendernos como víctimas del virus fueran imágenes de archivo, igual que el pájaro recubierto de petróleo de la primera guerra del Golfo.
—¿Qué dicen?
—Siguen mintiendo.
El sonido del agua se detiene.
—He tenido una idea.
Me levanto con las piernas dormidas. Paso por la cocina y busco en la nevera algo que papear. Abro un yogur y lo engullo a cucharadas. Voy hasta la puerta del baño y hablo con Irene para que sepa que estoy detrás. Unos meses atrás habríamos hablado juntos mientras ella se duchaba. Ahora, ni es el momento, ni me atrevo a entrar si ella no me lo pide. Y no me lo pedirá.
—Dime.
—Tendríamos que hablar con alguno. Tendríamos que saber más sobre Ellos antes de intentar algo.
—Diego fingía no saber nada. ¿Por qué tendría que confesarte alguno de Ellos cuáles son sus intenciones?
—Porque le obligaríamos a hacerlo.
Por el tono jackbaueriano de Irene, me doy cuenta de que no bromea.
—Explícate.
—Se me ha ocurrido ahora y no lo tengo todo planeado. Pero creo que si capturáramos a uno y lo trajéramos aquí…
—Ni hablar. Éste es un buen refugio. No podemos arriesgarnos.
He salido de la ducha y puedo oír cómo se seca la piel con la toalla. Al cabo de un rato, responde:
—Es una locura, de acuerdo. Pero ¿has visto la cantidad de niños que había esta mañana por la calle? Siguen haciendo vida normal. Son previsibles.
—¿Estás hablando de secuestrar a niños?
—Joder, Víctor, por como lo dices, suena horroroso.
—¡Suena horroroso porque es horroroso!
Se abre la puerta y aparece ella, cabellos húmedos columpiándose sobre sus hombros y sin más vestido que la toalla.
—Ya no son niños —alega—. Además, es lo más fácil. Son menos fuertes que un adulto y podemos esconderlos mejor.
Irene camina hacia el dormitorio y deja pisadas de humedad sobre el parqué. Gotas de agua le salpimientan el cuello. Cojea un poco.
—¿Qué te ha pasado?
—Es el corte que me hice al salir del hospital. Creo que se me ha infectado.
—Te traeré yodo.
—Vale.
Busco en el botiquín de la cocina yodo y unas gasas. Cojo unos gelocatiles: siento punzadas en todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo. Cuando vuelvo, ella está sentada sobre la cama, mirando unas fotografías. Tiene la toalla abierta hasta los muslos, hasta bien arriba, y me quedo parado. Ella se da cuenta y se cubre, pero no dice nada.
—Es muy guapa.
Se refiere a mamá.
—Tu plan consiste en bajar a la calle por la mañana, esperar a que un mocoso pase delante de nosotros, meterlo en un saco y subirlo aquí para torturarlo —resumo.
—La verdad es que no había pensado en la parte del saco. —Habla con serenidad—. Pero en líneas generales, sí, eso es lo que se me había ocurrido.
—No. No, no y no.
—Piensas en ellos como humanos, Víctor, y no lo son.
—Nos quedaremos y esperaremos a que venga mi padre.
—¿Puedes pasarme mi teléfono?
—¿Dónde lo tienes?
—En el bolso, en el comedor. Quiero llamar a mis padres. Están de crucero por el Adriático.
—Ahora te lo traigo.
Casi no puedo moverme: estoy molido. Me planto delante de la tele y cambio de canales. Si exceptuamos los espacios en los que advertencias apocalípticas sobre el virus se cruzan con una preocupación sobredimensionada por calmar a la población, el resto de programas se basa en concursos repetidos y reposiciones de series. Me pregunto si los ultracuerpos se quedarán delante de la tele, mirándola, absortos. Si para ellos es la primera vez, o si ya conservan los recuerdos de los cuerpos huéspedes. Si les gusta la televisión, si hacen vida normal. Si cuando van al colegio lo hacen para aprender o por mimetismo. Si en la oficina trabajan o se quedan de brazos cruzados esperando la hora de salida. Si hablan con la familia cuando llegan a casa. Si se dan las buenas noches.
—Ten. —Le paso el móvil a Irene, que se ha vestido con la misma ropa que llevaba, y pregunto—: ¿Crees que necesitan comer?
—Por eso tenemos que hablar con uno.
—No. Ya te he dicho que no. —Me niego a ser un torturador. Bastante mal lo he pasado ya enfrentándome a la criatura, primero, y a Diego después, como para optar por esa vía—. Que lo haga otro.
—¿Quién?
—Alguien más capacitado que nosotros. Debe de haber mucha más gente en nuestra situación. Gente entrenada para sobrevivir, como el tipo ese de la tele, el que se come los gusanos gigantes. Que lo averigüen ellos. Yo prefiero esconderme aquí a esperar a que todo pase.
—¿Y si no pasa? Tú has dicho que teníamos que advertir a los que todavía no saben nada.
—Sí, pero primero tenemos que preocuparnos de los nuestros, de que estén bien. De mi padre y de mi hermano, del que hace días que no sé nada. Tú tienes que llamar a tus padres. Yo tengo que hablar con Casu. Y con Dolors.
—Esto es egoísmo, Víctor.
—No, no lo es. Hay científicos buscando la vacuna del sida y otros que investigan un remedio para el cáncer. ¿Y no ser como ellos me convierte en egoísta? No. Cada uno hace lo que hace, y lo hace hasta donde puede.
—Tú te encargas de las personas con problemas.
—Ya no queda ni una. Han sido los primeros en cambiar. ¡Yo soy el primero que ha fallado!
Laszlo Brau, en el hospital.
—No has fallado. —Conozco esta expresión de Irene, es su cara de arrepentimiento. Como si fuera un cometa orbitando alrededor del sol que se cruza con la Tierra, esta cara sólo se ve en contadísimas ocasiones—. Nadie podía sospechar que…
Ellos lo vieron venir. Los usuarios… los abuelos que se suicidaron. Lo vieron venir y no lo soportaron. Laszlo Brau trató de plantar cara.
—Me meto en la ducha.