27

El autobús que retruena en la salida parece una ballena con el estómago iluminado, ahíta de Jonases impasibles.

Los faros de los coches que avanzan lentamente cual ejército de ojos delatándonos en una calle a oscuras. El ruido del tráfico borra el grito de quien fue mi padre.

Tan rodeado de gente, y estoy más solo que nunca.

—No te hundas ahora —me ruega Irene al oído.

Se dirige al Alfa Romeo; está a una travesía de aquí, pero parece que esté a un mundo entero.

—No puedo, Irene —lloro.

—Aguanta hasta el coche. No debemos quedarnos aquí.

A pesar de su leve cojera, Irene avanza con paso presuroso y coge distancia. Como alma en pena, arrastro los pies y quedo rezagado.

Lo he perdido todo.

Me detengo en un semáforo. Ella sigue andando sin mirar atrás, nerviosa. Piensa que la sigo. Está bloqueada por los nervios, actuando como una autómata.

Respiro hondo. Papá nos ocultó la enfermedad de mamá por nuestro bien, pero con su acción no nos dejó despedirnos de ella. Deberíamos haber tenido la oportunidad de pasar el duelo, de no cargar todo el sufrimiento sobre sus hombros.

—¡Aquí hay uno! —grita alguien desde el otro lado de la calle.

Cuando caigo en la cuenta de que se refieren a mí es demasiado tarde.

Son tres hombres. Uno lleva una camiseta del No te rías que es peor. Muy a propósito, sin duda.

—Míralo, el hijoputa —dice el de la camiseta—. Éste no puede esconderlo.

—¡Está hecho un guiñapo! —añade otro con un mostachón frondoso de Oktoberfest.

Les enseño las palmas de las manos en señal de paz, pero no digo ni pío.

Sin más que añadir, ni el escrito de acusación del fiscal ni las últimas palabras por parte de la defensa, Su Señoría el bigotudo me pega un crochet de derecha en la mandíbula que me tumba. Amortiguo la caída con los brazos y evito que la cabeza me rebote en el bordillo.

—¿Qué hacéis, gilipollas? —se desgañita Irene, que, al ver no sólo que no la seguía, sino que me dedicaba a hacer amistades muy impetuosas, ha decidido volver.

—Ahora resulta que el cabrón tiene una putita —dice el tercero, muy sardónico.

Irene lo ignora y me coge de las axilas.

—¿Puedes levantarte?

—Sí.

Creo que he perdido media dentadura, pero el golpe me ha despertado del abatimiento.

El del bigote vuelve a la carga, pero esta vez no me pilla con la guardia baja y yo también me abalanzo sobre él. Si no eres Jackie Chan o Steven Seagal, las peleas nunca salen como las habías preparado. No hay turnos de yo te meto un guantazo en la cara y tú me lo devuelves en las costillas. Una trifulca en la calle acostumbra a ser un sorteo de nudillos y dentelladas del que sólo toca la pedrea. El premio gordo suele ser una puñalada traidora en la espalda o una mala caída sobre el canto del bordillo. Espero que éste no sea el caso.

Descargo toda mi rabia contra el hombre del mostacho, a quien los otros han dejado solo. En realidad, el de la camiseta ha cruzado el chaflán y ha abierto la puerta del coche para gritar «taxista agredido» por la emisora.

Lo que faltaba.

Irene coge al luchador bávaro de las orejas como si quisiera arrancárselas, y consigue separarlo de mí. El hombre se revuelve, enfurecido, pero una especie de código ético inquebrantable lo detiene.

—Es uno de Ellos —refunfuña—. No le ayudes.

Irene no responde y me coge de la mano.

—No lo soy —digo, en mi descargo.

El tercero en discordia es el que me da más miedo, porque tiene el rostro en tensión y esconde una mano en la riñonera que le cuelga de la cadera.

Algunos coches se han detenido a observar la pelea.

—Vámonos —dice Irene, que empieza a desfilar.

—De aquí no se va nadie —responde el tercero, y saca un pequeño revólver de la riñonera.

No nos apunta. No hace el gesto de disparar. Se dedica a enseñárnoslo como un camello enseñándonos el chocolate a escondidas. Le basta para resultar convincente.

—Oye, tío, no te equivoques.

Empleo el tono de voz más calmado del que soy capaz.

—Sois unos hijos de puta —suelta el del revólver—. ¿Creíais que no nos daríamos cuenta? ¿Que nos creeríamos vuestras mentiras?

Sus dos compañeros se han quedado de piedra. Ellos tampoco esperaban esta situación. Habían decidido darme una buena paliza, no hacer oposiciones a Charles Bronson.

Mi padre, o quien sea ahora, nos observa desde la portería de casa, a no más de veinte metros.

—Cálmate, colega —insisto.

Papá se acerca.

—Robert, que hay mucha gente —argumenta el del bigote.

Pero el taxista levanta el arma. Nos apunta.

Mi padre se pone a chillar otra vez, ese alarido escalofriante que hiela la sangre.

Salen los conductores de un par de coches; dejan las puertas abiertas y el motor en marcha. Se acercan a mi padre como si quisieran darle su apoyo.

El hombre del revólver se vuelve hacia ellos.

El taxista que había dado la voz de alarma entra en el coche y hace girar la llave en el contacto.

El bigotudo retrocede dos pasos, asustado. Toda su bravuconería se ha reciclado en un par de ojitos nerviosos y huidizos.

—Vámonos —repite Irene.

Mi padre sigue chillando, impune.

El pistolero dispara pero no da en el blanco. La bala estalla contra la fachada y se pierde. El grupo grita al unísono y se dirige al agresor.

Salimos corriendo. Irene cojea un poco.

Cruzamos la calle con el semáforo en rojo, esquivando los coches atrapados por la retención. Al cabo de tres disparos vuelvo la vista y veo que el grupo de papá tiene al pistolero rodeado. Sus compañeros lo han dejado solo: uno trata de huir con el taxi, pero con el atasco no puede ir muy lejos, mientras que el otro ha echado a correr en sentido contrario al nuestro.

El Alfa Romeo tiene una multa de hace dos días sobre el parabrisas. El Apocalipsis no perdona. Irene rebusca las llaves en la bolsa mientras me encargo de vigilar que nadie nos siga. Una patrulla de mossos pasa en contra dirección y con la sirena a toda castaña obligando a los coches a apartarse hacia el lugar del que venimos. Irene acciona el mando y entramos.

—¿Te han hecho daño?

Me examina la cara.

—No. He podido recoger la mandíbula del suelo a tiempo.

—Te han confundido con uno de ellos.

—Sí, ya me he dado cuenta.

Cuando ella arranca y trata de salir de la zona azul, yo ya llevo el modo sarcasmo activado.

—Eran de los nuestros, quiero decir. —Baja la ventanilla y asoma la cabeza. Se dirige al conductor de un Smart que nos cierra el paso—. ¿Nos dejas pasar? ¿Nos dejas pasar?

Me encojo en el asiento. Tengo la sensación de que todo se confabula en mi contra. Como si el mundo se hubiera puesto de acuerdo en atacar a Víctor Negro al unísono.

—No eran gengiskhanensis, no.

Acelerón e incorporación al tráfico.

—No todo está perdido, Víctor. ¡Hay gente que se enfrenta a ellos!

Nunca pedí un ejército de Travis Bickles por aliados.

—Salgamos de aquí, Irene. Necesito morir en un lugar menos concurrido.

Ella me mira, preocupada. Me acaricia el pelo con la mano libre mientras con la otra sujeta el volante.

—¿Adónde vamos?

Por la ventana veo un mundo que es el mismo de siempre: colapsado, egoísta y farragoso. Se diría que su superficie permanece inmutable mientras por dentro se hunde: un huevo exteriormente liso y perfecto, pero con la yema podrida.

—Sube al Carmel.

Irene ensancha las fosas nasales, dispuesta a discutir. Finalmente no dice nada y conduce hasta la calle Marina. Casi una hora de trayecto para un recorrido que no pasaría de los quince minutos. Desde ahí se desvía hacia el túnel de la Rovira, que perfora la colina en la que se asienta el barrio y nos sirve de barrera, física y psicológica, con la ciudad. Irene no habla. No discute. Parece Sarah Connor tramando un plan imprevisible.

Ahora que hemos cogido velocidad, las luces anaranjadas del túnel laten sobre nosotros. Trato de sintonizar la radio, pero sólo aparece el ruido de la estática.

—Vamos a buscar a Dolors —aclaro.

—Ya lo sé. —No aparta la vista del frente—. ¿Dónde está?

—Arriba de todo. Sube hasta que ya no puedas subir más.

Cierro los ojos y dejo que el aire cálido me roce los párpados.

De repente noto que la oscuridad más absoluta nos rodea.

Estamos en el exterior y alrededor no hay ni una sola luz encendida. El Carmel es una dentellada negra sobre el cielo violáceo, la silueta gigantesca de una montaña que se cierne sobre nosotros.

El abismo hacia el que naufragamos.

Otra vez Halloween. Tendré que cambiar la melodía si no quiero terminar desmayándome cada vez que me llama alguien. Me revuelvo por el asiento para localizar el móvil, que llevo incrustado en un bolsillo de los tejanos.

—¿Contesto?

—¿Quién es? —Irene da un volantazo de ciento ochenta grados para coger la calle que lleva a la nada más absoluta.

—Casu.

—No veo ni torta —refunfuña.

—¿Contesto o no?

Ha disminuido la velocidad. Durante unos instantes creo que frenará, me abrirá la puerta y me echará del coche a patadas.

—Tenías mil perdidas de Casu. Ahora ya no perdemos nada.

Botón verde y teléfono a la oreja.

—¿Casu?

—Víctor. —Parece sofocado, como si hubiera corrido—. Espero que seas tú, Víctor.

—¿Casu?

Quiero asegurarme de que es él antes de continuar.

—¿Víctor? Eres tú, ¿verdad?

—Sí.

—¿Es él? —interviene Irene.

Pongo el manos libres para que podamos hablar los tres.

—Estaba equivocado, tío —brota la voz encapsulada de Casu—. Ni Capgras ni ostias.

—Ya lo sé. Tira por aquí —le digo a Irene, que tiene que maniobrar precipitadamente—. ¿Cómo estás?

—Hecho una mierda. Tuve que esconderme en la uni después de que ayer Lupe tratara de sedarme.

Lupe es su compañera. O lo era. Ahora es un vegetal sociópata.

—Te entiendo. No tenéis ningún gengiskhanensis, ¿no?

—No, no, no. Gracias a Dios que me advertiste. Cuando le comenté tus miedos a Lupe, me echó ansiolíticos en la cena. Lo descubrí a tiempo y logré salir de casa como pude. El único sitio que se me ocurrió fue la universidad. ¿Dónde estáis, vosotros?

—Vamos a casa de Dolors —dice Irene.

El móvil entre nosotros, un zumbido lejano, como el monolito de 2001.

—Mi padre es uno de ellos, Casu. Y mi hermano corre peligro, si es que todavía no lo han atrapado.

—¿Y ella es de fiar?

—Lo sabremos muy pronto —vaticina Irene.

—Dame su dirección —me pide Casu.

Se la doy sin pensar. Milésimas de segundo más tarde me arrepiento. ¿Y si nos está engatusando? Como si me leyera el pensamiento, Irene advierte en voz alta:

—Si se te ocurre delatarnos, te fumigo.

Casu se ríe. No recuerdo haber oído reír a nadie, últimamente. Si Irene no hubiera tenido que aminorar la marcha frente a lo que parece una barricada, me tranquilizaría.

—Me gustan demasiado los bistecs para pasarme a la clorofila —responde Casu—. Trataremos de pasar la noche aquí, escondidos. Mañana os llamo.

—Sí. —No presto atención a sus explicaciones: esta calle cortada me da mala espina—. Tenemos que dejarte.

Sobre la calzada han vaciado tres contenedores, uno de ellos, chamuscado No se ve ni un alma por los alrededores, pero intuyo que no estamos solos. Nos están vigilando desde las ventanas y los balcones, entre los coches aparcados.

Irene pasa el brazo por detrás de mi respaldo y, con una mueca, trata de divisar por dónde hemos venido. Lentamente, da marcha atrás. La sensación de que nos observan se acentúa con los movimientos entre las sombras.

De repente cae sobre el capó una botella y, con mucho estrépito, se rompe en pedazos. No sabemos de dónde ha salido, pero hace que Irene pise a fondo el acelerador y pierda momentáneamente el control del coche. Cuando el retrovisor de mi lateral salta por los aires al chocar contra una furgoneta aparcada me aparto de la puerta, aterrorizado. La chapa del coche chirría e Irene dice mierda, hostia puta y otras palabras ininteligibles más. Hay líquido sobre el parabrisas y el capó; temo que de un momento a otro se inflame y terminemos dentro de una bola de fuego.

Cuando llegamos a la entrada de la calle, Irene aplasta el maletero del Alfa Romeo contra la esquina, coge el volante con la desesperación de un galeote y nos saca de ahí por una callejuela estrecha que parece una rampa de lanzamiento.

—Y éstos, ¿qué? —pregunto, todavía nervioso—. ¿También eran de los nuestros?

—Si no dejas de ponerte sarcástico en momentos como éste, seré yo quien te ponga un eucalipto de colcha.

—Lo decía en serio.

Seguimos un rato por la calle empinada, a poca velocidad por si nos encontramos con otro corte. Supongo que los que han fabricado esa barricada son humanos. No veo qué utilidad podría tener para las criaturas. Como en respuesta a mis elucubraciones, una mujer con el rostro cubierto por un pañuelo palestino nos cierra el paso. Está quieta, plantada en medio de la calle, esperando. Lleva algo en la mano, un objeto opaco y negro que no identificamos. Venimos en son de paz, Gran Jefe Indio. Espero que se dé cuenta de que somos inofensivos.

El coche emite ruidos muy poco esperanzadores. El golpe debe de haber sido fuerte.

—Lleva un cuchillo.

Eso es lo que Irene es capaz de distinguir.

—Fantástico. Y ahora, ¿qué? ¿Les decimos que somos de los buenos?

No he terminado esta frase estúpida cuando algo choca contra el coche. Ha sido un golpe muy fuerte en la parte superior, como si hubiera caído una piedra o…

El vidrio posterior se resquebraja con estrépito. Nos volvemos justo a tiempo de ver cómo un tipo con chándal y mascarilla lo rompe con un martillo y rebaña los bordes con el mango.

—¡Joder, que quiere entrar! —grita Irene.

Mueve la palanca de cambios, nerviosa, y da marcha atrás un par de metros con el impulso suficiente para enviar al agresor al traumatólogo. Cuando el hombre cae al suelo lo perdemos de vista, pero aparecen dos más, uno a cada lado del coche, que empiezan a aporrear la carrocería para que salgamos.

Chillan, sí, pero no como mi padre. Son chillidos de nervios que se mezclan con llanto y rabia. Son alaridos humanos.

—¡Arranca! —ordeno.

La mujer se queda parada ante nosotros empuñando el cuchillo jamonero como si fuera a clavarle una estocada al coche.

—Pero…

—¡Arranca, joder!

Uno de los hombres consigue meter el brazo y me agarra del cuello. Quiere estrangularme, pero está tan nervioso que no logra agarrarme bien. Irene trata de librarme de él. No puede, está en una posición muy mala y el tipo es más fuerte. Irene mete la primera y pisa el acelerador.

El Alfa Romeo se lleva por delante a la palestina aspirante a suceder a Manolete y remolca durante unos metros al hombre que quería ahorcarme sin haber charlado un poquito conmigo antes siquiera. Frena para comprobar que no nos siguen, como en las películas, pero sí: nos siguen. Corren tras el coche como poseídos, como si les fuera la vida en ello. Nos atacan porque creen que somos de los otros.

Cogemos una curva que nos lleva a una calle todavía más empinada y el Alfa Romeo se resiente. Avanzamos a trompicones y sacudidas, pero no nos atrevemos a detenernos. Los perdemos de vista, pero tengo miedo de que estén subiendo y de que, sin nos relajamos, nos alcancen. El coche, sin embargo, no da más de sí y se va muriendo en una agonía de resoplidos.

—¿Hemos pinchado? —pregunta Irene, angustiada.

—Me parece que no. —Asomo la cabeza por la ventana, pero no veo nada—. Está hecho una mierda.

—Hostia.

No hay nadie. Ni rastro de los perseguidores. Como en un pueblo fantasma en el que la oscuridad hubiera engullido a sus habitantes.

Irene frena delante de otra trinchera, está hecha con una camioneta volcada y sacos de cemento. Entornamos los ojos para forzar la vista en la penumbra. En esta zona las casas son bajas, no tendrán más de tres pisos, y sus azoteas se comunican. Creo que el corazón se me saldrá por la boca.

—Final del trayecto —anuncia Irene.

Esperamos dentro del vehículo con el motor y las luces apagadas. Somos un blanco fácil. De todos modos, lo que nos ha cerrado el paso, sea lo que sea, o no está o espera a que seamos nosotros quienes movamos ficha.

—¿Tienes un trapo por aquí?

Irene busca bajo el asiento y encuentra uno. Blanco y con minúsculas gotitas de grasa, como la piel de un dálmata. Perfecto. Se lo quito de las manos y lo saco por la ventana.

Espero que entiendan que es una bandera blanca.

Abro la portezuela a cámara lenta. Pongo un pie en el suelo con el mismo temor que si fuera a explotar una mina. No pasa nada. Irene me imita.

Nadie nos ataca.

Los perseguidores han renunciado a atraparnos.

No sé si esto es bueno o malo.

Irene ha encendido las luces del coche antes de bajarse. Nos acercamos a la barricada sobre la que se proyectan nuestras sombras. Despacio. Alerta. No parece la ciudad en la que estábamos hace tan solo un rato. Trepo por la panza de la camioneta y llego a lo alto, sobre la puerta del copiloto. Afortunadamente, nadie ha quedado atrapado dentro. No es una trampa. Ayudo a subir a Irene. Miramos hacia delante, hacia la nada. Cuando queremos bajar, descubrimos una rampa formada por cojines o alfombras enrolladas. No la habíamos visto. Es una pila inestable que nos enloquece los tobillos. Con las manos, me apoyo sobre el falso suelo, que percibo blando, frío y peludo.

—¿Qué es esto? —pregunta Irene.

Saco el móvil y oprimo una tecla, acción que basta para que la pantalla se ilumine y me sirva de linterna. Lo acerco a la rampa, en la que descubro pelos y músculos. Algunos rígidos, otros endebles. Una mandíbula alargada y muelas ocultas bajo la espuma. El ojo de un perro adquiere un tono plateado al contacto con la luz, que se apaga de repente.

—Baja.

—Se me ha atascado un pie en esta mierda…

Son perros muertos y amontonados; ahora sirven de acceso y permiten sortear los obstáculos.

—Joder, Víctor, que me parece que son…

Llego al asfalto.

—No hables —susurro.

—Pero…

La hago callar.

Estamos en territorio enemigo. Desconectados. Lejos del centro, en un barrio al que nadie hizo nunca ni caso, ya se ha reñido una batalla. Tengo la impresión de que a este lado de la barrera los derrotados han sido los humanos.

—¡Eran perros! —dice en sordina.

—Y si no callamos, terminaremos haciéndoles compañía.

El zumbido lejano de los ciclomotores rompe este silencio de tanatorio.

—¿Falta mucho para llegar a casa de tu amiguita?

—Tres calles —jadeo a medio camino entre el cansancio y la ansiedad—. ¿Quieres seguir?

—¿Tienes un plan mejor para pasar la noche? Los vecinos que hemos dejado atrás te esperan con los brazos abiertos.

Tiro el trapo al suelo.

—Esto ya no servirá para nada.

—¿Cómo sabrán que somos humanos?

—No deben saberlo. Dudo mucho que a estas alturas encontremos algún humano.

—Entonces cruza los dedos para que tengamos suerte y nos confundan con Ellos.