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Paul miró a Joanna desde el otro lado de la cocina. Estaba arrodillada en el suelo, rebuscando en cajas cerradas durante años, que se habían llevado de un lado para otro en cada mudanza por una u otra razón y que ahora se desenterraban como misteriosos objetos de tiempos muy lejanos. Llegó el día anterior, a última hora de la tarde, con aspecto exhausto y agotado por la pena. Pareció sorprenderle su barba y el largo de su pelo y él le explicó apresuradamente que había estado demasiado ocupado. Después de meses de hablar tranquilamente por teléfono, volvían a usar frases cortas y miradas rápidas.

La llevó a cenar a Porter’s Pub donde, irónicamente, era ya conocido de todas las camareras y barmans. Después de una cena tranquila, ella se había ido derecha a la cama de la habitación amarilla de invitados al final del pasillo. Él se había quedado sentado en el salón, haciendo como que veía la televisión, sin poder dormir, apenas capaz de creer que ella estuviera de vuelta en su casa.

Al día siguiente, la reserva seguía allí. Ella estaba bastante agradable, pero contenida, como si le asustara establecer algún tipo de intimidad. Parecían haber establecido en silencio las reglas básicas: eran amigos y punto.

—¿Cansada? —preguntó, y ella alzó la vista. Rizos sueltos le flotaban salvajes alrededor de la cara, donde escapaban del clip. A él le encantaba su pelo así.

Ella asintió.

—Me siento como si tuviera que dedicarme al negocio de las mudanzas. Después de todo lo que hemos empaquetado aquí, tras conducir doce horas ayer. Ahora haciendo y deshaciendo cajas otra vez. —Rió, finalmente.

Pero aún se le veía la pena prendida en los ojos. La muerte de Grace le había afectado mucho.

—¿Qué te parece si descansamos? —sugirió él, empujando su caja hacia la pared—. Ven, me gustaría enseñarte algo.

Ella vaciló, miró a su alrededor por la habitación, a todo lo que aún había que terminar, y suspiró.

—Vale. Supongo que todo esto seguirá aquí cuando volvamos.

Vio cómo abría la puerta principal dubitativa, asustada de que alguna criatura o bicho gigante fuera a saltarle encima. Cautelosamente entró y él lo vio todo a través de sus ojos. Suelos de amplias planchas de madera pintadas de azul hacía muchos años que se extendían ante ellos, rayados y descascarillados. Las paredes cubiertas de madera oscura, los techos hundidos y deprimentes, y el olor a moho de las casas en las que no se ha vivido en mucho tiempo.

—Será una broma, ¿no? —Se volvió hacia él con media sonrisa—. No te irás a mudar aquí de verdad. Esto está inhabitable.

Él rió.

—Todavía no.

La acompañó por el primer piso, por el salón y luego el comedor con las puertas arqueadas, señalando la madera que podía recuperarse, las ventanas que había que sustituir. Y finalmente, en la cocina, con un amplio movimiento del brazo, describió el solárium que serviría también de cuarto para desayunar, que dominaba el arroyo y el patio.

—¿Podrás hacer todo eso? —volvió a preguntar ella.

—Ven, déjame enseñarte algo más —dijo, y la condujo hasta el viejo granero por el sendero de grava. Sacó las llaves y abrió el candado de la puerta. Ella tardó un momento en adaptarse a la oscuridad cavernosa, después del brillo del sol de fuera. Allí, extendidas, estaban las viejas herramientas del padre, los bancos de trabajo y también herramientas nuevas. Paul esperó a que lo viera todo.

—Con unas cuantas ventanas aquí, podré hacer lo que quiera —explicó.

Ella se sentó en una caja, sin dejar de mirar, y él esperó su reacción.

—¿De verdad podrás ser feliz aquí? —preguntó Joanna, aún incrédula al parecer.

—Ya soy feliz, y ni siquiera me he mudado todavía —respondió tratando de hacerle comprender—. Aún no lo he organizado todo, pero sé que he acabado con V. I. C y con lo de ser asalariado. Y siento auténtico placer cuando trabajo con las manos. No he sentido eso desde hace años. —Vio la duda en su cara—. Iré paso a paso. Este fin de semana he conseguido que dos chicos del instituto vengan a ayudarme a tirar todo el panelado de la casa y lijar los suelos. Son de formación profesional, así que consigo ayuda gratis y ellos suben nota. Cuando esté listo para trasladarme no parecerá tan terrible como ahora —rió—. Pero aún no será perfecto. —«Nunca será como lo que tú y yo hemos tenido», estuvo a punto de decir, pero se detuvo.

—Vaya —dijo ella con una gran sonrisa—. Es… menuda sorpresa.

Estaba empezando a relajarse, pensó él. Su entusiasmo aparecía en su tono de voz, en sus sonrisas. Quizá fuera porque estaban lejos de la casa, allí, en territorio neutral, lejos de los dolorosos recuerdos de todo lo que les había salido mal. Luego él vio cómo sus ojos cruzaban la habitación y maldijo su estupidez.

—¿Qué es eso? —preguntó ella, levantándose y cruzando el granero.

Él no dijo nada, esperando su reacción.

—Es nuestra casa —dijo ella, evidentemente perpleja.

Contempló la réplica en miniatura de su casa del 848 de Butterfield Drive, colocada sobre una mesa donde él la había puesto hacía unos días, tras darle la última capa de pintura.

—¿La has hecho tú? —preguntó.

—La verdad es que la idea me la diste tú —admitió él, acercándose y deseando que le gustara—. Hablaste de un hombre en Pawleys Island que estaba haciendo miniaturas de casas para vender.

—Pero no se parecían nada a esto. ¡Es una réplica perfecta de nuestra casa!

—¿Te gusta? —preguntó, finalmente.

—¡Oh, Paul! —dijo ella, mirándolo—. ¡Es maravillosa!

—Es tuya —soltó él, y luego se arrepintió cuando ella le lanzó una mirada suspicaz.

—Ha sido la primera, sólo para practicar, la verdad. Hice otras y ya las he vendido. Como tú me diste la idea de este pequeño negocio, pensé que era lo menos que podía hacer.

—Oh —dijo ella—. Gracias.

—Vamos, deja que te enseñe la finca —sugirió, temiendo que se encerrara en sí misma de nuevo. Salieron del granero y volvieron a la parte de atrás de la casa.

—Dios mío, un viejo castaño de Guayana —exclamó ella, al ver el arbusto detrás del granero—. No había visto uno desde pequeña.

Extendió la mano y cogió una de las vainas redondas y apergaminadas del arbusto, frotándola entre los dedos y llevándosela a la nariz.

—Vaya, qué recuerdos —dijo en voz baja.

Las convalarias se extendían a un lado de los cimientos y un alto lilo casi escondía la puerta exterior de la bodega. Entonces se volvió y él advirtió que había visto el arroyo.

—Oh, es precioso —dijo, caminando por el prado inclinado hasta el borde del agua.

Era apenas un regato de un metro, pero el suave gorgoteo del agua que se deslizaba sobre las desgastadas rocas producía un sonido que él había llegado a amar.

—Podrías plantar iris aquí, junto a las orillas. Salen en muy pocos años.

Él vio cómo se volvía y paseaba de nuevo la mirada por el patio.

—Podrías hacer cosas preciosas en este jardín —afirmó, mirándolo de verdad por primera vez desde que había llegado—. Será una casa maravillosa. Me alegro muchísimo por ti.

—¿Y qué pasa contigo? —preguntó él, casi temeroso de pronunciar las palabras y asustarla—. ¿Qué harás tú?

—Bueno, como te dije anoche, quiero volver a estudiar. Seguir escribiendo, quizá encontrar otro trabajo en un periódico.

—No, me refiero a en qué lugar vas a vivir.

—Todavía no lo sé.

Él dudó un momento y se decidió.

—Aquí habrá sitio de sobra y… —Se detuvo. Vio un destello de alarma que le cruzaba la mirada.

—Espera —continuó—. Sólo estoy diciendo que si necesitas un espacio donde quedarte hasta que decidas dónde quieres vivir, cuenta con éste. Sin ataduras, te lo prometo.

Ella se limitó a sonreír.

—Estoy segura de que encontraré algo.

Cuando volvían en el coche, ella permaneció callada y él pensó en el artículo que le había dado justo antes de que se fueran a dormir la noche anterior. Estaba orgullosa y complacida de que la familia sobre la que había escrito pareciera agradecida por sus esfuerzos. Percibió en ella una pasión hacia la escritura y reconoció la ardiente necesidad de lograr algo por sí misma. Y se preguntó si no lo vería como una amenaza a su duramente ganada independencia.

—Aquí están las últimas —indicó Paul, llevando otro montón de cajas a la cocina y soltándolas sobre la encimera.

—Es sorprendente la cantidad de porquerías que llevábamos con nosotros —dijo Joanna, tirando montones de cosas de otra caja a una bolsa de basura de plástico.

—No sé —dijo él—, en ésta pone «No tirar» en la tapa. Creo que es tu escritura.

Ella miró y se rió.

—Es mi letra. Probablemente otro cajón de basura tirado en una caja y olvidado.

Él la observó coger un cuchillo y cortar la cinta adhesiva, abriendo las tapas con una sonrisa, como un niño en Navidades que espera algo bueno. Se le heló el gesto inmediatamente.

—Oh, Dios mío —murmuró.

Alzó la vista hacia él y lentamente extrajo un par de diminutos zapatitos de charol negro. Recordó a Sarah con aquellos zapatos cuando estaba dando sus primeros pasos. Los sacó y rebuscó más; encontró un trozo desgastado de tela, gris y deshilachado por los bordes.

—El señor Mantita, ¿te acuerdas? —le preguntó, y él claro que se acordaba. La querida manta de Timmy, o lo que quedaba ella después de que uno de sus cachorros la hubiera hecho trizas.

La vio sacar una cosa tras otra, objetos que una vez habían sido una valiosa parte de sus vidas, de los que no se podían separar y que de algún modo habían olvidado durante años.

—¡Mira esto! —gritó ella, mientras alzaba una bolsita de plástico, la abría y agitaba unas tijeras de cortar el pelo y un peine fino—. El kit de barbero con el que solía destrozarte el pelo.

Él ya no podía sonreír, pero ella no se dio cuenta.

—No lo hacías tan mal —dijo.

—¿Bromeas? —rió ella, rebuscando aún en la caja.

—No, en absoluto. De hecho, estaba pensando si no podrías ahorrarme un poco de tiempo y recortarme un poco.

—¿Qué? —Lo miró, evidentemente sorprendida—. ¿Te fías de mi para que te corte la barba?

—No, la barba la conservo. Sólo córtame el pelo.

Le sonrió por encima de la caja y luego agitó amenazadoramente las tijeras, riendo.

Antes de que pudiera cambiar de opinión, él cogió una silla de la cocina, la llevó hasta donde ella estaba y se sentó, de espaldas. Oyó que la risa cesaba y la habitación quedó repentinamente en silencio. Le daba miedo volverse y se quedó allí sentado esperando.

Pareció que pasaba mucho tiempo, pero entonces el peine empezó a pasarle por el pelo, alisándolo por secciones alrededor de la cabeza. Sintió sus dedos alzando un mechón y luego hubo una larga pausa. Oyó el primer chasquido de la tijera.

—Espero que no te arrepientas de esto —dijo ella detrás de él, con otra risa.

Cogió otro mechón, tocándole la nuca con los dedos, y él se volvió de repente, cogiéndole la mano, sujetándola de modo que tuvo que mirarlo.

—No me arrepentiré —aseguró, llevándose sus dedos a los labios.