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Paul se sentó en la terraza en la oscuridad pensando en los últimos tres días. Uno por uno, se habían marchado, primero su mujer, luego su hijo y finalmente, hacía un rato aquella misma tarde, su hija. Pero lo más duro con mucho fue ver marchar a Joanna. Ni un beso de despedida, ni una señal de afecto, sólo un adiós con la mano y una mirada cuando el taxi se marchó. Había cambiado mucho desde la última vez que la vio, hacía unos cuantos meses. De pie en la cegadora playa blanca aún era su mujer, aunque estuviera tratando de apartarse de él. Había sentido que todavía podía llegar hasta ella de algún modo. Ahora se daba cuenta de que esperó demasiado tiempo. Ella se había apartado de él emocionalmente. A partir de ese momento, cuando estuvieran juntos, seguramente a causa de sus hijos, él sería considerado como un viejo amigo y nada más.

Se había sentido sola del mismo modo que él se sentía ahora. ¿Cómo no lo había notado? Porque siempre estaba demasiado ocupado. No la escuchó y sabía que era culpable de eso al menos. Cuando los chicos se fueron de casa, cuando él estaba de viaje durante días y días, ¿se sentaba ella allí sola tratando de evadirse del silencio de la casa vacía, como él hacía ahora? Se preguntó si su madre se habría sentido igual cuando su padre estaba fuera a veces dieciséis horas al día. Nunca se había quejado. Pero era distinto. Su padre estaba en casa todas las noches. Paul recordó meses en los que no había pasado más de cinco noches en su propia cama.

Los árboles empezaron a susurrar cuando se levantó el viento y él se preguntó si eso significaría que se acercaban más lluvias. Quizá fuera ya hora de volver al mundo real. Pensó en la oferta para regresar a V. I. C. como consultor. En realidad sería empleado de la firma de consultoría, no de V. I. C. Pero pasaría el tiempo en su empresa madre, tratando de mejorar las ventas de las comunicaciones inalámbricas, que habían caído durante los últimos dos meses. La semana anterior les dijo que se lo pensaría. Ahora decidió llamarlos por la mañana.

Volvió a entrar en la casa, donde una única luz ardía en la cocina. Tenía hambre, pero no le apetecía comer. Eso era lo que habían hecho todo el fin de semana. Pensó que la comida era una cosa tras la que esconderse fácilmente. Había hecho la compra, organizado las cosas y limpiado, y eso le permitió una distancia desde la que observar. Vio que Joanna se sentía incómoda. Sin su papel habitual en la cocina, estaba como desnuda ante ellos. La última mañana no pudo aguantar más y se puso a cocinar, agotando el tiempo hasta que fue hora de irse. Era evidente. Ella se sentía tranquila y eficiente cuando trabajaba en la cocina y se preguntó cómo a menudo en el pasado se había escondido así de él. Y él no se había dado cuenta.

Cuando no estaba ocupado haciendo algo para ellos, aparecía poco. No quiso usar las pocas horas que iban a pasar juntos corriendo. Pero sólo pudo aguantar hasta cierto punto. Y sabía que Joanna hubiera esperado que él dijera que no cuando se marcharon al mercadillo el domingo por la tarde. Así que se limitó a tumbarse en el sofá pensando en ellos todo el tiempo que estuvieron fuera.

Cuando entró en el garaje el sábado por la mañana y la encontró allí al salir del coche, tuvo un momento de esperanza. Por el modo en que lo miró. Casi se acercó y la estrechó entre sus brazos. Estaba muy hermosa, con la piel bronceada, el pelo rizado alrededor de la cara, los grandes ojos grises parpadeando como uno de sus ciervos asustados. Pero el orgullo se lo impidió. Y cuando llegaron los chicos, sintió tal alegría llenando la casa, llenándola a ella, que volvió a sentir esperanza. Pero siempre sentía reticencia cuando se trataba de él. Las miradas que le dirigía nunca eran lo bastante largas, sus sonrisas eran una pizca demasiado formales, y la noche que acabaron juntos en la terraza sintió que su fría armadura se alzaba en cuanto Sarah y Timmy se marcharon. Discutió consigo mismo durante más de una hora antes de ir a su habitación a ver si había alguna posibilidad de arreglar las cosas. Su amabilidad habría debido ser más fácil de asimilar que su inicial enfado y resentimiento de hacía unos meses, pero no lo fue. Entonces supo que todo se había acabado. Que en ella no quedaba nada.

Cerró la nevera, sin darse cuenta siquiera de que la había abierto. O cuánto tiempo llevaba allí mirando los restos del fin de semana. Apagó la luz de la cocina y cruzó la habitación a oscuras para subir a la cama. Entonces vio parpadear la lucecita roja del contestador.

El primer mensaje era de Sandy, su agente inmobiliario. La pareja de Ohio que había visto la casa aquella semana estaba interesada en serio. Pero les parecía horriblemente cara.

«Ya sabes cómo es —dijo la voz en la habitación oscura—, ya están impresionados por los precios de Nueva Jersey en comparación con el lugar de donde vienen. Y ya hablamos de que has valorado la casa en unos 30.000 dólares más de lo que en realidad vale. En cualquier caso, han hablado de hacer una oferta, así que te mantendré informado».

Él ya conocía el método, ella estaba tratando de ablandarlo. De momento, no estaba muy interesado. El mensaje siguiente era de Buffy, que debía de haber llamado cuando él estaba sentado afuera antes. Era su voz habitual, sofocada, escueta.

«Hola, Paul, espero que a tus hijos les gustaran las galletas. Tu hijo es un encanto, me alegro mucho de haberlo conocido, es un auténtico clon tuyo». No tanto, pensó. «Olvidé decirte que voy a dar una fiestecita sorpresa para el cumpleaños de Erik el sábado por la noche, espero que puedas venir».

Seguramente no. A pesar del extraño comienzo de la cena en su casa la semana anterior, en realidad lo había pasado bien. O quizá fuera por las tres botellas de vino que habían tomado. Pero regresó con un extraño sentimiento respecto a Buffy y a Erik. No estaba muy seguro de lo que pasaba allí. Aunque echaba de menos su compañía.

La tarde siguiente, Paul entró en el aparcamiento de visitantes de V. I. C. Se quedó sentado un momento en el coche, con el aire acondicionado a tope, recordando la última vez que había estado allí. Las montañas reverdecían, los cornejos empezaban a florecer. Había sido a principios de la primavera. Ahora faltaban muy pocas semanas para el primer lunes de septiembre, el final oficial de las vacaciones de verano. Durante todos aquellos meses la gente había acudido allí todos los días, a sentarse ante sus escritorios, a hacer llamadas, a ir a reuniones, todos esforzándose por hacer ganar dinero a aquella empresa. Y más dinero. Mientras tanto él había estado en casa ocupando el tiempo con trabajo manual y dejando que su mente, por primera vez en casi tres décadas, vagara libre. ¿De verdad quería abandonar todo aquello? Era inevitable que, al caminar por el vestíbulo lleno de árboles y arbustos que se alzaban hacia el sol, y junto a la cascada de agua, recordara aquella noche, la fiesta de su ascenso. Joanna estaba guapísima con un vestido de cuentas verdes que brillaba cuando se movía por la sala.

Se detuvo ante el mostrador de recepción, algo que nunca había hecho antes, y le dijeron que esperara. Al cabo de unos minutos se abrió el ascensor, y se sorprendió al ver a Dan Rogers, que había sido un novato en uno de sus equipos de ventas hacía tiempo, salir a saludarlo con la mano extendida. Esperaba encontrarse a Rich Casey, que hasta entonces había sido su contacto. Dan lo llevó a una sala de reuniones que estaba junto al vestíbulo principal; le molestó que lo trataran como a un visitante y no le permitieran acceder al santuario interior de las oficinas de la empresa. Al menos, aún no. Dan extendió cuadros y hojas sobre la mesa y habló de la feroz competencia que estaba surgiendo de pronto en el campo de la telefonía móvil.

—Por Dios, todas las amas de casa en los supermercados tienen un móvil, todos los universitarios —se quejó—. Y no es más que una cuestión de tiempo que la telefonía fija desaparezca, igual que los viejos teléfonos de disco. Es un mercado en el que hemos entrado y creemos que con tus antecedentes serías la persona perfecta para ponernos en marcha.

Paul se quedó un momento mirando los cuadros, los gráficos y las hojas de cálculo. Le entró un deseo repentino de tirarlos todos al suelo. Quería saber por qué alguien tan joven e inexperto como Dan Rogers estaba allí sentado contándole todo aquello. Pero lo sabía. A Dan le podían pagar la mitad que a alguien con la experiencia de Paul. Aparentemente, sin embargo, se estaban dando cuenta al fin de que su inexperiencia también tenía un coste.

—¿Cómo encajaría yo exactamente? —preguntó Paul.

—Bueno, primero nos gustaría que echaras un vistazo general a la producción de ventas, para poder localizar los puntos problemáticos. Después nos gustaría que te reunieras con cada equipo regional de ventas de arriba abajo y resolvieras cualquier cosa que te pareciera necesaria.

—¿Esto no se haría normalmente dentro de la empresa? —preguntó Paul—. Quiero decir que debéis de tener alguna idea según la información que habéis reunido, los informes periódicos de ventas, quién está rindiendo y quién no.

—Claro que sí —dijo Dan, con cierto exceso de entusiasmo, pensó Paul—. Pero con tu experiencia, creemos que podrías descubrir cosas que a nosotros se nos han escapado. Eres el mejor, Paul.

Le hubiera gustado abofetearlo para borrarle la sonrisilla solícita de la cara. Evidentemente, Dan tenía problemas y Paul era su solución. Por eso le habían pedido que viniera tan rápido a aquella reunión. Dan abrió entonces una carpeta.

—Aquí hay una descripción de nuestra propuesta, además de la compensación —dijo, pasándole unos cuantos papeles grapados por encima de la mesa de la sala.

Paul los cogió y los hojeó.

—Evidentemente, tengo que pensarlo un poco —dijo, y se levantó.

—Por supuesto —contestó Dan, poniéndose de pie un momento después, al ver que Paul daba la reunión por terminada.

—Llamaré —dijo Paul, mientras abría la puerta.

—¿Cuándo —oyó decir a Dan— crees que podremos tener noticias tuyas?

—Dame hasta la semana que viene —respondió él, y se marchó.

Pasó el resto de la semana trabajando en el garaje, intentando terminar las estanterías que estaba haciendo para la vecina de Buffy, Elyse. Su mente iba y venía. Debería cogerlo. Como no tenían que darle beneficios, el sueldo era muy bueno y lo inteligente era hacerlo mientras pudiera. ¿Cuánto podría durar? Pero él conocía a tíos que habían estado haciendo consultorías durante años con las mismas empresas, que a veces también los contrataban como empleados fijos. Sentía cierto grado de satisfacción ante el hecho de que lo necesitaran. Pero también estaba la bilis que tendría que tragar cada vez que informara a Dan Rogers, que siempre había sido un mediocre como mucho. Aunque obviamente él sabía cómo manejarse en estas lides. Y el juego, al parecer, tenía ahora normas distintas.

Ted y él eran ejemplos de ello.