22
La tarde siguiente, cuando Joanna la llevaba a ver al doctor Jacobs, Grace se dio cuenta de que volvía a estar distraída. Había salido la noche anterior y aún no estaba en casa cuando Grace se fue a la cama, aunque ya era bastante tarde. Joanna tenía el aire acondicionado a tope y las ventanillas medio abiertas y Grace pensó que era una analogía muy expresiva del comportamiento de la joven hacia ella en esos días: caliente y frío. ¿Podía culparla en realidad?
Era una visita de rutina al médico. Iban cada pocas semanas y Grace se preguntaba si debía darle a Joanna más información acerca de su enfermedad. Obviamente, sabía que no iba a ponerse inyecciones de vitamina B12. Miró la cara preocupada de Joanna y decidió no decir nada.
A Grace le encantaba el doctor Jacobs. Había escogido deliberadamente un médico de medicina general cuando llegó allí hacía unos meses.
—No hay necesidad de un oncólogo —le dijo cuando él empezó a querer convencerla en su primera visita—. No pienso hacerme ningún tipo de tratamiento.
El doctor Jacobs negó con la cabeza e hizo una mueca.
—¿Qué haría usted si estuviera en mi lugar? —le desafió ella entonces.
Fue el fin de la discusión.
Era un médico sencillo, a la vieja usanza. Al cabo de pocos años seguramente se retiraría. Grace suponía que tendría su edad, o que sería incluso mayor. Pero su consulta siempre estaba llena.
—Debería hacerse un escáner CAT —le dijo esta vez, después de escuchar largo tiempo su respiración con el estetoscopio.
—Ya sabe la respuesta a eso —respondió ella.
Él suspiró.
—El pulmón puede estar ya empezando.
Ella sabía que lo que quería decir era que podía estar ya extendiéndose. Y una vez afectados los pulmones, el mal avanzaría rápidamente.
—Al menos unos rayos X. No puedo estar seguro sin algunas pruebas.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó ella.
Él hizo una pausa antes de contestar.
—Bueno, es difícil decirlo con seguridad. Para algunos, unos meses. Otros han durado un año o más —afirmó—. He tenido hace poco un paciente que no tuvo verdaderos dolores hasta el final. Fue notable.
Así que el médico de Nueva Jersey se había equivocado al fin y al cabo. Le había dado nueve meses en enero. Cuando llegó a Pawleys Island imaginaba que le quedaban seis o siete. Había alquilado la casa por un año, por si acaso.
—No hay ninguna garantía, Grace.
El viaje a casa fue casi insoportable. Joanna se puso habladora y trataba de animar a Grace con la conversación. Pero Grace se limitaba a mirar por la ventanilla.
—Quizá debamos ir ahí la semana que viene —dijo Joanna, cuando pasaron frente a la escultura gigante que estaba delante de Brookgreen Gardens—. Podría traerse las pinturas.
Grace no respondió.
—Podríamos ir a primera hora de la mañana, cuando no hace demasiado calor —sugirió Joanna.
Paul había estado trabajando para Buffy intermitentemente durante casi dos semanas. Había acabado de quitar todos los arbustos demasiado crecidos, sustituyéndolos con plantas más pequeñas que crecerían de un modo controlado. Y casi había acabado el muro de piedras planas que ahora se curvaba alrededor de la parte delantera de su casa, dándole un aspecto elegante pero rústico. Bill, un piloto retirado que vivía al otro lado de la calle, se había acercado el día anterior para preguntarle si le interesaría lavar a presión su gran terraza, y después barnizarla y sellarla. Paul no estaba seguro de cuánto tiempo podría llevarle, así que le dio una tarifa por horas bastante inflada que le permitiría comprar o alquilar una máquina de vapor. Bill dijo que estupendo. Encantado, prometió estar allí a primera hora del lunes. Entonces recordó su entrevista y lo cambió para última hora de la mañana.
Estaban en plena ola de calor de junio. Mientras trabajaba, el aire húmedo y pesado hacía más lentos sus esfuerzos para colocar la última de las piedras planas junto al camino de entrada. La puerta principal se abrió y salió Buffy, que colocó un enorme vaso lleno de té helado sobre el escalón de ladrillo mientras sonreía. Lo había tenido sin parar durante las dos semanas anteriores, dispuesta a obtener de él cada minuto de trabajo que pudiera. El primer día, cuando lo invitó a comer, él se miró la ropa sudada y sucia y se rió. Así que ella sacó una bandeja de sándwiches fuera y comió con él en la terraza mientras su hija veía la televisión. Paul se dio cuenta de que se sentía sola. Le había explicado que su marido, Erik, estaba muy comprometido con un nuevo proyecto de investigación en la universidad y con una gira de conferencias durante el verano. Rara vez paraba en casa. Esperaba que en otoño las cosas se tranquilizaran y ella pudiera dar una clase o dos cuando Emily empezara la guardería. Pero confesó que ya estaba preocupada, porque Emily nunca se había querido quedar en ninguna de las escuelas en las que había estado a menos que Buffy se sentara en el fondo de la clase. A él le pareció raro al principio, pero Buffy le contó la historia de su vida en un chorro frenético, entre profundas respiraciones. Era como hablar con un fumador que estuviera disparando una ametralladora de palabras entre caladas; la única diferencia, que no había cigarrillo. Finalmente, se encontró contando algún detalle de su propia vida, y acabó por explicar cómo lo había encontrado ella trabajando en el exterior de la casa aquel día.
—Volverá, recuerda mis palabras —charloteó Buffy—. Estaría loca si no lo hiciera, Dios mío. Eres manitas, guapo y listo. Y hablas, no como muchos hombres.
—Bueno, no me has conocido antes —dijo él, con una risa incómoda—. No era muy distinto de tu marido, siempre corriendo de un lado para otro. Creo que fui infeliz durante mucho tiempo, pero no era consciente de ello.
—Yo no es que sea infeliz. Es que me gusta que todo se haga de inmediato. Y Erik no tiene paciencia para eso —continuó diciendo ella—. De hecho, si has acabado de comer, ¿puedes venir dentro? Tengo una idea.
Se quitó las botas de trabajo y se sacudió la ropa. Ella lo condujo hasta la chimenea de ladrillo de la sala de estar.
—Aquí, a cada lado, me gustaría tener estanterías con libros. Creo que mejorarían la habitación. Además, tenemos muchísimos, entre mis libros de matemáticas, los de biología de Erik y la colección de libros antiguos, además. ¿Qué te parece?
Él pudo visualizar lo que ella estaba pensando. A cada lado de la chimenea había un muro vacío de un metro y medio más o menos, del suelo al techo. Era un espacio muerto y podía imaginar estanterías alzándose hasta el techo a ambos lados, enmarcando la chimenea. Pero no había hecho nada parecido desde que ayudaba a su padre, hacía ya tantos años. Pensó en las sencillas piezas de madera que trabajó en Colorado. Juguetitos, en realidad.
—No sé —empezó a decir.
—Oh, no digas que no de entrada —rogó ella—. Al menos piénsatelo.
Técnicamente, no era más que una serie de tableros rectos. La parte trasera podía ir forrada de paneles de madera semejante para hacer el efecto de un mueble. Lo cierto es que no era tan difícil. Cortes rectos, unos cuantos ingletes. Pensó en las herramientas que necesitaría. No tenía ninguna. Y recordó el rincón del sótano, la zona oscura junto al trastero donde las sierras y herramientas de su padre estaban amontonadas en un rincón, cubiertas con sábanas viejas. ¿Por qué las había conservado? Si hubiera sido él el que hubiera pagado las mudanzas, seguro que no las habría ido arrastrando de una casa a otra. Pero después de la primera mudanza, no había tenido que volver a pensar en ellas. Sólo eran parte del menaje del hogar que los transportistas empaquetaban y se llevaban. Nunca tuvo que mover un dedo.
Se preguntó si aún funcionarían. Las hojas ya estarían oxidadas. Pensó en aquel lejano día en que observaba a su padre en el garaje mientras trabajaba, con el serrín depositándose en el suelo como nieve mientras él acariciaba una plancha de madera que acababa de cortar, como algunos hombres acarician la piel de una mujer.
—Probablemente podré hacerlo —dijo lentamente, y al volverse la vio sonriendo triunfal—. Deja que compruebe el estado de mis herramientas.
—¿Y si ponemos puertas? —preguntó ella, mientras él salía—. ¿Crees que podemos poner unas puertas para vestirlo un poco, quizá con pequeños paneles de cristal?
No vio cómo él ponía los ojos en blanco.
Más tarde vislumbró al marido, que aparcaba y entraba rápidamente en la casa con su maletín. Oyó una fuerte discusión y un estallido de voces furiosas, pero se alegró de no poder distinguir las palabras. Unos minutos más tarde, Erik se fue por el garaje y Paul vio a Buffy lanzarle un beso y decirle adiós con la mano.
Quizá ellos no se pelearon lo suficiente, pensó Paul mientras arrojaba el resto del pajote sobre los parterres que había creado con la pared de piedras. Joanna y él no discutían a gritos en el pasado. Recordaba que ella chillaba más hacía tiempo, pero normalmente él ya estaba saliendo por la puerta. Cuando volvía, ella lo recibía con fría distancia. Después de un tiempo, dejó de esperar nada más. Quizá si se hubiera quedado, si se hubiera tomado su tiempo, podrían haber saneado sus problemas y quizá llevárselos a la cama. Pero no lo pensó entonces.
Aquella noche se fue al cine solo. Se comió un cucurucho grande de palomitas de cena, demasiado cansado para pensar en cocinar. Cuando llegó a casa hacia las diez, marcó el número de Joanna. Ella no lo había llamado después de que la agente inmobiliaria se marchara. Grace le dijo que volvía a estar fuera. «Nada importante», dijo él, colgando el teléfono con cierta brusquedad.