19
La mañana siguiente fue silenciosa. Los únicos sonidos eran los de los pájaros que despertaban. A la débil luz del amanecer, Paul sacó una palada de cortezas de la carretilla repleta y la repartió por el arriate. La rica fragancia del cedro se mezcló con el olor almizcleño y plano del suelo recién revuelto. Una y otra vez echó paladas de la corteza desmenuzada, abriéndose paso por los arriates que bordeaban la parte delantera de su casa hasta que la carretilla se vació. Con el dobladillo de su vieja camiseta se limpió las perlas de sudor que empezaban a caerle por la cara, pensando para sí que mayo debía de ser el mes más hermoso en Nueva Jersey. A su alrededor el mundo entero reventaba de nueva vida.
Añadir cortezas era un trabajo que los jardineros hacían cada año, junto con la aireación y fertilización del césped, recortar los setos y podar los árboles. Ese año lo estaba haciendo todo él mismo. Había estado trabajando doce horas diarias desde que regresó de su viaje al Oeste, ordenando las facturas, organizando las cosas que no formaban parte del trabajo de la asistenta. Incluso hubo un momento en el que pensó en despedirla, pero se preguntó si eso no sería ir demasiado lejos. La semana anterior había limpiado el sótano, ordenando cajas que no se habían abierto en demasiadas mudanzas y tirando cantidad de cosas inútiles.
Se sintió muy satisfecho mientras rastrillaba un montón de cortezas. El oscuro material ocultó los pequeños brotes y tiernas hojas de las plantas perennes de Joanna, que ya estaban marcando su territorio en la tierra. Mientras trabajaba en el arriate, vio coreopsis y equináceas, verónica y aquilegia. Pálidos capullos azules de nomeolvides asomaban ya entre el delicado follaje. Cada año Jo juraba que eran sus favoritas y cortaba manojos para hacer ramos en miniatura. Los narcisos y tulipanes se habían marchitado hacía tiempo, deslucidos en los bordes, y mientras Paul se abría paso por el arriate, se iba deteniendo a cada poco, doblándolos por la mitad y atándolos con una goma. Así no tendrían un aspecto tan feo mientras pasaban por la necesaria descomposición que proporcionaría nutrientes al bulbo para asegurar la floración del año siguiente. Hacía años que no llevaba a cabo trabajos de jardinería y le sorprendió lo mucho que recordaba de sus estudios de paisajismo en el instituto.
A última hora de la mañana, el sol le daba en la espalda como una lámpara de rayos y notaba la humedad pegándose a su vieja camiseta mientras se movía. Se sentía tentado de quitársela y coger un poco de color, pero se lo pensó mejor al echar un vistazo a su alrededor y ver las casas silenciosas y bien cuidadas que lo rodeaban. Estaba empezando a contemplar su casa y su vecindario de manera diferente. Los tendederos estaban prohibidos en los estatutos. También las piscinas hinchables y determinados tonos de pintura de paredes exteriores. Todo tenía que mostrar una imagen de prosperidad. Pensó en los cámpings en los que había estado, con tiendas y caravanas, cuerdas para colgar gastadas toallas y húmedos bañadores, sillas de jardín de plástico y mesas de picnic para comer. Donde personas sencillas y poco pretenciosas disfrutaban de su tiempo libre y del aire libre. Qué diferente era allí.
En medio del arriate de la izquierda había colocado una pequeña pared de piedra el día anterior, donde habían tenido algunos problemas de drenaje en esa parte inferior de la casa que provocaban una humedad en una esquina del sótano. Después llenó la zona con tierra, creando un arriate elevado. Ahora, al cubrirlo de corteza, se preguntó qué podría plantar allí. Si estuviera Joanna, se le ocurrirían muchas ideas, planearía con cuidado y lo organizaría para asegurarse de que ninguna planta escondiese a otra. Pensó en llamarla en ese momento para pedirle consejo o su preferencia sobre una planta u otra, si usaba plantas perennes o arbustos de flor, o simplemente flores anuales. Pero decidió no hacerlo. Era hora de que se enfrentara a los hechos. No parecía que Joanna fuera a volver con él.
Cuando la llamó a la vuelta de Montana, ella fue educada. Pensó que hablarle de los chicos le haría volver, pero ella seguía distante y las palabras que había pensado decirle: «Te amo, quiero que vuelvas a casa», se le habían quedado atravesadas en la garganta. Era demasiado tarde.
Paleó otro montón de cortezas y pensó en su cita con el cazatalentos al día siguiente. Tenía sentimientos encontrados. La culpabilidad que sentía cada día cuando iba a abrir el buzón y sacaba un montón nuevo de facturas le decía que era hora de volver al mundo real. Pero desde que había empezado a trabajar por la casa, llenando los días de tareas productivas, otra parte de él lo impulsaba a agarrarse a esa libertad duramente ganada. Y hasta había una parte de él que se preguntaba si no sería posible hacer las dos cosas de algún modo.
Oyó sonar el teléfono inalámbrico donde lo había dejado, junto a la carretilla, y se quitó los guantes de trabajo, apoyando la pala contra un árbol.
—¿Hola?
—Paul, soy Jean.
¿Jean? Entonces reconoció la voz, la exmujer de Ted, con la que no había hablado desde su divorcio, hacía cuatro o cinco años. Parecía agotada o enferma. Y entonces se dio cuenta: su voz estaba llena de dolor.
Se le encogió el estómago.
—¿Qué pasa, Jean?
—Oh, Paul. Es… —Se detuvo, incapaz de expresar las palabras, y él lo supo—. Ted se ha ido. Ha muerto.
Paul se sentó de golpe en los escalones de la entrada. En alguna parte de su mente, advirtió que el ladrillo estaba fresco y le aliviaba su cuerpo recalentado.
—Murió en ese maldito barco con el que siempre había soñado. Lo encontraron a la deriva cerca de Tortola. Creen que fue un ataque al corazón. Oh, Paul —gimió, y él pudo oír sus sollozos.
Dejó caer la cabeza y cerró los ojos, imaginándose a Ted vivo y sonriendo en la cubierta de su barco. Pensando en que tenía todo el tiempo del mundo ahora para disfrutar finalmente de su sueño.
Se sentó en la terraza a beberse una cerveza fría, aunque sólo eran las doce pasadas. Dentro de él vibraba una sensación temblorosa e irreal. El sol seguía brillando con fuerza. Los pájaros gorjeaban y trinaban, buscando comida, ramillas, pareja. El mundo no dejaba de girar, aunque parecía que debía detenerse. Más que tristeza, más que dolor, la impresión lo había embargado cuando colgó a Jean. Ted, desaparecido. No dejaba de pensar que era imposible. Ted era una de esas personas fundamentales sin las que uno no podía imaginar que el mundo siguiera adelante.
Cogió el inalámbrico.
—Jo, soy yo —dijo, cuando ella cogió el teléfono—. Pensé que querrías saber que Ted ha muerto hace uno o dos días de un ataque al corazón.
Pudo oír una inspiración profunda.
—Oh, Paul. Oh, Dios mío…
—Jean me ha llamado. Creen que tuvo un ataque al corazón en su velero. Debía de estar solo. Otro barco lo vio a la deriva y llamaron al guardacostas, pero era demasiado tarde.
—Oh, qué triste. Era un hombre tan estupendo… Dios, era la salsa de todas las fiestas. —La oyó sorber—. ¿Quién no quería a Ted?
—Sabes, se tomó tan bien lo de la compra —dijo Paul—. El velero era su sueño desde hacía años, y me dijo: «Bueno, Paul, pensé en esperar otros cinco o diez años esta oportunidad y me dije, bah, la vida es corta…». —Sintió un nudo en la garganta—. ¿Y si no lo hubiera hecho? Habría muerto y nunca…
No podía hablar. Lágrimas silenciosas le llenaban los ojos. Se las limpió con el borde de la camiseta, se tapó la boca y se aclaró la garganta en un esfuerzo por controlar sus emociones.
—Supongo que deberíamos estar agradecidos porque tuviera ese poquito de alegría —susurró Joanna.
—El funeral es el viernes.
—Oh, Paul, no creo que…
—No, no, está bien, no esperaba que vinieras.
—No es eso. Por favor, entiéndelo —explicó—. Grace ha estado comportándose de una manera un poco rara últimamente.
Él no supo qué decir.
—Llamaré a Jean. Y mandaré una tarjeta —continuó Joanna—. Quizá puedas encargar un bonito ramo, ¿no? Era un buen amigo, Paul. Lo sé, y lo siento tanto…
—En realidad era mi único amigo.
Grace había estado extrañamente callada durante la cena la noche anterior. Varias veces Joanna advirtió que la anciana la observaba, como si estuviera a punto de decir algo, y después volvía a hacer lo que estaba haciendo. En ese momento, cuando colgó a Paul y miró a través de la gran sala de Grace, hacia donde ella estaba sentada en la terraza leyendo, Joanna se preguntó si debería intentar ir al funeral de Ted. Había sido parte de su vida durante mucho tiempo. Y Paul parecía destrozado.
Volvió a ponerse a limpiar la nevera e hizo una lista de cosas que necesitaban, y se sorprendió al levantar la vista al cabo de un rato y ver a Grace sentada ante el mostrador, como si hubiera estado esperando a que Joanna acabara.
—Oh, no la he oído entrar —dijo ella, cerrando la nevera.
—Tenemos que hablar —le anunció Grace, con las manos unidas ante sí.
Su mente había estado vagando entre la llamada de Paul y las quince páginas de notas de su entrevista con la mujer bosnia que se encontraban en su escritorio, arriba.
—Me estoy muriendo, Joanna.
Miró a Grace.
—¿Qué?
—Sé que se lo habría tenido que decir desde el principio, pero tenía miedo de que no quisiera quedarse.
—Pero… parece usted estar perfectamente. Cómo puede…
Se quedó allí asombrada y empezó a recordar pequeñas cosas. Días silenciosos en los que ella parecía retraerse en sí misma, pálida y distante. Los viajes a ver al doctor Jacobs. Evidentemente, no para ponerse inyecciones de vitamina B12.
—Tengo cáncer de páncreas —continuó Grace sin emocionarse—. Aún me queda algo de tiempo, probablemente hasta el otoño.
Joanna se sintió invadida por el pánico.
—Grace, ¿qué está diciendo?
—Sólo eso, Joanna… —Y entonces Grace hizo una pausa.
Joanna se dio cuenta de que la anciana luchaba por mantenerse tranquila.
—Seguiremos como hasta ahora —continuó Grace—. Usted me ayudará a hacer la compra, a limpiar. Pero pronto iré haciendo menos cosas. Y luego aún menos. En ese momento pediré una enfermera en casa. No es como otros cánceres. Podemos seguir normalmente casi hasta el final. Y luego, bueno… no será muy largo, en realidad. Seis meses como mucho.
—Pero su familia… —empezó a decir, y entonces se dio cuenta—. No lo saben, ¿verdad?
Grace no dijo nada.
—Oh, Grace, tienen derecho a saberlo. Deberían estar con usted. ¿Cómo puede hacerles eso?
—¿Hacerles qué? ¿No puedo, por una vez en mi vida, hacer lo que yo quiera?
Joanna la vio levantarse y caminar lentamente hasta la ventana.
—Así es como quiero que sean las cosas —dijo tranquilamente, y luego se volvió y se marchó a su habitación.
Aquella noche, Joanna no pudo dormir. Abrió las puertas correderas porque necesitaba aire, y se sentía de nuevo como si no pudiera respirar. Se quedó mirando las páginas amarillas rayadas de su entrevista, llenas de arriba abajo de escritura a mano en tinta azul. ¿Cómo podía hacer que todo aquel material tuviera sentido? Ni siquiera podía concentrarse. El día anterior su vida era sencilla, las cosas se estaban poniendo en su lugar. Ahora parecía como si todo empezara a derrumbarse a su alrededor. Grace se estaba muriendo, Timmy se iba a marchar a Indonesia dentro de unas pocas semanas a pasar el verano. Sarah sería la siguiente; se iría a París con Martin a finales de ese verano. Ella se enfrentaría probablemente al divorcio.
Pensó en Tenevya, o Tanya, como ahora se llamaba a sí misma, la refugiada bosnia. Una mujer silenciosa. Una heroína, en realidad. Con problemas y pérdidas que hacían que las suyas parecieran triviales. Yendo hacia adelante cada día, sobreviviendo, trabajando para traer a su hermana, su única pariente viva, a este país. Aunque Joanna sufría al pensar que no iba a ver a sus hijos durante mucho tiempo, Tanya nunca vería a los suyos. Estaban muertos. Pero aún así, una silenciosa esperanza ardía en su mirada y hablaba con fuerza, una certeza de que algún día volvería a estar con sus hijos, en un lugar mejor.
Joanna rezó y deseó tener esa fortaleza.