23
Me acosté con Hank Bishop.
Fue el primer pensamiento de Joanna cuando se despertó la mañana siguiente. Y el de todas las mañanas después de aquello. Había alterado su vida en un instante muy breve. Y le resultaba completamente ajeno a su manera de ser haber hecho tal cosa. Nunca había practicado sexo ocasional en su vida. Sólo hubo un chico antes de Paul, y con los dos se acostó porque estaba enamorada. A medida que pasaban los días, se sentía más confusa. No sabía realmente qué pensar de lo que había sucedido aquella noche con Hank.
Se saltó la siguiente reunión sobre las tortugas y evitó contestar al teléfono. Grace le dijo que Hank había llamado varias veces. También lo había hecho Paul. Ella no devolvió las llamadas a ninguno. Hasta Grace parecía mirarla de un modo diferente. ¿Acaso lo sabría?
The Pawleys Island Gazette aparecía una vez a la semana, y los miércoles a última hora Harley dejaba un ejemplar de la edición recién salida de la prensa sobre el escritorio de Joanna al pasar hacia su despacho. Allí, en la página primera de la segunda sección estaba su artículo, «Una lección de silenciosa grandeza», por Joanna Billows Harrison. No estaba muy segura del título. Era una cita, sacada de una de sus impresiones personales, pero Harley había pensado que se trataba del verdadero centro de la historia. «En esta época de fama instantánea, cuando hasta los criminales aparecen en la portada de la revista “People”», empezaba su artículo, «hay personas que caminan discretamente entre nosotros viviendo vidas de silenciosa grandeza».
Lo volvió a leer, complacida. Fluía de un extremo a otro con suaves transiciones. La historia estaba intercalada con acertadas citas de Tanya, que era como ahora se llamaba a sí misma. Joanna había conseguido no sólo contar su historia, sino también entretejer sus propias opiniones sobre el asunto. Estaba terminando el último párrafo cuando sonó el teléfono de su escritorio.
—¿Sí? —contestó, aún repasando las últimas líneas.
—Has estado evitándome, Joanna.
Ella cerró los ojos, incapaz de hablar.
—Mira, guapa, de verdad, quiero verte. Creo que tenemos que hablar.
—Lo siento, Hank…
—Espera —interrumpió él rápidamente—. Antes de que digas que no, escucha. Me gustaría que te pasaras después de trabajar, diez minutos. Es lo único que te pido.
Se imaginó ante él. Sintió que le ardía la cara.
—Por favor, Joanna —rogó—. Tenemos que aclarar esto.
No se le daba bien posponer las cosas, así que accedió.
Pensó en Grace y se detuvo antes en casa, no muy segura de si necesitaba algo para cenar. Grace ya comía un sándwich y sus materiales de pintura estaban en la terraza, extendidos sobre la mesa. Le había traído un caballete hacía unos días y ahora vio un lienzo apoyado en él, colorista pero indefinido desde donde ella se encontraba.
—Tengo que salir un momento —explicó Joanna—. Volveré pronto. Quizá podamos jugar a las cartas, o algo así.
Pero Grace parecía estar en algún lugar lejano, supuso que absorta en su cuadro.
Se puso un vestido de tirantes. En la oficina del periódico hacía mucho frío, o ella no estaba habituada a la costumbre sureña de mantener el aire acondicionado al mínimo de temperatura, por lo que siempre llevaba medias o pantalones y manga larga. Pero era más de mediados de junio y el sol veraniego brillaba feroz fuera. Incluso dentro de la casa, donde a Grace le gustaba tener las ventanas y las puertas abiertas, la brisa del océano que entraba era cálida. Se colocó delante del espejo, mirándose, y luego se levantó el pelo. Estaba creciendo y se le rizaba con la humedad, así que se lo ató en la nuca con un broche dorado.
Fue en coche, y al llegar a la puerta de la casa de Hank, él la tomó de la mano y la condujo a la playa por la puerta de atrás. Bajaron los escalones de madera cruzando la selva que casi escondía su casa por el lado de la playa.
—Ven, quiero enseñarte algo.
La madreselva rojo rubí florecía enmarañada por los árboles como una especie de enredadera exótica. Vio un pequeño lagarto que escapaba bajo los escalones cuando ellos pasaron a su lado, un destello verde. En el último peldaño se quitó las sandalias antes de pisar la arena.
—Por aquí —gritó Hank por encima del hombro.
Ella lo siguió y unas cuantas puertas más allá de su casa, vio un cuadrado hecho con palos y cuerdas, no más grande que una manta de playa, a lo lejos en la arena, casi dentro de las dunas.
—Es el primer nido de la temporada —dijo él, cuando ambos se detuvieron al lado. Abrió una pequeña manta que ella no había advertido que traía y ambos se sentaron junto al nido, casi tocándose.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó ella.
—Esperaremos —contestó él, mirándola con una sonrisa—. La incubación suele tardar de cincuenta a cincuenta y cinco días. Ojalá que, si tenemos mucho cuidado, podamos estar aquí cuando se abran los huevos para asegurarnos de que llegue al agua la mayor cantidad posible.
El sol iba bajando por detrás de ellos y el calor opresivo de la tarde empezaba a ser arrastrado por la brisa del océano. Junto con él se fue también la incomodidad de estar con Hank. Era un hombre encantador. Muy sencillo y auténtico.
—¿Se abren todos a la vez?
—Desde luego. Puede haber cientos de crías al mismo tiempo, empujando bajo la arena y arrastrándose hasta el agua —le explicó, y luego rió—. Será una auténtica locura durante un par de minutos, con tortugas corriendo en todas direcciones. Sobre todo si hay luces que las distraigan.
—Ojalá pueda verlo.
—Confío en que sí —dijo, y luego vaciló antes de continuar—. Acerca de la otra noche, espero que no creas que estaba tratando de aprovecharme…
—No, por favor, fue en gran parte culpa mía. No debería haber bebido tanto.
—Sólo tomaste dos copas.
—Ya lo sé, pero de algún modo las cosas se me fueron de las manos. El sexo… no es algo sin importancia para mí —balbució.
—Espero que no creas que lo que pasó fue algo banal para mí, guapa —dijo él, y extendió la mano, trazando la curva de su mejilla con el dedo—. Eres preciosa, Joanna. Y siempre estás tan seria… Pensé que sería agradable verte contenta durante un ratito.
Extendió la mano hasta su cuello y le quitó el prendedor. El pelo cayó, apoyándose suavemente sobre sus hombros desnudos, y el viento lo alzó ligeramente, rozándole la piel como una caricia. Él se quedó mirándola, con aquellos ojos azul claro derritiéndose dentro de ella. Entonces se inclinó, bajando los labios hasta que casi tocaron los suyos. Besarse estaba bien, se dijo, alzando la boca. Sólo besarse.
Más tarde, aquella misma semana, tuvo de nuevo la misma sensación. Era como si hubiera alguien en lo alto de la habitación, observándola, en la vieja cama de Hank, con las sábanas enrolladas en sus cuerpos. Podía ver todo su cuerpo, delgado y moreno sobre ella, hasta que lo apartó. Rodó sobre él, envuelta en la sábana, que los unió como una ancha cinta. Colocando las manos a cada lado de su cuello, se alzó por encima, con los pechos balanceándose sobre su cara a cada empujón. Hank alzó la cabeza y le rodeó un pezón con los labios, provocándole una punzada de calor entre las piernas. Se oyó gemir a sí misma, al levantarse y deslizarse debajo de él de nuevo una vez más mientras le mordisqueaba los pechos. Sobre la mesilla y la cómoda las velas los rodeaban, bañando la habitación en una luz suave y dorada. Las ventanas estaban abiertas y podía oír el océano retumbando en la playa al subir la marea. Desde su lugar en el techo, todo se veía muy hermoso y romántico. Hank le pasó la lengua por la línea morena bajo su pecho, donde la piel oscura y el pecho blanco se unían, susurrando que era el lugar más sexy que pudiera imaginar. Ella vio cómo se movía más deprisa esa Joanna que estaba viviendo una vida insólita. Explotó en un millón de deliciosos espasmos y luego se dejó caer sobre su pecho riendo suavemente. Contempló transfigurada cómo la respiración de ambos se ralentizaba y ambos parecieron adormilarse.
—Sabe, no sé mucho de usted, señor Bishop. Aparte del hecho de que vendió su barco pesquero a su primo, se retiró y de vez en cuando trabaja en él —le murmuró al oído, aún sobre él—. Ah, y que tiene esa pasión por las tortugas.
—Y por ti, guapa —rió él, apretándole el culo.
—No, en serio —dijo ella, y se apoyó sobre un codo para mirarlo.
—¿Qué te gustaría saber?
—De adolescente, por ejemplo. ¿Eras tranquilo o salvaje? ¿Rompías los corazones de todas las chicas? —bromeó.
—Era bastante tranquilo. Y no salía mucho. Uno de esos chicos que tienen una novia en el instituto y piensa que será la única. Conseguí una beca para jugar al fútbol en la UNC en Chapel Hill, pero si te soy sincero, lo odiaba. Continué, sin embargo, para que pudiéramos tener algún futuro. Pero después de graduarme, pasé aquel último verano en el barco de pesca de mi padre y comprendí que no quería ir a ningún otro lugar. No me interesaba ser un hombre de negocios y ganar mucho dinero. Era feliz aquí, trabajando en el mar. Recuerdo una noche que habíamos salido a faenar, bajo las estrellas, y mi padre sabía lo preocupado que estaba. «Ella quiere una vida fantástica —me dijo—. Tú eres un hombre sencillo. Eso no tiene nada de malo».
Suspiró entonces, como si pudiera verse a sí mismo: el joven confuso que había sido, escuchando el consejo de su padre en aquella embarcación mientras navegaban en la noche.
—Así que me quedé aquí. Finalmente, me quedé con el barco. Después me casé, lo que fue un gran error.
Ella recordó la fotografía de Lacey, joven y rubia, con su hija.
—Sólo estuvimos casados cinco años. Ella se fue a California, se volvió a casar y unos meses más tarde, los tres murieron en un choque en cadena en la autopista. Por culpa de la niebla.
—Oh, Hank, lo siento.
—Es culpa mía. Si las cosas hubieran sido diferentes, ellas seguirían aquí.
—No, no puedes decir eso —respondió ella, cogiéndole la cara, obligándolo a mirarla—. No puedes seguir sintiendo eso después de tantos años.
Él gruñó amargamente.
—Es curioso lo de la culpabilidad. Puedes librarte de ella durante un tiempo, pero al final, siempre asoma su fea cara…
—Basta —casi gritó ella—. Siento haber empezado esto.
Le cubrió la cara de besos. Él empezó a devolvérselos y lentamente ella sintió el calor que se iba formando entre los dos. Echó un vistazo al reloj de la mesilla.
—Dios mío, son casi las once, tengo que irme.
—Por amor de Dios, no eres una adolescente con toque de queda —le susurró Hank al oído.
—Pero tengo que volver con Grace.
—No entiendo el porqué de tu obligación con ella, pero lo respeto —dijo, y luego le besó el cuello—. Pero me gustaría mucho que te quedaras a pasar la noche entera por una vez.
Desde arriba de la habitación, vio a la otra Joanna levantarse y cruzar la habitación, desnuda a la luz de las velas, empezando a recoger su ropa. Oyó su risa y dijo:
—A mí también me gustaría, para poder hacerlo de nuevo.
Se sentía como una adolescente, deslizándose por las escaleras, tratando de no despertar a Grace. Las luces estaban apagadas. Cuando sonó el teléfono, en el momento en que entraba por la puerta, lo cogió al primer timbrazo.
—Joanna, soy Paul.
Era casi media noche. Se le encogió el corazón de miedo.
—¿Qué pasa?
—Nada, todo va bien. Sólo necesitaba hablar contigo pero cada vez que te llamo, no estás. Me imaginé que a estas horas ya te encontraría en casa.
Sabía que había llamado varias veces. Se sentó, con el corazón volviendo a sus latidos normales, escuchando la voz de su marido que estaba a casi mil quinientos kilómetros. Y podía oler sobre sí misma a su amante.
—He estado pensando mucho. Sobre las finanzas, sobre el futuro —dijo en voz baja. Y le oyó suspirar—. Sobre la casa.
—¿Qué pasa con la casa?
—Buffy me habló de que el mercado estaba muy bien, así que llamé a una agente inmobiliaria y me dio un precio —dijo—. Estamos perdiendo tres mil dólares al mes por mantenerla. Y podríamos conseguir una ganancia del veinticinco por ciento si la vendemos ahora. Aquí el mercado está boyante.
—¿Quieres vender la casa ahora?
—A menos que cambien las cosas, Jo, sería lo más prudente, visto desde un punto de vista financiero.
Lo que en realidad quería decir: si no vas a volver.
—No sé qué decir. ¿Es eso lo que realmente quieres?
—No creo que lo que yo quiera tenga mucho que ver con mi vida últimamente —dijo él con una risita sin humor.
¿Qué podía decir ella? «Acabo de llegar de casa de mi amante, me has cogido desprevenida, me parece imposible pensar más allá de un mes o dos». Estaba siendo injusta con él.
—¿Puedes darme un día para pensar en ello, por favor? —preguntó.
—Claro.
No pudo dormir. Después de un rato, sacó la mecedora a la terraza y se quedó allí sentada, sólo con el camisón, bajo el cielo lleno de estrellas. Aún hacía calor, pero la brisa procedente del agua era suave y fresca. Sentía la piel como si todavía ardiera por Hank. Mientras su corazón se sentía abrumado por Paul.
Por la mañana lo llamó.
—Vende la casa si crees que es lo mejor —le dijo.