28
Una mañana, de camino a la oficina, Joanna se dio cuenta, con toda la fanfarria de una epifanía, que se había creado sin duda un lugar donde vivir. Se había instalado en un confortable lugar en Pawleys Island, con un trabajo que le encantaba. De hecho, dos trabajos, si contaba a Grace. Y un novio. No, pensó con una sonrisa, eso sonaba demasiado juvenil. Un amante, sí, eso era mejor, con el que pasaba cada momento libre que tenía. Dentro de unas pocas semanas empezaría a hacer guardias nocturnas para vigilar su nido de tortuga. Tenía los días llenos, una vida ocupada, y se daba cuenta de que en breve habría acabado julio. Le recorrió un escalofrío, y quitó el aire acondicionado del coche. Una vez más, como en su adolescencia, estaba pasando el verano con un chico mayor. ¿Amor? No llegaba a tanto. Simplemente estaba dejándose llevar por sus sentimientos. Y lo que sentía hacia Hank era sencillo, intenso y casi dolorosamente exquisito. Como aquel verano en el Sand Bar, cuando estaba loca por el socorrista, que era unos años mayor, y a veces se le cortaba la respiración al verlo.
Las cosas con Grace volvían a ir a un ritmo desigual, como al principio. Todo parecía ir bien unas semanas antes, después de la fiesta de Hank. Quizá no era más que Harley. Grace no hacía nada por fomentar la atención que Harley le prestaba hasta que un día, pensando seguramente que por teléfono no llegaba a ninguna parte, él se presentó en la casa. Joanna estaba encantada. Harley era amable y auténtico y ella pensaba que podía ser bueno para Grace, así que se descubrió a sí misma animándolo cuando él estuvo a punto de abandonar. ¿Por qué no iba a tener Grace algo de compañía, aunque a ella le pareciera poco sensato en aquel momento? Quizá Grace se hubiera enfadado con ella por haber animado a Harley.
Se detuvo en el aparcamiento de The Pawleys Island Gazette, pensando aún en ella. Parecía descansar más entre las sesiones de pintura. Y su cara tenía un aspecto más delgado, como si de pronto hubiera perdido mucho peso. Cuando Joanna le preguntaba cómo se sentía, la respuesta era siempre la misma: «Bien». Pero el día anterior, Joanna se quedó sorprendida cuando llevó a Grace a Georgetown y aparcaron delante de un pequeño edificio de ladrillo en una calle lateral. El Centro de Curación Natural de Georgetown.
—Puede que esté dentro un buen rato —dijo Grace, saliendo del coche—. ¿Por qué no te vas a dar una vuelta?
Joanna condujo hasta los muelles, preguntándose si estaría allí el viejo barco de Hank. Él salía a pescar gambas unas cuantas noches a la semana con su primo Sam, y Joanna se quedaba en la cama, con los ojos abiertos, buscando sus luces en el negro océano que estaba sólo un poco más allá de las puertas de cristal. Disfrutaba al echarlo de menos. Y siempre tenía una bolsa de gambas al día siguiente, horrorizada al principio al verlas en su auténtico estado, crudas, aún con cabeza. Hank se reía. El barco aún no había entrado, así que Joanna caminó arriba y abajo por el River Walk para hacer tiempo.
Cuando volvió al Centro de Curación Natural, Grace la estaba esperando en un banco, fuera. Tenía los ojos cerrados y parecía dormida. Pero en cuanto Joanna aparcó, ella sonrió y se metió en el coche. Grace no dijo una palabra y pareció estar casi en paz durante la vuelta a casa.
Había bullicio en la sala de redacción cuando ella la cruzó y se sentó en su escritorio. Eran sólo las ocho y media. Encendió el ordenador y comprobó primero sus e-mails: Harley, que tenía una idea para un artículo sobre la reacción local al incendio en The Chowder House. Sin duda había sido intencionado y Les estaba en la cárcel. Al parecer, Goody había vuelto al restaurante y lo había pillado con las manos en la masa.
Su último e-mail era de Sarah, que le había estado escribiendo con regularidad desde que consiguió el trabajo y tenía acceso a un ordenador. Parecía que volvía a formar parte de su vida.
Querida mamá:
Tengo una idea perfecta. Al menos lo será si me dices que sí. Todo el mundo está de acuerdo. ¿Qué te parecería una pequeña reunión familiar en la casa, por última vez antes de que se venda? Le he mandado un e-mail a Timmy, que va a venir al aeropuerto JFK desde Indonesia a finales de esta semana, cambiando los vuelos para irse a Montana. En vez de eso, va a casa y retrasa el otro viaje. Papá estará allí, naturalmente. Y yo he conseguido unos días libres y volaré hasta Newark el sábado.
Ella alzó la vista del ordenador y se frotó los ojos. Sarah no se había tomado bien lo de que la casa se pusiera a la venta. Aunque habían pasado tantas veces antes por esa rutina, esto era distinto, como no dejaba de señalar su hija. Aquélla era la última casa en la que habían vivido como una familia. Joanna lo sabía, pero no quería recrearse en ello. Las palabras de Sarah le provocaron primero culpabilidad, y después fastidio. Estaba actuando como una niña caprichosa.
Todo depende de ti, mamá. Por favor, dímelo antes del miércoles.
Eso era hoy. Su hija había mandado el e-mail a última hora del lunes, sabiendo que no lo recibiría hasta esa mañana. Sarah podía ser encantadora, y manipuladora cuando estaba empeñada en conseguir algo. Se quedó mirando las palabras de su hija en la pantalla. ¿Cómo iba a irse? ¿Y qué pasaría con Grace? Y luego los imaginaba juntos, a su hija y a su hijo. Una oportunidad para verlos a los dos. Abrazarlos. ¿Cómo no iba a ir?
Pulsó el icono de RESPONDER. «Por supuesto que iré», escribió. «Estoy deseando veros. Os quiero muchísimo, mamá».
Sintió un temblor de emoción cuando pulsó ENVIAR. Dios mío, iba a verlos de verdad al cabo de unos días. Cuando llegó a Pawleys Island, cuando los días eran largos y vacíos e infinitamente solitarios, ése era su sueño por encima de todo.
Aquella noche Joanna cenó con Grace un maravilloso gazpacho que había hecho con ensalada y panecillos. Grace le dijo que tenía una cita con el médico al día siguiente y que necesitaría que la llevara a última hora de la tarde.
—Espero que no esté interfiriendo en sus planes —dijo Grace malintencionadamente.
Una vez más, Grace parecía estar dando vueltas alrededor de algo que quería decir.
—La verdad es que tenía planes para cenar, pero no importa. Los cambiaré.
—¿Con Hank Bishop? —Sonó como una acusación.
—¿Adónde quiere llegar, Grace?
—Parece que está pasando mucho tiempo con él —dijo—. Y he visto el modo en que lo mira. Habría que estar ciego para no saber lo que está pasando ahí.
—¿Y qué cree que está pasando, Grace? —Estaba incómoda. Y molesta. Era una mujer adulta y su empleada. No era asunto suyo.
—Está teniendo una aventura —afirmó Grace, levantando la cabeza de su sopa.
—¿Una aventura?
Era una palabra fea de otros tiempos. ¿Ahora la gente tenía «aventuras»? En ningún momento había pensado que lo que ella y Hank hacían fuera ilícito. Eran dos adultos y consentían.
—Joanna —dijo Grace amablemente, como si estuviera tratando de explicarle algo difícil a un niño—. Su marido y usted pueden estar separados por la distancia, pero legalmente siguen casados.
—No del todo —protestó ella. Al fin y al cabo, hacía meses que había dejado a su marido. El aspecto legal era otra cosa. Era como un detalle desagradable que ella quisiera eliminar.
—Mire, me disculpo. No es asunto mío —dijo Grace, recogiendo los platos sucios—. Es que vivimos juntas y no puedo evitar entrar en su vida. No quisiera ver que comete un gran error. Hace años mantuve la boca cerrada cuando no debía, con Sean y su mujer. Juré que no volvería a cometer de nuevo ese error.
Joanna cogió los platos de Grace, colocó encima los suyos y se levantó para ponerlos en el lavavajillas.
—No confunda soledad con amor, Joanna —aseveró Grace tras ella—. Puede ocurrir fácilmente.
Ella limpió los platos en silencio. Grace salió a la terraza y Joanna se alegró de quedarse sola. No era una ocasión oportuna para hablarle de su viaje a casa. Se lo diría al día siguiente.
Empezaba a amanecer y Grace estaba junto a la encimera donde partía en dos una píldora y alzaba la mirada un momento para ver la primera punta rojiza del sol asomando por el horizonte. Cogió la media píldora y volvió a partirla. Sólo se permitía una cuarta parte de analgésico. Era la primera del frasco que le había dado el doctor Jacobs hacía unas semanas. Tragándola, vio que el sol ya había salido a medias y que incendiaba el océano con matices escarlata y dorados.
El dolor de espalda seguía allí cuando cruzó la gran sala y abrió las puertas correderas. Sentada en la terraza, observó cómo el mundo volvía lentamente a la vida. La playa estaba en silencio, las olas sobre la arena eran el único sonido mitigado. Oyó abrirse la puerta de arriba y recordó: Joanna se va esta mañana. Le había dicho a Grace que sólo estaría fuera el fin de semana, pero Grace ya se sentía sola. Si no fuera por su aventura con Hank Bishop, habría temido que Joanna no volviese. Ahora se preguntaba cómo se sentiría al regresar a casa con su familia después de haberse acostado con otro hombre. En sus cincuenta años de matrimonio, Grace nunca había tocado a otro. Lo cierto era que ni se había sentido tentada. Pero hoy día las cosas eran diferentes.
Podía ver el rostro de Frank, vivo y sonriente, cuando aún estaba sano. Así era como le gustaba recordarlo. Antes. Antes de haberlo perdido, porque él la había dejado en vida. Recordaba las sesiones de quimio, las horas en el hospital, un tubo que le introducía productos químicos en el brazo. Vomitaba durante días, inclinado hacia delante y echando los higadillos hasta que no le quedaba nada más que el alma. Y así se fue, un poco más cada vez, hasta que un día sólo quedó la esquelética y destrozada concha del hombre al que amaba.
El dolor en la columna se le estaba pasando y ella sabía que así era como empezaba. Vas cediendo poco a poco a los medicamentos que te embotan la mente y acaban silenciándote el espíritu. El dolor te agotaba hasta que cedías. Cuando Joanna la llevó al Centro de Curación Natural, pensó, ¿por qué no? A Harley le ayudaba con su artritis. Se había recostado sobre una blanda mesa, había cerrado los ojos, apaciguada por la música suave y el murmullo del agua de una fuente cercana. No sintió casi nada cuando le clavaron agujas de la cabeza a los pies. Tenía varias sobre el abdomen, donde se localizaba el cáncer, y cuando abrió los ojos, las vio encendidas, como pequeñas antorchas que le incendiaban el cuerpo. Para fortalecer el chi, había dicho el terapeuta. Ella se durmió y despertó sintiéndose en paz y fresca. Y el dolor desapareció durante días, para volver solo la noche anterior.
No buscaba milagros. Grace era demasiado vieja para creer en esas cosas. Pero si podía pasar sus últimos días sin descender a una niebla medicamentosa, bueno, eso sería suficiente. Tenía cosas que hacer. Ideas que le ardían dentro y que necesitaba poner sobre lienzo. Sólo unas pocas más, al menos. El día anterior, cerca de medianoche, sentada en aquella misma silla observando las estrellas que brillaban en el negro cielo, pensó en la Noche estrellada de Van Gogh. Las estrellas como molinillos girando contra un fondo suave como gasa negra. No recordaba haber pintado nunca una escena nocturna. Sería diferente, una especie de nuevo desafío, y desde luego, un cambio de colores.
Decidió que empezaría aquella misma noche.