40
Grace cogió el calendario de la pared y se quedó mirando la página de septiembre, una cuadrícula de treinta casillas, cada una un día en su vida que había llegado y se había ido. Volvió la página a octubre y miró la fotografía de una cascada de montaña cayendo sobre unas orcas en un chorro de espuma blanca. Impresa en la parte de abajo había una frase de las escrituras: «El que cree en mí, como dice la Escritura, “de lo más profundo de su ser brotarán ríos de agua viva”». Juan 7:38. Había traído el calendario de la pequeña iglesia al otro lado de la Ruta 17 el primer domingo después de mudarse. Y lo había colgado cuando llegó a casa, sabiendo que, contrariamente a todos los demás cuyas páginas había vuelto cada mes de su vida, no la vería volver la última.
Era el 1 de octubre. Grace volvió a pegar el calendario a la pared de la cocina y sus ojos se posaron en el último cuadrado de la página. Treinta y uno de octubre, Halloween. La página se volvió borrosa ante ella. Alto, ordenó. Se apoyó en la pared para estabilizarse cuando se le durmió la pierna, desde el pie hasta la parte de arriba, como le ocurría ahora cada vez que estaba demasiado tiempo de pie.
Luego se apartó y se arrastró hasta su sillón reclinable, temiendo que si se quedaba demasiado tiempo apoyada en la pared, Joanna volvería y la encontraría en el suelo. O peor aún, reptando como un bebé. Cada paso era una pequeña victoria; avanzaba un pie y tiraba con la cadera de su extremidad adormecida, arrastrándola por el suelo de madera. Cuando llegó al sillón, cayó en él, exhausta, con un gemido de alivio al recostarse, echándose por encima la manta de punto. Lo sentía en la espalda y en los huesos, estaba segura. Poco a poco, su cuerpo se iba cerrando.
Entonces oyó el coche y sacó un kleenex de la caja que estaba a su lado, se limpió la cara y se sonó la nariz. La puerta se abrió.
—¿Se ha acordado de parar en la farmacia? —gritó.
—Sí, claro —contestó Joanna, que apareció de pronto a su lado.
Le tendió a Grace el paquetito, le lanzó una mirada preocupada y luego llevó la bolsa de comestibles a la cocina.
—Maldita sea —gritó ella, tirando la bolsa sobre la mesa.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —dijo Joanna, corriendo a su lado.
—¡Son supositorios! ¡No los quiero! —La frustración le provocó lágrimas. Tragó con fuerza para controlar el temblor de su voz—. Se lo dije específicamente a la enfermera del doctor Jacobs.
—Llamaré y le traeré otra cosa.
Ella negó con la cabeza, cogiendo la mano de Joanna.
—Lo siento. No es culpa suya. Estoy segura de que últimamente la debo de estar volviendo loca.
—Oh, Grace. A veces me siento indefensa. No soy una enfermera, no sé qué hacer para que se sienta más cómoda. Me gustaría que me dejara llamar al hospital. Podemos conseguir una enfermera unos días a la semana.
Grace negó enfáticamente con la cabeza. Ya tuvieron aquella conversación antes y fue desagradable. Una vez más, Joanna lo dejó.
—No he tenido movimiento intestinal en una semana —le dijo a Joanna—. Por favor, vaya a la herboristería y tráigame un poco de aceite de semillas de linaza. Eso me puede ayudar.
—¿Por qué no ha dicho nada?
Si lo hubiera hecho, no habría acabado nunca. La letanía de quejas podía seguir horas y horas. Por no hablar de la humillación de hablar de uno de los asuntos más íntimos. Y luego estaba el problema de tratar de dormir por las noches. ¿Cómo podía cargar a aquella pobre mujer con eso, que se sumaba a todo lo demás?
—Iré ahora —afirmó Joanna—. Estoy segura de que aún estará abierto.
Cuando cogía el bolso y el jersey, se volvió de nuevo hacia Grace.
—A Harley le preocupa que haya vuelto a cancelar su partida de cartas. Hace ya tres semanas. Quizá sería bueno para usted que se animase.
—Dígale a Harley que lo pensaré cuando aparezca su artículo —comentó, con más mala intención de la que sentía.
—No la tome con Harley —respondió Joanna—. Es un artículo largo, con fotos, además. Y no había sitio en los dos últimos números. Pero me aseguró que saldría esta semana.
Se fue y Grace se quedó de nuevo sola en la casa silenciosa. Cerró los ojos y pensó en la oferta que le había hecho Joanna la semana pasada. Llevarla a su casa. Al parecer su marido, Paul, quería que lo ayudara a repartir los muebles y las cosas de su casa. Si iba, se podía llevar a Grace con su familia. Grace quería gritar: «¡No! ¡No me haga esto!». Hasta que no vio la cara horrorizada de Joanna no se dio cuenta de que las palabras que creía gritar en su cabeza habían pasado a sus labios.
—Lo siento —dijo entonces—. No puedo. No es posible. —Pero la posibilidad había oscilado cruelmente ante ella, tanto como el billete de avión de Marie hacía unos meses. Se estaba convirtiendo en una verdadera carga para Joanna, advirtió. Tenía que hacer las cosas mejor en el poco tiempo que le quedaba.
Abrió el frasquito de píldoras que tenía en la mesa junto a ella y se puso una en la mano. Era sólo media píldora. Las había dividido todas, racionándolas cuidadosamente de modo que cuando estuviera lista, hubiera suficientes. Media píldora no eliminaba el dolor, pero lo apaciguaba lo bastante como para hacerlo soportable. Y media píldora no era bastante para envolver al mundo en una niebla. Exhausta, cerró los ojos, preguntándose cómo podía seguir adelante su cuerpo. El cuadro de la escena nocturna se le apareció ante los párpados cerrados. Estaba terminado. Centrándose en la escena, visualizó cada detalle: las estrellas arremolinadas, la blanca luz temblorosa sobre el oscuro océano, las altas dunas suaves y frescas en la noche. Y algo más. Algo místico, una presencia que le gustaba pensar que era Dios.
Se despertó, preguntándose cuánto tiempo habría dormido. Abrió los ojos y vio el cielo, nubes manchadas de ámbar extendiéndose sobre el horizonte con la primera luz del nuevo amanecer. ¿Ya era por la mañana? Sonrió, sabiendo que vería un día más. Luego su sonrisa se desvaneció. Estaba confusa. Era por la tarde, las nubes estaban adquiriendo los colores de la puesta de sol sobre la marisma. Oh, señor, cada vez le ocurría más lo de despertarse y no saber al principio dónde estaba. O qué hora era. A veces sentía como si estuviera flotando en otra dimensión y se preguntaba si se parecería al momento de la muerte, como si te llevaran gradualmente el alma a otro lugar.
—Lo conseguí —oyó decir a Joanna. Se preguntó a qué se referiría.
Joanna le tendió una bolsa y ella la abrió. Miró el frasco: aceite de linaza. Entonces recordó.
—Gracias —murmuró.
Joanna miró su artículo, sorprendida. Estaba escondido en la página diecisiete, más allá de los deportes locales y las promociones de negocios. Había quedado reducido a sólo media columna. El título era vago y descorazonador: «Gente del lugar protesta». ¿Qué pensarían Jolene y su familia y amigos cuando vieran aquello? Sólo los mencionaba una vez, y de pasada, en el tercer párrafo. Llamativamente ausentes estaban las fotografías de sus hogares y de las nuevas casas de lujo que ofrecía el constructor, un contraste efectivo que contaba una historia entera por sí mismo.
Miró en el despacho vacío de Harley. Ya se había ido a su casa. Tendría una explicación lógica; siempre la tenía. Pero nada podía hacer disminuir la sensación de que, de algún modo, había fallado a Jolene y a su familia. Sólo eran las tres de la tarde, pero cogió su bolso y su jersey, sin preocuparse de que la vieran marchar. Condujo por la Ruta 17 hasta el camino de tierra que se extendía hacia el río Waccamaw. Temblaba por dentro.
Ya era otoño y el sol de octubre, bajo en el cielo, enviaba rayos de luz a través de la cubierta de hojas de los árboles. Bajó el visor y se puso las gafas de sol. Pensó que en su casa el color de las hojas habrían empezado a suavizarse, los verdes brillantes se estarían deslizando hacia versiones más pálidas de sí mismos antes de explotar en óxidos, carmines y oros, una eclosión final de vida antes del gran sueño del invierno. Aquí apenas había un recuerdo del cambio de las estaciones, los días seguían estirándose cálidos y suaves hasta llegar al templado anochecer. El único atisbo de que algo iba a suceder era la actividad repentina de los pájaros y de la vida marina en la playa de los últimos días. Parecía que todo estuviera en movimiento a medida que empezaba la temporada de migraciones.
Circuló más despacio a la altura de un grupo de escolares que volvían a casa por un lado de la carretera. Había risas y gritos, esa sensación de libertad de después de la escuela, y entre el grupo vio a los dos hijos de Jolene, con sus mochilas de colores oscilando a la espalda. ¿Durante cuánto tiempo más seguirían haciendo ese recorrido?
Al aparcar junto a la casa de Jolene, vio con temor que todos estaban fuera en el porche, disfrutando del hermoso día, esperando seguramente que los niños llegaran a casa. Su madre estaba sentada en una silla de mimbre grisácea junto a su labor, con las manos revoloteando como si tuvieran voluntad propia. Detrás de ella Joanna vio a una mujer muy anciana, balanceándose lentamente hacia delante y hacia atrás. Supuso que sería su abuela, a la que no conocía. Abrió la verja y subió los escalones del porche con el periódico agarrado en la mano húmeda.
—Ya lo hemos visto —dijo Jolene con su dulce voz, señalando el periódico con la cabeza.
—Lo siento muchísimo —pudo decir ella—. No puedo creerme que lo redujeran a…
—Bueno, pues créetelo —escupió Jolene—. ¿Crees que vas a tener más poder que ese gran constructor? —Rió ante semejante estupidez.
—¡Jolene! Ésa no es forma de hablar a alguien que está tratando de ayudarnos.
Joanna se volvió al oír la voz. Era la abuela, escondida entre las sombras del porche.
—Ven aquí, chica, que te podamos ver.
Ella subió los tres escalones que la separaban de la sombra del porche, lista para tender la mano, pero se detuvo. La abuela era como una muñeca encogida, con la piel oscura desgastada y doblada sobre sí misma como una pasa, el pelo como un mechón blanco de algodón. Con las manos se agarraba a la mecedora mientras se balanceaba delante y detrás.
—Soy Joanna Harrison —dijo, esbozando una sonrisa.
—Soy Evelyn Johnson y estoy agradecidísima por lo que has intentado hacer por nosotros.
—Esto no es lo que escribí —dijo ella, alzando el periódico y agitándolo—. Lo han recortado, lo han tergiversado e incluso las fotos que hice…
—Joanna —volvió a interrumpirla Jolene, tendiendo la mano hacia el periódico—. Deja que te enseñe algo, chica. —Jolene lo abrió, volviendo furiosamente las páginas hasta que encontró lo que buscaba. Lo dobló a la mitad y se lo devolvió a Joanna.
—Mira —dijo señalando un gran anuncio en la parte de atrás del periódico—. En caso de que no te hayas enterado, por esto han recortado tu artículo.
Joanna se quedó mirando un anuncio a toda página de Constructores de la Costa de Carolina, que mostraba cuatro nuevas urbanizaciones en la zona. Destacaban Rice Fields y The Barony.
—No puedo creer que Harley haya cedido a esto…
—Créetelo, chica.
—¡Jolene! —regañó de nuevo la abuela.
Nadie habló durante unos momentos. Se oía el cliquetear de las agujas de punto de la madre de Jolene y las risas y voces de los escolares que se acercaban.
—Sabemos que lo has intentado —dijo la abuela—. Amén. Lo único que se puede hacer en este mundo es intentarlo. —Empezó a balancearse de nuevo, tarareando una cancioncilla.
—Lo siento —dijo ella, volviéndose para marcharse. Y luego se detuvo y miró a Jolene—. Voy a hacer algo respecto a esto.
—Sí, claro. Buena suerte.
Condujo hasta casa sintiéndose mal. Y cuando entró y vio a Grace, se sintió aún peor. Estaba dormida en su sillón y no la oyó entrar. Cuando se acercó para ver cómo estaba, Joanna vio un rubor de fiebre en sus hundidas mejillas. Un brillo de sudor le cubría la frente. Se preguntó si aún soñaría. ¿Se sentiría cada día, cada momento, llena de miedo al saber que podía ser el último? Pobre Grace. Le colocó una mano en la frente para calcular su temperatura, como había hecho con sus hijos. Se le llenaron los ojos de lágrimas al tocar la piel húmeda y helada de la anciana.
—¿Mamá? —susurró Grace de pronto, parpadeando.
Después cerró los ojos y Joanna se dio cuenta de que estaba durmiendo. Se quedó allí acariciando su frente, mientras las lágrimas le caían por las mejillas.
Grace luchó por despertarse. Podía sentir la mano tranquilizadora de su madre y supo de algún modo que había estado enferma mucho tiempo. La mano era tan cálida, los dedos de su madre tan ligeros mientras le recorrían la frente y le acariciaban el pelo.
Abrió los ojos y casi gritó al ver a la mujer extraña de pie junto a ella. Tardó un momento, con el corazón saliéndosele del pecho, en volver a través de los años hasta el presente.
—Joanna.
—Oh, Grace. ¿Llamo al doctor Jacobs?
—No, no es necesario.
Ella vio cómo Joanna se hundía en el sofá, con las cejas fruncidas de preocupación.
—No será largo —le dijo, y vio el flujo repentino de lágrimas en los ojos de Joanna.
—Pero ¿no deberíamos…?
Grace negó con la cabeza antes de que Joanna terminara la frase.
—Le dije al principio que la necesitaría durante seis meses más o menos, y parece que ya la he acaparado un poco más de tiempo —dijo, tratando de adoptar un tono ligero. Pero se le quebró la voz y luchó un momento por controlarse—. Sólo quiero que sepa lo mucho que aprecio cómo me ha cuidado. Sé que no siempre he sido la persona más fácil con la que trabajar.
—Oh, Grace, esto ya no es un trabajo. Hace mucho que no lo es.
Joanna le cogió la mano, sujetándola un momento entre las suyas.
—Sólo una cosa más —añadió Grace—. He dejado cartas para cada uno de mis hijos. Cuando llegue el momento, se asegurará de que…
—Por supuesto. Lo que sea.
—Muy bien —dijo Grace, retirando su mano, apretando el botón del sillón reclinable—. Ya basta de tanta charla sensiblera. ¿Me haría una taza de té, por favor?
Más tarde, después de cenar, llamaron a la puerta. Cuando Joanna abrió, Grace oyó la voz profunda y retumbante de Harley, aunque no pudo distinguir sus palabras.
Lentamente se dirigió a la terraza, donde el crepúsculo iba cayendo sobre la playa, dejando que hablaran en privado. Se sentía mucho mejor, la cena o los analgésicos, o quizá ambas cosas, la habían hecho revivir de pronto. La brisa del océano era como un susurro de seda sobre su piel que le revolvía el pelo, y sonrió, cerrando un rato los ojos. Ahora cada momento de felicidad era un regalo. Abrió los ojos a la luz que se desvanecía y alzó la mirada para ver los primeros puntitos de luz cuando aparecieron Venus y Júpiter en el cielo.
—Hola, Grace.
Se volvió y vio a Harley en lo alto de las escaleras de la terraza.
—Joanna me dijo que me fuera, pero cuando estaba entrando en mi coche, decidí que tenía muchas ganas de verte, aun a riesgo de ser maleducado. —Se detuvo un momento, como para recuperar el aliento tras el largo tramo de escalones—. ¿Puedo sentarme un instante contigo en esta hermosa noche?
A pesar de sí misma, le sonrió.
—Por supuesto.
—Sé que te has sentido mal últimamente, así que no me quedaré mucho tiempo —dijo, cogiendo una silla. Después extendió la mano y se llevó la de ella a los labios con suavidad. Ella no lo detuvo—. Te he echado de menos, Grace. Y sé que estás enfadada conmigo, además, por lo del artículo de Joanna, pero ella y yo acabamos de dejar las cosas claras.
—He acabado mi cuadro —le dijo ella, pues necesitaba contárselo a alguien.
—Bueno, Grace, eso es maravilloso. Me muero de impaciencia por verlo.
—Todavía no —dijo ella fríamente—. La próxima vez. No estoy lista para que lo vea nadie todavía. ¿Cómo va tu artritis?
—No muy mal, pero con el frío que se aproxima, no es más que cuestión de tiempo.
—¡Deberías pasar un invierno en Nueva Jersey y así verías lo que es que te duelan los huesos! —bromeó ella.
Mientras hablaban, las estrellas fueron llenando lentamente la vasta oscuridad del cielo. Era agradable, aunque fuera sólo por un rato, olvidarlo todo, confortada por la voz profunda de Harley y los sonidos del océano allá abajo. Era consciente de que había dejado la radio encendida dentro, una emisora antigua que ponía canciones de su generación, tan normales y consoladoras. Él se levantó para marcharse, demasiado pronto, le pareció. Preocupado por cansarla, supuso.
—Harley, he jugado muchas partidas de cartas contigo estos meses pasados —dijo en voz baja—. Y aún no se me ha pedido un baile. ¿Qué tal uno antes de que te vayas? Si no te importa subir la radio un poco.
Él se volvió a mirarla con asombrado placer.
—Por supuesto, Grace.
Entró y al cabo de un momento ella oyó la suave parte instrumental de The Way You Look Tonight, que siempre había sido una de sus favoritas. Harley estaba ante ella. Extendiendo las manos, rió y dijo:
—Estoy un poco rígida de tanto estar sentada.
Él la levantó poco a poco, apretándole los dedos con su enorme mano que le recordaba a la zarpa de un oso. Le colocó la otra mano con firmeza en la espalda, para que no pudiera caerse de ninguna manera. Empezaron a moverse, deslizando los pies sobre las planchas de madera de la terraza, en un torpe foxtrot. Al cabo de unos momentos bailaban a buen ritmo, aunque recorrían muy poco espacio.
La canción fue seguida por otra, I’ll Be Seeing You, pero a ella la pierna ya le hormigueaba y se le dormía. Se apoyó en él y oscilaron al ritmo de la música, la cabeza sobre su pecho, escuchando el lento latido de su corazón, humedeciendo su camisa con las lágrimas que ya no podía contener.