17

Paul se detuvo en el borde del terreno de juego y observó a su hijo. Éste corría de un lado a otro, aparentemente sin esfuerzo, para quitarle la pelota al otro equipo y volver a llevarla a su campo, abriéndose paso para marcar gol. Entonces se la volvían a quitar. A Paul nunca le había gustado ver fútbol. No encontraba la misma emoción, la acción directa que caracterizaba al fútbol americano.

Timmy le recordaba a sí mismo a esa edad, alto, delgado, de brazos y piernas largos. Pero corría con una gracia que Paul nunca poseyó. En sus movimientos había una belleza conmovedora, con las mejillas enrojecidas, los ojos brillantes y una intensidad que ardía en su interior en ese momento. A Paul se le llenaron los ojos de lágrimas. Una y otra vez Timmy corría sin darse cuenta de que él estaba en un lateral del campo.

Cuando llegó a Bozeman hacía unas horas, se perdió buscando el apartamento de Timmy. Su compañero de piso le dijo que Tim estaba en un partido y que no volvería a casa hasta dentro de unas horas. Así pues, Paul se dirigió al campus y cruzó las praderas que estaban detrás de los edificios. El sol primaveral calentaba el valle y los restos de la nieve anterior se habían derretido y desaparecido. Extendiéndose a su alrededor por todos lados había montañas, preciosos picos blancos que lo rodeaban como un collar de afiladas perlas.

Vio cómo aparecía un banderín que señalaba un penalty. Su hijo se inclinó hacia delante con las manos en las caderas, recuperando la respiración. Paul pensó que Tim lo había visto, pero un momento después la pelota volvía a estar en juego y su hijo partió como un cometa.

Trató de recordar la última vez que vio jugar a Timmy. En el instituto acudió a varios partidos, pero en el último año apenas fue. Paul se perdió los desempates y prácticamente no apareció hasta el último tiempo del campeonato estatal, donde les ganaron en una tanda de penaltis. Lo que más sintió Joanna fue que él no hubiera visto la mayor parte del partido.

Sonó el silbato final y los jugadores empezaron a abandonar el campo. Paul se acercó a Tim. Él alzó la vista y su rostro se iluminó de sorpresa.

—¡Papá!

Tim se quedó allí parado un momento y Paul se dio cuenta de que se sentía incómodo. Tim extendió la mano, como si fuera a estrechársela a Paul, pero éste se acercó y atrajo a su hijo en un abrazo. Ninguno de los dos dijo entonces una palabra, y empezaron a caminar hasta el aparcamiento.

—No esperaba verte hasta mañana —dijo Tim.

Tenía las mejillas rojas y un brillo de sudor le cubría la cara.

—Bueno, finalmente tuve un golpe de suerte. Brent, el chico que arregló el coche, encontró una transmisión usada. En cualquier caso, la cosa no salió tan mal. Red Lodge es un sitio muy agradable.

Tim le echó una mirada.

—Pensé que estarías perdiendo la cabeza después de dos noches allí.

Paul sonrió.

—¿Cómo van las cosas? ¿Has acabado ya los exámenes?

—Me queda uno mañana. Y un partido más pasado.

—¿Y después qué?

—De vuelta a Siberut durante un mes, para acabar el proyecto que empezamos el verano pasado.

—¿Es la isla que está junto a Indonesia? ¿Donde vivías con una tribu?

—Los mentawai, papá. No una tribu cualquiera.

Llegaron al aparcamiento y Paul se alegró de cambiar de conversación. Podía oír el tono defensivo que empezaba a aparecer en la voz de Tim.

—¿Vamos a cenar algo? —preguntó a su hijo.

—Claro. Sígueme, antes me daré una ducha.

Fueron al Spanish Peaks, un restaurante y cervecería que estaba en el otro lado del pueblo. Era extraño pedir una cerveza para su hijo, que había cumplido los veintiuno en febrero, pero Tim parecía conocer a la mitad de la gente que había allí.

—Aquí trabajan muchos chicos de la universidad —explicó—. Las propinas son buenas. Y la comida también.

—Bueno, me gustaría pensar que haces algo mejor en tu tiempo libre que servir cervezas —aseveró Paul.

—Vamos, papá. He estado en la lista del decano desde que llegué.

—Estaba bromeando —dijo Paul, lamentando el comentario—. Sé que no eres un holgazán.

Bebieron sus cervezas en silencio y luego el camarero les tomó nota.

—Bueno, ¿qué pasa con mamá y contigo? —le interrogó Tim.

Paul se preguntó si aquello no sería una venganza por su comentario sobre la cerveza.

—Me gustaría poder decírtelo —dijo—. Tu madre parece estar pasando por una época extraña. Quizá sea la menopausia, aunque creo que es un poco joven para eso.

Timmy no contestó.

—¿Te preocupa?

—Claro que me preocupa —aseguró su hijo—. Hablo con ella todas las semanas. Pero un momento parece estar muy bien y al siguiente ves que se está conteniendo las lágrimas.

—Te echa de menos. Y a Sarah. Fue difícil para ella que los dos os marcharais tan lejos.

—Sé que se siente sola, papá. Pero quizá también te haya echado de menos a ti —continuó diciendo Tim—. Se supone que los hijos se marchan, pero los maridos suelen quedarse.

El camarero trajo sus ensaladas y Paul agradeció la interrupción.

—Mira, sé que he pasado mucho tiempo fuera de casa y atrapado en el trabajo —trató de explicar—. Pero tenía una familia que mantener. Aún la tengo.

—Lo entiendo, papá, pero mamá se siente muy sola. Se ha sentido así mucho tiempo.

—¿Qué querías que hiciera? ¿Que dejara mi trabajo, que me quedara en casa y que le cogiera la mano?

—Vamos, papá. Eso no es lo que quería decir y lo sabes.

El camarero volvió, pero aún no habían tocado sus ensaladas. Empujó los platos a un lado y les puso los primeros. De nuevo Paul se alegró de aquella interrupción. No era así como deseaba que fueran las cosas.

—Mira, ahora todo es diferente —le explicó a Timmy cuando el camarero se fue—. No siempre hacemos lo que queremos. Hubo veces en las que me hubiera gustado estar más en casa, quizá trasladarnos menos. Pero hice lo que pensé que era mi deber. Nunca eludí mis responsabilidades, por muy difíciles que fueran.

—Vamos a comer, papá —dijo Tim, cogiendo su tenedor—. Me muero de hambre.

Después se dieron las buenas noches en el aparcamiento. Paul se iba al cámping KOA más cercano, donde había reservado una pequeña cabaña de troncos. Timmy volvía a su apartamento en el otro extremo de Bozeman.

—Estaré aquí mañana —dijo—. Me gustaría que pudiéramos reunirnos antes de tu examen final.

—Claro, papá —afirmó Tim, entrando en su coche—. ¿Y si hacemos una excursión?

—Suena bien.

Paul esperó mientras Timmy intentaba arrancar tres veces.

—Será mejor que revises la batería —dijo cuando su hijo empezaba a alejarse.

—Sí, los inviernos de Montana son muy duros para los coches —gritó Timmy por la ventanilla, y se alejó.

La cabaña de Paul tenía una auténtica cama, un escritorio, una estufa eléctrica y un porche, y aunque el baño era comunitario, lo prefería al motel de Red Lodge. Disfrutó de pasear por los senderos de madera, y los saludos y sonrisas de los demás campistas.

A medianoche seguía aún despierto, contemplando el techo negro. Recordó cuando tenía la edad de Timmy y opinaba que su padre era un cabrón insensible, que lo único que pensaba era en el trabajo y en la responsabilidad, aunque sus ideas se habían suavizado con el tiempo. Al reflexionar sobre su conversación durante la comida, tuvo la sensación de que Timmy le veía del mismo modo. Sin duda era el que ganaba el pan, pero de algún modo, eso ya no bastaba.

El viento aullaba por el norte y Grace estaba sentada en la playa delante de su casa. Le volaban granos de arena hasta la cara y le caían por el cuello del jersey. Las páginas de su libro se llenaban de partículas que tenía que sacudir constantemente. El océano llegaba hasta ella desde todas direcciones, blanco y espumoso, un líquido en ebullición que hacía presagiar una tormenta. Pero la tormenta, comprendió, estaba en su interior. Se sentía frustrada. Y deseaba irse a casa.

Grace echaba de menos las cosas familiares de su vida diaria, sus tiendas, su iglesia, sus amigos y vecinos. Ese día sentía que no iba a poder seguir adelante con aquella comedia. Todo había empezado cuando le colgó a Marie por la mañana, dándole las gracias por el regalo y explicándole que no estaba preparada para hacer un viaje así. Quería arrojar sus mentiras por sus hermosas ventanas. No estaba preparada para despedirse de sus hijos y de sus nietos. Por encima de todo, no estaba preparada para morir.

La lluvia empezó a caer sobre ella; grandes gotas frías que le empaparon el jersey antes de que pudiera ponerse de pie. Corrió hacia la casa bajo el aguacero. No podía soportar estar allí sola ese día, pero no había otra opción. Cuando llegó dentro, tenía el vestido empapado. Se quitó toda la ropa y cogió una bata de felpa bien caliente. Después puso el calentador de agua al fuego para hacer té. Allí, sobre el mostrador, los materiales de pintura que le había traído Joanna la miraban como desafiándola. Había intentado pintar por la mañana. De pie frente a las puertas de cristal había visto cómo el cielo y el mar cobraban vida con el tiempo cambiante. Todo estaba allí, los colores moviéndose, las nubes oscurecidas, el mar revuelto, todo lo que un artista podría desear. Pero todo se le escapaba. Sencillamente, no sabía por dónde empezar.

Aquella mañana había llegado a mojar una hoja de papel. Ansiosamente esparció acuarelas sobre la hoja, sólo para verlas correr en arroyuelos hasta los bordes unos segundos más tarde. De nuevo empezó en una hoja limpia, trazando un fondo azul en el lugar del cielo, mezclando rojo y negro en un intento por crear el rizado mosaico de nubes grises. Le había parecido como el dibujo de un niño y había tratado de usar con alegría aquel pequeño avance para animarse a sí misma y continuar. Pero sólo sentía derrota. Se dijo que era demasiado tarde y volvió a guardar las cosas en la caja sobre la encimera.

Se sirvió el té y se sentó de nuevo ante el mostrador. Miró las pinturas y los pinceles, sabiendo en el fondo de su corazón que aquello era realmente lo único que le quedaba. Si no era eso, ¿entonces qué? ¿Una serie infinita de libros y puzles hasta el final? En el fondo deseaba algo más que eso. Necesitaba algo más. El desafío de aquella posibilidad le llenaba de una cierta esperanza que había estado muerta durante meses. ¿Esperanza de qué? No estaba segura. Pero era la única palabra que se le ocurría para describir la sensación de que quizá en alguna parte profunda de sí misma existía aún el brillo de la joven que alguna vez fue.

Grace cogió una hoja de papel vacía, pero en lugar de prepararla de nuevo para las acuarelas, sacó de la caja un carboncillo. Empezó a dibujar con largos trazos firmes. Su mano volaba, y a medida que la luz del día se iba desvaneciendo, los trazos se acortaron, la mano se afanó en sombrear, su mente perdió la visión de su creación. Salía espontáneamente, de algún lugar escondido en su interior, un instinto tan involuntario como el respirar. Finalmente, dejó el lápiz, sostuvo el papel ante sí y rió en voz alta. Era Frank con el aspecto que tenía cuando lo conoció, con la cabeza casi afeitada, la gorra de marine ladeada. Y luego la risa se le atascó en la garganta y un momento después sollozaba.

¿Cómo había pasado todo tan rápido?

Joanna llegó a casa a última hora de la tarde con la compra, libros de la biblioteca y una bolsa de comida china. El viento seguía rugiendo por la playa y aunque faltaba bastante para la puesta de sol, el cielo estaba casi negro. Grace se alegró de que estuviera en casa.

Durante la cena, Joanna empezó a hablarle de un trabajo que estaba pensando hacer en el periódico local, escribiendo anuncios de bodas y nacimientos, necrológicas y aperturas de tiendas.

—Excepto mis diarios, hace muchos años, no he escrito nunca gran cosa —le dijo a Grace.

—Bueno, ¿y qué opina de ello? ¿Le apetece probar?

—Sí, a una parte de mí le apetece. Me da miedo, pero también es emocionante pensar en hacer algo totalmente distinto.

—Es natural sentirse nervioso —dijo Grace, pensando en su propio nerviosismo ante la pintura—. Pero imagine lo bien que se va a sentir si lo intenta y descubre que le gusta.

—Pero ¿y si no se me da bien?

Grace casi sonrió, preguntándose si Dios no estaría montando aquel diálogo para superar sus propias frustraciones de aquel día.

—Bueno, nunca lo sabrá si no lo intenta.

Joanna asintió.

—Supongo que tiene razón. Lo que ocurre es que los trabajos que he tenido en estos últimos años no eran un verdadero compromiso, ya sabe a lo que me refiero. Marcaba números en un ordenador o atendía mesas, no participaba mi «yo».

—Quizá sea hora de que empiece a comprometerse realmente con su futuro.

Joanna se levantó y empezó a recoger los platos.

—Sé que seguramente tiene razón.

Grace pensó que aquél era el momento perfecto para decírselo. Nunca había visto a Joanna tan abierta. Pero dudó. Joanna ni siquiera había empezado a trabajar todavía. Si Grace le quitaba la alfombra de debajo de los pies, puede que saliera corriendo. Debía esperar un poco más, quizá una o dos semanas, lo suficiente para que Joanna se estabilizara en el trabajo y se sintiera anclada a algo.

Más tarde, Joanna se fue al piso de arriba y Grace se sentó con un montón de libros de la biblioteca. Chispas de luz bailoteaban sobre el negro océano a lo lejos. Echó un vistazo a los títulos y se detuvo en una portada grande, Introducción a la acuarela. Qué amable por parte de Joanna. Las hermosas ilustraciones que explicaban técnicas coloristas la absorbieron inmediatamente. El color siempre había sido su pasión y lo aplicaba sin dudar, sintiendo cómo brillaban sus emociones a través de las vívidas pinceladas de rojos, amarillos y verdes. El rumor del trueno se acercó y ella dejó el libro finalmente. Se le cerraban los ojos.

Los pensamientos insistentes que le habían preocupado antes regresaron. Nunca se le había dado bien mentir y ahora se sentía incómoda. Pero ¿cuál era la alternativa? ¿Empezar a contar a sus hijos que se estaba muriendo, para que ellos se lo contaran a sus nietos? ¿Esparcir una brasa de miedo, una cuenta atrás, que pronto ardería en un terrible dolor para todos? No podía soportarlo.

Y, por una vez en su vida, se estaba poniendo a sí misma en primer lugar.

El viaje hasta Hyalite Canyon era espectacular. A poco más de un kilómetro del piso de Timmy pasaron junto a granjas de caballos, chalets de aspecto rústico y casas de cedro. La carretera empezó a subir y la nieve manchaba algunas de las partes más altas, cubriendo los arcenes, los prados y luego el sotobosque. Pronto circularon junto a un riachuelo, bordeado de escarcha por el frío de la noche, mientras los árboles y plantas que los rodeaban reverdecían lentamente cobrando nueva vida.

Aparcaron junto a un embalse rodeado de montañas que reflejaba el cielo azul y esponjadas nubes blancas. Timmy lo condujo hasta el principio de un sendero que los llevaría montaña arriba hasta una cascada. Mientras caminaban por praderas abiertas, el sol de mediodía calentaba el aire y Paul se quitó la sudadera. Pronto llegaron al bosque, el sendero se estrechó y empezó a ser muy empinado. Timmy llevaba un ritmo rápido delante de él y Paul sintió las primeras gotas de sudor que le caían por la espalda.

Su último pensamiento antes de dormirse la noche anterior había sido que tenía que conseguir un trabajo en cuanto llegara a casa. Las facturas se estaban amontonando sin duda y el dinero desaparecía rápidamente. La reparación de la avería de la transmisión costaba más de mil dólares. En ese momento, mientras seguía a su hijo por el sendero de montaña, con sólo el sonido del viento y los pájaros, del golpear de sus botas en la nieve endurecida rompiendo el silencio, sintió cómo su tensión desaparecía.

—Hay un mirador ahí delante —gritó Tim—. Descansaremos allí.

No era mucho más que una repisa de piedra, pero estaba soleado, sin nieve. Se sentaron con las piernas colgando; el embalse no era ya más que un simple charco brillando al sol.

—Es precioso —dijo Paul.

No habían hablado mucho. Paul intentó varias veces iniciar una conversación y finalmente se abandonó al ritmo del paseo.

—Sí, es uno de mis lugares favoritos —afirmó Tim, mirando a lo lejos—. Es un buen sitio para aclararte las ideas.

Paul podía oír la nieve derritiéndose, goteando a su alrededor y corriendo montaña abajo; un tranquilizador sonido gorgoteante.

—¿Tienes problemas? —preguntó—. ¿Hay algo de lo que quieras hablar?

Tim negó con la cabeza.

—No, no es nada de eso. A veces necesito apartarme un rato del mundo. Es difícil de explicar.

Se quedaron sentados en silencio. Un viento ligero hacía susurrar las hojas a su alrededor.

—¿Has pensado alguna vez, papá, que realmente estamos aquí por una casualidad al nacer? —dijo Tim—. El resto es por elección. Me refiero a que vivimos en este gran país, un lugar donde la gente de otros sitios arriesga su vida para venir. Pero veo otros lugares, más simples, más primitivos, donde creo que nos han superado.

—¿Estás hablando de Siberut? —preguntó Paul.

—Bueno, por ejemplo —admitió Tim, cogiendo una ramita y empezando a romperla mientras hablaba—. Pensamos que todo el mundo vive como nosotros. O deberían. Pero por todas partes la gente vive de manera diferente. Y a veces parecen mucho más felices.

Paul sintió que estaban entrando en terreno delicado y no estaba muy seguro de qué decir.

—Supongo que todo es cuestión de a qué estás acostumbrado —aventuró.

—Exactamente —recalcó Timmy, aprobando su respuesta—. Cuando estuve con los mentawai el verano pasado, durante los primeros días lo único que pensaba era que aquella gente era perezosa. No hacían nada. Se limitaban a estar con su familia y sus amigos y cuando necesitaban comida, la cogían. No se piensa mucho en el porvenir. Nadie trabajaba duro. Ni mucho. Salían adelante con lo poco que necesitaban. Pero eran muy felices. —Rió y se volvió hacia Paul, como si acabara de contar un buen chiste—. ¿Te das cuenta? No tienen nada, pero cada día se despiertan alegres ante su existencia.

Paul no sabía qué decir.

—Mira, papá, sé que eso no es realista en nuestra sociedad. Lo sé, así que no te preocupes. Pero estamos tan alejados de lo que somos, física y emocionalmente… Mira a nuestro alrededor —dijo, señalando con un movimiento de brazo hacia las montañas—. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo así?

Él se encogió de hombros.

—Trataba de encontrar tiempo para correr, o jugar al golf…

—No, papá, esto es diferente. Corrías para mantenerte en forma y jugabas al golf para conseguir clientes. En cualquier caso, sé que nunca te gustó el golf. Estoy hablando de tomarte tiempo durante el día para limitarte a ser tú mismo, para perderte en tus pensamientos.

—¿Así que estás diciendo que así es como quieres vivir? Sin responsabilidades, sobreviviendo cada momento…

—No, no, papá, escucha. —Sacudió los puños de frustración—. ¿Por qué tenemos que tener tanto? Estamos atrapados por las cosas. Cuanta más gente tenga lo que quiera…

Estaba oyendo a su padre, las palabras de su padre saliendo de la boca de su hijo. «Cuanto más ganas, más gastas». Se volvió hacia Tim, que seguía hablando.

—Sólo quería que supieras algunas de las cosas que veo, papá, eso es todo —dijo Tim, con lágrimas en los ojos—. Sé que te ha decepcionado mi carrera y que no se hace mucho dinero en el mundo académico, pero…

—Para. Eso no es verdad. Siempre he estado orgulloso de ti. He intentado… —Hizo una pausa, con un nudo en la garganta de emoción—. He intentado ser mejor padre de lo que lo fue el mío, pero él era un buen hombre. Me enseñó lo que es la responsabilidad…

—Soy responsable, papá —dijo Tim, poniendo de pronto las manos en el brazo de Paul, como para hacerle comprender—. Sólo quiero cosas diferentes de las que quieres tú.

Sin pensar, extendió los brazos y estrechó entre ellos a su hijo. Lo abrazó durante un buen rato con los ojos cerrados mientras el viento cálido le rozaba el rostro.

Paul se marchó de Bozeman al día siguiente en un vuelo vespertino después del último partido de su hijo. Le dejó el monovolumen a Timmy, pues sabía que su Toyota no pasaría otro invierno en Montana. Supuso que ya le había sacado partido con lo que había ahorrado en cámpings y en conducir. Tim estuvo sentado con él en el pequeño aeropuerto mientras esperaba para embarcar, contándole más historias de Siberut y cómo temían que fuese un modo de vida en vías de extinción, a medida que el mundo moderno se iba entrometiendo. Cuando llamaron por última vez para subir al avión, se pusieron de pie y él envolvió a su hijo en un abrazo.

—Eres un buen chico, Tim. Te quiero. —No podía recordar la última vez que había dicho aquellas palabras. Palabras que su padre no le dirigió jamás.

—Yo también te quiero, papá.

No hubo presión en sus oídos, ningún dolor después del despegue, y se dio cuenta de que hacía días que no tenía sinusitis. Vio cómo la tierra se extendía bajo él, los afilados picos de las Rocosas dando paso a los campos ajedrezados de las granjas del Medio Oeste. Allá abajo la gente vivía sus vidas, hacía sus quehaceres diarios. Pronto aterrizaría en el aeropuerto de Newark y tendría que coger una limusina o un taxi a casa. No tenía elección, no había nadie esperándolo.

Pero su vida le aguardaba. Era hora de ponerse en contacto con cazatalentos, poner la casa en orden, pagar las facturas. Y traer a su mujer de vuelta.