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La semana siguiente, Harley pidió a Joanna que hiciera fotos de una manifestación ante un nuevo proyecto de construcción sobre el río Waccamaw. The Barony era la última locura del frenesí de nuevas construcciones hechas para ricos del lugar y gente de otros estados que buscaban mejores precios y menos impuestos, según le explicó Harley. Se refería a los norteños, pero ella sabía que era demasiado educado para decirlo.

Se sentó a su escritorio con la cámara, un rollo de película listo para cargar, y las instrucciones escritas de Harley. Pero no podía moverse. Sobre su escritorio también estaba el correo que había recogido de camino al despacho y en el montón había un grueso sobre de Paul. El contrato para poner a la venta la casa. Verlo por escrito era distinto a hablar de ello por teléfono. 848 de Butterfield Drive. Su casa. Se sorprendió al ver el precio propuesto, considerablemente más alto de lo que Paul le dijo por teléfono.

Últimamente se había sentido tan feliz que había dejado de pensar en todo lo que tenía que ver con su vida anterior. No estaba preparada para enfrentarse a ello, pero pronto lo estaría. Al recordar lo frágil que se había sentido al llegar allí, sólo quería concentrarse en construir su nueva vida. Y disfrutar el trocito de felicidad que finalmente parecía haberse cruzado en su camino. Lo que ahora estaba contemplando era un recordatorio evidente de todo lo que había decidido ignorar.

Fírmalo, se decía. Pero cada vez que cogía el bolígrafo, acababa dándole vueltas, mordiéndolo y dejándolo de nuevo en la mesa.

—Acabo de oír en la radio que la policía puede estar dirigiéndose a esa manifestación —dijo Harley al pasar junto a su escritorio. Debía de estar preguntándose qué la retenía. Así que metió el rollo en la cámara, cogió su bolso y las instrucciones y se dirigió a la puerta.

Meterse en el coche fue como entrar en un horno precalentado. La bofetada de aire caliente que la recibió al abrir la puerta le hizo sudar al instante. Encendió el motor rápidamente, puso el aire acondicionado a la mayor potencia y cerró la puerta de golpe, esperando junto al coche. Conocía a gente que iba de un entorno con aire acondicionado a otro, que pasaba apenas unos minutos en el calor sofocante del verano. El Canal Meteo había dicho que en el Noreste sufrían de una racha sin fin de tiempo fresco y lluvioso. Ahora mismo habría agradecido un poco de lluvia y cielo gris.

Abrió la puerta del coche, que ya estaba tan frío como su despacho. Fue por la Ruta 17 hacia el Sur hasta llegar a un camino de tierra pasado el restaurante local, y giró a la derecha hacia el río. El bosque se espesaba a cada lado y los árboles formaban un arco sobre la carretera, impidiendo que pasara el sol. Cuando el camino acabó, justo antes del río, una nueva senda atravesaba los espesos árboles hacia la derecha. «The Barony», anunciaba un pomposo letrero, «Fincas y terrenos disponibles junto al río». Y allí, caminando arriba y abajo había un grupo de personas corrientes, la mayoría negras, paseando con pancartas que decían: «La urbanización está echando a la gente que vive aquí», «Urbanización = Impuestos altos», «Protejan la tierra de los constructores codiciosos».

No parecía una historia muy interesante. Joanna se quedó sentada un momento, no muy segura de qué hacer. Podía ver los senderos de tierra de las nuevas calles que salían de la carretera principal de la urbanización y el armazón de lo que probablemente era la casa piloto. Tractores y excavadoras empujaban la tierra como los viejos juguetes Fisher Price de Timmy. A lo lejos advirtió un resplandor blanco, la vieja casa de la plantación, que estaba siendo restaurada como club de campo. No había mucho que fotografiar aparte de la gente que caminaba junto al cartel de la urbanización. Si disparaba desde un ángulo adecuado, podría sacarlo todo.

Joanna salió del coche y cruzó hasta el grupo de personas. Ellos siguieron andando. Se acercó la cámara a los ojos y echó un vistazo por el visor. A través del cuadradito de cristal de aumento, vio miradas que se volvían hacia ella. Bajó la cámara.

—Soy de la Gazette —dijo en voz alta, a nadie en especial—. Sólo voy a hacer una foto.

Se sintió como una idiota mientras sacaba una docena de instantáneas, moviéndose unos pasos aquí y allá para tomar los diferentes puntos de vista, esperando conseguir que los carteles salieran en el ángulo adecuado para que pudiera leerse lo que ponía en ellos. Le caían gotas de sudor por el pecho, dentro del sujetador, y sentía una tira de humedad que le crecía en el labio superior. Estaba deseando salir de allí. Hizo la última foto, oyó que el rebobinado automático empezaba a gemir y se dio la vuelta para marcharse. Entonces vio unos ojos que le resultaban familiares mirándola. Jolene, que trabajaba en The Chowder House.

Vaciló. Quería marcharse, pero pensó que sería de mala educación. Aunque Jolene nunca había hablado más que unas pocas palabras con ella, y Joanna se había preguntado a veces si en realidad no le caería mal, no se imaginaba por qué. Apenas se conocían. Jolene la estaba mirando desde el otro lado del camino de tierra, con una pancarta en lo alto que decía: «Tres generaciones obligadas a marcharse». Joanna se acercó a ella.

—Hola, Jolene. He conseguido trabajo en el periódico —comentó tontamente.

—Ya lo veo. —Su voz era muy suave, su acento lento y profundo.

No dijo nada más y Joanna se quedó allí un momento sin saber qué hacer, deseando haberse marchado. La oscura piel de Jolene brillaba, como si acabara de pasar bajo una manguera, pero Joanna sabía que era sudor.

—¿Has encontrado trabajo? —preguntó educadamente.

—Sí, de camarera en otro restaurante.

Nueva pausa.

—Bueno, me alegro de verte —dijo ella, y se dispuso a marcharse—. Buena suerte.

—¿Qué te parece esto? —Le oyó decir. Se volvió—. ¿Qué vas a escribir sobre ello?

—Oh, sólo estoy haciendo fotos, no voy a escribir un artículo —le explicó Joanna con una risa nerviosa.

—Es lo único que nos merecemos, ¿eh? Una foto. —Jolene se dio la vuelta y empezó a caminar con los demás—. Imágenes.

Esta vez no se molestó en enfriar el coche, se limitó a entrar y a marcharse, con el sudor cayéndole por la cara y la espalda pegada al asiento. Le tendió el rollo de película y la cámara a Harley cuando volvió al despacho.

—Espero que hayan salido bien —le dijo—. La policía debió de echar un vistazo y marcharse, porque aquello estaba muy tranquilo.

—Mmm —dijo él, absorto en algo que tenía en su escritorio. Ella se dio la vuelta para irse.

—Toma, esto es para ti.

Le tendió un sobre dirigido a Joanna Billows Harrison, en The Pawleys Island Gazette. Ella no imaginaba qué sería. Volvió a su escritorio, se sentó y lo abrió.

Querida señora Harrison:

Me sentí muy conmovida por su artículo sobre la mujer bosnia que está intentando traer al resto de su familia a Estados Unidos. Era agradable leer acerca de alguien bueno cuando parece que sólo oímos hablar de mala gente. Incluyo un pequeño cheque que espero pueda hacer llegar a Tanya. Ojalá la ayude a alcanzar su sueño.

Isabel Delaney

Se sintió mareada de placer y corrió al despacho de Harley, agitando la carta y el cheque, uno en cada mano.

—¿Por qué te sorprende tanto? —rió él—. Era un artículo maravilloso.

—No sé, supongo que sólo lo consideraba un trabajo. Cuando estuvo impreso, se acabó. Y ahora esto.

—Es lo que pasa cuando se escribe —dijo Harley, recostándose en su silla—. Nunca es sólo un trabajo. Haces pensar a la gente, remueves sus sentimientos. Es un don. Y un poder.

Ella pensó un instante en Jolene, en su desencanto cuando supo que no iba a escribir sobre su protesta.

—Tienes razón —admitió—, pero quién iba a pensar que yo… yo pudiera hacer esto.

Harley sonrió.

—Sé que me ofreciste esto por Hank.

—Espera un momento —dijo él, incorporándose en su silla—. Hank Bishop no tiene nada que ver con esto.

—Pero cuando me preguntaste sobre el trabajo aquella noche en su casa…

—Lo recuerdo. En la reunión acerca de las tortugas. Ni siquiera sabía quién eras en ese momento. Pero estuve mirándote aquella noche, el modo en que percibías tu alrededor, observando a todo el mundo. Sin que se te escapara detalle. Evaluándonos en silencio. Y supe que lo llevabas dentro. Los mejores escritores son gente que sencillamente observa el mundo en el que viven. Lo más difícil es digerirlo y volver a sacarlo a tu modo. Y tú pareces arreglártelas muy bien.

Ella se quedó allí parada, sorprendida.

—Supongo que tuve una intuición acerca de ti —sonrió él—. Además, hace años alguien me dio la misma oportunidad y pensé que de algún modo podía devolver el favor.

Era la primera vez que ella pensaba en escribir como en algo más que un trabajo. No era un talento innato, eso lo sabía. Era trabajo muy, muy duro. Pero pensó que podía hacerlo, emocionada por las posibilidades que se abrían ante ella. Conmover a la gente como había hecho con la mujer que había escrito aquella carta era poder. Tenía un cheque en la mano para Tanya, resultado directo de sus palabras escritas. Eso era muy placentero.

—Gracias, Harley, por darme esa oportunidad.

—De nada, querida.

Se dio la vuelta para marcharse, pero vaciló.

—¿Sabes, Harley, la manifestación que acabo de fotografiar? Quizá deberías pensar en escribir un artículo sobre ella. Me refiero a que la foto muestra la manifestación, pero hay que preguntarse qué es lo que impulsa a esas personas a estar allí de pie bajo el sol abrasador.

Él asintió.

—Pensaré en ello —dijo—. Por cierto, Joanna. ¿Crees que estaría bien que llamara alguna vez a Grace?

Ella no iba a decir nada que abriera aquella caja de truenos.

—Creo que eso tendrás que preguntárselo a Grace, Harley.