43
El teléfono sonaba y en su sueño Joanna lo cogía. Luego se dio cuenta de que el teléfono estaba sonando de verdad y rodó rápidamente hacia él para atender la llamada.
—¿Joanna?
—¿Paul? —Le salió como un graznido.
—Quería asegurarme de que estabas bien —dijo él—. Traté de llamar anoche, pero no había teléfono.
Ella se enderezó, sobresaltada. El huracán.
—¿Va todo bien por ahí?
Su habitación estaba llena de brillante luz del sol y el huracán era como un sueño que en realidad no había tenido lugar.
—Espera un segundo —dijo levantándose de la cama, abriendo la puerta corredera y saliendo a la pequeña terraza sobre el océano.
Debajo de ella las olas avanzaban como siempre relucientes bajo el sol de la mañana, pero más grandes y levantaban chorros de espuma con cada rompiente del océano, como salpicaduras de plata. Sin embargo, la playa era otra historia. Estaba llena de basura por todas partes, repleta de restos traídos por el océano: conchas, desperdicios, algas y otras plantas grandes. Vio un neumático, trozos de un embarcadero que debía de haber sido arrancado por Hugo, la última tormenta importante que azotó el lugar. Había muebles de terraza y sombrillas, la pérdida de aquellos que no se habían preocupado por guardar sus cosas. Se dio cuenta de que algunas de las casas ya estaban abiertas y había una terraza estropeada aquí, un tejado al que le faltaban trozos allá. Pero en general, todas habían sobrevivido bastante bien. Ya había paseantes madrugadores que estaban recogiendo cosas de la playa.
—¿Paul? —dijo ella, volviendo al teléfono—. Está todo bien. Mucha basura y algunos daños, pero creo que nada que no pueda repararse.
—Has sido muy valiente pasando por eso —afirmó entonces Paul, sorprendiéndola—. Y quizá un poco insensata.
—Oh, me habría ido. Pero no podía dejar sola aquí a Grace. No creo que le quede mucho tiempo.
—Lo siento.
—Siento no poder ayudarte con la casa. Por favor, entiéndelo. Tengo que quedarme con Grace.
—Lo comprendo. Me las arreglaré. Creo que puedo imaginarme lo que querrías guardar y alquilaré un almacén para ti si es necesario. Haré que lo trasladen todo allí.
—Eres muy amable, Paul. Te lo agradezco.
La gran sala refulgía con el sol de la mañana. Las luces estaban todas encendidas y en la radio, que debía de haberse encendido cuando volvió la electricidad durante la noche o a primera hora de la mañana, sonaba la música. Música de los cuarenta que llenaba la habitación de alegría nostálgica. Joanna miró dentro, esperando encontrar a Grace en su sillón reclinable, donde solía pasar las noches últimamente. Le sorprendió ver la silla vacía. No había ruidos en el cuarto de baño y la puerta de su dormitorio estaba cerrada.
Llamó suavemente a la puerta.
—¿Grace? —dijo en voz alta.
No hubo respuesta. Llamó otra vez, un poco más fuerte.
—¿Grace? —gritó, más alto aún.
Sintió una alarma repentina. Abrió un poco la puerta y casi suspiró de alivio. Grace yacía dormida en su cama. En silencio empezó a cerrar la puerta, pero el color le llamó la atención. Alrededor de toda la habitación, junto a las paredes, sus cuadros estaban colocados como en una galería. Cuando la mirada de Joanna los recorrió, se quedó sin aliento. No lo pudo evitar y abrió la puerta del todo para mirar mejor la obra. Fue su último cuadro, la escena nocturna, la que la hizo entrar en la habitación. Al principio pensó que parecía la obra de una loca. Un frenesí de estrellas giratorias y tembloroso océano; cada hoja de hierba más vívida y colorista de lo que hubiera podido ser en la vida real. Pero casi podía sentir la suave brisa nocturna, oler el aroma salado del aire oceánico, y percibió que la deliberada exageración del color y la luz convertían el cuadro en algo más vivo que ninguna otra cosa que hubiera visto antes. Volvió a echar un vistazo a Grace y vio que tenía los ojos abiertos.
—¿La he despertado? —dijo en voz baja—. Lo siento. Su cuadro es mágico.
Grace no contestó. Sus ojos siguieron inmóviles. Joanna la miró fijamente.
—¡Oh, Grace! —gimió.
Le empezaron a temblar violentamente las piernas. Caminar hasta el borde de la cama le resultó como andar por el agua. Los ojos de Grace estaban abiertos apenas. Sólo podía ver una raya azul, que miraba ciegamente a algún punto al otro lado de la habitación. Grace tenía los brazos cruzados sobre el vientre, como si estuviera sujetando algo, o atrayendo algo hacia sí. Al mirar su cara, Joanna vio cuánto la había cambiado el dolor a lo largo de los meses. Pero ahora la Grace que había conocido al principio había vuelto, con la boca relajada y el rostro apaciguado.
—Oh, Grace. —Las rodillas le cedieron y cayó al suelo junto a ella. Escondió la cara en el colchón y sollozó como una niña. Y curiosamente, Joanna tuvo una repentina visión de la última vez que vio a su madre, en un ataúd en la funeraria de Florida. No sonreía, como Grace, pero su ceño siempre presente había desaparecido y su rostro desprendía finalmente paz. ¿Qué había en esos momentos finales que parecía liberar a uno de todas las preocupaciones terrenales?
No supo cuánto tiempo estuvo en el suelo. Cada vez que pensaba que no podía más, una nueva oleada de sollozos volvía a empezar. Lloraba por Grace, por su madre, por sí misma. Pensaba en sus hijos, tan lejos, y la nostalgia le producía nuevas oleadas de tristeza. Se abandonó al fin y dejó que su cuerpo se limpiara de toda la pena y la tristeza que tenía acumuladas. Finalmente se puso de pie sobre sus piernas temblorosas. Se inclinó hacia delante y besó la mejilla de Grace, ya fría.
Al apartarse, Joanna se sobresaltó asustada. Durante un instante le pareció que había alguien allí, sentada en la silla de la esquina de la habitación. Una mujer joven, pensó, con un vestido azul, bastante pasado de moda. Pero la silla estaba vacía. Se quedó allí, haciéndose preguntas. ¿Había visto algo de verdad? ¿Podría…? Y de algún modo, lo supo. La madre de Grace había estado con ella. Vigilando su muerte, como no había podido hacer con su vida.
Se volvió de nuevo hacia Grace y vio los sobres encima de la mesilla de noche. Se acercó y tomó el de arriba. Estaba dirigido a ella. Después cogió los demás, uno para cada hijo de Grace. No estaba segura de estar preparada para aquello.
A medida que Joanna caminaba, el delfín parecía seguirla. Fuera, más allá de las olas, viajaban en manadas, con sus cuerpos esbeltos arqueándose sobre el agua, abriéndose camino hacia el Sur, a su hogar en invierno. Aquel día, más temprano, cuando se sentó en los escalones de la terraza, demasiado agotada por la pena después de que el juez hubiera llegado y se hiciera la llamada al hijo de Grace, Frankie, se había quedado mirando cómo una manada de delfines formaba un círculo en el agua justo delante de la casa y soplaba aire a través de sus agujeros, haciendo una especie de red para atrapar peces. Pero para ella era una especie de adiós a Grace, que nunca dejaba de maravillarse al verlos, y que siempre estaba escudriñando el agua para dar con sus aletas.
Hacía más fresco que el día anterior, pues el huracán había barrido todos los restos del verano y el otoño comparecía al fin. Una brisa vespertina le daba en la espalda cuando se dirigió hacia la punta sur de la isla. Una gran bandada de alcatraces avanzaba, aves blancas y negras que nunca se posaban en tierra, que ahora sobrevolaban el océano. Al caminar pudo ver cómo se zambullían y luego se balanceaban en las olas para descansar.
Hank había venido poco después de que ella encontrara a Grace, a comprobar si estaban bien después del huracán. Cuando ella abrió la puerta y lo vio, se echó en sus brazos. Acababa de leer la carta. Mientras él la abrazaba, le contó lo que había pasado. Después de un momento él la sentó en el sofá y le trajo un coñac pequeño. Le oyó llamar al 911 mientras ella se quedaba allí sentada leyendo las palabras de Grace:
Mi querida Joanna:
No quiero torturarla con charla sensiblera. Creo que ayer conseguí decir todo lo que quería. Junto con esta nota hay un poder notarial para que haga que se incinere mi cuerpo inmediatamente. Ya lo he organizado con una funeraria local. Después debe llamar a mi hijo Frank y decirle que quiero que mis cenizas se lleven a casa y que usted tiene una carta con más instrucciones para él. Por favor, sepa que he llegado a quererla como a una hija y que nunca podría devolverle la atención con la que me ha cuidado. Si fuera su madre, estaría muy orgullosa de usted.
Con amor, Grace
Había mariposas monarca por todas partes mientras caminaba, y se detuvo cuando una revoloteó en la arena, simplemente descansando o demasiado agotada para seguir su viaje monumental hasta las montañas de México. La alzó por un ala dorada y frágil y la lanzó al aire, pero ella vaciló un momento y volvió a caer a la playa, barrida por el mar en la ola siguiente.
Cuando Joanna llegó al final de la isla, donde el océano se vertía en la marisma, se sentía ya un poco mejor; la pesada niebla de la pena y el llanto se despejaba y tenía la cabeza más clara. Una bandada de golondrinas de mar —debía de haber cientos de ellas— se erguía como un ejército alerta, todas mirando al Sur, como si esperaran a una señal para emprender el vuelo de nuevo y continuar su viaje.
Pensó en aquella migración, en el repentino movimiento de todas esas criaturas del mar y del cielo. ¿Cómo sabían cuándo era hora de marchar? ¿Y el momento de volver? ¿Y por qué los seres humanos, que supuestamente eran mucho más listos, carecían de ese instinto?
Sentada en la arena, descansó. Pensó en las crías de tortuga boba y se preguntó hasta dónde habrían llegado en su viaje. Sin madre y solas, todas avanzando por las frías profundidades del océano a través del mundo. Independientes. Supervivientes.
Se quedó allí sentada largo rato. Después se levantó y empezó a caminar de vuelta por la arena. Ahora sabía lo que tenía que hacer.
Encontró a Hank quitando tablones de sus ventanas. Cuando él la vio, bajó de la escalera y se acercó a ella, con los ojos brillando de una esperanza que también había estado presente por la mañana.
—Tenemos que hablar —dijo ella.
Se sentó en su cocina mientras él hacía té. Estaba nervioso, era evidente. Pensó en la fiesta del Cuatro de Julio, cuando no podía quitarle ni los ojos ni las manos de encima. Sólo hacía poco más de tres meses.
Él le puso una taza delante y se sentó.
—Joanna, quiero que volvamos a empezar. Nunca pretendí hacerte daño.
—Espera —dijo ella—. Te he estado evitando, Hank, porque no estaba muy segura de lo que sentía. No quería enfrentarme a ello. Lo que tuvimos… bueno, estuvo bien. Pero creo que ahora sabemos los dos que se ha acabado. —Ella vio la decepción en su cara—. Los dos estábamos solos, heridos, y tropezamos el uno con el otro. No es nada tan terrible, la verdad.
—Yo te amo, cariño —dijo él en voz baja.
Qué irónico. Había esperado oír esas palabras y ahora era demasiado tarde.
—Lo siento, yo no. Pero me has ayudado a encontrar una parte de mí misma que ha estado dormida durante mucho tiempo.
Él sonrió. Sabía de lo que estaba hablando.
—Y quizá pueda ayudarte a ver que necesitas resolver ese asunto con Rhetta de una vez por todas.
Los ojos de Hank se cerraron al oír el nombre. Cuando los abrió, dijo:
—Tienes razón. Tengo que hacerlo.
—Ahora tengo una sorpresa para ti —dijo ella, con una gran sonrisa. Y le habló del nido de tortugas.
Él no sabía por qué los huevos se habían roto tan tarde, después de que lo hubieran abandonado. Ella le habló de las olas inusualmente fuertes, el ruido, la luna llena.
—Quizá fueran como niños durmiendo, que necesitan una buena sacudida para despertarse —rió.
—Me alegro muchísimo de que consiguieras verlo —dijo él—. Me alegro de que no nos escucharas y abandonaras como el resto de nosotros. Supongo que aprenderemos una o dos cosas de esto.
Ella se marchó poco después, caminando hasta la casa vacía de Grace. No podía quedarse allí. Volvería y ayudaría a Paul a limpiar la casa. Era lo más justo, lo más responsable. Encontraría un lugar donde vivir, volvería a estudiar y seguiría escribiendo. Quizá trabajaría de nuevo para un periódico mientras tomaba clases. Y a pesar de la tristeza que aún le embargaba, un atisbo de emoción arraigó cuando pensó en su futuro. Era una persona diferente de la mujer que había llegado a Pawleys Island hacía tantos meses.
Siempre amaría aquel lugar. Pero era hora de seguir adelante.