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Tras una larga semana de días grises y lluviosos, Grace se sentó en la terraza bajo el sol de abril con los ojos cerrados, suspirando mientras el calor le caldeaba los músculos y las articulaciones. Con la marea alta, podía oír las olas rompiendo en espuma desde la terraza a menos de diez metros, y su suave susurro al extenderse sobre la arena. Y después, una pausa, un momento de silencio antes de que todo comenzase otra vez. En momentos como ése, bajo la cálida y dorada luz del sol, Grace casi se olvidaba de su enfermedad.

Su casa en la playa era un sueño de la niñez: vivir junto al mar. Un deseo que había dejado flotar a la deriva hasta desaparecer en el apresurado torrente que fue su vida, como el perfume Evening in Paris que llevaba en aquella otra existencia que tuvo antes del matrimonio y la maternidad. Abrió los ojos y miró hacia la playa, una limpia extensión de arena prácticamente blanca, y el oleaje, que ascendía y se asentaba como una respiración. A veces le costaba creer que estuviese realmente allí. La decisión de venir no había sido fácil.

El año anterior había visto cómo su marido, Frank, desaparecía ante sus ojos. Un día se levantó con un bulto en el cuello que ella supuso un ganglio inflamado. Unas semanas después, la pequeña hinchazón había crecido, como un montículo de masa que hubiese cobrado vida propia. Ella supo el diagnóstico antes de que se pronunciara siquiera la palabra: cáncer.

Sus hijos, Frankie, Marie y Sean, de mediana edad, dispersados y atrapados también por sus vidas frenéticas, volvieron enseguida a su casa, como la familia que habían sido en otro tiempo. Pero para Grace, verlos sufrir a medida que Frank se iba yendo poco a poco era casi tan duro como perder a su marido.

Cuando todo acabó, cuando murió, sus hijos volvieron a la vida agitada que habían abandonado, intentando rabiosamente ponerse al día en sus trabajos, sus tareas caseras y otras responsabilidades que no se interrumpían por nada, ni siquiera con la muerte. Grace, entumecida por el cansancio, dormía sin parar. Pasó meses flotando en un mundo de dolor mientras a su alrededor la vida seguía adelante. Finalmente, en Navidad, rodeada otra vez de sus familiares, sintió que volvía a ser ella misma. Ahora, con la brisa matutina ya disipada, los ojos se le llenaban de lágrimas mientras se desabrochaba el jersey recordando aquellas vacaciones, tres meses atrás. Fue sólo una semana después de Navidad cuando, incapaz de quitarse de encima el cansancio, acudió finalmente al médico. Pero ya era demasiado tarde.

—Lo siento, Grace —le dijo el doctor, con una voz cargada de emotividad, mientras ella permanecía sentada sola frente a él—. Es cáncer de páncreas.

Sus palabras le cayeron como un puñetazo en el estómago.

—¿Cuánto tiempo?

—Seis meses. Nueve como mucho.

—Tan rápido —susurró, incapaz de creerlo.

—Pero es más suave, Grace, que lo que aguantó Frank —dijo él, intentando proporcionarle algo a lo que agarrarse.

En ese momento, contemplando el océano con una vieja fotografía en la mano, corría el peligro de que la soledad la engullese. Observaba una ola tras otra, la manera en que se rizaban, rompían y estrellaban ante ella contra la arena, limpiándola de las conchas y sedimentos que la marea había dejado. Cada día su cuerpo se debilitaba un poco más. Perdía energía como el agua que se escurre gota a gota en silencio por el desagüe del fregadero. Realizaba los actos más sencillos, por ejemplo, vestirse, para intentar dar una apariencia de normalidad a su vida.

Pensó en la mujer a la que había contratado, Joanna Harrison, cuyo principal punto a favor era su madurez. Joanna rara vez hablaba de su familia, y a Grace le daba la sensación de que intentaba huir de algo. Se levantó y la sangre volvió a fluir a sus piernas después de tanto tiempo sentada. Deseó no haber cometido un error. Pasó al interior y encontró a Joanna limpiando el desorden que rodeaba su sillón.

—No, déjelo —dijo.

—Pero, Grace, esto está polvoriento —objetó Joanna, de rodillas ante la mesa de café.

—De verdad, Joanna, no soy maniática. No me molesta un poco de polvo —aseveró, al aproximarse y ver sus cosas ordenadas en montones. A Grace le gustaban sus pequeños desastres. Veía los libros, los puzles, las cartas y las revistas que la rodeaban como una razón de ser de sus días.

Cogió el montón de tarjetas de Pascua que había empezado a escribir esa mañana y se sentó en la mecedora, mientras Joanna pasaba a la cocina para llenar el lavavajillas. Grace se puso a buscar sellos en la mesa de al lado.

—Joanna, ¿dónde ha puesto los sellos?

—No he visto ningún sello, Grace.

—Pero ayer le pedí que trajese sellos, ¿recuerda? Los nuevos, con lirios de Pascua, para estas tarjetas.

Joanna estaba de pie junto a la barra, y meneó la cabeza.

—No, Grace. No me pidió que le trajera sellos.

—Lo recuerdo perfectamente. Iba a llevar unas facturas a la oficina de Correos.

Joanna la miró con el ceño fruncido, confusa.

—Sí, llevé las facturas, pero no me…

—Bueno, no se preocupe. Añádalas a la lista y ya está.

—Lo que usted diga, Grace —asintió Joanna, y Grace se dio cuenta de que estaba molesta—. Iré ahora.

Joanna cogió la lista de la compra de la barra y se fue sin decir nada.

Grace se quedó ahí sentada contemplando el océano resplandeciente a través de las puertas correderas, con las tarjetas para sus hijos y sus nietos olvidadas sobre el regazo. ¿Era posible que no le hubiese pedido los sellos en voz alta? No, imposible, decidió. Quizá Joanna estaba en la inopia y sencillamente no la oyó. Eso era más probable, ya que esa mujer solía tener la mirada perdida y distante mientras hacía las tareas.

En ese momento, el lavavajillas se activó, y su ruidoso zumbido ahogó por completo el sonido de las olas. Grace agitó la cabeza. Se levantó, caminó lentamente hasta la cocina, y lo apagó.

¿Cuántas veces le había dicho a Joanna que no quería el lavavajillas funcionando durante el día?

Paul no podía creer que llevase más de una hora en la sala de espera y el médico todavía no lo hubiese atendido. Debería haber ido a urgencias. Pero supuso que esto sería más rápido.

Cinco días antes había volado a Cleveland para rescatar la cuenta de Landmark. No debía haber volado otra vez. El dolor de oído fue peor que en el regreso de California. Y encima no había conseguido que prorrogasen el contrato. Pero ¿qué otra cosa podía esperar? No estaba precisamente en plena forma. Y además se vio obligado a volver en tren desde Cleveland, demasiado agotado para plantearse conducir. Cuando llegó a casa, Joanna aún no había vuelto.

Miró la fecha en el reloj y retrocedió hasta la mañana después de su ascenso. ¿Cómo era posible? Hacía exactamente tres semanas que Joanna se había ido. Pero lo sabía. Su vida, ya frenética de por sí, se había acelerado aún más con el ascenso. Por Dios, si apenas tuvo tiempo para dormir desde su regreso de California. Y ahora parecía haber problemas en todas partes. Al principio no le preocupó lo de su mujer. Habría apostado su propia casa a que estaría de vuelta antes incluso de haber regresado él de California. No podía imaginarse dónde estaba ni cómo sobrevivía. La Joanna que él conocía emprendía cada mudanza en un estado de temor apenas oculto.

Pero Joanna también era muy terca. Puede que no le gustase luchar, pero se le daba mejor que a nadie levantar un muro y dejarlo ahí durante días o semanas. A veces incluso meses. Castigándolo por su infelicidad. Pero, de algún modo, siempre se reconciliaban. Esta vez, en lugar de un muro, lo que había puesto entre los dos era distancia. Y la única manera de reconciliarse, como dedujo en el largo viaje de vuelta de Cleveland, era encontrarla.

No tenía nada en lo que basarse más que un número registrado en la memoria de llamadas entrantes del teléfono. Podía haber sido alguien queriendo vender algo. Pero la llamada se había producido después de las once, varias noches atrás, cuando no estaba en casa. No suelen llamar tan tarde para vender algo.

—¿Señor Harrison?

Levantó la mirada y vio a una enfermera de pie en la sala de espera con un gráfico en la mano.

—El médico le atenderá en breve, señor Harrison. Señora Kamaris, acompáñeme.

Volvió a mirar el reloj. Ya llevaba allí casi una hora y media. Y le habían obligado a apagar el teléfono al llegar. Se preguntaba si Bethany, de Recursos Humanos, la persona que lo ayudaba en los traslados, le habría devuelto la llamada. Ella esperaba que pusiese la casa a la venta al día siguiente. Por supuesto, tal cosa no iba a ocurrir mientras su mujer siguiese desaparecida. Aunque eso no lo sabía nadie.

Al cancelar una cena de negocios con Dwight Hobson y su mujer la semana anterior, dijo simplemente que Joanna tenía la gripe. Por Dios, ni siquiera se lo había dicho a Ted, que sería el único que lo comprendería. Aunque su exmujer había hecho algo parecido. Pero, al fin y al cabo, le resultaba demasiado humillante.

Necesitaba conseguir más tiempo. Necesitaba traer a Joanna de vuelta a casa. Después, al cabo de unas semanas, le hablaría de la mudanza a Indiana.

Pero, por encima de todo, tenía que concentrarse de nuevo. Entre el dolor en el oído y la desaparición de su mujer, no cabía duda de que su trabajo se estaba resintiendo.

Joanna salió del aparcamiento demasiado rápido, levantando un poco de gravilla tras ella. No tenía adónde ir. Ni nadie con quien hablar.

Siguió la carretera de la isla, con las marismas de color verde resplandeciente a la izquierda y la fila de casas en la playa a la derecha. El cielo azul se extendía en el horizonte, moteado de nubes blancas. Era un día perfecto. Giró y poco después atravesó el paso elevado, vacío de cangrejeros bajo el calor de última hora de la mañana. La sensación de paz que normalmente la invadía durante este viaje parecía haber desaparecido.

¿Qué estaba haciendo allí?

Mientras recorría la Ruta 17 respiró profundamente unas cuantas veces, diciéndose a sí misma que debía relajarse. Al fin y al cabo, sólo llevaba tres semanas y ¿acaso no había avanzado? Estaba empleada en casa de Grace. Un lugar increíble para vivir en medio de la playa, donde cada mañana no tenía más que abrir los ojos para ver otro amanecer glorioso, como un rosado faro de esperanza. Debía calmarse. Y darse un poco más de tiempo.

Pero empezaba a pensar que, quizás, instalarse en casa de Grace había sido un error, a pesar de lo maravillosa que era la casa. Grace no le había pedido los sellos. Joanna estaba segura, a pesar de la mirada acusatoria que le dirigió la anciana. Y la semana anterior, cuando deshizo su cama, lo lavó todo y se puso a hacerla de nuevo, Grace entró en la habitación en el momento en que estaba colocando el edredón. Levantó una de sus esquinas, tiró, y la sábana se salió. Entonces la miró meneando la cabeza.

—Las esquinas no se remeten así —le reprochó—. Mira —dijo entonces, para hacerle una demostración—. Así es cómo se hace una esquina para que las sábanas no se salgan a mitad de la noche.

Joanna no dijo nada, aunque por dentro estaba hirviendo. Llevaba más de veinticinco años haciendo camas. Poca gente tenía la casa tan limpia y ordenada como ella.

Y aparece Grace, obviamente una fanática de su cama y le enseña exactamente cómo quiere el embozo y cómo hay que colocar sus almohadas. Precisamente una mujer que acababa de pedirle que no limpiase el polvo bajo el sillón.

Puede que el error no fuese vivir con Grace, sino haberse marchado de casa.

En el aparcamiento del Harris Teeter, cogió un carrito. En el trayecto hacia la tienda, vio un teléfono público y se detuvo. Debería llamar a Sharon, en Texas. Se lo podría contar todo, quitarse un peso de encima, y con suerte deshacerse de esa losa de culpabilidad que llevaba sobre la espalda.

¿Cuántas veces habían soñado, en sus paseos matutinos, con huir o reinventarse a sí mismas? Sharon, que se reía diciendo que su cerebro se había hecho papilla después de tener cuatro hijos, juraba que un día se iría a recorrer Europa con una mochila, una oportunidad que había perdido al casarse después de la universidad. Iría al Louvre, a la Capilla Sixtina y a la Acrópolis en Grecia. Por fin le serviría de algo el título en Historia del Arte. Las fantasías de Joanna eran más indefinidas. Una casa pequeña, una vida sencilla, la playa. Y ahí estaba. Lo había hecho. Pero la realidad era muy distinta de la fantasía. No se podía escapar de toda una vida de obligaciones y responsabilidades sin llevar una buena ración de culpa en la mochila cargada de sueños.

Abrió el bolso y sacó la tarjeta telefónica de la cartera. Hurgó un poco más en su bolso en busca de una pequeña agenda en la que tenía el número de Sharon en Texas. Lo encontró, lo abrió por la página adecuada y se quedó mirándolo. Sharon se había mudado hacía meses. Sólo habían hablado unas pocas veces desde entonces. Y al marcharse, no paraba de hablar de su nueva casa de dos mil metros cuadrados con sala de audiovisuales ¿Acaso iba a comprenderlo?

Metió la agenda de nuevo en el bolso y siguió empujando el carro hacia la tienda. No exageres, se dijo. No era más que un momento de pánico como el que tuvo la segunda noche que pasó en casa de Grace. En dirección al pasillo de alimentos, recordó esa noche, acostada en la oscuridad sin poder dormir. Se había visto día tras día en soledad en aquel extraño lugar donde todavía no conocía a nadie. Quizá pasasen años. Le envolvió un vacío peor que todo lo que había sentido hasta ese momento. Una sensación de miedo empezó a oprimirle la garganta y a cortarle la respiración como una soga. Cogió el teléfono y llamó a casa. Tras el cuarto tono, oyó su propia voz y colgó bruscamente.

Abrió de golpe la puerta corrediza y se sentó en el pequeño balcón, en la oscuridad, envuelta en una manta, sobre el océano, anhelando su hogar. Al final se tranquilizó. Aquella noche pudo superar el pánico. Podía hacerlo de nuevo. Sólo necesitaba estar ocupada.

Sacó la lista de Grace, con los comentarios subrayados como si Joanna fuese una niña. Tomates, asegúrese de que están maduros. Helado de vainilla francés. «Francés» subrayado tres veces, como si no supiera la diferencia. Pasó la media hora siguiente eligiendo cuidadosamente los productos que Grace quería. Después se detuvo en la oficina de Correos y compró los sellos con los lirios de Pascua. En el camino de vuelta, se situó en el carril de salida hacia al paso elevado del Sur. Pero en el último momento quitó el intermitente y siguió. No estaba lista para volver con Grace todavía.

Continuó por la Ruta 17 y vio la señal de Georgetown, a quince kilómetros. Todavía no había ido allí. Quizá podría conducir un rato por la ciudad, y picar algo rápido. El helado de vainilla francés de Grace estaba agotado, así que no había nada congelado en las bolsas. Y no tenía mucho que hacer en la casa, ahora que estaba limpia.

Pasó junto a unas señales que anunciaban una nueva urbanización de casas de lujo al estilo sureño, un campo de golf y un restaurante mexicano. Unos kilómetros más adelante las señales empezaron a desaparecer, y en su lugar se alzó una sólida pared de pinos verdes a ambos lados de la carretera. Entonces, una explosión de color le llamó la atención al otro lado de la autopista. En el siguiente hueco de la mediana, dio la vuelta para dirigirse hacia allí. Plantas y Horticultura del Sur. Paró bajo una bóveda de robles altísimos, manchados de musgo. Había caminos de tierra que salían en todas direcciones, flanqueados por hermosas flores y enredaderas. Era el paraíso del jardinero. Joanna salió del coche y sonrió por primera vez en todo el día. Eligió un camino y empezó a caminar despacio, sintiéndose como un niño en la mañana de Navidad.

A su alrededor había gente llenando carros de flores que ella habría soñado con poder plantar en el Norte. Si estuviese en casa andaría quitando los hierbajos de los arriates, podando las rosas y las buddleias, aunque hiciera frío. Tendría los alféizares llenos de cartones de huevos con semillas ya a punto de empezar a brotar. Estaría rebuscando en Donaldson para encontrar la clemátide que pensaba plantar ese año.

En el invernadero, acarició el sedoso pétalo blanco de una datura, una planta que nunca había visto antes. Después, se arrodilló e inhaló la dulce fragancia de un jazmín estrella en un tiesto. Lo levantó y lo volvió a oler. Era como estar en el cielo.

—¿Necesita un carro?

Se dio la vuelta y un empleado le acercó uno.

—Los tenemos más grandes, si usted quiere.

Ella sonrió.

—No se preocupe. Éste está bien.

Puso en el carro el jazmín, la datura, algunas prímulas y rudbeckias e incluso unos cuantos bulbos de floración otoñal y pensó en los estériles arriates de Grace. Exceptuando alguna escasa porción de césped al frente del camino, nadie se había ocupado de suavizar el aspecto de la casa. Esto la iba a transformar. Hasta Grace se pondría contenta.

Mientras metía las plantas en el maletero, por el rabillo del ojo vio un hombre que se acercaba. Era alto, con el pelo claro y llevaba traje. Su corazón estuvo a punto de detenerse. A medida que se acercaba, ella se iba inclinando un poco más hacia el interior del maletero. Entonces, pasó junto a ella y continuó hacia el invernadero.

Ella se irguió y se apresuró a echar una mirada. Era más joven que Paul, y su pelo más claro. De hecho, no se parecía en nada a su marido.

De vuelta en la Ruta 17, se convenció a sí misma de que era imposible que Paul supiese dónde estaba. ¿Cómo iba a saberlo?