13

Joanna abrió la caja de cartón que había escondido en el armario. Sentada en el suelo, empezó a sacar papeles, fotografías viejas y los diarios que llevaba guardando toda la vida y que no abría desde hacía años. Entonces, cogió el cuaderno rosa con la pequeña cerradura dorada, destinada a mantener sus secretos a salvo del resto del mundo. Presionó sobre el resorte, abrió la cubierta y en la primera página apareció la estupenda caligrafía de su madre, a la que siempre se refería ceremoniosamente como su caligrafía de colegio católico.

«Feliz decimotercer cumpleaños, Joanna».

Lo abrió por la primera entrada, del 30 de marzo de 1966, y ahí estaba su garabateo inclinado. Sentada en el duro suelo de madera del pequeño apartamento de Grace más de treinta años después, se acordó de haber estado escribiendo sola en su habitación aquella noche. Fue después de que su padre les dijese en voz baja a sus amigas, que iban a quedarse a dormir, que debían irse. Su madre no se encontraba bien. Las había oído murmurar mientras se iban, y todavía podía sentir la vergüenza trepándole por el cuello, enrojeciéndole las mejillas como una mancha pecaminosa. «Odio a mi madre», escribió, «ojalá se muera».

Se levantó y abrió las puertas correderas. Una corriente de aire oceánico atravesó la habitación, y arrojó al suelo los papeles y los pañuelos que había sobre la mesa. No le importó. Respiró profundamente, mientras observaba cómo las densas nubes vespertinas recorrían el cielo. También odiaba a Grace, en ese momento, por haber insistido en que bebiesen.

Se había criado en una casa tranquila, en un barrio de viviendas estrechas en parcelas estrechas, tanto que si estabas en el porche y alargabas la mano, podías tocar la casa de enfrente. Sus vecinos eran carteros y mecánicos, trabajaban en el supermercado local o en la fundición de las afueras. Su padre era ayudante de maquinista de tren y pasaba varios días seguidos fuera de casa. Cuando volvía se iba directo a dormir, y a menudo el teléfono sonaba antes de que despertase, para avisarle de que al cabo de dos horas debía salir de nuevo.

Su madre había cubierto todas las ventanas con cortinas gruesas y las habitaciones eran oscuras y silenciosas, como una iglesia vacía. Joanna recordaba llegar a casa del colegio, y pasar ante algunas de las otras madres que, sentadas en el porche o incluso de pie en una esquina, esperaban a que apareciesen sus hijos después de un largo día de separación. Su madre siempre estaba dentro, viendo algún concurso o un culebrón. «La cena es a las cinco», decía, mientras Joanna dejaba sus libros sobre la mesa. Cuando su padre estaba en casa apenas hablaban, y no podía recordar un solo gesto de afecto entre ellos.

Hasta quinto curso no supo de su hermano. Se le escapó a la señora Lilly, una tarde que Joanna estaba en casa de Alice Lilly tomándose un helado después de volver de la biblioteca. Sally Pearson, otra vecina que estaba embarazada, acababa de volver del hospital. Alice y Joanna estaban de pie en la acera a la espera para ver al bebé cuando la señora Pearson salió del coche. Pero, por la mirada que su marido les dirigió, se dieron cuenta de que algo iba mal. Entraron en la casa despacio. No había bebé.

La señora Lilly les explicó que el bebé de los Pearson había nacido muerto, y dijo que a veces era más fácil que cuando habías tenido un bebé durante un año o dos, como la madre de Joanna. Entonces, la señora Lilly se puso nerviosa e intentó cambiar de tema. Alice no entendía nada, y Joanna se puso a llorar. Le rogó a la señora Lilly que le contase más.

Fue antes de que Joanna naciese y su madre, bueno, su madre era diferente entonces, dijo la señora Lilly, tirándose del delantal. Su madre solía sentarse en el porche y tejer ropa para el bebé mientras su padre estaba en el trabajo. Cuando nació el niño, su padre lo sostuvo orgulloso en brazos para que lo viesen los vecinos. Cuando tenía dos años, Jonathon, un nombre que Joanna nunca había oído, se despertó con fiebre una mañana. A la mañana siguiente murió. Septicemia, lo llamaron, una violenta infección en la sangre. La señora Lilly había empezado a llorar también, al contarle que los gritos de su madre se oían por todo el vecindario. En cierto momento salió de la casa y echó a correr, y no se detuvo hasta que su marido la alcanzó y la llevó de vuelta a casa.

Joanna nació seis meses después. Alice, motivada por el dramatismo del asunto y por lo importante que se sentía al informarle del resto de la historia después de que su madre la hubiese terminado de forma abrupta, le contó que todo el mundo había supuesto que su madre lo superaría. Pero nunca volvió a ser la misma. Durante semanas, Alice estuvo llevando a Joanna de un sitio a otro. Observaban a la señora Pearson con renovado interés para ver qué sucedía. Pero lo único que veían era a su marido sacándola a pasear, cogiéndola de la mano o rodeándola protector con el brazo. Ella lo miraba con los ojos llenos de amor. Y al final del verano siguiente había un nuevo bebé, que dormía en un hermoso carrito mientras la señora Pearson, sentada en el porche, miraba felizmente a su alrededor.

Joanna contempló cómo se oscurecía el océano, de un color gris apagado, a través de las puertas de cristal, y su mente viajó unos años más adelante, a su propio porche, cuando era una madre joven. Uno de esos momentos normales y corrientes en que la emoción te paraliza y que sabes que siempre recordarás, mientras otras ocasiones, más relevantes, desaparecen en la inmensidad de los días y los años de tu vida. Había estado lloviendo. Ni siquiera tenían sillas en el porche. Sarah y Timmy eran pequeños y estaban sentados con la espalda apoyada en la pared de ladrillo de la pequeña casa, leyendo libros de ilustraciones de la biblioteca. Sarah, que tenía cuatro años, podía prácticamente memorizar un libro después de que se lo leyeran unas cuantas veces, y le encantaba fingir que realmente sabía leer. Insistía en que quería leerle un libro a Timmy. Libre por un momento, Joanna abrió la puerta principal y entró corriendo en el vestíbulo a por unos jerseys, ya que la tormenta de verano había traído un frente frío. Cuando salió, unos segundos después, se encontró a Sarah, con el libro de dibujos en su regazo, leyendo con mucha seriedad, pasando las páginas y señalando cada dibujo para enfatizar con sus rechonchos deditos. Aunque ella, obviamente, no se había dado cuenta, Timmy se había quedado dormido. Tenía casi dos años, y su cabeza descansaba sobre el hombro de su hermana, con la carnosa mejilla de bebé aplastada hacia arriba y la boca abierta, babeando por la barbilla. Un torrente de amor envolvió a Joanna, oprimiéndole el corazón hasta dolerle. Cómo anhelaba conservarlos así, inocentes y tiernos para siempre. Si tan sólo pudiese protegerlos eternamente. En ese momento se dio cuenta de que su madre nunca había sentido eso por ella.

Arrojó el diario rosa de nuevo a la caja y echó encima todo lo demás. Sintió la tentación de llevárselo todo a la playa y prenderle fuego, pero pensó que ya le había proporcionado a Grace bastante dramatismo para una tarde. Se tumbó en el futón, se echó la sábana por encima, y en cuanto cerró los ojos la habitación empezó a dar vueltas.

A Joanna le apetecía trabajar aquella noche. Se dio una buena ducha, se puso sus pantalones negros y su camisa blanca, cogió su delantal y se acordó, cuando se dirigía hacia la puerta, de que era miércoles. Hank estaría allí para disfrutar de su cena semanal.

Los miércoles el lugar siempre se abarrotaba. Por 14,95 dólares tenías todas las patas de cangrejo que fueses capaz de comer. Joanna a duras penas seguía el ritmo, pero en un momento dado, cuando estaba cogiendo el pedido de una mesa de seis, algo que ya podía hacer con los ojos cerrados, se le ocurrió, mientras garabateaba las cenas en su pequeña libreta, que algo tan simple como sonreír, conversar por cortesía y ayudar a la gente podía hacer maravillas por el ánimo. Le rió un chiste sobre el efecto dos mil a un cliente. Habló, sirvió, enseñó la mejor manera de partir una pinza de cangrejo y, por unos instantes, formó parte de sus vidas. Y ellos formaron parte de la suya. Era un buen modo de salirse de sí misma y aplacar la soledad.

Hank le mandó un saludo desde el otro lado de la barra mientras ella esperaba un pedido de bebidas. Joanna lo pilló mirándola unas cuantas veces mientras iba de aquí para allá con cenas y bebidas, llevando cuentas y recogiendo propinas. Pensó que Goody tenía razón. Era un buen tipo, pero había algo intenso en él que hacía que su corazón latiese un poco más rápido cuando descubría que la estaba mirando.

Esa noche se fue con las otras camareras a The Mermaid, un bar local que cerraba a las dos de la mañana, para tomar una copa después del trabajo. No le apetecía irse a casa todavía y se tomó un Virgin Mary, suscitando las burlas de las demás. Carol, que había estado casada dos veces y vivía con sus dos hijos y un chico, dijo que estaba pensando en marcharse, pero no sabía cómo se lo podría permitir sin su sueldo, ya que su marido rara vez le mandaba la pensión. Jolene, la única camarera negra de The Chowder House, que era cortés con ella pero no mucho más, se quejaba del aumento de los impuestos en la zona, que estaba echando a los lugareños. Dee, que parecía tener casi sesenta años y llevaba toda la vida de camarera, hablaba de que Goody y Les, el cocinero, habían tenido una pelea en la cocina esa noche. A Joanna no le parecía bien cuchichear sobre Goody, así que volcó toda su atención en Carol.

Eran buena gente, y le gustaba la compañía, pero por algún motivo no conseguía interesarse por nada de lo que hablaban. Se fue después de la primera copa. Cuando llegó a casa no podía dormir, y se sentó en su pequeño balcón envuelta en una manta, observando cómo la luna menguante empezaba a aparecer entre las grietas de las nubes.

A la mañana siguiente, Grace se levantó con un ataque de pánico, convencida de que Joanna se iba a marchar. Era obvio que tenía una gran confusión emocional. Grace no la había visto desde el almuerzo del día anterior, y varias veces, aquella tarde, había dejado de leer el libro con el que estaba para subir a hablar con ella, pero sin llegar a hacerlo. Mientras se preparaba el café alguien llamó brevemente a la puerta. Por fin, pensó, se trataba de Joanna. Pero era un mensajero, que le entregó un delgado paquete de cartón.

Grace no se imaginaba qué podría ser. Rasgó la parte de arriba con el cordel, metió la mano y sacó un sobre. Era un billete de ida y vuelta a Japón, dentro de una tarjeta de cumpleaños. «Sé que es pronto, pero nos gustaría que vinieses a pasar tu cumpleaños aquí con nosotros. Un abrazo, Marie». Las rodillas se le hicieron gelatina y se hundió en el sofá mientras miraba el billete, con salida el día quince de mayo del aeropuerto de Charleston. A tan sólo unas semanas. Su cumpleaños era el veintiuno de mayo. Cerró los ojos y se imaginó pasando ese cumpleaños que tan pocas ganas tenía de vivir, seguramente el último, con Marie y Jerry y sus dos preciosas nietas.

Se levantó y empezó a andar de un lado de otro de la habitación, con la mente acelerada pensando en las posibilidades. Se sentía bien. Quizá fuese posible. En unas semanas podría ver la cara de Marie. No la había visto en un año. Pensaba que no volvería a hacerlo.

Tenía que tomar una decisión con cuidado. La expectación la llenó de energía renovada y salió al porche. Hacía calor de nuevo, como solía ocurrir en abril. En su casa de Nueva Jersey había imaginado una mañana dorada de primavera derritiendo la helada nocturna. Aquí, la playa se extendía ante ella como un sueño e, inquieta, decidió ir a dar un paseo. No había ido a caminar sola desde la llegada de Joanna, pero se sentía fuerte y confiada y se puso un vestido suelto. Descalza, se echó un sombrero de paja sobre la cabeza para tapar el resplandor que, ya a esas alturas de la estación, le hacía entrecerrar los ojos. Bajó los escalones del porche despacio, con la sensación de ser capaz de llegar hasta el final de la isla.

La arena estaba suave y se le hundieron los pies. Cada paso era lento y pesado. Se dirigió a la orilla, donde las olas rompían y se esparcían y la arena estaba más dura. Allí empezó a caminar con más facilidad. El mar se deslizó hacia ella y le empapó los pies. Sonrió. El agua estaba templada y sedosa. Giró para dirigirse al Sur, dejando el sol brillante tras de sí. Su meta era el muelle de rocas, unas quince casas más allá. Los músculos que llevaba semanas sin usar volvieron a la vida con un chirrido cuando pasó el muelle y decidió intentar llegar al siguiente. Era demasiado pronto para que hubiera veraneantes. Los habitantes de la isla estaban en el trabajo u ocupados con las tareas cotidianas, así que la playa estaba desierta. Sola, a la orilla del mar, Grace se sentía eufórica.

Se imaginó encontrándose con Marie y su familia en el aeropuerto. Visualizaba el viaje en coche por las abarrotadas calles de Tokio, apretujada en el asiento trasero junto a sus nietas, de camino al piso en el que nunca había estado. En dos semanas enteras puede que les diese tiempo incluso de ir al campo, dormir en una casa en las montañas y jugar a las cartas y al Scrabble. Una última oportunidad, pensó. Si estaba lo suficientemente bien, ni siquiera se darían cuenta, cuando se fuese, de que no la volverían a ver.

Siguió caminando y pasó junto a unos cuantos muelles más, pero la marea estaba subiendo y se vio obligada a desplazarse a la arena suave a medida que las olas se adentraban cada vez más en la playa, empapándole las piernas y el dobladillo del vestido. Sus pies se hundían a cada paso, y el caminar se estaba volviendo fastidioso. Se dio la vuelta y buscó su casa, pero había desaparecido, se había evaporado en algún lugar de la larga fila de casas que, al parecer, se extendía hasta el infinito. Sus piernas avanzaban lentamente. La suave arena le agarraba los pies y su respiración se aceleraba a cada paso. El sol matutino estaba de nuevo frente a ella, y la cegaba en su camino de vuelta. Empezaron a caerle gotas de sudor por la cara. Se detuvo para buscar su casa otra vez. Le dolían las piernas por el esfuerzo de andar. Una repentina sensación de pánico comenzó a atraparla entre sus garras. ¿Y si no podía volver?

Giró la cara para dirigir la mirada hacia el agua y evitar la luz directa del sol. «Dios te salve, María, llena eres de gracia». Sus labios se movían en silencio. «El Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres». El ritmo pausado de sus palabras empezó a apaciguar los fuertes latidos de su corazón. «Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». Pasó junto al primer muelle, y vio el siguiente ante ella. «Santa María, madre de Dios». Había cometido un error. Había medido mal sus fuerzas. Caminaba de forma lenta y pesada, y sabía que con toda probabilidad éste sería su último paseo. «Ruega por nosotros pecadores». Y que Japón era un regalo que nunca llegaría a ver. «Ahora y en la hora de nuestra muerte, amén».

Cuando Grace logró subir los escalones del porche y entró en la casa, vio que sólo se había ausentado una hora. Parecía como si hubiese estado toda la vida caminando. Le temblaban las piernas y, mientras se servía un vaso de agua, vio que también las manos. Demasiado débil para beber de pie, se sentó ante el mostrador y posó la vista sobre el paquete que estaba allí colocado. Sin avisar, se le escapó un gemido de dolor. No iba a volver a ver a Marie. Ni a sus nietas. Apoyó la cabeza sobre el mostrador y empezó a sollozar. Por un momento le había parecido posible. La ausencia de dolor, las efímeras fuerzas y el augurio de un día veraniego la habían llenado de falsas esperanzas. Pero ahora todo eso había desaparecido. Cuando no le quedaron más que unos pequeños gemidos de lástima, se fue tambaleando hasta el dormitorio para echarse un rato.

Cuando Grace estaba fuera dando su paseo, Joanna se acababa de levantar. Al oír que llamaban a su puerta, miró el reloj y se quedó impresionada al comprobar que había dormido hasta casi las diez. Supuso que se trataba de Grace y no se molestó en ponerse la bata. Un momento después, estaba frente a Hank Bishop con tan sólo un camisón.

—Hank. —Cogió la bata, que estaba sobre la cama, y se la echó por encima.

—Siento entrar de esta manera, Joanna, pero Grace no estaba, así que decidí subir directamente —dijo, mientras entraba y cerraba la puerta—. Tengo malas noticias. The Chowder House se quemó entero anoche.

—¿Qué? —No se lo podía creer. Había estado allí hacía unas pocas horas.

—Les tiene quemaduras graves. Está en cuidados intensivos y no están seguros de que vaya a sobrevivir.

Joanna se sentó en la mecedora, atónita, y él empezó a prepararse una cafetera.

—La razón por la que he pensado que debías saberlo es que la policía se va a pasar por aquí pronto. Parece que ya han empezado a interrogar a gente.

—¿Por qué?

Hank dudó un momento.

—Incendio provocado —dijo—. Están interrogando a Goody. Parece que llevó a Les al hospital y tiene algunas quemaduras en las manos. No tiene buena pinta, no sé si me entiendes.

—Pero no tiene sentido. Ese sitio es una mina de oro.

Aturdida, se levantó, sacó unas tazas del armario y cogió la leche de la nevera. Se acordó del comentario que había oído en The Mermaid sobre la pelea que Goody y Les habían tenido en la cocina.

—No creerás que Goody tiene algo que ver con esto, ¿verdad, Hank?

—No, guapa, sinceramente no. Pero Les, bueno, no estoy seguro.

Hank estaba de pie junto a las puertas de cristal. Las abrió para dejar que entrase el aire matutino. Bebieron café, hablaron un rato sobre lo que había pasado y después se fue. Joanna se dio cuenta de que se había quedado sin trabajo, y ahora tendría que encontrar otro restaurante. Le gustaba la intimidad informal de The Chowder House, y sabía que iba a ser difícil sustituirlo. La mayoría de los sitios nuevos eran más exclusivos y estructurados. Y los clubes de campo quedaban descartados. Demasiado esnobs.

Se tumbó en el futón y miró al techo con la sensación de que estaba de nuevo igual que al principio. Pero se sentía con más fuerza que al llegar. Ya encontraría algo. Se duchó y se vistió por fin. Después hizo la cama, se tomó unos cereales y lavó los platos y las tazas. Ansiosa por escuchar una voz familiar, llamó a Sarah.

—Buenos días. Galería Grayson. Le atiende Mindy.

—Hola, Mindy. Soy Joanna Harrison. Me preguntaba si podría hablar con Sarah, si no está ocupada.

—Claro, voy a avisarla.

Se imaginó a su hija, encantadora, impoluta, confiada, tan distinta de ella a su edad. Incluso ahora.

—Hola, mamá —oyó cómo jadeaba al otro lado de la línea—. No te lo vas a imaginar. Papá acaba de entrar, hace unos minutos.

Abrió la boca pero no salieron palabras.

—Papá, es mamá —oyó que decía Sarah—. ¿Quieres hablar con ella?

—¿Cómo estás, Jo? —preguntó Paul un momento más tarde.

—¿Qué demonios haces ahí?

—Visito a mi hija…

—Creía que estabas buscando trabajo…

—No. Decidí seguir el consejo de Ted y tomarme unas semanas libres antes —dijo en un tono seco—. Así que cambié el BMW por una caravana y me puse a conducir por todo el país.

—No lo entiendo… ¿qué estás haciendo?

—Es sencillo. Echo de menos a mis hijos. Hace mucho tiempo que no estoy con ellos de verdad.

—Me parece un poco raro que sea justo ahora, Paul.

—No hay mejor momento que el ahora —afirmó en tono de broma, y supo por cómo lo dijo que Sarah seguía ahí—. Te paso a Sarah.

Una oleada de celos la atravesó como una corriente eléctrica. Ella llevaba años soñando con un viaje así. Los dos atravesando el país, viendo lugares bonitos como hacen los demás. Pasando unos días estupendos con sus hijos. Sólo que ahora era Paul el que iba a pasar esos días. Ella se había comprometido con Grace.

—¿Te lo puedes creer? —susurró Sarah cuando se puso de nuevo al teléfono—. Ah, y deberías ver su barba. Tiene una pinta estupenda.

Al colgar, Joanna pensó que lo que Paul estaba haciendo últimamente no le pegaba nada. En lugar de reunirse con cazatalentos y hacer entrevistas de trabajo estaba atravesando el país al volante, dejándose barba, y yendo a visitar a su hija, con la que se llevaba mal, que parecía encantada con la sorpresa. Esta vez no le preguntó a Joanna cuándo pensaba volver a casa. Ni siquiera si pensaba volver.

Se dio cuenta de que las vidas de su familia seguían su curso sin ella.