8
Joanna intentó por todos los medios evitar a Grace una vez Paul se hubo marchado, consciente de que debía de haber escuchado el acalorado final de su conversación. A las cinco bajó bastante nerviosa a preparar la cena. Grace no dijo nada sobre el encuentro y le ofreció un vaso de vino, que ella se bebió demasiado rápido.
—Dicen que mañana también va a hacer calor —comentó Grace desde la mecedora donde estaba sentada, leyendo, mientras Joanna trabajaba sobre la encimera de la cocina.
—Sí. Parece que hay una pequeña ola de calor —respondió.
—Podríamos comprar un pescado fresco en uno de los locales cercanos al puente y hacer una barbacoa mientras siga haciendo bueno.
—Buena idea —exclamó, aliviada al ver que Grace no iba a montar un número.
Grace siguió hablando de cosas triviales hasta que se sentaron a comer.
—¿Qué es esto? —preguntó, mirando el cuenco de la ensalada.
—Dijo que quería ensalada esta noche, Grace.
Grace arrugó la nariz y meneó la cabeza.
—Esto no es ensalada. Pedí específicamente lechuga iceberg fresca. Esto son tallos… y hojas. Parece algo arrancado de un árbol.
—Es ensalada de brotes y achicoria —dijo, casi riéndose de lo ridículo de la situación.
—Pues se lo come usted —dijo Grace, apartando el cuenco—. Y agradecería que la próxima vez me trajese lechuga iceberg.
Sintió la tentación de tirar el cuenco a la basura, pero en lugar eso, dijo:
—De acuerdo, Grace.
Comieron en silencio.
Cuando terminaron, Grace dejó el tenedor sobre la mesa y miró a Joanna.
—Su marido no parece contento de que esté aquí.
Se levantó y se puso a vaciar los platos.
—Bueno, sí, supongo —contestó.
—¿Qué va a hacer al respecto? —preguntó Grace.
—Es su problema —dijo, mientras alcanzaba el plato de Grace.
Grace sujetó el plato y obligó a Joanna a dirigirle la mirada.
—¿Va a ser problema mío, también?
—Lo siento. No tenía ni idea de que iba a venir aquí.
—Mintió.
Ella no dijo nada. La comida se le revolvía en el estómago.
—Necesito saber si va a cumplir su compromiso conmigo —insistió Grace—. Si no, dígamelo ya.
—Sí. Le di mi palabra, ¿no? —dijo—. Me quedaré con usted durante seis meses. —Entonces cogió los platos y los llevó al fregadero.
Grace se retiró de nuevo a su mecedora y su libro en cuanto los platos estuvieron limpios. Joanna se escapó a dar un paseo por la playa. Ya casi no había luz y tanto el océano como el cielo eran de distintos tonos apagados de gris. Se dirigió a paso ligero hacia el sur de la isla, llena de ira y furia contra Paul y Grace.
Hacía tiempo que había oscurecido cuando se detuvo. Se sentó sobre la arena fresca delante de la casa de Grace, con los huesos cansados, y se quedó mirando las olas. Sus bordes blancos, apenas visibles en la oscuridad, se deslizaban adelante y atrás sobre la arena ante ella. Se preguntaba si Paul llegaría a casa esa noche.
Le impresionaba el hecho de que un hombre con el que había estado casada durante tanto tiempo, con el que había criado a dos hijos, pudiese parecerle casi un completo desconocido. Pero empezaba a comprender cómo llegaron a ese extremo. Ocurrió gradualmente, como quizá pasaba con innumerables matrimonios, con el discurrir de los años. Pequeños cambios en el día a día apenas perceptibles al principio. La primera obra de teatro del colegio que se perdió. La primera vez que no llamó para dar las buenas noches. La primera cena después de que Sarah se fuese a la universidad. Y después Timmy. El primer viaje de negocios de Paul cuando los dos se habían ido, durante el que pasó una semana sola en casa, también por primera vez en casi dos décadas. Y después, una y otra vez. Cada vez menos tiempo juntos, menos llamadas, cada uno se iba instalando en una vida propia, separados pero a la vez unidos por el lazo de las facturas, las responsabilidades, la casa y los niños. Pensó en no decirle a Paul que se había comprometido con Grace por seis meses. ¿Por qué no lo hacía? Había sido una cobarde una vez más.
Echada hacia atrás, apoyada sobre las manos, Joanna observaba el cielo nocturno desplegado ante ella como un lienzo de terciopelo gris que se iba oscureciendo.
Se fijó en Venus, que parpadeaba resplandeciente, y a medida que sus ojos se acostumbraban vio otros astros, como alfileres luminosos centelleantes atravesando el firmamento. El movimiento rítmico del oleaje resultaba hipnótico, y después de un rato, los brazos se le cansaron.
Se tumbó en la arena, contemplando la oscuridad, y vio un satélite, como un bebé de estrella recorriendo el cielo a toda prisa. Sus ojos lo siguieron hasta que desapareció en el borde borroso del horizonte, de camino a otra parte del mundo. Se le ocurrió que ella había hecho lo mismo. Había venido corriendo a este mundo, a este lugar diferente que en ocasiones parecía otra dimensión. ¿Podría sobrevivir aquí de verdad? ¿Podría convertirse en algo más que la mujer de Paul? Se dejó llevar, con los ojos cerrados, y se limitó a escuchar el océano, las olas rompiendo y deslizándose, un ritmo sosegador, como una larga y lenta respiración inhalante. Y exhalante.
Al abrir los ojos vio un gajo de luna justo sobre el océano. Tenía la cabeza un poco aturdida de sueño. Se incorporó y sintió cómo le caía arena del pelo. Lentamente se levantó, se inclinó y agitó la cabeza, pasándose los dedos entre el pelo para liberarse de toda la arena. Mientras caminaba de vuelta a la casa, vio una luz a través de la puerta de cristal y después vislumbró a Grace, sentada en su mecedora, observando el mar. Se preguntó qué estaría haciendo levantada tan tarde.
Era más de medianoche cuando Paul llegó al barrio. Condujo por las tranquilas calles, junto a las magníficas casas coloniales que reposaban como fortalezas bajo la luz de la luna. Entró en su camino, pulsó el botón de apertura que había en la visera del coche, y la puerta del garaje bostezó lentamente.
Salió del coche entumecido y respiró el aire viciado del garaje, cargado de olor a gasolina y fertilizante. Pasó junto a las herramientas, que seguían en el lugar donde se habían caído hacía una semana. En el oscuro lavadero que conducía hacia la casa, se quitó la camisa, los calcetines y los zapatos, todo aún empapado, y los dejó en un montón en el suelo. Anduvo por las frías baldosas hacia la cocina, y pulsó los interruptores que encendían una docena de bombillas encastradas.
Desde su ascenso pasaba poco tiempo en casa. Llegaba y subía directo a la cama. A la mañana siguiente se iba temprano y desayunaba rápidamente un café y un bollo fuera. Ahora avanzaba por las baldosas del vestíbulo de dos alturas, donde el correo yacía esparcido frente a la puerta principal. En la parte superior estaban las facturas, la hipoteca y las mensualidades del coche. Apartó el montón hacia una esquina con el pie y se dirigió al salón. Se tumbó en el sofá y sintió en la espalda la suavidad y el frescor de la tapicería floral de Laura Ashley, con los pies apoyados en el reposabrazos. La habitación, como el resto de la casa, era perfecta. Una juiciosa combinación de colores pastel, encaje, una lámpara de Tiffany entre dos sillones de orejas color malva y un grabado de edición limitada sobre la chimenea de gas. Se fijó en esta última y no pudo recordar que la hubiesen usado alguna vez, aunque la agente había insistido en que era necesaria para la reventa. Mucho de lo que había en esa casa parecía mera ornamentación, pensada para satisfacer las necesidades o deseos de los nuevos dueños.
Se acordó del paseo que les había dado la agente a Joanna y a él. Vecindario exclusivo, dijo. Casas construidas con todas las comodidades que la familia de un ejecutivo pudiera desear. Era el tipo de casa que podías vender en un año o dos y sacar un buen beneficio, continuó, consciente de las pocas probabilidades de que la familia de Paul se quedase allí mucho más tiempo. En el mundo de las familias de empresarios, las raíces siempre permanecían cerca de la superficie, fáciles de arrancar, algo a lo que Joanna nunca había llegado a adaptarse.
Pensó en la primera vez que vio a su esposa, hacía veintisiete años, en un bar, con pantalones blancos de campana y un ajustado cuello vuelto de color negro. Su amigo se refirió a ella como impresionante. Sentía ganas de deslizar sus dedos entre el cabello largo y liso que caía junto a su cara como una sábana de seda negra. Tardó meses en saber que se lo aplastaba todos los días con una plancha para alisar los firmes rizos con los que había nacido. Más tarde, cuando ya estaban casados, se lo alisaban profesionalmente todos los años y se lo cortaban al estilo paje. Aquel día su pelo, bajo la luz de la tarde, parecía un espejo salvaje y glorioso. Le había impresionado lo diferente que la vio cuando ella lo miró y se negó a volver a casa. Y que en veintisiete años nunca hubiera visto su pelo en estado natural.
En la oscuridad de la habitación, cogió un huevo de cristal que reposaba sobre un soporte metálico en la mesilla, uno de tantos objetos que había en la habitación, y comenzó a juguetear con él. Su primer fallo había sido sorprenderla con el ascenso. Le había prometido que no volverían a mudarse cuando llegaron a Sparta. El segundo había sido dejar pasar demasiado tiempo para ir a buscarla.
Al llegar a casa de Grace, Paul esperaba más o menos que Joanna se echase a sus brazos, como solía hacer años atrás, cuando él volvía de uno de sus viajes. Pero no lo hizo. Se quedó quieta a una distancia prudencial, frente a la casa gris de la playa, como una desconocida, en silencio.
Ahora debía levantarse y escuchar los mensajes del contestador. Quizá Ted hubiera dejado alguno sobre los rumores de la absorción por parte de AT&T. AT&T negaba con vehemencia las acusaciones a la prensa, pero Ted creía que la amenaza era real. La compra de V. I. C. catapultaría a AT&T al primer puesto en telecomunicaciones en todo el mundo. Y eso pondría en peligro los puestos de trabajo en V. I. C. Los altos ejecutivos con grandes sueldos podían acabar despedidos, comprados o bajar de categoría. El trabajo de Paul, que tras su ascenso parecía sólido como una roca, ahora se le estaba haciendo pedazos, al igual que su vida.
Pero no tenía fuerzas para coger el teléfono. Lanzó el huevo de cristal por los aires, lo cogió y lo puso a la luz del candelabro del vestíbulo. Cerró un ojo y miró a través del huevo como si fuese un caleidoscopio. Su casa se hizo trizas, se dividió en una docena de fragmentos. Mientras giraba el huevo, cada diminuto escenario se mostraba como una colorida porción de un todo. Exhausto, se imaginó su propia vida vista a través de un objeto parecido. Se vio a sí mismo conduciendo, viajando en avión, al teléfono, en una reunión, durmiendo. Se dio cuenta de que no era más que una rata tratando de encontrar la salida en un bello y ostentoso laberinto.