37
Una semana más tarde, Paul llamó a Joanna para contarle que había otra oferta por la casa, una buena propuesta. La última había quedado en nada. Ahora necesitaba el permiso de Joanna antes de acceder.
—Sería para noviembre, así que me daría tiempo para pensar en adónde me voy —explicó—. Y decidir qué hacer con todos estos muebles. Tú querrás algunos.
—Sí —dijo ella—. Pero no estoy segura de dónde voy a estar después de todo esto, ni si tendré sitio suficiente. O si tiene sentido que haga enviar algunos aquí.
—¿Así que te quedas, pues?
Ella le contó finalmente la verdad sobre Grace. Él se quedó asombrado al principio y luego se mostró comprensivo. Ella se sintió aliviada de poder hablarlo.
—Parece que las dos habéis llegado a entenderos bien.
Joanna sonrió al oírlo.
—Supongo que sí.
—Al principio, ella dijo seis meses, ¿no? —preguntó.
Sí, pero ¿quién sabe? Eso no le da mucho tiempo. Para ser sincera, no creo que le quede mucho.
—¿Y adónde irás después?
—No sé, supongo que me quedaré aquí. —¿Adónde iba a ir si no?—. Quizá encuentre un pequeño adosado o un piso.
Le sorprendía cómo hablaban ahora de las cosas. Él le preguntó de nuevo cómo le iba con la escritura y ella le habló del artículo que acababa de terminar sobre la urbanización y que aparecería en el periódico de la semana siguiente.
—Mándame un ejemplar. Me gustaría verlo.
—Claro. ¿Y tú? ¿Te alegras de haber vuelto a V. I. C.?
—No lo sé. Parecía lo correcto, lo del dinero y todo lo demás. En cualquier caso, ¿cuánto tiempo iba a poder seguir jugando a ser un manitas?
—No creo que estuvieras jugando, Paul. Parecías trabajar duro. Timmy estaba impresionado.
—¿De verdad? —Sonaba complacido—. En cualquier caso, a veces me siento un poco perdido. Todavía no estoy seguro de lo que realmente quiero.
Sí parecía perdido. Su voz era baja y ella sintió una punzada de ternura, o quizá fuera simpatía, hacia él.
—¿Adónde irás cuando cierres la casa? —preguntó.
—Quizá a los pisos con jardín que hay al otro lado de la ciudad. Tienen alquileres por meses, los vi hace una temporada. Si hay algo disponible cuando llegue el momento, creo que iré allí hasta que me decida definitivamente. —Soltó una risita—. Si es que lo hago alguna vez.
Ella estuvo de acuerdo en aceptar la oferta. Antes de que colgaran, él dijo algo que la sorprendió.
—¿Has pensado en la invitación de Sarah para ir a pasar las Navidades en París?
—Oh, muy poco. No soy capaz de pensar con tanta antelación.
—¿Por qué?
Ella se sintió incómoda.
—No sé. Supongo que no estoy muy segura tampoco de cómo van a ser las cosas definitivamente para mí. ¿Por qué? ¿Tú vas a ir?
—Me gustaría. Pero si quieres ir y el que yo vaya te lo impide, me quedaré aquí. Házmelo saber.
Ella colgó, conmovida ante su consideración.
El viernes, el huracán del Golfo había perdido mucha fuerza y las lluvias que los golpearon durante días desaparecieron. Hacía calor y sol, el cielo estaba de un azul claro y vívido como no lo veían desde hacía una temporada. Parecía que el verano hubiera vuelto cuando Joanna regresó a casa del periódico aquella tarde con las ventanillas bajadas, sintiéndose animada y esperando la noche que tenía ante sí. Hank la iba a llevar al Festival de la Gamba en Georgetown. Le había dicho que necesitaba volver a divertirse. Ella estuvo de acuerdo. Si algo aprendió aquel verano, era que se había pasado la mayor parte de su vida adulta negándose el permiso para pasarlo bien. Y cuando lo hacía, se sentía culpable. Ya no. Tenía claro que el placer era tan necesario para la vida como las preocupaciones, que a ella siempre se le dieron mucho mejor. Admitió ante sí misma que la razón por la que se castigaba tenía que ver con el complicado bagaje de su pasado. Supo, mientras el cálido aire de septiembre entraba por las ventanillas del coche, que reconocerlo era un paso de gigante para ella, y sonrió. Esa noche lo iba a pasar bien.
Cuando llegó a casa, Joanna encontró a Grace dormitando en el sillón reclinable que había encargado aquella semana. Estaba tumbada con el respaldo bajado y los pies en alto. Había creído a Grace cuando le dijo que lo compró por la rigidez que le provocaban las largas horas de pintura. Pero ahora, al contemplar su pecho subiendo y bajando tan levemente, su cara tan distinta sin las gafas, se impresionó. Grace ya sentía dolor constante. ¿Cómo no se había dado cuenta? Se quedó allí de pie preguntándose si podría cancelar la velada con Hank. Pero Grace parecía estar durmiendo pacíficamente, así que al final subió a cambiarse.
Veinte minutos más tarde, cuando bajó de nuevo, Grace parecía estar luchando por despertarse. La cara relajada había desaparecido y parecía muy vieja, casi desorientada cuando se enderezó en el sillón y miró a Joanna.
—Va a salir —fueron las primeras palabras que le salieron de la boca.
—No, creo que voy a quedarme aquí con usted —le dijo Joanna, acercándose.
—No sea tonta, váyase —le ordenó, gruñona—. Me he pasado, eso es todo. Esta noche es el Festival de la Gamba, ¿no?
Joanna se sentó en el sofá frente a ella.
—Grace, ¿no cree que es hora de que hablemos realmente de esto?
—Ahora no —soltó Grace, apretando un botón en el costado del sillón que hizo que de pronto le bajaran los pies al suelo—. Tiene un sitio al que ir. Diviértase. Yo casi he acabado de pintar esta noche, y no me pasaré. Lo prometo.
Ella se quedó allí sentada, dudando.
—¡Váyase! —ordenó Grace—. Voy a hacerme una cenita. Estaré perfectamente.
Sonó entonces una bocina en el camino de entrada y Joanna se fue de mala gana, sabiendo que iba a estar toda la noche preocupada por Grace.
Pero no fue así. Hank estaba encantador y romántico. Parecía más joven y guapo esa noche, con el pelo recortado, su barba sal y pimienta brillando como plata contra su rostro bronceado.
—Hola, guapa —dijo, y le rozó los labios cuando ella se metió en la camioneta—. ¿Estás dispuesta a divertirte? —Su sonrisa era sexy y sugestiva. Ella se la devolvió. Sí, lo cierto era que estaba dispuesta a divertirse.
A lo largo de la calle principal de Georgetown había puestos de comida, juegos y atracciones para los niños, y parecía haber música en cada rincón. Comieron pescado frito, gambas rebozadas y bebieron limonada recién hecha cuando empezó a oscurecer y la atmósfera festiva se fue animando. Hank la llevó entonces hasta el River Walk y pasearon junto al agua, que navegaban pequeños barcos. El río exhalaba un olor que se mezclaba con los fuertes aromas del pescado frito mientras caminaban hasta el muelle de pesca y saludaban al primo Sam, que estaba sacando la Clementine, la vieja barca de pesca de Hank.
—¡Qué nombre más pintoresco! —dijo ella, viendo como se adentraba en la noche—. ¿Cómo se te ocurrió?
—Oh, no se me ocurrió a mí —respondió él siguiendo la barca con una sonrisa hasta que se perdió en la oscuridad del océano—. Antes fue la barca de pesca de mi padre. Y el nombre de mi madre, lo creas o no, era Clementine.
—Es encantador. Dulce y anticuado.
—Eso pensé. También mi hija se llamaba así.
—Oh, Hank.
Se volvió hacia ella con una sonrisa triste.
—Vamos. Volvamos a la diversión. No hemos comido gambas suficientes. Y usted todavía no ha bailado conmigo, señorita. Espero que al menos me conceda una lenta y sexy, ¿eh? —bromeó.
Le llamó la atención haber dormido con aquel hombre y no saber cuál era el nombre de su hija. Él la cogió del brazo cuando volvieron y ella le sonrió mientras pensaba que aún había mucho que no sabía de Hank Bishop.
Comieron gambas cocinadas de todas las maneras, formas y colores hasta que le pareció que se iba a poner mala. Luego se detuvieron en el puesto de cervezas y ella se tomó un vaso de una bebida local que rápidamente se le subió a la cabeza. No era bebedora de cerveza. Y luego le pareció que bailaban eternamente. Canción tras canción, mezcladas con los lentos números sexy en los que ambos se fundieron el uno en el otro a pesar del calor y de la humedad de sus ropas.
Cuando volvieron a la camioneta y se dirigieron hacia Pawleys Island por la Ruta 17, ambos estaban bostezando cansados. Ella notaba la cabeza pesada por culpa de la cerveza.
—Ven a pasar la noche conmigo —dijo él en voz baja.
Ella miró el reloj del salpicadero. Era casi medianoche. Le había dicho a Grace que estaría de vuelta a las diez o diez y media.
—Me encantaría, Hank. Pero Grace no estaba bien esta noche. Tengo que volver.
Hank sabía que Grace estaba enferma, pues ella se lo había dicho. Pero no hasta qué punto. Quizá le preocupara que se le pudiera escapar cuando fuera a la casa, o que se le notara demasiado amable o solícito.
—Te echaré de menos durante toda la noche —susurró él con una sonrisa.
—Yo también.
Pero Grace parecía transformada cuando llegó. Tenía los ojos alerta, estaba animada y admitió obediente que había estado varias horas pintando.
—Llevábamos una temporada sin ver las estrellas. ¿Cómo iba a dejar pasar una noche tan hermosa? —preguntó con brillante sonrisa.
Joanna pensó entonces que Grace podría estar tomando algo para el dolor. ¿O sería eso típico de un paciente de cáncer terminal, lo de estar mal un momento y bien el siguiente? Se dijo que investigaría un poco en Internet cuando volviera al trabajo. Algo, se reprochó, que debería haber hecho antes.
Dio las buenas noches a Grace, subió y empezó a quitarse los pendientes. Pensó en Hank, sólo en su casa. Y echándola de menos. De pie frente al espejo, lo imaginó metiéndose en la cama. Sonrió a su reflejo, y luego se volvió a poner los pendientes. Sacó un jersey fino del armario y salió en silencio. Decidió caminar por la playa en vez de ir en coche, ya que hacía tan buena noche. Incluso se detuvo un momento a hablar con Lucille, que estaba haciendo guardia en su nido. Nada aún. Joanna se dio cuenta de que también ella estaba a punto de abandonar.
Caminó un rato por el agua, que estaba caliente como el agua del baño al deslizarse suavemente sobre sus pies. Se remangó la falda y se metió hasta la rodilla, pensando en la cara de Hank cuando la viera llegar. Aquella noche habían bailado como la primera, cuando ambos cedieron al placer del otro sin censurar sus pasiones. Quizá fuera ella, después de todo, la que había puesto freno a su relación. Esta vez estaba decidida a mantener fuera de la cabeza los pensamientos acerca de su familia.
Allí estaba la deshilachada bandera con la piña, oscilando ligeramente bajo la suave brisa nocturna. Subió los escalones de madera, sin apenas hacer ruido con los pies llenos de arena. Al llegar arriba, oyó ruido y se preguntó si Hank tendría puesta la televisión. Una voz la detuvo justo en el momento en que extendía la mano para abrir la puerta mosquitera. Vaciló, y luego fue hasta la ventana que daba a la sala de estar, colocándose de pie a un lado para no ser vista. Con sólo una mosquitera separándolos, podía oírlo todo.
—¿Qué demonios estás haciendo con esa mosquita muerta del Norte? —Oyó silbar a Rhetta.
Espiando por el marco de la ventana, vio que estaban uno frente al otro en la sala de estar, de lado con respecto a ella. Se acercó un poco más para ver mejor.
—Ya no parece tan muerta —siguió diciendo Rhetta.
Habían visto a Rhetta en el Festival de la Gamba. A Joanna no le había extrañado; había mucha gente conocida. Mientras bailaban ella estaba entre la muchedumbre, observando con su sonrisita dulce que destilaba veneno.
—Estás pasándote —oyó decir a Hank, casi débilmente, y se apartó de ella.
Ella lo agarró del brazo.
—No, en absoluto. Sólo estoy tratando de salvarte del desastre.
—¿Quién demonios te crees que eres para hablarme así? —Se soltó y se alejó de ella, dirigiéndose hacia la cocina, de modo que le daba la espalda a Joanna.
—Soy la esposa que deberías haber tenido desde hace años —gritó ella de pronto.
Ante su asombro, Rhetta empezó a llorar, suaves gemidos mientras lentamente se dejaba caer al suelo de la sala de estar.
Él se volvió hacia Rhetta y Joanna se alejó rápidamente de la ventana. De pie en las oscuras sombras del porche, sólo podía oír los sonidos del llanto y el tenue murmullo de las olas en la playa.
Un instante después se atrevió a mirar de nuevo y vio a Hank de rodillas junto a la mujer, estrechándola entre sus brazos.