9

Dos semanas después, Joanna salió en busca de un trabajo a tiempo parcial, preguntándose otra vez por qué la necesitaba Grace. Limpiaba una vez a la semana, y eso le llevaba tan sólo unas cuatro horas. Tres o cuatro veces por semana, dependiendo del apetito de Grace, hacía la cena. Cada cierto tiempo iba al mercado o a la farmacia, hacía recados y cogía libros en la biblioteca. Los domingos llevaba a Grace a la pequeña iglesia católica que había al otro lado de la Ruta 17. La rutina le dejaba muchas horas libres, horas en las que seguía peleando con el sentimiento de culpa y el remordimiento. Una mañana, tras prepararse una taza de té, se dio cuenta de que tenía que empezar a llenar los días de alguna manera, y como el dinero se le iba acabando poco a poco, volver a buscar trabajo parecía la solución más adecuada.

Más tarde, esa mañana, Joanna recorrió la Ruta 17 de arriba a abajo como hizo los primeros días que estuvo allí. Pero esta vez era distinto. La primavera casi había llegado y, con la Pascua a la vuelta de la esquina, los carteles de ofertas de empleo empezaban a brotar como flores. Al acabar el día tenía ya trabajo en The Chowder House, un bar y restaurante de marisco, local muy sencillo pero que siempre había visto lleno. Le ofrecieron dos comidas y dos cenas por semana, un turno corto, ya que ya habían cubierto casi todas sus necesidades de empleados. Para ella era ideal, lo suficientemente poco como para no interferir en su compromiso con Grace. Y ser camarera le parecía el trabajo perfecto. Poca responsabilidad, casi todo el dinero en efectivo. Y estar entre mucha gente quizá le levantara el ánimo.

Tenía razón. Una semana después, Joanna aguardaba ansiosa los días de trabajo. Disfrutaba del ruido, de la gente, de las bromas constantes y los esporádicos chistes fuera de tono. Flirteaban y tonteaban con ella y, en una ocasión, un cliente habitual, un policía que iba una vez a la semana sin compañía y dejaba unas propinas exorbitantes, le propuso una cita. Goody, el dueño, que estaba en la barra casi todas las noches, le dijo que no era mal tipo si a una no le molestaba tener un rifle colgado sobre la cama. Las otras camareras eran generalmente simpáticas, y solían quedarse a tomar algo o iban a algún local después de trabajar. Ella siempre se negaba con educación y asumía que pensarían que se iba a casa con su marido. Todavía llevaba el anillo de boda.

En su cuarta noche en The Chowder House, Goody la llamó cuando pasaba por la barra para ir a la cocina. Pensó que ya tendría listo un pedido.

—Ese hombre es tu vecino —dijo, mientras servía una cerveza y hacía señales a un hombre al otro lado de la barra—. Ven, te lo voy a presentar.

Se quedó petrificada. ¿Sería que Goody iba a organizarle una cita? Habría sido de mala educación negarse, así que caminó hasta el otro lado de la barra.

—Joanna, éste es Hank Bishop. También vive en la isla —dijo Goody, mientras deslizaba una jarra de cerveza en dirección al hombre.

—Es un placer conocerte —dijo Hank, con un profundo y arrastrado acento sureño antes de darle la mano.

Desde el otro lado de la barra le había parecido viejo, pero probablemente no tendría más de cincuenta años. Tenía el pelo grisáceo y barba de marinero. La piel de su cara estaba muy morena y desgastada por el viento. Cuando sonrió, los ojos casi le desaparecieron. Unos ojos amables.

—Hola —dijo apretándole la mano—. Me ha dicho Goody que eres nueva aquí.

Goody estaba al otro lado de la barra, atendiendo a la clientela.

—Sí, lo soy.

—Del Norte, imagino.

—Sí, de Nueva Jersey —dijo, al darse cuenta de que el acento, o la falta del mismo, la delataba.

Podría haber estado escuchando su acento arrastrado durante horas, con las erres suaves y el ritmo pausado y musical de las palabras. Cuando Goody empezó por fin a servir su pedido, Hank le contó que Pawleys Island era uno de los últimos reductos donde anidaba la tortuga boba en toda la Costa Este. Era una especie en peligro de extinción, y los ejemplares que venían a poner huevos eran la última esperanza para las futuras generaciones. En los dos pasos elevados que cruzaban la marisma y separaban la isla del continente, había señales que advertían a los residentes de que debían apagar sus luces después de las diez de la noche. Las tortugas atraídas por la luz de la luna y las estrellas, se confundían fácilmente al ver las luces de los humanos. Ella no le dijo que no había visto las señales.

—Debería seguir atendiendo mis mesas —le dijo, disculpándose.

Unos minutos después, mientras llevaba una bandeja de bebidas desde la barra, Hank le puso una mano sobre el brazo y la detuvo.

—Los habitantes de la isla somos bastante fanáticos con el tema de la protección de las tortugas —dijo— y siempre nos viene bien algo de ayuda. ¿Te interesa unirte a nosotros?

—Ahora estoy bastante ocupada —se disculpó ella—, pero gracias.

—Bueno, ¿por qué no te lo piensas? —le preguntó amablemente Hank, con una sonrisa que la animaba a hacerlo.

—Claro —aseguró, sintiéndose acorralada. ¿Qué otra cosa podría haber dicho?

A Grace no pareció importarle que tuviese un trabajo. De hecho, a Joanna le dio la impresión de que le aliviaba no tenerla siempre delante, y pronto se estableció una cómoda rutina para las dos. Pero en el caso de Joanna, el ritmo de esta nueva vida se interrumpía cada vez que hablaba con uno de sus hijos. No había sido muy explícita con ninguno de los dos. Al principio les dio la vulgar excusa de que se estaba tomando un período sabático, no que fuese a dejar a su padre. A Timmy ni siquiera eso le pareció bien. Hacía siempre de pacificador, y quería que las cosas volviesen a la normalidad. Consciente de que los exámenes finales estaban cerca, Joanna no quiso decir nada que lo alterase más. Sarah, en cambio, se había puesto de su lado y pensaba que su actitud estaba absolutamente justificada, ya que su padre era egocéntrico y egoísta.

Al domingo siguiente, durante la llamada nocturna, Sarah también se quejó del dinero. Se sentía realizada con su trabajo en la galería, pero le quedaba muy poco después de pagar las facturas. Sarah siempre había sido una buena chica, una buena estudiante. Todo le resultó fácil en la vida, excepto la adolescencia. Y justo cuando iba a empezar su primer año en el instituto, llegó Paul anunciando otro ascenso, lo que significaba otro traslado. Sarah pareció experimentar un cambio de personalidad durante esa noche, y centró sus frustraciones en su padre. Él lo desechó como el típico caso de ira adolescente, pero Joanna veía día a día lo difícil que le resultaba a Sarah empezar el instituto sin conocer a un alma, intentando encajar y hacer amigos.

—Tengo la tarjeta de crédito al límite, estoy acabando de poner el piso —continuó Sarah—. No sé cómo lo hace la gente. Creo que voy a cancelar la televisión por cable. Casi nunca estoy aquí para verla, de todos modos. Quizá debería buscar un compañero de piso.

—¿Pero estás contenta con tu casa, entonces?

—Siempre he estado contenta, mamá. Pero es una lucha —dijo con un suspiro.

Iba a preguntar si le vendría bien un poco de dinero de ayuda. Eso es lo que habría hecho la antigua Joanna. Pero se detuvo. Podía oír la voz de Paul desde el pasado. «Haces demasiado por ellos. Tratas de compensar lo que no hizo tu madre». Ella solía replicar: «Y tú haces demasiado poco». Pero se daba cuenta de que eso formaba parte del proceso de crecimiento. Tenía que dejarlos vivir por su cuenta, incluso si les costaba. Y primero debía pensar en cómo mantenerse a sí misma. Sarah se las arreglaría.

La conversación con Timmy fue breve. Se iba a una reunión de Antropología, así que sólo hablaron durante unos minutos.

—Te echo de menos, cariño —le dijo, anhelando verle, tocar su cara.

—Yo también, mamá —afirmó él, de pasada—. ¿Qué pasa entonces con papá y contigo? ¿Vas a volver pronto?

—Lo cierto es que papá estuvo aquí —le contó—. Fue una visita agradable, pero va a estar viajando un tiempo. —Pensó, para consolarse, que al menos en parte era la verdad.

—Trabaja demasiado. ¿Por qué no se toma unas vacaciones y se va ahí contigo?

—Es una idea —dijo ella, como si realmente se lo fuese a pensar.

Siempre se sentía sola cuando colgaba. Como si le faltase una parte de sí misma, un trozo de su vida. O quizá fuera porque era domingo por la noche. De niña siempre detestó los domingos por la noche. Se dejaba pendientes los deberes del fin de semana, siempre ocupada leyendo o escapando a casa de alguna amiga. Sola, en su habitación, imaginaba a otras familias jugando a algo después de cenar, o viendo la tele y comiendo palomitas. En su casa, eso nunca pasaba.

Pensó en ir a The Chowder House a tomar algo en la barra y charlar un rato con Goody. Nunca en su vida había ido sola a un bar, y aunque conocía a todo el mundo, le parecía muy raro. No era como cuando estaba trabajando. Una mujer sola en un bar sólo podía significar una cosa, o al menos la habían educado para pensar así.

Al final hizo unas palomitas en el microondas y se puso a ver la tele, sin prestar atención, pensando en cómo llenar el día siguiente. The Chowder House estaría cerrado, como todos los lunes.

El miércoles por la noche, Grace estuvo sentada en la mecedora mientras Joanna estaba en el trabajo. Cuando sonó el teléfono, le sorprendió escuchar la voz de Paul Harrison. La conversación que tuvieron no cambió en nada la opinión que se hizo de él la mañana que aparcó junto a la casa. Era un hombre acostumbrado a controlar su mundo. Y acostumbrado a hacer las cosas a su manera.

—Siento molestarla, señora Finelli. Esperaba poder hablar con mi esposa, y éste es el único número que tengo.

—Bueno, compartimos este número —explicó Grace—. Joanna tiene una extensión en el piso de arriba, pero ahora mismo no está aquí.

—Bien, ¿y dónde está? —Parecía enfadado.

Grace tan sólo quería terminar la conversación.

—Está en The Chowder House, trabajando. Le diré que ha llamado.

—¿Qué demonios hace en The Chowder House?

A Grace no le gustaba esto, meterse en medio de los problemas conyugales de Joanna.

—Creo que le diré que le llame cuando llegue —respondió.

—Yo creo que debería decirle a usted que las cosas han cambiado y que Joanna es necesaria aquí en casa.

—Joanna se ha comprometido conmigo, señor Harrison —subrayó Grace.

—Tiene compromisos aquí.

Antes de que Grace pudiera responder, Paul continuó, con un tono menos agresivo.

—Mire, señora Finelli, no es mi intención meterla en medio de todo esto —dijo—. Pero creo que Joanna me está castigando. Por lo visto ha sido infeliz. Pero sea lo que sea lo que está buscando, no se encuentra ahí.

Indignada ante su arrogante insistencia, Grace habló sin pensar.

—Oh, no lo sé, señor Harrison. El océano parece infundirle una sensación de paz, y ha estado más tranquila desde que empezó a trabajar de camarera…

—¿De camarera? —interrumpió él—. ¿Está de broma?

¡Maldición! Había cometido un error estúpido.

—Le diré que le llame —dijo.

—Creo que es probable que Joanna la acabe decepcionando a pesar de todo, señora Finelli —puntualizó él.

O a usted, pensó Grace después de colgar. Era obvio que las cosas no le iban muy bien. Le recordaba a Frankie, su hijo mayor. Ambos eran hombres de mediana edad en una época de transición. Hijos de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Corea, educados para ser fuertes física y emocionalmente, pero que rara vez mostraban sus sentimientos. Para ellos, la vida consistía en el trabajo duro y la responsabilidad. Sean, sólo diez años más joven, había nacido en la cúspide de una nueva raza de hombre, más expresivo, más indulgente consigo mismo.

Eran casi las once cuando Joanna llegó a casa, más tarde de que lo que Grace esperaba. Sonreía y parecía relajada. Grace asumió que se estaba haciendo amiga de las otras camareras. Lo deseaba. Joanna no era muy habladora y protegía sus sentimientos con mucho cuidado. Algunos podrían considerarla un poco distante. Grace se preguntaba si era su naturaleza o si alguna experiencia le había hecho comportarse así, como si temiese compartir alguna parte vital de sí misma.

—Ha llamado su marido —dijo Grace, mientras Joanna cogía una libreta de la encimera para hacer la lista de la compra. Grace vio como la sonrisa desaparecía y su cara se bloqueaba.

—Oh, lo llamaré mañana.

—Creo que debería llamar hoy, Joanna. Parecía alterado.

Joanna la miró y se ruborizó.

—Siento que haya tenido que…

Grace levantó la mano para interrumpir su disculpa.

—Lo único que quiero, Joanna, es saber que no voy a tener que estar dudando de su decisión todos los días.

—LE DIJE… —Joanna se detuvo, y añadió, más suavemente—, le di mi palabra, Grace. Me quedaré con usted los seis meses enteros.

Entonces, Joanna se fue al piso de arriba, olvidando la lista de la compra sobre la encimera.