1

El cielo estaba aún oscuro, como cada mañana, cuando Joanna Harrison emprendía el camino de tres kilómetros que serpenteaba a través de su urbanización. El aire gélido le golpeaba la cara, la única parte de su cuerpo que no había cubierto, y le provocaba un pesado entumecimiento mientras caminaba junto a casas monumentales, posadas majestuosamente sobre enormes fincas. Pero, a diferencia de otras mañanas, no pensaba en la jornada de trabajo ni en los recados de después. Tampoco pensaba en sus hijos, a miles de kilómetros de distancia. Esta vez visualizaba el año desplegándose ante ella semana a semana y temblaba, no de frío, sino porque sabía que todo estaba a punto de cambiar. Y en esta ocasión no iba a ser capaz de soportarlo.

No era una persona muy tenaz. Joanna había aprendido, años atrás, que lo mejor era controlar sus sentimientos. Criarse en casa de su madre le había enseñado a enterrarlos en lo más profundo de su ser. El único problema que esto le causaba era una esporádica sensación de asfixia, como si algo indefinido o hace tiempo olvidado emergiese hasta la superficie, como una voz luchando por ser oída. Así ocurrió aquella fría mañana de marzo. Justo antes del amanecer, mientras sus zapatillas aterrizaban una y otra vez sobre un lecho de hojas congeladas, siguiendo una rutina a la que se aferraba como si su vida dependiese de ello, esa voz apareció en la conciencia de Joanna Harrison igual que el silencioso agrietamiento de un lago helado a punto de derretirse.

Vete.

Agitó los hombros y aceleró el paso. Sus músculos, adormecidos, empezaron por fin a calentarse. Se detuvo un momento y dobló la pierna izquierda unas cuantas veces hasta que le chasqueó la rodilla. Tenía un poco de artritis, anuncio de la edad madura. Pensaba en Sharon, en cómo se habría reído ella de esto. Sharon era la única amiga verdadera que llegó a tener al mudarse a Nueva Jersey, tres años antes. Se llamaban la una a la otra, en tono de broma, «cónyuge suplente», cuando iban juntas al cine o al fútbol mientras sus maridos, casados más bien con sus respectivos trabajos, viajaban por todo el país. Hacía unos meses que Sharon se había mudado a Texas. La echaba muchísimo de menos.

El sol apenas empezaba a asomar tras las desnudas colinas del Este cuando Joanna abandonó la acera para dirigirse al sendero arbolado que discurría por detrás de las casas. Enseguida, un rayo de pálido sol invernal iluminó los árboles pelados y los campos manchados de nieve en la lejanía. Un débil resplandor se encendió en el interior de Joanna. Hacía días que no veía el sol. No recordaba un invierno tan crudo y duradero como aquél.

Las primeras nevadas habían llegado antes de Halloween, pero no fueron más que un efímero destello que desapareció cuando la cálida tierra las absorbió a las pocas horas. En Navidad, la vida que conocía se había quedado prácticamente paralizada bajo una capa de setenta y cinco centímetros de nieve. Permaneció ante el ventanal, con el teléfono inalámbrico en la mano, esperando noticias de sus hijos, atrapados en diversos aeropuertos. Las vacaciones que tanto había deseado se convirtieron en una frenética visita de dos días, tras la cual Sarah y Tim regresaron a toda prisa a sus ajetreadas vidas. Y al día siguiente su marido, Paul, se marchó de nuevo en viaje de negocios. Su vida había vuelto a caer en la vieja rutina. Mientras caminaba por el bosque y el mundo volvía poco a poco a la vida, la añoranza de sus hijos la llenaba de dolor.

Vete.

Sin embargo, era la mujer de un ejecutivo. Estaba acostumbrada a la soledad. Las esposas de ejecutivos eran como cualquier otra clase de madre soltera. Joanna siempre andaba ocupada, y cuando sus hijos se marcharon, llenaba las horas viendo vídeos y leyendo, o en algún curso para adultos. De hecho, gracias al último al que asistió, de informática, justo al mudarse a Sparta, encontró su trabajo actual, en una compañía local dedicada a la fabricación de dulces. Era un trabajo mecánico, consistente en introducir datos en el ordenador durante todo el día, rodeada de cubos de chocolate y del aroma nauseabundo de los granos de cacao tostándose. Su verdadera carrera había sido su familia. No le importaba. Como huérfana de madre, lo que más deseaba era criar a sus hijos por sí misma y darles el amor y la seguridad que ella nunca había tenido. Habían seguido a Paul en sus ascensos y traslados por todo el país, que iban elevando su posición en la empresa, como en el juego de la escalera y las serpientes. En veintiséis años de matrimonio, se habían mudado más de doce veces. A medida que Paul iba ascendiendo en la escalera empresarial, el trabajo de Joanna consistía en que el resto de la familia no cayese por las serpientes.

Y ahora, Paul y ella se iban a mudar de nuevo.

Pensó en la gran sorpresa que le había dado su marido la noche anterior. Le había dicho que se trataba simplemente de una cena de trabajo. Ella estaba de pie en el salón de actos de la oficina central de V. I. C. en el noreste, a tan sólo cuarenta minutos de su casa, frente a una multitud compuesta por colegas e incluso algunos clientes de Paul. Ted, su jefe y amigo, le rindió homenaje por su trabajo y esfuerzo. Y entonces, con gran alharaca, Ted anunció que Paul era el nuevo vicepresidente de ventas nacionales. Estalló un clamor y su marido se dirigió al podio. Pequeñas lucecillas titilaban en los árboles y sonaba el rugido de una fuente cuando la voz de su marido empezó a llenar el atrio con agradecimientos y elogios a la empresa. Sintió como si la reverberación de su voz en las paredes de azulejos la hubiese elevado por encima de la sala. Lo observaba todo como un espectador suspendido sobre la muchedumbre, y vio a la otra Joanna abajo, a lo lejos, riendo, aplaudiendo, con el piloto automático activado. Tras el aplauso, cuando Paul se acercó a ella, cayó en picado de nuevo a la tierra, sin aliento. No puedo hacer esto otra vez, pensó, porque sabía lo que vendría después: otra ciudad, otra casa, y Paul pasaría aún más tiempo fuera. Y ella no conocería a nadie.

Empezó a hiperventilar. El aire salía de sus pulmones como si lo estuviesen sacando con una aspiradora. Y no podía aspirar de nuevo. Estaba a punto de montar un número. Se dio la vuelta para escapar hacia el servicio, pero una mano la agarró del brazo y la detuvo. Se volvió y vio a Paul, radiante. Debió de advertir el pánico en sus ojos porque inmediatamente la atrajo hacia sí y le besó la mano. Mientras la gente le aclamaba, le susurró al oído: «Necesito que estés aquí, Joanna».

Comenzó entonces su recorrido por la sala. Paul recibía saludos y palmaditas en la espalda y la arrastraba a ella a su lado.

Joanna miró hacia arriba al oír un avión que zumbaba bajo en el cielo matutino. A través de las copas desnudas de los árboles vio un avión a reacción que se dirigía hacia el Oeste y se preguntó si sería el de su marido. Se acordó de que Paul le había dicho que en ese trayecto podía ver su vecindario. Lo imaginó ahí arriba, sentado en primera clase, con el portátil abierto y la mente preparada para la reunión que tenía en California, a pesar de lo que se había alargado la noche anterior. Una vez más, estaría fuera una semana. ¿Se tomaría siquiera la molestia de mirar hacia abajo y pensar en ella? ¿Significaba ella algo para él? ¿La verían sus compañeros como algo más que «la mujer de Paul»?

El sol se reflejaba en las ventanas de las viviendas orientadas al Este cuando Joanna salió del bosque y cruzó el callejón sin salida que había detrás de su casa. Varios coches calentaban motores en los accesos a sus respectivos garajes, exhalando nubes de humo por el tubo de escape en el aire de esa helada mañana de invierno. En una hora y cuarto estaría en el trabajo, sentada en su cubículo, con un cuadro de los nenúfares de Monet observándola desde una pared tapizada y varias fotos de sus hijos, de épocas diversas, sonriéndole desde otra. Ocho horas después volvería a una casa vacía, pondría los mensajes del contestador automático y se tomaría un vaso de vino mientras escuchaba los interminables argumentos de las ofertas telefónicas o de Gabrielle, su errática chica de la limpieza, con una nueva excusa. Encendería la tele para que le hiciese compañía durante la cena solitaria y, al día siguiente, otra vez lo mismo.

O quizá no.

Mientras Joanna avanzaba por el camino de entrada a su casa, su voz interrumpió el silencio de aquella mañana. «Me voy», dijo en voz alta mientras abría la puerta principal, en respuesta a esa otra voz.

Conducía como un autómata, con la mente congelada. Antes de darse cuenta, había recorrido trescientos kilómetros. A mediodía estaba en la Ruta 95 Sur, en algún lugar de Virginia, y el muro de madera que bordeaba el arcén empezó a cubrirse de brotes. Pronto fue de un verde perfecto. Poco después apareció la primera salpicadura morada de glicinia, justo antes de la frontera con Carolina del Norte. En la oficina de turismo, donde paró para hacerse con un mapa, le sonrieron unos narcisos amarillos. Mientras volvía al coche, un viento sedoso le acarició la cara de una forma tan suave y dulce como no había sentido en mucho tiempo.

Poco después, su entusiasmo empezó a venirse abajo junto con el sol. Cogió una salida a una carretera secundaria plana y sinuosa mientras atardecía y las luces de las casas, cuyos habitantes se reunían para cenar, empezaban a encenderse como faros en la malla grisácea que tejía la noche. Se sentía completamente sola. Tenía un nudo en la garganta que le impedía respirar, así que decidió desviarse hacia el aparcamiento de un restaurante. Frenética, vació una bolsa de McDonald’s de los restos que contenía, se la puso en torno a los labios y empezó a respirar, despacio, una y otra vez.

Doce horas después de marcharse de su casa en Nueva Jersey, Joanna se detuvo en un motel de la Ruta 95 justo antes de la frontera con Carolina del Sur. Le temblaba todo el cuerpo de cansancio. Nunca había conducido tantos kilómetros ni tanto tiempo sola. Con los hombros encogidos, estiró los brazos lo más alto que pudo para relajar los músculos de la espalda. Después se agachó varias veces hasta que le chasqueó la rodilla.

Jamás había dormido en un motel, y estaba un poco nerviosa. Cogió una habitación cerca del vestíbulo con un pasillo interior. El ambiente estaba cargado, por lo que abrió el conducto del aire hasta que la atmósfera se refrescó un poco. Soltó la bolsa en el suelo, se derrumbó sobre la cama y cerró los ojos. La habitación empezó a dar vueltas y Joanna comenzó a sentir náuseas. Dios mío, ¿qué había hecho? Era una locura. No tenía un plan. Lo único que hacía era conducir hacia Pawleys Island. Esa mañana, al meterse en el coche presa del pánico, se había dicho a sí misma que ya decidiría qué hacer cuando llegase a su destino.

Se levantó, le quitó el envoltorio a una taza de plástico que había en el lavabo y se sirvió un brandy de la pequeña botella que había metido en la maleta. Mientras tomaba el primer trago, con un temblor en las manos que hacía vibrar el líquido dorado de la taza, pensó en su madre por un instante y se detuvo, visualizando la taza de café que siempre la acompañaba. Su madre no había conseguido engañar a nadie. Joanna dio un trago largo, hasta casi atragantarse, que dejó un rastro ardiente a su paso, perceptible durante un buen rato. En unos instantes, los temblores se atenuaron.

Se dio un baño caliente. Al meterse en la bañera, aún casi vacía, emitió un gemido de placer. Después se sirvió otro brandy, se tumbó en la cama y encendió la televisión para buscar el parte meteorológico. Sólo le quedaban unas horas de camino la mañana siguiente. Encontró el pronóstico del Oeste, que auguraba nieves en las Montañas Rocosas. Se imaginó a Sarah, levantándose temprano para despejar su coche, con unos incómodos pero elegantes zapatos y sin gorro, y después conduciendo hacia su trabajo en una galería de arte en Denver. Timmy probablemente aprovecharía el espacio entre clase y clase para hacer un poco de snowboard. Era una de las ventajas de ir a la universidad en Montana. Bebió otro trago de brandy. Los echaba mucho de menos. ¿Qué pensarían cuando descubriesen que se había ido? Se preguntó si Paul lo sabría ya.

Al cerrar la puerta definitivamente aquella mañana, se dio cuenta de que no había dejado una nota. Y entonces pensó lo absurdo que habría resultado. Paul iba a estar varios días fuera de casa. La nota habría permanecido todo ese tiempo sobre la encimera sin que nadie la viese. Entró y cogió el teléfono para dejarle un mensaje en la oficina, como había hecho con su jefe para dejar el trabajo.

—Me voy —le dijo a su marido—. Llevo mucho tiempo sintiéndome sola e infeliz.

Una ola de vergüenza reptó por su piel cuando lo imaginó escuchando esas palabras, que entonces sonaron tan ridículas y banales.

Joanna se levantó de la cama y se dirigió dando tumbos hacia la puerta para echar el cerrojo. Encendió la luz del cuarto de baño, dejó la puerta entornada, apagó las otras luces y volvió a la cama. La habitación parpadeaba en silencio con el destello de la televisión. Enterró la cara en una almohada, percibió el olor a lejía y emitió el primer sollozo. Iba a abandonar todo lo que siempre había querido.