3
Habían pasado diez días desde su llegada a Pawleys Island, y Joanna se encontraba en el mismo lugar, al sur de la isla, en el que había sentido tantas esperanzas el primer día. Era última hora de la mañana. El sol brillaba en lo alto. La marea bajaba y el agua la rodeaba por los canales que había creado en la arena. Comenzó a caminar por la playa para intentar relajarse. Había una anciana en la isla que buscaba ayuda en casa a cambio de un pequeño apartamento. Joanna había visto el anuncio en la biblioteca. Parecía demasiado bueno para ser cierto y se preguntaba dónde estaría la trampa. Pero estaba desesperada.
Empezó a recorrer la playa desierta, más allá de las casas de primera línea. Aunque aún no había llegado abril, hacía la misma temperatura que a principios de verano en el sitio en el que vivía. Siguió caminando. Pasó tres, cuatro, cinco embarcaderos hasta que avistó la vertiente oceánica del erosionado cabo junto al que había pasado con el coche el día anterior, justo después de llamar para concertar una cita. Se detuvo bruscamente, se giró hacia el mar y comenzó a respirar profundamente el aire del océano, siguiendo el ritmo de las cintas de relajación que había comprado.
La casa estaba construida sobre pilares. Subió la larga escalera, se detuvo ante una cristalera de puertas corredizas y el estómago le dio un pequeño vuelco. Se dio la vuelta para ver la playa extendida a sus pies, y los relieves del mar, resplandecientes bajo el sol. Se imaginó cómo sería despertar en esa casa por las mañanas, ponerse una sudadera y caminar por la arena hasta donde la hierba de las dunas ondeaba al ritmo de la brisa marina.
—Usted debe de ser Joanna Harrison.
Joanna se dio la vuelta y vio a una mujer menuda de pelo gris, de pie frente a la puerta corredera.
—Perdone —dijo avergonzada. Ni siquiera había llamado a la puerta—. Estaba admirando las vistas.
—Es una maravilla, ¿verdad? —comentó la mujer, sonriente, tras unas gafas que emitían destellos bajo la luz del sol. No estaba encorvada, ni parecía nada frágil, a pesar de que apenas le llegaba al hombro.
—Soy Grace Finelli —se presentó, extendiendo la mano—. Por favor, pase.
Joanna atravesó las puertas de cristal y accedió a una habitación totalmente rodeada de ventanas. Allá donde miraba veía el mar y la arena. Al fondo a la derecha había una cocina, una pared con armarios de roble claro y una barra con taburetes. La mesa del comedor estaba frente a una cristalera. El salón ocupaba toda la parte izquierda de la estancia, con un sofá, unas sillas y una mecedora dispuestos estratégicamente frente a otra cristalera. Detrás del sofá, otras ventanas ofrecían vistas de la marisma cercana.
—Qué casa tan maravillosa —observó Joanna, olvidándose de sus nervios por un momento—. Se encuentra usted tan cerca del agua…
—Eso es lo que quería. La mayoría de las casas del norte están mucho más apartadas del mar, con largas pasarelas sobre las dunas —dijo la mujer—. Demasiado lejos para mí. Como ve, tengo el mar aquí mismo cada vez que quiero verlo. Ni siquiera me hace falta salir de casa.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —le preguntó, siguiéndola hacia la cocina.
—Un mes, más o menos —contestó Grace—. Siempre he soñado con vivir cerca del mar, desde que era niña. Cuando murió mi marido, el año pasado, empecé a pensarlo de nuevo. En fin —concluyó, situándose junto a la cocina—, aquí estoy. ¿Le apetece un té?
—Sí, señora Finelli.
—Llámeme Grace —le dijo por encima del hombro, y llenó la tetera.
Grace colocó el calentador de agua sobre el fogón y le indicó a Joanna que se sentase a la mesa. Joanna pensó que debía de tener setenta y tantos años y que debía de haber sido muy guapa de joven. Sus rizos grisáceos eran cortos y la piel de la cara parecía bastante suave. Detrás de las gafas de montura metálica, posadas firmemente sobre su nariz, había unos ojos de un intenso color azul. Joanna observaba esos ojos que la evaluaban con rápidas miradas. Incluso con un sencillo vestido de andar por casa, podía percibir la espalda recta y los hombros anchos, y pensó: esta mujer tiene fuerza de voluntad.
—Como dije por teléfono, necesito alguien para hacer recados, la compra, llevarme en coche a algún sitio de vez en cuando, limpiar una vez por semana y, quizá, para ayudarme con algunas cosas de la casa —explicó Grace mientras echaba cucharadas de té en una tetera de cerámica—. A cambio, tengo un pequeño apartamento con lo más básico en el piso de arriba. No es gran cosa, la verdad, pero la vista es inmejorable.
—Tengo veinticinco años de experiencia cuidando una casa —aseguró Joanna para disipar sus dudas—. Y un coche bastante fiable.
La mujer estaba sentada tranquilamente.
—No es de aquí —dijo—. No tiene acento.
—No. Soy de Nueva Jersey. De Sparta, al noroeste.
—Bonito lugar —declaró Grace. Se levantó de nuevo y colocó unas tazas y un bol de azúcar sobre la mesa—. Yo también soy de Nueva Jersey. De Glen Rock, a tiro de piedra de Manhattan, y a un mundo de aquí. —Hizo una pausa al sentarse—. ¿Qué le trae hasta Pawleys Island, Joanna?
—Estuve aquí de vacaciones en una ocasión, y me pareció un lugar maravilloso para quedarse. Y, como usted, siempre he querido vivir junto al mar.
—Voy a serle sincera. Llevo una semana entrevistando a universitarias y no sé si soportaría equipos de música atronadores o problemas de novios —dijo Grace—. Tengo que admitir que me ha sorprendido un poco.
Ella no supo qué contestar.
—¿Existe el señor Harrison? —preguntó Grace, con la vista fija en el anillo de boda de Joanna.
No pudo evitarlo. Los ojos de Joanna se desviaron hacia el aro de diamantes que llevaba en la mano izquierda, regalo de Paul por su vigésimo aniversario para sustituir el sencillo anillo de oro.
—Mi marido y yo nos hemos separado. Necesito un trabajo y un lugar donde vivir.
No hubo respuesta. El estridente silbido del calentador rompió el silencio.
—¿Por qué no echa un vistazo arriba, a ver qué le parece el sitio? —dijo Grace al levantarse—. Es por esa puerta. Yo prepararé el té.
Joanna atravesó la puerta del fondo del salón y se encontró en un vestíbulo. Mientras subía por la escalera, supo con seguridad que Grace tenía dudas acerca de ella. Era raro. Una mujer de cuarenta y seis años que de repente se muda a mil quinientos kilómetros sin un trabajo ni un lugar donde vivir. En lo alto de la escalera entró en una habitación rodeada de ventanas, llena de luz, desde la que se veía el océano resplandeciente.
Al fondo de la habitación había una pequeña cocina y un baño. El resto, orientado hacia una enorme puerta corredera de cristal que daba a su propia terraza sobre la playa, era un salón con un sofá, una mecedora y un pequeño escritorio en una esquina, y un colchón y un armario en la otra. Grace tenía razón. Era pequeño, pero suficiente. Imaginó despertarse cada mañana con el sonido de las gaviotas, con el rítmico romper de las olas en el silencio matutino, y levantarse para contemplar el sol rosado asomando por el horizonte. De noche podría dejar las puertas abiertas y quedarse dormida sobre el océano, como una niña mecida por las olas. Una sensación de anhelo le aflojó las rodillas y se desplomó sobre una silla de la cocina. Éste podría ser su hogar. Aquí aprendería a sobrevivir sin la seguridad que le proporcionaba su marido. Y quizá llegara a averiguar qué iba a hacer durante el resto de su vida.
Si Grace la aceptaba.
Joanna pensó en la anciana, de aquí para allá, con las manos siempre ocupadas, observándolo todo con su mirada astuta e inteligente. No podía estar quieta. Parecía tener energía suficiente para las dos, y costaba imaginar que se podría hacer algo por ella. Aunque quizá simplemente tuviese un buen día.
Poco después, Joanna se sentó de nuevo frente a ella, con una sonrisa brillante. La mujer llenó la tetera de agua hirviendo sin decir nada.
—Tiene razón en lo de las vistas —afirmó Joanna—. El agua está tan cerca que parece que estés mirando por la ventana de un barco.
Grace dejó la tetera.
—Necesito a alguien responsable.
—Yo soy responsable —respondió—. Si quiere referencias…
Grace agitó la mano en el aire, como si lo que había dicho le pareciese una tontería.
—A mi edad no necesito referencias. Puedo juzgar el carácter de una persona antes de que haya dicho cien palabras.
Las palabras de Grace se quedaron flotando en el aire como un desafío. Antes de que Joanna pudiese responder, empezó a servir el té. Entonces miró a los ojos Joanna y dijo:
—Necesito seis meses de compromiso. Hasta otoño. Y quiero que sea sincera conmigo si no puede asumirlo.
Joanna abrió la boca para decir algo, pero se detuvo, y dirigió la mirada hacia las olas a través de las cristaleras. ¿Sería capaz de cumplir? Ni siquiera estaba segura de que Grace le resultase agradable.
—Me quedaré seis meses —dijo— si usted quiere.