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Desde el momento en que atravesó el paso elevado que separaba Pawleys Island del resto del mundo, Joanna se sintió llena de esperanza. Veía manchas blancas de nieve sobre el manto verde de las marismas, donde las garcetas se empujaban unas a otras por la comida. Una garza levantó súbitamente el vuelo, y Joanna la siguió con la mirada por el cielo azul, que se extendía inmenso por todo el horizonte, en su viaje a través de la isla hacia el mar. Al ver cómo los cangrejeros echaban sus jaulas por los lados del puente sintió que estaba entrando en otro mundo. Un lugar donde el tiempo pasa más despacio, la vida es más sencilla y los días giran en torno a la marea y el clima. Pawleys Island es una extensión de arena de cinco kilómetros, de poco más de medio kilómetro de ancho. En ella no había más que dunas, casas y playa. Sus habitantes habían conseguido mantener a raya a los constructores para que la isla no se estropease llenándose de hoteles y rascacielos. Hacia la mitad de la isla había un puñado de casas históricas con tejados bajos de cedro, frondosos arbustos y porches, al estilo de las viejas plantaciones, que daban al mar.
Joanna aparcó su Jeep junto a uno de los letreros con leyendas históricas y salió del coche. Estaba rodeada de marismas verdes que brillaban bajo el sol. Respiró hondo y el aire salado del lugar la llenó de alivio. Era lo mismo que había sentido años atrás, cuando llegó allí por primera vez. Había hecho bien en ir.
Habían pasado diez años, o quizá más, desde que Paul los llevó a ella y a los niños a Myrtle Beach en Semana Santa. Los niños, que entonces eran adolescentes, se aburrían y cada mañana había que planear algo al gusto de todos. Al final, el último día, Paul dijo que se iba a jugar al golf. Los niños se querían ir solos al centro de juegos. Joanna se metió en el coche y se fue a explorar en dirección a Brookgreen Gardens, pero se pasó y de repente vio la señal hacia Pawleys Island. Salió de la Ruta 17 y al cabo de unos minutos el mundo se abrió ante ella. Marismas, cielo y mar. La misma sensación de tranquilidad. El mismo anhelo nostálgico. Un lugar sencillo para vivir.
De nuevo en el coche, siguió la única carretera del sur de la isla hasta su extremo y paró en un aparcamiento arenoso. Era última hora de la mañana. Habían pasado dos horas desde que dejara el motel en Carolina del Norte. Salió del coche, caminó por un sendero de tablas que rodeaba una duna y de repente vio como el océano se agitaba y brillaba ante ella. El agua fluía a borbotones a su alrededor por el canal que llevaba la marea hacia las marismas entre Pawleys y la siguiente isla. Estaba prácticamente rodeada de agua. Por primera vez en mucho, mucho tiempo, una sensación de auténtico placer creció en el interior de Joanna. Quizá, pensó, todo salga bien.
Joanna se registró en el pequeño Holiday Inn Express que había junto a la Ruta 17 y a la mañana siguiente, como cada día después de aquello, volvió a la playa para pasear y planear la jornada. Antes de darse cuenta había pasado una semana y tenía una nueva rutina, aunque todavía estaba lejos de poseer una nueva vida. Después del paseo volvía al motel, calentaba algo en el microondas, se duchaba y se vestía. Y a continuación se iba a la biblioteca.
A Joanna le resultaba casi imposible entrar en una biblioteca y no pensar en su infancia. Era como un santuario para ella, rodeada de calma y quietud durante las horas después del colegio, en las que su madre debía de llevar ya demasiado tiempo dándole a la botella. Lejos de su mordacidad, se sumergía en libros que la transportaban a otros lugares, otras vidas, y por un momento vivía en el lugar de otro, se imaginaba que era Nancy Drew, guapa y popular, sin madre, con un padre estupendo y con una ama de llaves que se lo consentía todo. En el verano entre quinto y sexto curso se leyó la colección entera, un libro al día, viviendo prácticamente en la biblioteca. A veces se llevaba el libro a Sand Bar, la playa local, en un tramo del río que discurría haciendo meandros a través de su pequeña localidad en Pensilvania, y leía bajo un árbol, lejos de las joviales familias.
Una vez más se deleitaba en el silencio, con el olor a libro viejo y a pulimento de limón. Leía los periódicos en busca de trabajo y un lugar donde vivir. La bibliotecaria fue amable y le dio una tarjeta temporal. Le anotó, incluso, algunas recomendaciones para buscar una vivienda en alquiler, pero Joanna había decidido encontrar un trabajo antes de buscar un sitio donde quedarse. Había cogido cinco mil dólares la mañana que se fue de casa, pero pagaba todo con tarjeta para que el dinero le durase lo máximo posible. Cada mañana salía de la biblioteca con un montón de cosas para leer durante la tranquila noche en el motel. Por las tardes buscaba trabajo.
Fue a casi todos los restaurantes y a muchas tiendas, incluso a la de ultramarinos Harris Teeter, que le parecía una apuesta segura. Pero estaban en temporada baja, la época tranquila entre el invierno y la primavera, y la respuesta fue la misma en todos lados. Vuelva dentro de uno o dos meses, cuando recuperemos el ritmo. Después, antes de que oscureciera, daba otro paseo por la playa para llenar las horas que quedaban hasta que se hiciese de noche. Parecía que caminar se había convertido en su trabajo.
Al poco tiempo, la felicidad que sintió al llegar desapareció.
Paul Harrison entró en su nueva oficina en V. I. C. con la sensación de ser un guerrero volviendo de la batalla. Cuando llegó aquella mañana, llevaba nueve días extenuantes de viaje de negocios que habían empezado en California. Deseaba llegar a su vieja oficina y esperar hasta que los de mantenimiento lo ayudasen a trasladar sus cosas. Pero su secretaria, Diane, lo estaba esperando para acompañarlo sonriente hasta el mejor despacho de la cuarta planta. En la puerta, había una brillante placa de bronce que decía: «Paul Harrison, Vicepresidente de Ventas Nacionales». Sintió que se le hinchaba el corazón de orgullo.
—Enhorabuena, jefe. Te lo mereces.
—Gracias, Diane.
Cerró la puerta tras de sí, caminó hasta el otro lado de la mesa de cerezo y se sentó. Se lo merecía. Llevaba años dejándose la piel y, por fin, podía relajarse un poco. Se dio la vuelta en la silla para mirar a través de los amplios ventanales. Estaba rodeado por las colinas del norte de Jersey. Todavía no había llegado la primavera, pero a pesar del frío invernal que aún flotaba en el aire, el hielo que cubría el mundo se empezaba a derretir.
Y, muy pronto, su mujer también se derretiría, si no lo había hecho ya. Cuando recibió el mensaje en el que la voz temblorosa de Joanna le decía que lo iba a dejar, estaba de pie, recién llegado al aeropuerto de California. Debido al retraso que sufrió el vuelo, llegaba a la primera reunión del día media hora tarde. Furioso y frustrado, escuchó el mensaje tres veces. En la limusina que lo recogió en el aeropuerto, se convenció a sí mismo de que no debía preocuparse. No tenía tiempo para ello. A Joanna ya se le pasaría, como siempre.
Sonó el intercomunicador.
—Ted en la línea uno —dijo Diane.
Contestó.
—Ted, ¿qué tal estás?
—Paulie, amigo, bienvenido otra vez. ¿Qué opinas de las novedades?
—¿Estás de broma? ¿De qué me voy a quejar? Ha sido una agradable sorpresa llegar esta mañana y no tener que mudarme.
—Para ti sólo lo mejor, Paulie. —Ted se puso serio—. Tengo que hablar contigo un poco más tarde. He visto las cifras de la cuenta Landmark. Deberías verlas. ¿Estás libre para comer?
—Claro, mientras sea rápido. Tengo cita en el médico a las dos. Tuve que suplicar para que me buscasen un hueco.
—¿Estás bien?
—Sí. Yo creo que es de tanto volar. Tengo una sinusitis terrible.
—De acuerdo. Te veo a mediodía.
Paul colgó. Con mucho cuidado se sacó una bola de algodón de la oreja. La azafata del vuelo nocturno de la noche anterior le había dado una bolsa entera, después de que las dos primeras se empapasen por completo. Esta vez, el algodón estaba limpio, sin una sola mancha rosada. Y la sensación de quemazón se había atenuado hasta un nivel tolerable. Bien. No tenía tiempo para problemas.
Llamó a casa. Después de cuatro tonos sonó la voz de Joanna en el contestador automático. Colgó. Probablemente estaría de compras o dando un paseo. Alguien dio un breve toque a la puerta, y antes de que pudiese contestar, se abrió. Diane dio paso a un mensajero que llevaba un enorme jarrón lleno de flores exóticas y la cesta de fruta más grande que había visto en su vida.
—Ahora que has vuelto, seguro que ésta es la primera de muchas felicitaciones —dijo Diane, sonriente, y le dio las tarjetas mientras el mensajero dejaba los regalos con cuidado sobre la cómoda de cerezo.
Cuando se fueron, Paul abrió las tarjetas. La primera era del departamento legal: «¡Lo mejor para el mejor! Tus picapleitos». La segunda era de su predecesor, que ahora se trasladaba al departamento de ventas internacionales. «¡Por un año de récords! Dwight Hobson».
El año anterior había ido bien, desde luego. Pero, con los cambios en la dirección, V. I. C. generaba grandes expectativas. Cogió el teléfono y en un impulso, marcó el número del trabajo de su mujer. Su extensión redirigió la llamada a la centralita. Colgó. Si tuviese un maldito teléfono móvil, como todo el mundo, no tendría que andar preguntándose dónde estaba. Pero una y otra vez se había negado. Insistía en que siempre estaba en casa o en el trabajo, y que para qué malgastar el dinero. Evidentemente, se equivocaba.
Volvieron a llamar y la puerta se abrió. Otra vez, Diane dio paso a un mensajero, con más flores y una botella de champán. Paul sonrió al recibir las tarjetas.
—Por cierto, Diane, tengo una maleta llena de ropa sucia, y una reunión…
—Por supuesto. No te preocupes lo más mínimo —dijo ella, agitando la mano—. Tendrás la ropa a última hora del día.
—Bien. ¿Puedes traerme el archivo Landmark ahora mismo? Ah, y llama al médico para cancelar mi cita a las dos.
—Por supuesto. ¿Algo más?
—No… ahora mismo nada más.
—Escucha, Paul, ¿por qué no te relajas? Debes de estar exhausto, después de una noche entera volando. Si surge cualquier cosa, yo me ocuparé.
—Gracias. No sé qué haría sin ti.
—Tú disfruta este momento —dijo Diane, justo antes de cerrar la puerta.
Ésa era su intención. Ni siquiera las rabietas de su esposa iban a estropearlo.