Capítulo 2
Ash desató los lazos con los dedos mojados y helados y le quitó el tabardo al muchacho. Habían hecho el cuello de la prenda lo bastante ancho para acomodar un casco: se lo echó por encima de la cabeza. Mientras se ataba los cordones de la cintura, se quedó mirando al chico:
—¿Michael? ¿Matthew?
El joven había dejado de sangrar. Ya no tenía el cuerpo rígido. Frío en esta ciudad exterior, pero no rígido. Aún no había
Se alisó la tela de lino teñido sobre el vientre desprotegido. No había forma de sacarle sola una cota de malla a una baja, la cota ya es bastante difícil de quitar cuando estás vivo: los eslabones de metal se pegan al cuerpo. Tiró de los mitones de la armadura y se los quitó de las manos — demasiado grandes, pero le servirían—, y luego le quitó las botas.
Despojado de todo tenía un aspecto patético; con los huesos largos y el rostro grueso de la juventud. La mercenaria se puso las botas del muchacho.
—Mark. Mark Tydder —dijo en voz alta. Extendió la mano y dibujó una cruz en la frente fría del chico—. Estás, estabas en la lanza de Euen, ¿verdad?
Ash se levantó y miró a su alrededor, a la calle fría y oscura.
Se inclinó y besó el cuerpo manchado y muerto de Mark Tydder en la frente, luego le cruzó los brazos sobre el pecho.
—Enviaré a alguien a por ti si puedo.
El fuego griego que tenía encima parpadeó y se apagó. Esperó un momento a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. La forma de las paredes sin ventanas se elevaba sobre ella y, en la brecha que se abría entre los tejados, constelaciones reconocibles de estrellas en aquel cielo ventoso y helado.
Siguió bajando el callejón. Allí no se veía ningún daño producido por el terremoto. En el primer cruce, giró a la izquierda y en el siguiente a la derecha.
Los edificios escupían escombros al camino. La mercenaria frenó el paso para mirar por dónde iba. Sobre su cabeza, las vigas astilladas sobresalían a la calle. Cuanto más bajaba por el callejón, más tenía que vigilar por dónde pisaba, y elegir el camino por encima de montones de piedra revestida, mosaicos rotos, muebles rotos, un caballo muerto...
Trepó por encima de un pilar caído. Sus botas resbalaron por la piedra resbaladiza y llegó a lo que había sido otro cruce de caminos. Los edificios del otro lado todavía permanecían en pie. Grietas inmensas, más altas que ella, recorrían las paredes como telas de araña. Se detuvo, se levantó el yelmo y escuchó con atención.
Hubo un
—¡Mierda! —Ash sonrió con ferocidad, le zumbaba la cabeza. Giró a toda prisa hacia la izquierda. Sin dudarlo más, se agachó y trotó lo más rápido que pudo en medio de la oscuridad en la dirección del ruido—. ¡Eso son armas!
Las nubes se deslizaban por el cielo. La tenue luz de las estrellas se iba oscureciendo hasta apagarse del todo, dejándola entre casas sin ventanas cubiertas de grietas desde los cimientos hasta el tejado. Aquí no vio demasiados escombros. Sin hacer caso de nada, inmersa en una negrura casi completa, siguió corriendo callejón abajo con los brazos estirados para darse contra los obstáculos primero.
—Os pillé —Ash se detuvo. Las suelas resbaladizas de las botas le permitían notar los contornos de las losas bajo los pies: el suelo se inclinaba ahora ligeramente hacia abajo. Se quedó mirando la absoluta oscuridad. El aire le sopló en la cara. ¿Una plaza abierta? ¿Una zona en la que el terremoto había demolido todas las casas? El paso de unas hojas le rozó la cara, hizo una mueca. ¿Alguna especie de enredadera?
Faroles.
La luz amarilla podría no haber sido más que motas en su visión, pero la cortaba un ángulo agudo: un muro. Comprendió que se encontraba justo al lado de un callejón que llevaba a esta plaza. Los edificios que tenía a mano izquierda se habían derrumbado sobre sí mismos pero a mano derecha todavía permanecían en pie. Al otro extremo del callejón, alguien sujetaba un farol.
El olor seco, acre, infinitamente conocido de la pólvora le atacó las fosas nasales.
Ash no sabía que estaba enseñando los dientes, sonriéndole furiosa a la oscuridad. Tenía una mano cerrada, sola, buscando la empuñadura de una espada que no le colgaba del cinturón.
Se llenó los pulmones con el aire frío, saturado de pólvora:
—¡Oye! ¡GILIPOLLAS! ¡NO DISPARÉIS!
El farol se sacudió. Un
—¡HE DICHO QUE NO DISPARÉIS, JODER, SERÉIS GILIPOLLAS!
Una voz cauta exclamó:
—¿Mark? ¿Eres tú?
Una segunda voz intervino:
—Ese no es Tydder. ¿Quién va?
—¿Y quién cojones crees tú? —aulló Ash, todavía en el dialecto franco-flamenco que era la jerga común del campamento.
Una pausa cargada de silencio, que le puso a Ash el corazón en un puño, le secó el pecho, la dejó sin aliento y la inundó de miedo y esperanza, y luego la segunda voz, bastante fina e indiscutiblemente galesa, exclamó, insegura:
—... ¿Jefa?
—¿Euen?
—¡Jefa!
—¡Voy a entrar! ¡No empecéis a apretar el puto gatillo con tanta alegría, joder!
Subió el callejón trotando hacia la luz. Seis o siete hombres con armas lo llenaban por completo: hombres con yelmos de acero de estilo europeo y con alabardas afiladas como cuchillas, y espadas, y dos con ballestas, uno girando la manivela con frenesí como si quisiera demostrar que no había sido él el que había disparado el virote.
—Licencia por negligencia —sonrió Ash al pasar, y luego—: ¡Euen! —Extendió las manos, agarró las de aquel hombrecito moreno y las apretó—. Thomas..., Michel..., Bartolomey...
—¡Por el puto Jesucristo, coño! —dijo Euen Huw con tono reverente.
—¡Jefa! —El segundo al mando de Euen, el pelirrojo Thomas Morgan, se persignó con la mano que no sujetaba una ballesta cargada.
—¡Mierda, tío! —Los otros, hombres altos de hombros, anchos, con rostros duros y marcados por el hambre, empezaron a sonreírle y a hacer comentarios entre sí. Se encontraban entre ordenados montones de barriles de vino, túnicas de terciopelo y pesados sacos de yute, vio Ash; con los rostros brillantes vueltos hacia ella y el asombro dibujado en la expresión—. ¡Puedes creértelo, joder!
—Soy yo —dijo Ash volviéndose de nuevo hacia el galés moreno y fibroso.
Euen Huw no era una visión especialmente atractiva: la cota de malla estaba deslustrada, con manchas de sal bajo la luz intermitente del farol perforado de hierro; y una vieja venda ennegrecida le envolvía la mano izquierda y la muñeca. Con la otra mano sujetaba la empuñadura de una espada de las de montar, unos ridículos diez centímetros de acero afilado como una cuchilla.
—Cristo, debería haberlo sabido, jefa —dijo Euen—. Justo en medio de un puto terremoto, y por ahí salís vos. Muy bien. ¿Qué hacemos ahora?
—¿Por qué me lo preguntas a mí? —inquirió Ash con ironía mientras examinaba los rostros sucios de ratero—. ¡Ah, eso es... yo soy el jefe! Sabía que había una razón.
—¿Dónde habéis estado, jefa? —preguntó Michel, el otro ballestero.
—En un trullo visigodo. Pero —Ash esbozó una amplia sonrisa—. Aquí estoy. Vale, esto no es un puto banquete conmemorativo. Contadme. ¿Quién está aquí, por qué estamos aquí y qué cojones está pasando?
Esa arma estaba lo bastante cerca para que el suelo se estirara de repente bajo sus pies. Ash se palpó la oreja con una expresión de dolor mientras los contemplaba mirarla, viéndolos sonreír; juzgó cuánto esfuerzo había también en la expresión de aquellos hombres, la mayor parte de los cuales ya empezaba a perder el asombro momentáneo que les había causado su presencia y empezaba a caer en el viejo hábito que suponía tenerla de comandante:
En el medio del corazón del Imperio visigodo, rodeados de gente enemiga y tropas enemigas...
—¿Qué puto imbécil os trajo aquí, muchachos?
El ballestero, Michel, apartó con la bota de un empujón un saco sospechoso.
—El loco de Jack Oxford, jefa.
—Dios mío. ¿Quién es el de los cañones?
—El maese capitán Angelotti —respondió Euen Huw—. Está ahí arriba intentando volar la casa de ese rico de mierda, el lord
—¿Qué lord
—Somos un piquete, jefa, ¿es que no lo sabéis? Esperando a que aparezcan todos los
La ironía de su sarcasmo hizo sonreír a toda su lanza. Ash se permitió lanzar una risita.
—¡Pues lo siento por los godos! Muy bien, seguid con ello. ¡Y cuidado! Aquí estáis en medio de un avispero volcado.
—¡Como si no lo supiéramos! —Euen Huw sonrió.
—El cuerpo de Mark Tydder está por una de esas callejuelas; tú... Michel, vete a buscarlo; luego, otro hombre y tú lo traéis si el terreno está despejado. No dejamos a los nuestros...
Se le apareció con fuerza una imagen repentina. Godfrey, con la túnica verde negra de agua y suciedad, y las astillas blancas del suelo sobresaliéndole de la frente bronceada. Le picaron los ojos.
—... si podemos evitarlo. Si aparecen más tropas, que se presenten ante mí a toda puta leche. Estaré con el general.
Euen Huw dijo alegremente.
—Jefa, el general sois vos.
—¡No hasta que sepa qué coño cree Oxford que está haciendo! Tú — señaló al segundo de la lanza, el pelirrojo Thomas Morgan—. Llévame con Oxford y Angelotti, Y vosotros, ¡cerrad ese puto farol! ¡Os veía a más de un kilómetro de distancia! Tenéis menos cerebro que un ratón de campo, pero esa no es razón para que no podáis volver a casa, ¡limitaos a seguir mis órdenes! De acuerdo, ¡vamos! ¡Moveos!
Al tiempo que se alejaba, con la amplia espalda de Thomas Morgan bloqueando el farol cerrado a toda prisa, oyó que un hombre murmuraba:
—Mierda, tío,
—Y que lo digas, joder —gruñó Ash.
Con el farol apagado y la gruesa capa de nubes, era imposible ver nada salvo negrura, pero ahora tenía voces delante y los gritos de hombres que limpiaban con esponjas las recámaras de las armas y las cargaban: metió los dedos enguantados en la parte posterior del cinturón de Thomas Morgan y siguió su incierto progreso por las losas de la calle, guiado por los golpes que iba dando con la vara de la alabarda, con la madera golpeando el mortero derribado y los escombros.
Una sensación fría le reptaba por el vientre. Su mente dibujó imágenes de pesadilla en la oscuridad que tenía delante: estos hombres, hombres que conoce, atrapados en el medio de una ciudad amurallada, una ciudad amurallada dentro de una ciudad amurallada, y todo Cartago fuera, los
Thomas Morgan tropezó, murmuró una obscenidad, estrelló la vara de la alabarda contra un bloque roto de mampostería y giró hacia la derecha. La mercenaria mantuvo el equilibrio y lo siguió.
La calidad del aire cambió.
Ash levantó los ojos y vio que las nubes se desgajaban y se abrían a unas estrellas brillantes: las constelaciones del Crepúsculo Eterno. Bajó la mirada a toda prisa. Su visión nocturna absorbió la luz suficiente de las estrellas para permitirle ver por dónde pisaba, sacó la mano del cinturón de Thomas Morgan y se concentró en la esquina de la casa sin paredes que tenía delante.
A su derecha, más abajo, las enormes puertas principales con bandas de hierro del edificio colgaban astilladas y destrozadas... Fuego de cañón, aquello no lo había hecho el terremoto. Los artilleros atestaban aquella esquina, detrás de un grupúsculo de pavesinas
Llegaron más hombres corriendo, levantaron las pavesinas, puertas de madera arrancadas y apiladas como defensas improvisadas. El vuelo silencioso de unos virotes impactó a diez metros de ella y reventó varias astillas de piedra. La voz de Antonio Angelotti —
Ash sintió una repentina punzada de recuerdos. ¿Genuinos? ¿Ilusorios?
Lo entendió todo de golpe.
Thomas Morgan exclamó:
—Aquí están, jefa —con un tono de voz que de repente albergaba dudas.
Ash pasó a su lado trotando y entró en la calleja que terminaba en un callejón sin salida a su derecha, iluminado con faroles y antorchas; repleto de hombres y de sus gritos, hombres que corrían, otros dos cañones giratorios que comandaban el callejón que tenía justo delante la casa de Leofrico, cañones a los que les limpiaban, frenéticos, las recámaras con esponjas y les introducían las balas hasta el fondo. Un hombre alto, con el pelo claro y un jubón y una semitúnica italianos se agachaba al lado de los artilleros, gritando (Angelotti), y una docena de rostros conocidos más; el diácono Richard Faversham, un hombre delgado y rubio con las manos metidas hasta la muñeca en un saco de vendas, detrás de un gran pavés y dos alabarderos... Florian de Lacey, Floria del Guiz... y tras ella un grupúsculo inmenso de hombres con corazas y grebas, con mazas y arcabuces, y la librea de León... y un joven caballero con el cabello del color del grano ataviado con media armadura, Dickon De Vere; y el propio John De Vere, que se quitaba en ese momento la celada para secarse la frente...
Tiene apenas un segundo para estudiarlos mientras ellos, ocupados en medio de aquel ordenado caos, hacen caso omiso de su llegada. Le entra un escalofrío de pánico en los intestinos; estar frente a unos hombres, soldados, que no le prestan atención, como si no estuviera allí, ese es el horror que siente el comandante, que la autoridad (ese hilo fino como una telaraña) desaparezca como una bruma. ¿Quién es ella, para que nadie haga lo que dice? La persona que los convenció para que salieran de sus granjas y entraran en este negocio. Para que se metieran en muchas mañanas húmedas de colinas llenas de hierba empapada de sangre, en muchas noches de pueblos quemados, repletos de cuerpos mutilados. La persona que ellos creerán que puede sacarlos de allí con vida.
Dos o tres de las cabezas más cercanas se giraron, la presencia de Thomas Morgan había penetrado en su foco de atención. Uno de los artilleros bajó el tornillo y se los quedó mirando; otro hombre dejó caer la recámara del segundo cañón. Tres alabarderos flamencos dejaron de hablar y se quedaron con la boca abierta.
Antonio Angelotti soltó un taco en un italiano profundamente musical.
Floria se levantó poco a poco, su rostro bajo la luz ardiente roto de esperanza, de asombro, con un miedo repentino y angustioso.
—¡Ponte a cubierto! —le aulló Ash.
Ella misma, sin embargo, permanecía a campo abierto. Levantó la mano, se desabrochó la correa de la celada de Mark Tydder y se la quitó de su vulnerable cabeza. Tenía de punta el plateado cabello rapado, sudoroso a pesar del aire congelado.
—Joder —dijo alguien con asombro.
Ash se metió la celada bajo el brazo. El metal estaba congelado, incluso a través de las palmas de cuero de los mitones que llevaba. La luz del farol caía en el tabardo que vestía, negro y rígido por la sangre seca que se le acumulaba en la garganta, el León Azur claramente visible en el pecho. Las manos, ocultas en unos mitones de mallas demasiado grandes y los pies en unas botas demasiado grandes, le daban el aspecto de una niña con ropa de adulto. Una niña alta y flaca con tres cicatrices que resaltaban oscuras contra la piel de sus mejillas blancas y congeladas.
Y entonces se movió, se puso el otro puño en la cadera, para que reconocieran a su Ash, el capitán Ash,
—¡Es la jefa! —exclamó Thomas Morgan con voz temblorosa.
—¡ASH!
No supo quién gritó: para entonces ya se estaban moviendo todos sin importarles la casa llena de soldados que tenían a pocos metros; corrían los hombres, les gritaban la noticia a sus compañeros de lanza, Angelotti le cogía el puño con las lágrimas corriéndole por sus rasgos manchados de pólvora, echándole los brazos al cuello; Floria apartándolo a un lado de un empujón para cogerle los brazos, mirarla a la cara, todo preguntas; y luego una multitud: Henri de Treville, Ludmilla Rostovnaya, Dickon Stour, Pieter Tyrrell y Thomas Rochester con el estandarte del León, Geraint ab Morgan, que expresaba su asombro con una profunda voz galesa: todos se apilaban sobre ella, los guanteletes le daban golpes en la espalda, los gritos, todos haciendo demasiado ruido para que ella pudiera hacerse oír:
—¡Mierda, ya veis qué pasa cuando os dejo solos cinco minutos, cabrones! ¿Dónde cojones está Roberto?
—¡Dijon! —Floria, un hombre alto de cara sucia según todos los indicios, la agarró por el brazo—¿Eres tú? Pareces mayor. El pelo... ¿Estabas prisionera aquí? ¿Te has escapado? —Y al ver que Ash asentía—: ¡Virgen María! No tenías que volver a todo esto. Podrías haberte alejado. Un hombre solo podría salir de aquí sin problemas.
No había arrepentimiento en su mente, ni siquiera sorpresa; todo el asombro estaba en el rostro de Floria. La cirujana disfrazada acarició la mejilla fría y marcada de Ash.
—¡Y por qué iba a esperar algo diferente! Bienvenida al manicomio.
—¡Que vengan mis oficiales!
—¡Sí, jefa! —Morgan echó a correr.
Miró al otro lado del callejón cruzado.
Estoy mirando al norte. El muro de la ciudadela. Detrás de ese muro, abajo, joder, muy abajo... está el puerto de Cartago.
Bajo la luz de las antorchas y los faroles no puede estar segura: quizá haya un fulgor detrás del muro, un ruido, muy, muy lejano, allí abajo.
—¡Geraint! —Le dedicó una amplia sonrisa a Geraint ab Morgan cuando este salió disparado de la barrera de pavesinas y se acercó a ella, que le dio una palmada en la espalda.
—¡Joder, eres tú!
—Nos trajiste aquí por mar, ¿verdad? Supongo que tenemos barcos. ¿Estás disfrutando del viaje al extranjero, al Crepúsculo Eterno, Geraint?
—¡Lo odio! —Su capitán de arqueros, de grandes hombros, le sonrió, medio irónico, medio asombrado—. No fui yo, jefa, ¡yo no he hecho esto! Pero si me mareo...
—¿Te mareas?
—Pues por eso soy arquero y no comerciante de lana, como mi familia. Le daba de comer a los peces durante todo el camino desde Bristol hasta Brujas. —Geraint ab Morgan se limpió la boca con el dorso de la muñeca—. Y todo el camino, desde que salimos de Marsella hasta aquí, en esas putas galeras. Solo espero que merezca la pena. Tu padre es rico, ¿no?
Un grupo de sus hombres se acercaron corriendo con pavesinas y ella echó una rodilla a tierra detrás de aquel refugio temporal, cuando se acercaron sus otros oficiales. Ash volvió a abrocharse la celada con los ojos clavados de nuevo en las verjas de la casa de Leofrico: cincuenta metros más allá, por el callejón, bombardeada por dos (¿o tres?) cañonazos pero todavía intacta.
—Leofrico no es mi padre. Es rico. Pero vamos a viajar ligeros de equipaje así que quedaos solo con el botín más ligero y portátil, ¿entendido?
—Entendido, jefa. Oh, sí.
Ash tomó nota mental de que debía registrar a Geraint cuando volvieran a los barcos que hubiera.
—¿Cómo cojones llegasteis vosotros aquí?
—Galeras venecianas —le dijo Antonio Angelotti al oído y cuando ella lo miró, las angélicas pestañas masculinas descendieron sobre la expresión divertida de sus ojos—. Mi señor Oxford nos encontró un par de capitanes venecianos que sobrevivieron a la quema de la República. No hay nada que no estuvieran dispuestos a hacer para herir a Cartago.
—¿Dónde están?
—Anclados a quince kilómetros al oeste de aquí, al lado de la costa. Entramos disfrazados con una caravana de carretas procedente de Alejandría. Pensé... pensamos que podrían haberte cogido, después de Auxonne. Había rumores de que estabas en Cartago.
—¿No jodas? Por una vez los rumores tenían razón.
La expectación era menos marcada en el rostro de Angelotti, pero allí estaba de todos modos, en sus ojos, como en todos los ojos que la contemplaban. Una confianza, una expectación. Ash sintió otra punzada de miedo en el fondo del estómago, agazapada detrás de aquellos endebles escudos.
Los vientos helados del desierto del sur le rozaron la cara trayendo consigo desde el centro de la ciudadela un leve sonido de gritos y confusión aterrada. No se movía nada aquí, en este palacio roto.
—De acuerdo —dijo Ash—. ¡Que alguien me encuentre una armadura! De mi talla. ¡Y una espada! Mi señor De Vere, deseo hablar con vos. —Y se levantó y se adelantó para recibir al conde de Oxford, que subía corriendo, lo cogió del brazo revestido de acero y lo apartó unos pasos, lo metió debajo de los muros, donde no había saeteras encima y el ángulo era demasiado inclinado para que nadie pudiera dispararles.
Oyeron un chillido y un crujido procedentes de algún lugar del callejón, luego una fuerte exclamación.
—¡Le di!
—
—Y esto de parte de los putos francos, ¿qué te parece?
—Señora —dijo John De Vere.
Ash levantó los ojos hacia el conde inglés y se miraron con un asombro mutuo. Los desvaídos ojos azules de este se arrugaron como si quisiera defenderse de una luz brillante o le divirtiera algo. Tenía la armadura de acero cubierta con la librea de De Vere, de un color escarlata reluciente y amarillo y blanco bajo la luz de los faroles. Bajo la visera levantada de la celada, su rostro estaba pálido, sucio, lleno de arrugas y de luz, con la emoción de un hombre mucho más joven.
El sonido se clavó en los oídos femeninos. A pesar del relleno del yelmo le dolía. Todos los fragmentos de cemento suelto y polvo de la piedra de las paredes cayeron sobre el callejón, duchándole la chaqueta de la librea y los hombros del jubón; cada trozo de los escombros que había sobre las losetas dañadas por el terremoto dio un salto, haciendo que le escocieran los ojos.
—Capitán Ash. —John De Vere hablaba en voz muy alta, por encima de la cascada de sonidos que siguieron al cañonazo de Angelotti. Su tono parecía muy práctico, o, si no totalmente práctico, pragmático al menos. No le sorprendía la presencia de la mercenaria. Señaló por encima de su cabeza hacia la enorme muralla de la ciudadela; un extremo oscuro del callejón que tenía a su derecha, de sesenta metros de alto—. El resto de los cañones está de camino.
La mercenaria volvió a adoptar sus viejas costumbres: preguntas breves y precisas.
—¿Cómo estáis subiendo a los hombres y la artillería aquí arriba?
—Por la parte superior de la muralla. Esta muralla, la que rodea a la ciudadela. Es lo bastante ancha para las patrullas, así que la estoy utilizando. Todas las calles están atestadas.
La mano de John De Vere que señalaba la muralla relucía, metida en un delicado guantelete gótico estriado; la luz del farol reflejaba el dibujo de encaje hecho con metal perforado en los puños y los nudillos. Ash se encontró pensando,
—¿Y qué pasa con la puerta que hay entre la ciudadela y Cartago mismo?
—Señora, tengo hombres vigilando esa puerta, preparados, y también la puerta sur de Cartago por el lado de tierra... Tenemos más o menos una hora, si Dios y la Fortuna nos favorecen, para atacar y huir.
Thomas Morgan y el alabardero Carracci llegaron trotando y Ash estiró los brazos mientras ellos la despojaban de la librea y el jubón, le abrochaban el jubón de la armadura de algún joven (ligeramente estrecho en el pecho pero con unos reconfortantes paneles de cota de malla cosidos a las axilas y en los hombros) y se ponían a abrocharle y atarle la coraza y el espaldar de alguien encima.
No le valían.
—Os pongo la armadura de las piernas en un segundo, jefa —le prometió Carracci.
Ash cogió aliento cuando la coraza de metal quedó en su sitio y Thomas Morgan apretó bien las correas. Se raspó los nudillos contra la placa ribeteada de la coraza. Protección. Carracci se arrodilló para abrocharle las musleras a los volantes inferiores del faldar
La boca femenina se curvó en una sonrisa que fue incapaz de ocultar.
—Rodilleras
—¡Claro, jefa! —Carracci cogió la cimitarra de un arquero y el cinturón de la espada de Thomas Morgan: el moreno inglés se había arrodillado para ayudarle a abrocharlos alrededor de la cintura blindada de la mercenaria.
Ash giró la cabeza para hablar con John De Vere mientras se tiraba otra vez de los guanteletes de malla.
—Estáis aquí por el Gólem de Piedra. Tenéis que estarlo. ¡Joder, esto es una incursión suicida, mi señor!
—Señora, no tiene por qué ser así; y nos encontramos en tales apuros, en el norte, que hay que detenerla de algún modo.
—¿Cómo vais a entrar?
—Por la fuerza, tomamos esta casa y la registramos desde el tejado hasta las bodegas.
—Es más fácil decirlo que hacerlo. ¿Sabéis cómo son estos sitios?
—No...
John De Vere se apartó para gritarle a su hermano Dickon; el joven caballero se alejó callejón abajo hasta donde, a la luz de los faroles, se veían escalas a los pies de la muralla que rodeaba la ciudadela y unas cabezas oscuras encima recortadas contra el cielo, en medio de un frenesí de actividad.
—Voy a subir ahí arriba —declaró Ash—. Necesito orientarme. ¿Empezasteis esta incursión antes del terremoto, mi señor, o después?
—Fue una feliz coincidencia.
—¡Una feliz...! —bufó Ash a pesar de sí misma.
Unas escalas de cuerdas y madera colgaban de sus ganchos de escalada sobre el parapeto, a unos sesenta metros por encima de su cabeza. Levantó las manos y experimentó un momento aterrador en el que sus brazos parecieron estar demasiado débiles para levantarla, (
Una hilera de pavesinas, puertas rotas y vigas astilladas formaban una barrera temporal que cruzaba la muralla. Un poco más allá no había nada. En el frente más alto de la casa de Leofrico, el que se asomaba a esa parte del muro, vislumbró el reflejo de los yelmos de acero visigodos, y el de las puntas de flecha: los soldados del
—Francis; ¡Willem! —La mercenaria saludó a su ballestero y al líder de lanza—¿Cómo están las cosas en la puerta de la ciudadela?
—Joder —murmuró Willem.
Los dos hombres se la quedaron mirando, inmóviles, sujetando un barril de sólido roble entre los dos. El arquero, Francis, tosió de repente, escupió y dijo con tono asombrado:
—Un par de escaramuzas, jefa. La verdad es que ahora mismo no hay nadie allí abajo. Todo el mundo está corriendo por ahí como una perra en celo por los destrozos del terremoto.
—Esperemos que siga así. ¡Vale, moveos!
—Jefa... —el arquero se rindió sacudiendo la cabeza pero con una amplia sonrisa. Se volvió cuando otros hombres se acercaron corriendo con más toneles—. ¡Aquí! ¡Ha vuelto!
Aquí arriba, en el techo de la ciudad, lejos de los protectores callejones, el viento crudo cortaba la cara de Ash bajo la visera y le llenaba los ojos de agua. Se quedó helada al instante. Echó a correr, medio agachada, hacia el lado de la muralla que se asomaba al puerto y se puso a mirar las negras profundidades.
John De Vere volvió a las escalas, gritó algo a los que estaban abajo, cogió algo y volvió con ella, con un grueso manto de lana que le tiró.
—Señora, coged esto. Durante los últimos tres días he tenido a vuestra gente entrando disfrazada en la ciudad. Son unos auténticos bastardos de Dios y es una delicia dirigirlos. Tenía la incursión planeada para una hora posterior, pero esto... —Una mirada desnuda a su alrededor, a las líneas rotas de los tejados del interior de la ciudad, a los muros caídos y los callejones bloqueados—. Esto era una oportunidad que no se podía rechazar. ¿Querréis volver a tomar el mando bajo mis órdenes, señora? ¿Estáis lo bastante bien para asumirlo?
Ash levantó la vista al cielo. Nada que pudiera indicarle la hora. ¿Quizá treinta minutos desde que había salido de las alcantarillas? No más.
El frío por fin consiguió mantener parte del hedor lejos de sus fosas nasales; dudaba que los demás, con el hedor a pólvora y muerte encima, lo hubieran notado siquiera.
—¿Quién más está aquí, de mis oficiales? ¡Y dónde cojones están los demás!
—Esto no es más que la mitad de vuestra compañía. Por mandato del Duque Carlos, el maese Robert Anselm se queda en Dijon, con doscientos hombres, manteniendo el asedio contra las fuerzas godas; su último mensaje me llegó una semana atrás. Aguantan bien.
—Robert está... —
A la mercenaria se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Hijo de perra! —dijo Ash débilmente—. Tendría que haberlo sabido. Hace falta algo más que un puñado de
—¿No sabíais nada? —dijo el conde.
—Nada; y me mintieron, ¡me dijeron que habían muerto todos en el campo de Auxonne!
—Entonces me alegro de traeros esta noticia. —John De Vere sonrió, con un oído concentrado en los gritos y el estruendo que había abajo—. Y si tuviera algo mejor, os lo habría traído también con todo mi corazón. Vuestra gente sintió mucho vuestra pérdida.
—No lo sabía... —Ash tragó saliva, tenía un nudo en la garganta y sintió que empezaba a sonreír—. Mierda. ¿Lo consiguieron? ¿Estáis seguro de que lo consiguieron? Cuando os fuisteis, ¿estaban bien? ¿Robert está bien?
—Dentro de las murallas de Dijon, y aguantando, creo. Nos habríamos enterado de la noticia de su caída, señora. También tienen a Carlos dentro de las murallas y la captura de un duque, o su muerte, se habría gritado en el exterior. Bueno. —De Vere extendió las manos y la agarró por los antebrazos con los guanteletes—. Debemos celebrar juntos un consejo.
Cuando te despiertas en una carreta desbocada, o coges las riendas o saltas en marcha. Una cosa o la otra.
Ahora había docenas de hombres en la muralla, bajando armas y cajas por las escalas, rumbo a los callejones; y todos ellos daban un rodeo para pasar al lado de Ash al correr de un lado para otro, mirándola, exclamando «es ella, es ella», recibiendo sus gestos de saludo; corriendo con un nuevo fervor, emocionados, contentos.
—¡A la mierda los consejos! —dijo Ash—. Nos vamos o luchamos. Pues bien...
Quizá una hora, más o menos, desde el terremoto. Cada vez tiene una sensación mayor de que hay un reloj marcando las horas, marcando los minutos que han de pasar antes de que la colmena volcada de la ciudadela empiece a recuperarse, a reagruparse, antes de que las casas-fortaleza del interior de la ciudad empiecen a enviar tropas, a sacarlas a las calles y callejones. Y descubran los cañonazos francos.
—No nos habrán oído todavía. O pensarán que no es más que algún
—¡Mierda! —Ash se agarró al parapeto de piedra. La violencia del sonido le abrasó los tímpanos.
—Eso —le señaló el conde de Oxford—, será el Vizconde Beaumont.
La columna de fuego se elevó e iluminó el acantilado que tenía Ash debajo, haciendo relucir una luz roja por el puerto interior de Cartago. Humo, llamas: y a los pies de la inmensa conflagración, una enorme galera de guerra visigoda, ardiendo..., ardiendo hasta la línea de flotación.
La mercenaria se agarró a la piedra y se inclinó, con los ojos clavados en el agua negra, en el hielo. Unas llamas fieras, crujientes, se levantaban en oleadas, con las lenguas hendidas, acuchillando la oscuridad. Bajo su inmensa luz, vio otros barcos, un puerto entero lleno de madera inflamable, vulnerable, maromas, cuerdas, cargas. Otro bucle de fuego rasgó de repente el aire nocturno, disparado sobre los mástiles de un navío mercante, reptando como una araña por los singlones, consumiendo las cuerdas y convirtiéndolas en cenizas bajo el aire frío.
Ahora había dos barcos ardiendo. Tres. Cuatro. Y por allí...
Ash guiñó los ojos, le corrían las lágrimas por las mejillas heladas por culpa del viento, y miró los tejados de los almacenes que había al otro lado de la ensenada. Con un gesto inconsciente se levantó el manto, se rodeó los hombros y ató los lazos. Almacenes, con espirales de llamas parpadeando en los tejados y en los graneros superiores...
Otro ruido repentino llegó con el viento, como si la explosión hubiera sido una señal. Ruido procedente del oeste, de la parte principal de la ciudad de Cartago que se encontraba sobre el siguiente promontorio. La joven no distinguía si eran disparos o voces.
—Y eso serán mis hermanos, Tom y George —añadió el conde de Oxford—. El rey califa trae mucho ganado, capitán. Miles de cabezas de ganado para alimentar a todo Cartago, donde no hay donde pastar. George y Tom, confío en que habrán tomado y provocado una estampida en el mercado de ganado...
—El mercado... —Ash se limpió la nariz, que no dejaba de moquearle. Contuvo una carcajada—. ¡Mi señor!
—Calles llenas de ganado enloquecido en medio de estas ruinas; debería de extender la confusión —añadió De Vere con tono pensativo—. Quería incendiar también la planta de nafta pero estaría demasiado vigilada y no conseguí ninguna información fiable sobre su emplazamiento.
—No, mi señor. —
—Doscientos cincuenta. Las tripulaciones de las galeras de vuelta en los barcos. Cincuenta hombres en la puerta de esta ciudadela, cincuenta vigilando la puerta del sur, por donde entran los acueductos en la ciudad.
Algo más de cien aquí, armadura ligera, armas de combate cuerpo a cuerpo y armas ligeras de fuego; ballestas y arcabuces.
En el puerto, el fuego se transmite de un barco a otro por los muelles, carracas y navíos ardiendo, una multitud de hombres corriendo frenéticos como piojos negros; empezaba a formarse una fila de cubos de agua hacia los almacenes, la broza y las ascuas esparcían el rojo al viento y flotaban hacia otros tejados. Reman frenéticos con pequeños botes para cruzar la negra y vítrea agua e intentar sacar la carga antes de que los navíos se quemen... y una multitud de mercaderes, escribanos, marineros, mozos de taberna y putas chillan alrededor de los almacenes, cubos de cuero llenos de agua mean en la conflagración, cadenas de hombres van sacando las cargas, empiezan las peleas, los robos.
Ash oyó que alguien gritaba órdenes, chillidos y, tras una ráfaga de viento, el sonido de un hombre aullando de tal dolor que le dolió a ella por pura simpatía.
—Mierda. —Se encontró sonriéndole al conde de Oxford—. Menuda oportunidad. Gran trabajo. No tendremos otra como esta.
John De Vere le dirigió una sonrisa reluciente, completamente temeraria.
—Pensé que por esto merecía la pena la empresa, por muy absurda o desesperada que fuera, si así conseguía destruir la
—
—Sin embargo —continuó De Vere mientras guiñaba los ojos para contemplar el caos de barcos en llamas y hombres—. Yo había planeado que saliéramos aprovechando los acueductos..., que no se han derrumbado, pero que quizá no sean muy seguros después de los temblores de tierra.
—No conseguiremos salir de aquí por las calles, incluso con esto. —El rostro marcado de Ash brillaba bajo la luz parpadeante de las llamas del puerto—. Aunque se estén cayendo, coño, los acueductos son mucha mejor opción que intentar salir de aquí enfrentándonos al ejército de Gelimer... Esta confusión no durará para siempre.
—¿Gelimer?
—El recién elegido califa.
—Ah. Así que se llamaba así.
—Habéis tenido suerte de verdad —dijo Ash. Le hablaba a Oxford por encima del hombro, mientras se arrastraba como un cangrejo detrás de la barricada y volvía a cruzar la muralla. Dos flechas con penachos negros sobresalieron de una pavesina por encima de su cabeza. La mercenaria hizo caso omiso, como si no fueran más que una simple molestia irritante—. ¡La muerte de Teodorico y la elección!... Todas las tropas de los
Ash se limpió la nariz en la palma de cuero del guante de malla, la piel húmeda se congelaba bajo aquel aire.
—Esta ciudad se pasa la mitad del tiempo con las casas de los señores en guerra —dijo la mercenaria—. Están acostumbrados a encerrarse en esas casas-fuerte y a esperar a que desaparezca la mierda. Pero los hombres de Leofrico van a salir de ahí muy pronto.
—No tendrán que hacerlo, ¡si no podemos tomar esa puerta!
Un chillido a nueve metros de distancia le hizo volver la cabeza de pronto. Sobre el tejado de la casa de Leofrico, otro hombre ataviado con cota de malla y túnicas blancas levantó los brazos de repente, cayó por encima del muro y se derrumbó sobre el callejón. Un estridente grito de alegría se elevó desde la calle. Carracci se adelantó a la carrera y arrastró el cadáver, que todavía se retorcía, detrás de los escudos; Thomas Morgan recogió el arco del visigodo.
—Leofrico dejó tropas para vigilar el lugar, o quizá ha conseguido volver del palacio. En cualquier caso, ya casi han averiguado que no somos visigodos, que somos francos, que esto no es el ataque de otro
Un silbido rompió el aire. Ash no tuvo tiempo para lanzarse al suelo, solo para hacer una mueca (Oxford, ella y los soldados que había en la muralla de la ciudadela, todos medio agachados tras una sacudida idéntica) y algo subió silbando disparado del interior de la casa de Leofrico, y una llama y un golpe plano estallaron a quince metros por encima de sus cabezas.
Una luz blanca iluminó los edificios derrumbados, los callejones bloqueados, la masa de yelmos que había abajo—¡Cohetes de socorro! Llaman a sus aliados. —Ash sacudió la cabeza—. Bien. Una decisión, mi señor... atacamos ahora mismo o nos retiramos.
—¡No! ¡Nada de retirarse! —maldijo el conde de Oxford—. Me haré con ese Gólem de Piedra de la Faris y lo dejaré convertido en escombros, ¡como al resto de esta ciudad, mil veces maldita!
—Los visigodos tienen otros generales.
—Pero ninguno que para ellos tenga tal poder. —Oxford le lanzó una mirada que, a pesar de la suciedad de la batalla y de su situación, era todo reflexiva ironía—. Me atrevo a decir que tienen mejores generales, señora..., pero ninguno con una máquina de guerra mística en casa, ninguno al que crean invencible. Estamos en tal apuro, en Borgoña, ¡que debemos detenerla!
Hubo algo en aquel «Borgoña» que le recordó a algo, pero se obligó a hacer caso omiso.
—Voto por el ataque; ¿Dickon? —El conde miró a su hermano menor, que tartamudeó:
—Sí, mi señor, yo también.
Ash se aflojó la correa del yelmo y levantó el borde para escuchar, no oyó nada salvo el estrépito y el clamor de sus propios hombres.
—Sigue siendo mi gente. Esta es mi compañía. La decisión es mía. —
John De Vere la miró, ceñudo.
—¿Después de una reaparición milagrosa como esta? Será mejor no hacer la prueba, señora. Los líderes no pueden pelearse, ¡no donde estamos ahora!
—¿Quién se está peleando? —Ash esbozó una amplia sonrisa y respiró una bocanada de aquel aire frío que hedía al dulzor de la pólvora negra; hizo a un lado su alma invadida, como otras voces, por este segundo, ahora o nunca—. ¡Nunca habrá otra oportunidad como esta! ¡Hagámoslo!
—¡Jefa! —La voz de Geraint salió de una cabeza anónima metida en la celada de un arquero, clavada justo por encima del nivel de parapeto—. ¡Están intentando bajar unos mensajeros por el muro que sale de su tejado!
—¡Lleva a tus arqueros ahí abajo y atrápalos!
El yelmo se desvaneció. La mercenaria todavía no lo ha asumido del todo, la presencia real de aquellos hombres: Geraint, Angelotti, Carracci, Thomas Morgan, Thomas Rochester...
Se arriesgó a mirar por el borde al callejón que había abajo. Floria y Richard Faversham estaban arrodillados en medio de un cordón protector de alabarderos, un cuerpo que se agitaba y chillaba entre los dos... la ballestera, Ludmilla Rostovnaya, que rodaba ensangrentada sobre las losas; la caja de cirujano de Floria abierta, las vendas empapándose de sangre.
—No ataquéis por esa puerta principal —soltó Ash—. Da a un túnel. ¡Un pasadizo cerrado repleto de saeteras!
De Vere frunció el ceño. Todavía seguían pasando sus hombres a su lado, apilándose sin parar (apenas habían transcurrido unos minutos desde que subiera allí), bajaban por las escalas, movían barriles de hierro sobre tajaderos de madera, toneles, arcabuces, barriles de flechas y virotes. El conde bajó el tono para que no se oyera su voz:
—No pude adquirir ninguna información sobre el interior de estos palacios.
—Pero yo lo conozco, mi señor —El rostro de Ash adquirió por un momento una expresión amarga al recordar—. Hablé mucho con los esclavos. Las casas se internan en la roca viva. Hay seis plantas por debajo del nivel de la calle. Estuve en esta casa... —tuvo que obligarse a pensar—. Tres, cuatro días. Hay huecos, saeteras, y refugios muy profundos. Es imposible, joder. ¡No me extraña que nunca se haya tomado Cartago!
—¿Y el gólem? —La tez clara y curtida de De Vere se iluminó severa bajo la visera—. Señora, ¡sabéis dónde guardan ese gólem!
Se dio cuenta con la misma sensación que se tiene cuando encaja toda la maquinaria: los conocimientos que tiene este hombre y los suyos propios.
—Sí. Sé con toda exactitud dónde está el Gólem de Piedra. Hablé con los esclavos que lo limpian. Está en el cuadrante noreste de la casa. Está seis pisos más abajo.
—¡Por los huevos de Dios!
La inundó un extraño ensimismamiento. Hizo caso omiso del silbido de un segundo cohete de socorro que trepaba por el cielo negro y hacía estallar una esfera hueca de luz sobre ella.
—¿Cómo atacaría yo este sitio...? No de frente, eso seguro. Podríamos escalar sus muros y bajar al patio central, y luego quedar atrapados en un fuego cruzado procedente de todas partes, cuando nos disparen desde el interior del edificio...
—¡Mi señora Ash! —John De Vere le sacudió los hombros—. No hay tiempo para hablar. Nos vamos o nos quedamos, ¡huimos o atacamos! No queda tiempo. ¡O bien guiaré yo a esta compañía a pesar vuestro!
Ash se inclinó sobre la muralla con una mano apoyada en la parte superior de la escala.
—¡Carracci! ¡Geraint! ¡Thomas Morgan!
—¿Sí, jefa? —Ruborizado bajo el yelmo, Carracci le aulló alegremente desde abajo.
—¡Despejad este callejón!
—¡Sí, jefa!
—¡Angelotti!
El maestro artillero atravesó corriendo la multitud de hombres armados hasta llegar a los pies de la muralla y le gritó:
—¿Qué,
—Pon toneles de pólvora contra el muro de la casa, justo ahí abajo. —Señaló—. Todo lo que tengas en los toneles, ¡y despeja esta zona!
—¡Sí,
Mientras Angelotti y su dotación corrían, Ash dijo:
—Lo he medido, mi señor. Mi celda, el pasadizo. Sé dónde están las cosas al otro lado de ese muro.
Mientras se preparaba para bajar por la escala, John De Vere le lanzó una mirada formada a partes iguales por admiración y un asombro horrorizado.
—Y eso mientras erais prisionera, y sin duda maltratada. Señora, ¡me asombráis!
Ash hizo caso omiso del comentario. El dolor, la sangre en el suelo; todo eso está en algún sitio que no puede sentir ni notar en estos momentos.
Señaló el montón cada vez más grande de toneles de pólvora.
—No perdamos tiempo irrumpiendo por las puertas, entramos directamente por el muro, volamos el costado del edificio. Eso nos coloca al nivel del suelo en el cuadrante noreste.
El conde de Oxford asintió con gesto vivo.
—¿Y tomamos toda la casa?
—No hace falta. Está construida en cuatro cuadrantes, alrededor de cuatro escaleras, que no se conectan entre sí. Tomad la parte superior de una y la habréis tomado entera... o atrapado a cualquiera que esté dentro. Necesito hombres en el piso bajo, para defender este cuadrante contra el resto de la casa. Luego tenemos que abrirnos paso por seis pisos para encontrar el Gólem de Piedra...
La mercenaria se volvió y de un salto empezó a bajar la escala, torpe con aquella armadura que no le servía, pero cada vez más acostumbrada; bajó en medio del viento helado de la noche, sudando metida en el jubón forrado de la armadura y entró al callejón vacío con John De Vere y Dickon a su lado; el callejón apenas iluminado ahora que se habían retirado casi todos los faroles y las antorchas.
Un hombre alto y flaco, con una cota de malla marcada por la pólvora, levantó un último barril y lo colocó en su sitio: Angelotti, los rizos brillantes como el oro bajo el borde metálico del yelmo. Al acercarse y oír lo que había dicho la mercenaria, sugirió:
—Los toneles están en su sitio. Todavía me queda pólvora. Podemos tirar granadas por la escalera.
—Eso debería bastar... —lo interrumpió Ash.
La mercenaria espera en el callejón vacío, con las estrellas del cielo del sur sobre su cabeza; los sonidos de las ballestas que se levantan frenéticas hacia la parte frontal de la casa, pero aquí nada, nada salvo John De Vere, que anda con mucho cuidado para no hacer saltar una chispa sobre las losas con los escarpes de metal. Y un inocente montón de pequeños barriletes de roble, cuidadosamente apilados contra el muro de la casa de Leofrico.
—No tenemos mucho tiempo, jefa. —Geraint ab Morgan se reunió con ellos con un simple saludo respetuoso dirigido al conde de Oxford y a Dickon De Vere—. Están disparando desde las ventanas estrechas del frente, y están acabando con mis muchachos.
—
Los dos hombres gritaban bastante para hacerse oír por encima del ruido que hacían los cañones y el fuego esporádico de los arcabuces; los gritos duros de hombres acostumbrados a chillarle a otros hombres que llevan yelmos, medio sordos por el forro y el estrépito de la armadura.
La miraron expectantes, a la espera de órdenes instantáneas.
Ash, horrorizada, se encontró incapaz de decir nada.
Se quedó mirando a los hombres que aguardaban en el callejón, con la voz muerta en la garganta.