Capítulo 3

Uno de los compañeros de Teudiberto dijo algo en cartaginés que Ash entendió como «divirtámonos un poco con ella. Ya habéis oído al viejo. No importa mientras no acabe muerta».

Puede que fuera uno rubio, o su camarada; Ash no estaba segura. Ocho hombres, nueve contando al

nazir
, todos ellos muy familiares a pesar de sus panoplias de cotas de malla ligeras de jinete y espadas curvas. Muy bien podían haber sido hombres del ejército de Carlos, o del de Federico, o del León Azur llegado el caso.

¿Adónde me llevan?
, se preguntó ella, mientras sus pies se magullaban en los escalones de piedra, dando traspiés, bajando a empujones... ¿Bajando?

Bajando por una escalera de caracol, hacia habitaciones situadas por debajo del nivel de suelo.

¿Es que la colina que domina el puerto de Cartago está repleta de catacumbas
?, se preguntó, y la respuesta más obvia cruzó su mente:
¿Cuántos de los que entran no vuelven a salir?

Algunos. Basta con que la respuesta sea «algunos».

¿Qué ha querido decir con eso de «tortura»? No puede referirse a la tortura de verdad. No puede.

El

nazir
Teudiberto habló sonriente.

—Sí, ¿por qué no? Pero nadie ha visto nada. A esta zorra no le ha pasado nada. Nadie ha visto nada ¿no?

Ocho voces ansiosas murmuraron en señal de asentimiento.

Su sudor apestaba en el aire. Mientras la sacaban de la escalera y la metían por angostos corredores iluminados por faroles, Ash pudo oler su excitado estado de ánimo, su creciente tensión. Hombres en grupo, incitándose unos a otros: no había nada a lo que no se atrevieran.

Mientras los puños del grupo la empujaban, pensó que podía enfrentarse a ellos, podía sacar un ojo, romper un dedo o un brazo, reventarle los testículos a alguno, ¿y luego qué? Luego le romperían los pulgares y las espinillas y la violarían por delante y por detrás, coño y culo...

—¡Vaca! —Un hombre rubio agarró sus pechos desnudos y apretó con toda su fuerza. Los pechos de Ash habían empezado a engordar, desde los días pasados en el barco; gritó involuntariamente y lanzó un golpe que alcanzó al hombre en la garganta. Seis o siete pares de manos la agarraron y alguien le dio un revés en la cara que la hizo girar y estrellarse contra la pared de una celda.

La brecha en su cabeza le provocó un dolor espantoso. Sintió unas baldosas de cerámica bajo las rodillas. Un hombre carraspeó y le escupió encima. Una bota de cuero blando, con el duro pie de un hombre dentro, la pateó violentamente tres dedos por debajo del vientre.

Le arrancó el aire de los pulmones.

Jadeó, manoteando incontroladamente; tuvo que obligar al aliento a bajar por su garganta, sintió las frías baldosas de arcilla bajo la pierna izquierda, cadera, costillas y hombro. El apestoso lino se puso tirante, se le enganchó al cuello y se desgarró cuando alguien agachado le arrancó la blusa, que ya estaba rota. Quedó desnuda ante los ojos de ellos.

—¡Que os jodan! —gruñó Ash con una voz patéticamente chillona por la falta de resuello.

Cuatro o cinco voces masculinas rieron sobre ella. Le dieron puntapiés con las botas para mofarse de ella, riendo cada vez que ella se encogía de dolor.

—Vamos, a por ella. ¡A por ella! Tú primero, Barbas.

—Yo no, tú. Yo no la toco. La zorra tiene una enfermedad. Todas las zorras norteñas la tienen.

—¡Ay, el jodido nene quiere teta de mamaíta, no una mujer de verdad! ¿Quieres que ate a la peligrosa guerrera! ¿Te da miedo tocarla?

Hubo un forcejeo sobre ella. Una bota dio un pisotón peligrosamente cerca de su cabeza, sobre el suelo de baldosas de la celda. Vio arcilla roja, más enrojecida aún por la luz de la única lámpara; sucios dobladillos de túnicas, cotas de malla finamente remachadas, grebas de cuero atadas a las espinillas y, cuando rodó y pudo levantar la cabeza, detalles de rostros de hombre: un fiero ojo marrón, una mejilla sin afeitar, una peluda muñeca limpiando una boca llena de dientes blancos y regulares, una serpenteante cicatriz blanca que recorría un muslo, una túnica remangada, el bulto bajo la ropa de un miembro en erección.

—¡A joderla! ¡Gaina! ¡Fravitta! ¿Qué cojones hacéis ahí plantados? ¿Es que no habíais visto antes una mujer?

—¡Que Genserico vaya primero!

—¡Sí, que lo haga el nene!

—Saca el cipote, chico. ¿Eso es? ¡Ni lo va a notar!

Sus voces graves retumbaban entre las pequeñas paredes. Ash volvió a tener diez años, a ver a los hombres infinitamente más grandes. Más fuertes, más musculosos. Pero ocho hombres no son solo más fuertes que una sola mujer, son más fuertes que un solo hombre. Son más fuertes que uno. Ash sintió lágrimas calientes abriéndose paso entre sus párpados cerrados. Se puso a cuatro patas y les gritó.

—¡Me voy a llevar a unos cuantos de vosotros conmigo, os voy a dejar marcados, mutilados, marcados de por vida...!

La saliva goteaba de su boca, manchando de humedad las baldosas de barro cocido. Ash veía cada grieta en los bordes de los cuadrados donde la cerámica se había desportillado, cada mancha negra de suciedad adherida. Sentía punzadas en la cabeza y el estómago, que medio la cegaban de dolor. Un sofoco recorrió su cuerpo desnudo.

—Os voy a matar, cabrones. Os voy a matar, cabrones.

Teudiberto se agachó para gritarle a la cara. La salpicó de saliva al reírse.

—¿Quién es una jodida mujer guerrera ahora? ¿Eh, chica? ¿Vas a luchar contra nosotros?

—Hombre, claro. Voy a intentar enfrentarme a ocho hombres cuando ni siquiera tengo una espada, por no mencionar algún compañero.

Durante un segundo, Ash no fue consciente de haber hablado en voz alta. Ni en ese tono de desprecio sereno y adulto... Como si fuera una completa obviedad.

Los ojos de Teudiberto se entrecerraron. Su sonrisa se desvaneció. El

nazir
permaneció inclinado, con las manos apoyadas en sus muslos cubiertos de cota de malla. Su ceño fruncido indicaba confusión. Ash se quedó helada.

—Seré estúpida —susurró ella despectivamente, apenas atreviéndose a respirar en aquel momento de silencio. Miró fijamente a unos rostros: hombres de unos veinte años que serían Barbas, Gaina, Fravitta, Genserico, pero no sabía quién era cada cual. Su estómago se retorcía de dolor. Se puso en cuclillas, ignorando un cálido chorro de orina que le corrió por los muslos al hacérselo encima—. No hay «guerreros» en un «campo de batalla». —Su voz siguió con aquel tono despectivo, tembloroso, en un tosco cartaginés, y ella la dejó—. Estáis tú y tu colega, y tú y tus compañeros, y tú y tu jefe. Una lanza. La unidad más pequeña sobre el campo son ocho o diez hombres. Nadie es un héroe cuando se queda solo. Un hombre solo ahí fuera es carne muerta. ¡Y yo no soy una jodida heroína voluntaria!

Era la clase de cosa que podía haber dicho un día cualquiera, nada especialmente incisivo.

Levantó la mirada bajo la luz amarillenta para ver las sombras que se mecían en las paredes, y los rostros sonrosados que la miraban a ella. Dos hombres giraron sobre sus talones, uno más joven (¿Genserico?) para hablar con un compañero.

Pero era la clase de cosas que ellos podrían decir.

Y que un civil no haría nunca.

No era hombre contra mujer. Militar contra civil.

Estamos del mismo lado. Vamos, vedlo, tenéis que verlo. No soy una mujer, ¡soy uno de vosotros!

Ash tuvo el suficiente sentido común para descansar las palmas de las manos en sus muslos desnudos y quedarse allí arrodillada en completo silencio. Parecía tan indiferente hacia sus pechos desnudos y su vientre magullado como si estuviera otra vez en las tinajas de baño con el tren de bagaje.

El sudor recorría su cara sin que ella lo percibiera. La sangre salada de su mejilla corría sobre su labio partido. Una mujer delgada pero de hombros anchos y con el pelo cortado como un muchacho, como un herido en la cabeza, como una monja.

—Joder —dijo Teudiberto. Su fuerte voz sonaba resentida—. Jodida zorra cobarde.

Una voz sardónica llegó de uno de los ocho hombres: un hombre rubio que estaba al fondo.

—¿Qué va a hacer,

nazir
, liquidarnos a todos?

Ash sintió un perceptible enfriamiento de la temperatura emocional de la habitación. Tuvo un escalofrío. Se le erizó todo el vello del cuerpo.

Están de servicio. Podrían haber estado borrachos.

—¡Cierra la puta boca, Barbas!

—Sí,

nazir.

—Ah, joder, que la jodan. —Teudiberto giró sobre sus talones, abriéndose paso entre sus hombres a empujones hacia la puerta—. ¡No veo que ninguno de vosotros se mueva, mierdas! ¡Moveos!

Un soldado muy musculoso, el que ella había visto empalmarse, protestó descontento.

—Pero

nazir...

El

nazir
le propinó un pisotón al pasar junto a él, lo bastante fuerte para hacer que se retorciera.

Sus corpulentos cuerpos atascaron la puerta de la celda durante unos segundos, unos segundos más largos que los que ella hubiera conocido nunca en el campo de batalla; segundos que parecieron hacerse eternos. Murmurando descontentos entre ellos, ignorándola deliberadamente. Uno escupiendo en el suelo; alguien riéndose seca, cruelmente; un fragmento de conversación, «... darle de todas formas...».

La reja de hierro que formaba una puerta se cerró con estruendo.

Con llave.

En una fracción de segundo, la celda quedó vacía.

Llaves tintineando, cotas de malla rozando. Sus cuerpos avanzaron por el corredor. Pisadas distantes subiendo lentamente las escaleras. Voces que se iban perdiendo.

—Hijos de puta. —La cabeza de Ash cayó hacia delante. Su cuerpo esperó el torrente de pelo largo sobre el rostro, el minúsculo cambio de peso. Nada le obstruyó la visión. Literalmente mareada, miró el estrecho pasillo iluminado por la linterna que colgaba al otro lado de la reja de hierro—. Oh Jesús. Oh, Cristo. Sálvame. Jesús.

Sufrió un ataque de escalofríos. Sentía como si su cuerpo fuera el de un perro que acabara de salir del agua fría y, asombrada, descubrió que no podía hacer nada para detenerlo. La lámpara del pasillo solo le permitía ver unos pocos metros de suelo con baldosas de cerámica y paredes con mosaicos rosas. La cerradura de la reja de hierro era más grande que sus dos puños juntos. Ash tanteó con manos temblorosas y encontró su blusa desgarrada. La tela estaba mojada. Uno de los hombres del

nazir
se había orinado en ella.

El frío aguijoneaba su piel. Se envolvió lo mejor que pudo con el trapo apestoso, y se hizo un ovillo en el rincón del fondo de la celda. La ausencia de puerta la incomodaba: no se sentía menos prisionera, sino más expuesta por la reja de acero, aunque el hueco no fuera suficiente ni para que pudiera sacar una mano.

En el pasillo, un chorro de fuego griego cobró vida con un siseo. Cuadrados de luz intensamente blancos cayeron de la reja de hierro sobre las losas agrietadas. Le dolía el vientre.

El olor a orina de hombre fue desapareciendo a medida que su nariz se embotaba. El trapo mojado se fue caldeando con su calor corporal. Su aliento llenaba de vapor el aire frente a su rostro. Sentía un intenso frío en los dedos de los pies, en las manos; amortiguaba el dolor de los cortes en la frente y el labio. La sangre seguía manando en un hilillo; la saboreó. El estómago le dio un retortijón, y Ash se envolvió el cuerpo con los brazos, abrazándose.

Lo único que he hecho ha sido cogerlos con la guardia baja en el momento justo. Y eso no pasará otra vez. Aquello solo era indisciplina. ¿Qué sucederá cuando verdaderamente tengan órdenes de apalearme, violarme o romperme las manos?

Ash se enroscó aún más. Trató de acallar el miedo que gimoteaba en su mente, enterrar la palabra «tortura».

Que jodan a Leofrico, que lo jodan. ¿Cómo ha podido alimentarme y luego hacerme esto? No puede querer decir tortura, no tortura de verdad, con ojos quemados, huesos rotos, no puede referirse a eso, tiene que ser otra cosa, tiene que ser un error...

No. No es ningún error. No tiene sentido que me engañe a mí misma.

¿Por qué crees que te han dejado aquí abajo? Leofrico sabe quién eres, qué eres, ella se lo habrá dicho. Mi oficio es matar gente. Y él sabe lo que estoy pensando justo ahora. Solo porque yo sepa lo que está haciendo, no quiere decir que no vaya a funcionar...

Otro dolor desgarrador le recorrió el vientre. Ash se apretó el abdomen con ambos puños, tensando el cuerpo. Un dolor sordo le dejó helado el estómago. Se alivió, y casi inmediatamente volvió a intensificarse, llegando al punto de hacerla jadear, maldecir y emitir un suspiro estremecedor cuando desapareció.

Sus ojos se abrieron.

Dulce Jesús.

Se puso la mano entre los muslos y la sacó negra a la luz de la lámpara.

—Oh, no.

Horrorizada, se llevó la mano a la nariz y la olió. No pudo oler la sangre, no podía oler nada, pero la forma en que aquel líquido que cubría su mano empezaba a contraerse y a tirar de su piel al secarse...

—¡Estoy sangrando! —chilló Ash.

Se obligó a ponerse de rodillas; su rodilla izquierda protestó ante el impacto; se levantó y dio dos pasos a duras penas hacia la reja, aferrando con los dedos la malla cuadrada de acero.

—¡Guardias! ¡Ayuda! ¡Ayuda!

Ninguna voz le respondió. El aire en el pasillo de afuera se removió, frío. No llegaron voces de ninguna otra posible celda. Ningún sonido metálico: ni armas ni llaves. Ninguna sala de guardia.

El dolor la hizo doblarse. Emitió un sonido estridente y chillón entre sus dientes apretados. Doblada, vio que la piel blanca del interior de sus muslos parecía ennegrecida por el vello púbico hasta la rodilla, y con hilillos de sangre corriendo desde la rodilla y hasta el tobillo. No lo había sentido: la sangre es indetectable, pues fluye sobre la piel a temperatura cálida.

El dolor volvió a crecer, retorciéndose en la boca de su estómago, en el vientre, parecido a unos espasmos, más duro, más profundo. El sudor empezó a caerle por el rostro, los senos y los hombros, mojándola bajo los brazos. Cerró los puños.

—¡Jesús! ¡Por el amor de Dios! ¡Ayúdame! ¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Traed un médico! ¡Que alguien me ayude!

Se postró de rodillas. Hincó la cabeza, apretando la frente contra las baldosas, rezando para que el dolor de sus magulladuras tapara el dolor y el movimiento de su vientre.

Debo quedarme quieta. Completamente quieta. Puede que no pase.

Sus músculos volvieron a sufrir un espasmo. Un dolor punzante y desgarrador la atravesó. Apretó las manos entre los muslos, contra la vagina, como si pudiera contener la sangre.

La luz de la lámpara fue perdiendo luminosidad, reduciéndose gradualmente hasta un chorro pequeño pero intenso. La sangre coagulada manchaba sus manos. Manchaba su piel mientras ella se aferraba desesperadamente a sí misma, empujando, empujando en la entrada del vientre; con un líquido cálido y húmedo corriéndole entre los dedos.

—¡Que alguien me ayude! Que alguien traiga a un cirujano. A aquella anciana. Cualquier cosa. Que alguien me ayude a salvarlo, ayuda, por favor, es mi hijo, ayuda...

El eco de su voz se perdió por los pasillos. Después de que este muriera, volvió el más absoluto silencio, un silencio tan intenso que incluso se oía el siseo de la lámpara fuera de la celda. El dolor murió momentáneamente, durante un minuto; rezó, con las manos entre las piernas, y el tirón volvió a comenzar, un dolor sordo, intenso, punzante y finalmente desgarrador, subiendo por su vientre a medida que se contraían los músculos.

La sangre salpicó las baldosas, haciendo que el suelo bajo ella se volviera pegajoso. La luz artificial hacía que fuera negra, no roja.

Sollozó, sollozó de alivio a medida que el dolor fue desapareciendo; gimió cuando volvió a comenzar. En su momento álgido no pudo evitarlo y gritó. Los labios de su vagina sintieron la expulsión de pegotes, negros y correosos coágulos de sangre, que resbalaron como sanguijuelas sobre sus manos y cayeron al suelo. Sentía el calor de la sangre en manos y piernas; manchando sus muslos, su vientre; dejando impresas las calientes huellas de su mano en su torso al abrazarse ella, temblando, mordiéndose el labio, gritando finalmente de dolor, y luego la sangre secándose y enfriándose sobre su piel.

—¡Robert! —Su grito suplicante murió, apagado contra las antiguas paredes alicatadas de la celda—. ¡Oh, Robert! ¡Florian! ¡Godfrey! Ayudadme, ayudadme, ayudadmeee...

Su vientre sufrió espasmos, contracciones. El dolor llegó ahora creciente como la marea, ahogándola en una agonía. Deseó quedarse inconsciente; pero su cuerpo se lo impidió. Luchó contra ello, maldijo ante la implacable necesidad física del proceso, lloró llena de una furia violenta contra... ¿Quién? ¿Qué? ¿Ella?

De todas formas no lo quería.

Oh, mierda, no...

Sus ajadas uñas le dejaron marcas con forma de media luna en las palmas de sus manos. El denso hedor de la sangre inundaba la celda. El dolor la desgarraba. Más que eso, saber lo que significaba aquel dolor la hacía pedazos. Ahora lloró en silencio, como si temiera que la oyeran.

La recorrió un escalofrío de culpabilidad.

Si no le hubiera pedido a Florian que me librara de él, esto no habría pasado.

Las suposiciones razonablemente precisas que hacía en el norte («casi vísperas», «una hora antes de maitines») habían dejado paso a la desorientación más completa: seguramente todavía sería el negro día, no la noche estrellada, pero no podía estar segura de ello. Ya no estaba segura de nada.

El dolor del vientre le hizo contraer y relajar cada músculo del cuerpo: muslos, brazos, espalda, pecho. Las contracciones involuntarias de su vientre fueron remitiendo lentamente. La inmensidad de su alivio la ahogó. Todos sus músculos se relajaron. Tenía la mirada fija, perdida.

Le dolían los pechos.

Estaba hecha un ovillo, de costado, bajo la ajedrezada iluminación de la lámpara. Ambas manos las tenía llenas de coágulos e hilillos de sangre negra, que se secaban y se volvían pegajosos. Una cosa fláccida y venosa, grande como media mano, yacía en su palma, secándose. De ella salía un hilo de carne retorcido no más grueso que un cordoncito de lino. Unido a un extremo del cordón había una masa roja gelatinosa del tamaño de una aceituna.

En el cuadrado de luz blanca podía distinguir claramente su cabeza de renacuajo y su cola curva; los miembros, meros muñones; la cabeza inhumana. Un aborto de ocho semanas.

—¡Era perfecto! —le gritó al cielo invisible—. ¡Era perfecto!

Ash se echó a llorar. Grandes sollozos jadeantes le oprimieron los pulmones. Se hizo un ovillo y lloró, con el cuerpo dolorido, estremeciéndose como si sufriera un ataque; llorando de pena, con lágrimas hirvientes chorreando por su cara en la oscuridad, aullando, aullando, aullando.