Capítulo 2
Alguien levantó el cráneo de un caballo ante el hocico de la montura de Ash. Unas cuencas blancas y huecas y largos dientes amarillos le dedicaron una sonrisa obscena, huesos blanqueados con bordes brillantes bajo la luz intensa del fuego griego.
—¡Carnaval! —bramó una voz borracha de hombre.
—¡Mierda!
El portador de la calavera de caballo agitó salvajemente los brazos en medio de un frenesí de serpentinas rojas.
La anciana y peluda yegua castaña levantó las dos patas delanteras y se retiró dando saltitos sobre las patas traseras blancas. Las herraduras de hierro sacaban chispas de las losas de pedernal.
—¡Cabronazo!
Ash tiró de las riendas, se adelantó un poco para cambiar de postura e intentar hacer bajar a la yegua encabritada. Las cadenas que le esposaban los dos tobillos y que habían pasado por debajo del vientre del caballo le irritaban la piel más tierna. La cadena del cuello, trabada a los estribos, tintineaba. La yegua levantó la boca de golpe mientras la espuma cremosa le chorreaba por el cuello.
—Baja —ordenó Ash al tiempo que intentaba dar la vuelta a la yegua y alejarse de la multitud que ocupaba la calle. Los caballos de dos soldados se acercaron por ambos flancos y se aproximaron lo suficiente para amenazarle las rodillas; tenía otros dos caballos bien entrenados en la retaguardia—. ¡Tranquila!
Uno de los jinetes de la escolta que iba delante se inclinó y cogió la brida de la yegua con una mano. Una vez que la tranquilizó, le lanzó un golpe al rostro enmascarado del juerguista. El hombre se alejó tambaleándose, gritando, borracho, y desapareció entre la multitud.
Se acercó un segundo hombre a caballo.
—Saldremos de la ciudad —anunció Fernando del Guiz, encumbrado en la silla, al lado de su mujer, mientras tranquilizaba al pájaro encapuchado que se le agarraba a la muñeca: demasiado pequeño para ser un azor, demasiado grande para ser un halcón peregrino.
No la inundó el deseo, como había ocurrido cuando lo había visto antes; solo la familiaridad absoluta y sorprendente del rostro masculino hizo que el corazón le diera un vuelco, uno solo, por el susto.
Seis miembros de la escolta se pusieron de inmediato en cabeza y la emprendieron a golpes con los juerguistas de Cartago para hacerlos a un lado. Ash, con el aire frío mordiéndole la cara, azuzó a la yegua con las rodillas; y cuando por fin pudo soltar las manos sin peligro, se ajustó la capucha forrada de piel alrededor del rostro y se envolvió el cuerpo con firmeza con el manto de lana forrado de lino.
—Hijo de puta —murmuró—. ¿Cómo espera nadie que monte así?
Las cadenas que iban de tobillo a tobillo y que rodeaban el cuerpo de la yegua por debajo la aprisionaban. Incluso con un resbalón accidental que la sacara de la silla se vería arrastrada, cabeza abajo, por las calles pavimentadas; una muerte quizá no mucho mejor que la que Leofrico le tenía preparada.
—Vamos, bonita —la tranquilizó Ash. La yegua, más contenta al verse rodeada por nueve o diez de sus compañeros de establo, volvió a avanzar penosamente entre los compañeros de Fernando del Guiz. Tropas alemanas armadas, sobre todo. Alerta y hostiles.
Un fuego griego intenso, de un color azul blanquecino, ardía sobre las avenidas rectas como reglas y arrojaba una luz de alta definición sobre hombres que llevaban máscaras de garza real, calaveras de gato de cuero pintado y cabezas de jabalíes con cuchillos en lugar de colmillos. Creyó ver una mujer pero se dio cuenta de que era un mercader barbudo con una túnica de mujer. Duras voces masculinas cantaban a su alrededor y el ruido resonaba en las paredes de los edificios, la multitud solo se apartaba cuando la golpeaban los escoltas con la parte plana de las espadas. Fernando del Guiz, seguido por sus escuderos, tiró de las riendas de su roano castrado.
Un hombre situado sobre la verja de la ciudad gritó en un godo cartaginés, rápido y gutural.
—¡Chulo mariconazo alemán!
Ash reunió una cierta cantidad temblorosa de serenidad y dijo, antes de que se le ocurriera que no era lo más inteligente, en aquellas circunstancias:
—Vaya, vaya. Alguien que reconoce tu estandarte personal. ¿Qué te parece?
La cara de Fernando no era especialmente visible detrás de la barra nasal del yelmo de acero con forma de bellota: la joven no pudo leer su expresión.
La mercenaria notó que el joven montaba el castrado roano de un color negro intenso con un gesto un tanto cansado y que el sobretodo de la librea del águila parecía gastado por algunos sitios y tenía una costura descosida. Había algo en su postura que sugería momentos difíciles y que la hizo pensar que (por muy necesario que sea para la supervivencia), el papel de renegado no le está resultando fácil.
El joven le pasó el ave rapaz a un escudero y se quitó el casco.
—Ya puedes dejar de pegarme. Me han permitido conservar Guizburg. —Su voz parecía afligida, pero teñida con una pizca de humor, cuando la mercenaria se encontró con sus ojos verdes, enrojecidos por el polvo e inyectados en sangre: los ojos de un hombre que no duerme muy bien—. Así que sí, sigue siendo mi librea.
La mercenaria sintió que el calor le inundaba la cara, aunque el aire helado lo disimuló y se quedó mirando la oscuridad que los esperaba más allá de las puertas de la ciudad.
Medio centímetro de acero, prosaico e incontestable, le encierra el cuello, las muñecas y los tobillos. Las cadenas la atan al caballo. Una guardia armada la rodea y no tiene amigos armados. Tal y como están las cosas, saldrá al desierto que espera fuera de Cartago y volverá a entrar en Cartago dentro de una hora o así.
Quizá se arriesgue a asustar a la yegua, se arriesgue a que la patee y la pisotee en el poco probable caso de que el animal se desboque. Aun así, sigue atrapada por unos eslabones de acero que Dickon Stour podría cortar con un solo golpe en el yunque, pero Dickon está a medio mundo de distancia, si es que no está muerto. Si es que no están todos muertos.
No es el hecho de pedirle ayuda a Fernando lo que la avergüenza.
Bufó con una risa divertida que salió demasiado aguda y se limpió los ojos inundados.
—Fernando ¿qué quieres, para dejarme ir? Solo para que me des la espalda durante cinco minutos, eso es todo.
—Leofrico me haría matar. —Había una certeza bien informada en su tono—. No hay nada que puedas ofrecerme. He visto lo que le hace a la gente.
—Estás aquí, en su casa, debes de disponer de su favor. Podrías salir impune...
—No me dejan elegir si quiero estar aquí o no. —El caballero europeo con armadura visigoda bufó—. Si no fuera tu marido, me habrían ejecutado después de Auxonne por deserción. Siguen pensando que soy una palanca que pueden utilizar contigo. Una fuente de información.
—Entonces ayúdame a escapar. —Parecía insegura, incluso a sus propios oídos—. Porque dentro de dos o tres días, Leofrico me va a atar y me va a abrir en canal, ¡y entonces tú también sobrarás!
—¿Qué? —El joven le lanzó una mirada alarmada que por un segundo le devolvió a Ash a Floria del Guiz, la expresión de su hermana en el rostro masculino. Angustia y luego—: ¡No! ¡No puedo hacer nada!
Le pasó por la cabeza la idea de que
—Bueno, que te jodan —dijo temblorosa y sin aliento—. Eso es más o menos lo que pensé que dirías. ¡Tienes que escucharme!
El ruido de sus caballos mientras pasaban bajo las puertas de la ciudad ahogó su voz.
La mirada que le lanzó su marido fue incapaz de interpretarla.
Al salir a campo abierto, fuera de los muros, las luces de la ciudad la dejaron medio ciega bajo la oscuridad del campo. Sintió que estaba agarrando las riendas con demasiada fuerza y las soltó un poco. La yegua se impacientó y se acercó al castrado de Fernando. Ash levantó la cabeza hacia el cielo negro, brillante y lleno de estrellas que relucían claras en el aire helado.
Sus ojos se acostumbraron y se encontró con que las estrellas brillaban con tanta fuerza como la Luna. Vio con claridad que el rostro masculino se había ruborizado.
—Por favor —dijo la joven.
—No puedo.
Un viento crudo le azotó la cara. El estómago se le revolvía, a punto de sufrir un ataque de pánico y pensó,
Capricornio pendía en lo más alto del arco del cielo. Salieron a una avenida pavimentada. A ambos lados, los grandes arcos de ladrillo de los acueductos gemelos recorrían el camino de vuelta a la ciudad
La joven dejó que la yegua se retrasara un poco.
—Ash... —el tono de Fernando pretendía advertirla.
—Sigue... —cloqueó Ash. La yegua, con su pelo de invierno, se adelantó y con dos largas zancadas se colocó de nuevo en el centro del grupo de jinetes, al lado de Fernando. Ash se irguió en la silla y miró entre los guardias armados.
Se sorprendió al oírse decir en voz alta.
—¿Qué es eso? —Luego se corrigió—. ¿Esas cosas?
Fernando del Guiz dijo:
—El bestiario de piedra del rey califa.
Bajo cada arco del acueducto descansaban grandes bestias de piedra tallada, agachados como para atacar, cinco o seis veces más grandes que un hombre.
Al pasar al lado de un arco del acueducto, Ash vio en la sombra del color del carbón una gran bestia tallada. La piedra pálida y gastada resplandecía, cinco o seis veces más grande que un hombre.
Era, pudo distinguir la mercenaria, el cuerpo de un león con la cabeza de una mujer: el rostro de piedra con los ojos almendrados, la expresión casi una sonrisa.
Cuando la avenida se acercó al siguiente arco, la joven vio otra estatua dentro. Era de ladrillo, con la forma y las curvas del flanco de una cierva: el cuello rodeado por una corona y los cuernos diminutos rotos. Ash volvió la cabeza para mirar al otro lado de la avenida. El acueducto que había allí estaba inmerso en sombras más profundas pero había algo que brillaba dentro de los arcos negros: una estatua de granito abrupto de un hombre con cabeza de serpiente
Con la boca seca por un miedo nuevo, de repente preguntó:
—¿Adónde vamos, Fernando?
—De caza.
—Ya. Claro. —
Le llamó la atención un movimiento. Un grupo de jinetes que esperaban entre las sombras del acueducto.
—Cabalgaremos hasta las pirámides —anunció Fernando al grupo de visigodos que los esperaban—. ¡La caza es allí mejor!
El aire helado le mordía la cara y los dedos sin guantes. Llevaba el manto extendido, cubriéndole las piernas ataviadas con la fina lana de la túnica y los flancos de la yegua. Esta seguía adelante penosamente, incluso menos vivaz ahora que había salido de la ciudad. Ash forzó la vista para mirar lo que la esperaba delante, lejos de la ciudad, al sur. La avenida y los acueductos se alejaban paralelamente y se internaban en la oscuridad plateada. Hacia la libertad.
Y mientras miraba, la masa de guardias giró y se la llevó con ellos, hacia el campo plano y estéril; la joven aminoró el paso, en parte por el suelo incierto, en parte para ver si podía quedarse atrás sin que nadie lo notara.
Una antorcha de brea chisporroteó detrás de ella. Bajo su luz amarillenta vio que los jinetes más cercanos eran Fernando del Guiz y un muchacho visigodo moreno con una barba escasa y rizada. El muchacho cabalgaba con la cabeza desnuda, vestía con nobleza y había algo en su cara que despertaba recuerdos en la mercenaria.
—¿Quién es esta, tío? —El chico utilizó lo que Ash reconoció como un título honorífico más que familiar—. Tío, ¿por qué está esta esclava con nosotros? No sabe cazar. Es una mujer.
—Oh, sí que caza —dijo Fernando muy serio. Sus ojos se encontraron con los de Ash por encima de la cabeza del muchacho—. Presas de dos patas.
—Tío, no te entiendo.
—Es Ash —dijo Fernando con resignación—. Mi esposa.
—El hijo de Gelimer no cabalga con una mujer. —El muchacho cerró la boca de golpe, le lanzó a Ash una mirada furiosa de asco absoluto y azuzó a su montura, que lo llevó hacia los escuderos y las aves.
—¿El hijo de Gelimer? —La joven ahogó una exclamación bajo el viento frío y miró a Fernando.
—Ah, ese es Witiza. Vive en la casa de Leofrico. —Fernando se encogió de hombros, incómodo—. Uno de los sobrinos del
—Ya, a eso se le llama «tener rehenes»...
Creció aquel miedo nuevo. No hizo más preguntas, pues sabía que no habría respuestas, y siguió cabalgando con todos los sentidos agudizados por la aprensión. Al mirar a Witiza, pensó con una punzada de dolor,
Volvió la cabeza, se perdió lo que estaban diciendo el muchacho y los escuderos (algún debate sobre cetrería) y siguió cabalgando a ciegas, con los ojos por un momento bañados en lágrimas. Cuando volvió a levantar la mirada, Witiza se había adelantado y se estaba riendo con los hombres de armas de Del Guiz. Fernando seguía cabalgando a su derecha.
—¡Solo deja que me aleje con el caballo! —susurró la mercenaria.
La cabeza del joven caballero alemán se volvió. La mujer recordó de repente su rostro con la marca roja de un golpe hinchándose bajo el labio. Aparte del primer comentario de su marido, era algo que no se mencionaba y ella sintió que se interponía entre los dos.
—Lo siento —dijo la mercenaria con un esfuerzo.
Fernando se encogió de hombros.
—Yo también.
—No, yo... —sacudió la cabeza. Otros asuntos más urgentes se le presentaron, atraídos por la imagen de él en Dijon—. ¿Qué le pasó a mi compañía en Auxonne? ¡Al menos puedes decirme eso! Deberías saberlo, estás en la casa de Leofrico.
Luego, incapaz de contener la amargura de su tono:
—¿O no lo viste... dado que te fuiste tan pronto?
—¿Me creerías si te lo dijera? —No era una provocación. La mercenaria no podía estar al tanto de todo lo que ocurría a su alrededor. Apenas era consciente de por dónde cabalgaba cada uno de los hombres de armas alemanes, que quizá estuvieran bebiendo de un odre de vino y por tanto no estarían tan alerta más tarde, que estaban prestando más atención a los escuderos que llevaban las aves rapaces con campanillas que a sus obligaciones de escolta. Era imposible estar al tanto de esto y no saber también que Fernando había hablado sin malicia, solo con una especie de curiosidad cansada.
—Muy poco —dijo Ash con honestidad—. Me creería muy poco de lo que me dijeras.
—¿Porque soy un traidor, a tus ojos?
—No —dijo ella—. Porque eres un traidor a tus propios ojos.
Fernando gruñó, sorprendido.
El paso desigual de la yegua devolvió la atención de la mujer al suelo, plateado y amarillo bajo la luz de las estrellas y de las teas. El viento frío levantaba humo de la brea ardiente y lo azotaba contra su rostro; tosió al sentir aquel olor amargo.
—No sé lo que le pasó a tu compañía. No lo vi y no pregunté. —Fernando le lanzó una mirada—. ¿Por qué quieres saberlo? ¡De todos modos contigo todos terminan muertos!
La joven se quedó sin aliento por un momento.
—Sí... Pierdo a algunos. La guerra mata a la gente. Pero, en cualquier caso, es decisión suya seguirme.
En su memoria alberga las imágenes de los gólems, las carretas, los lanzadores de fuego. No quiere pensar
—Y la mía es decir que me responsabilizo de ellos mientras dura nuestro contrato. ¡Quiero saber lo que ha pasado!
Se permitió mirar a su marido directamente y se encontró viéndose en sus ojos cansados y enrojecidos. Tenía el pelo rizado más largo, enmarañado alrededor de la cara; parecía más cerca de los treinta que de los veinte,
No sabía qué expresión tenía ella en la cara, no podía saber que parecía al mismo tiempo mucho más joven, mucho más abierta y vulnerable y a la vez también parecía haber envejecido. Agotada, no por una vida pasada en campaña, sino por las noches que había pasado despierta en Dijon, pensando en esto, imaginándose las palabras que pronunciaría, con el cuerpo dolorido por apretarse contra el de él, envolver sus caderas con sus piernas e introducirlo en lo más profundo de su ser.
Y su mente la despreciab a por desear tanto a un hombre débil.
—No lo sé —murmuró él.
—¿Y qué te tienen haciendo ahora? —dijo Ash—. Ese es el hijo de Gelimer. El lord
El rostro masculino, hermoso y destrozado, se quedó por un momento en blanco.
—¡No! —La voz de Fernando se elevó en un grito. Se obligó luego a guardar silencio y agitó los brazos en un gesto tranquilizador dedicado a Witiza y los escuderos—. No. Eres mi mujer, ¡no te llevaría a que te asesinaran!
Ash deslizó las riendas entre el índice y el pulgar, con los ojos clavados en los jinetes que la rodeaban y dijo con amargura:
—Creo que harías cualquier cosa. ¡En cuanto alguien te amenazara! De todas formas me odiabas, Fernando. Desde el momento en que nos conocimos en Génova.
Él se ruborizó.
—¡Entonces era un chiquillo! ¡Tenía quince años! ¡No puedes echarme la culpa por la broma pesada de un niño salvaje!
Hubo un zumbido, que provocó un estruendo confuso en aquella tierra desolada. Un pájaro salió de debajo de uno de los cascos del caballo. Ash se puso tensa, a punto ya de clavar los talones. Las tropas alemanas se acercaron en fila de a dos y la rodearon; la joven se relajó de forma casi imperceptible.
El sonido de los cascos sobre la tierra dio paso al estruendo de las herraduras en la piedra: la masa de tropas que salía del desierto y se adentraba en las antiguas losas. A la joven se le revolvió el vientre. Miró hacia delante y forzó los ojos para ver más caballos: ahora esperaba una emboscada de los hombres del
Unas formas oscuras emborronaron el cielo.
Colinas, pensó ella, antes de que sus ojos percibieran su regularidad. El ruido de los cascos de los caballos despertaba ecos en las superficies planas que dibujaban una pendiente; de tal forma que su segundo temor fue que estaba cabalgando por un valle escarpado, pero los lados, incluso bajo la luz de las estrellas, eran demasiado regulares. Planos lisos con bordes bien marcados.
Pirámides.
Las estrellas marcaban los bordes de la piedra. Su luz desangraba el color de los lados de las pirámides: estructuras inmensas hechas de piedra tallada, construidas a partir de cien mil ladrillos de cieno rojo, revestidas de yeso pintado con tonos brillantes. Ash cabalgaba entre hombres armados, entre las pirámides de Cartago. No podía decir nada; silenciada, solo podía levantar la cabeza y mirar a su alrededor, sin pensar en el viento helado que aullaba alrededor de los colosales monumentos funerarios de piedra.
Vio que todos los grandes frescos estaban desvaídos, dañados por siglos de inclemencias del tiempo y oscuridad. El yeso se desprendía de las tumbas y yacía fragmentado sobre las losas del suelo. Su yegua pisó un fragmento pintado con un ojo dorado: una leona con la luna entre las cejas. Crujía como la escarcha.
Bajo el revestimiento desvaído y escamado permanecía la regularidad exacta y mecánica de las pirámides que se extendían a lo lejos en todas direcciones, hasta donde le llegaba la vista... y vio diez o doce, con las siluetas recortadas contra las estrellas. Le dolía el cuello de mirar hacia arriba y la cadena de acero se le clavaba en la carne.
—¡Cristo! —susurró.
Se oyó el canto de una lechuza.
Dio un salto y la yegua se sobresaltó, pero no demasiado; la joven se inclinó hacia delante para colocar una mano tranquilizadora en el cuello de la bestia.
Un par de alas se extendieron sobre el brazo de un escudero, un poco más adelante. Dos ojos planos y amarillos la miraron relucientes en medio de aquella oscuridad iluminada por las estrellas. El escudero levantó el brazo. La gran lechuza se elevó en silencio y descendió en picado sobre la noche.
—Estás practicando la cetrería con lechuzas —dijo Ash maravillada—. Estás practicando la cetrería, con lechuzas, en un cementerio.
—Es un pasatiempo visigodo. —Fernando se encogió de hombros.
Dado que el grupo se había detenido, la mayor parte de los guardias estaba formando un tosco círculo entre dos de las inmensas pirámides de arenisca. No había espacio para galopar entre ellos, vio Ash; ni siquiera con un caballo que no tuviera doce años, estuviera sobrealimentado y encima se tambaleara. Miró por encima del hombro. Cartago era invisible, salvo por un fulgor blanco que recortaba un risco interrumpido, que pensó que podría ser el lejano fuego griego.
Se le erizó el vello de la nuca.
Una muerte blanca y silenciosa bajó en picado y sobrevoló su cabeza, tan cerca que los plumones de las alas le rozaron las cicatrices de la mejilla.
Una lechuza.
Con una sensación de alivio puro y fútil, hizo una pregunta banal.
—¿Qué cazan aquí fuera?
—Caza menor. Ratas de barranco. Serpientes venenosas.
—¿Te crees que me voy a quedar aquí sentada, esperando?
Fernando cambió de postura en la silla. Algo lanzó un gruñido cascado, a lo lejos, entre las pirámides. Parecía un gato salvaje. Ash miró a los jinetes alemanes de Fernando; dos o tres lanzaron miradas nerviosas a la oscuridad, el resto la vigilaban.
¡Mierda! ¡Tengo que hacer algo!
Fernando se acomodó en la silla.
—Hay noticias sobre el tratado de paz francés. Su Arácnida Majestad Luis ha firmado. Francia está ahora en paz con el Imperio visigodo.
El jaco de Fernando acercó la boca a los arreos de la yegua y la lamió. La yegua hizo caso omiso y hociqueó entre las losas en busca de largos manojos de hierba quemados por la escarcha.
—Va a terminar la guerra. Ya no queda nadie para luchar salvo Borgoña.
—E Inglaterra, si es que terminan alguna vez de librar sus guerras civiles. Y el sultán —dijo Ash con aire ausente y la vista fija en la oscuridad—. Cuando Mehmet y el Imperio turco decidan que ya os habéis agotado luchando en Europa y que estáis maduros para la cosecha.
—¡Mujer, estás obsesionada con la guerra!
—Yo... —la mercenaria se interrumpió.
Se había materializado lo que había estado buscando en la distancia.
No era una tropa de soldados.
Dos escuderos con lechuzas saciadas en las muñecas salían caminando tras la esquina de una pirámide con una docena o más de serpientes muertas clavadas en un palo que llevaban entre los dos.
Los saltos que le estaba dando el corazón se ralentizaron y la joven se giró en la silla para mirar a Fernando. Tanto ella como la yegua estaban heladas, se estaban quedando tiesas; le dio unos golpecitos al animal para que echara a andar, con Del Guiz cabalgando a su lado y mirándola con una expresión de angustia en los ojos.
Quería saber.
—¿De verdad crees que el
Fernando ignoró la pregunta.
—Por favor —dijo ella—. Por favor, déjame ir. Antes de que ocurra algo aquí, antes de que me vuelvan a coger..., por favor.
El cabello del joven adquirió un tono dorado bajo la luz de las teas que sacó un fulgor de color de su librea verde y del pomo dorado de la espada de jinete. La mercenaria pensó que su marido podría llevar un peto sobre la cota de malla, bajo la chaqueta de la librea.
—Me he estado preguntando —dijo él—por qué te siguen los hombres. Por qué siguen los hombres a una mujer.
Con un cierto humor macabro, que puede espantar el miedo durante segundos enteros, Ash dijo:
—Con frecuencia no me siguen. ¡En la mayor parte de los sitios en los que he estado, he tenido que luchar contra mis propias tropas antes de luchar contra el enemigo!
Bajo la luz de las antorchas, la expresión del hombre cambia. Cuando baja la vista para mirarla, desde la silla del caballo de guerra visigodo, es con la consciencia instintiva de la anchura de sus hombros, que empiezan a adquirir el tamaño definitivo del adulto y de los músculos duros de un hombre que se entrena a diario para la guerra con armas cortantes.
—¡Eres una mujer! —protestó Fernando—. Si te hubiera golpeado, te habría roto la mandíbula, o el cuello. No eres en absoluto tan fuerte como yo. ¿Cómo es que haces lo que haces?
Es cierto, por irrelevante que sea en este momento, que ella no lo golpeó con todas sus fuerzas, ni con un arma, ni utilizando lo que sabe, porque sabe por dónde se rompe un cuerpo humano. Podría haberlo dejado ciego. Sorprendida de la desgana que sentía (
—No tengo que ser tan fuerte como tú. Solo tengo que ser lo bastante fuerte.
Él la miró con una expresión vacía.
—¿«Lo bastante fuerte»?
Ash levantó la vista.
—No tengo que ser más fuerte que tú. Solo tengo que ser lo bastante fuerte para matarte.
Fernando abrió la boca y luego la volvió a cerrar.
—Soy lo bastante fuerte para utilizar una espada o un hacha —dijo mientras se acurrucaba en su manto y escuchaba. Nada salvo las llamadas de caza de las lechuzas—. Y eso es solo entrenamiento, elegir el momento adecuado, equilibrio. No levantamiento de pesas.
El joven se sopló las manos, como si quisiera calentarse y sin mirarla dijo:
—Sé por qué te siguen los hombres. Eres una mujer solo por casualidad. Lo que de verdad eres es un soldado.
En su recuerdo se ve arrojada de nuevo a la celda, ve a Gaiserico, Fravitta, Barbas, Teodorico; una violencia que apenas se detiene en la violación; a la sangre derramada; esboza una mueca.
—¡Y eso no es nada de lo que enorgullecerse!
Las cadenas le irritan las muñecas.
—Es lo que tengo que ser, para hacer lo que hago.
—¿Por qué haces lo que haces?
La mercenaria ahogó una carcajada: estaba hastiada, casi al borde de la histeria.
—¡No eres la persona de quien yo esperaría esa pregunta! Tú eres el que se ha pasado la vida entera entrenándose para llevar una armadura y utilizar una espada. El caballero eres tú. ¿Por qué haces lo que haces?
—Yo ya no lo hago.
Lo que podría haber de adolescente en su tono había desaparecido. Se limitaba a hacer una afirmación tranquila. Distraída, dejó de buscar el sonido de unos cascos y contempló el camisote de malla visigodo, el caballo entrenado que montaba y la espada que llevaba en el costado del cinturón; y le permitió ver que lo miraba.
Fernando afirmó:
—Yo no mato a nadie.
Ash tomó nota mentalmente que la frase de cualquier otro caballero habría terminado en «nadie más» al mismo tiempo que abría la boca y decía sin querer:
—¡Y una puta mierda de cerdo! ¿Ese camisote es un regalo de Leofrico?
—Si no llevo armadura o espada, nadie de la casa de Leofrico escucha ni una palabra de lo que digo.
—Sí, ¿y qué te dice eso?
—¡Eso no significa que esté bien!
—Hay muchas cosas que no son como deberían ser —dijo Ash con severidad—. Pregúntale a mi sacerdote por qué mueren los hombres de enfermedad, de hambre, o por voluntad de Dios.
—Nosotros no tenemos que matar —dijo Fernando.
Bufó un caballo, muy cerca. A la mercenaria se le aceleró el pulso antes de darse cuenta de que era una de las monturas de la escolta.
—¡Estás tan loca como ella! La Faris —dijo Fernando—. Yo era uno de los oficiales que estaban con ella antes de Auxonne
Ash levantó las cejas plateadas.
—¿En qué sentido?
Se dio cuenta de que Fernando la estaba mirando fijamente.
—¿No te parece una locura andar por unos terrenos perfectamente adecuados para pastos y decidir qué partes puedes utilizar para quemarle la cara a la gente, rebanarles las piernas o atravesarles el pecho disparándoles rocas?
—¿Qué quieres que te diga, que me quedo despierta por las noches preocupándome por eso?
—No estaría mal —asintió él—. Pero no me lo digas; no te creería.
Entonces saltó una ira repentina.
—Sí, claro, pues yo no veo que te acerques al rey califa y le digas: oye, invadir la cristiandad está mal, ¿por qué no somos todos amigos? Y no creo que le hayas dicho a la casa de Leofrico: no, no quiero el caballo y el equipo, gracias; ya no quiero ser guerrero. ¿Lo hiciste?
—No —murmuró él.
—¿Dónde está el cilicio, Fernando? ¿Dónde están las túnicas de monje en lugar de la armadura? ¿Exactamente cuándo piensas hacer los votos de pobreza y obediencia e ir por ahí diciéndole a los nobles del rey califa que dejen las armas? ¡Te colgarían por el culo!
El joven dijo:
—Tengo demasiado miedo como para intentarlo.
—¿Entonces cómo puedes decirme a mí...?
Ei muchacho cortó su indignada protesta.
—El hecho de que vea lo que está bien no significa que pueda hacerlo.
—¿En serio me estás diciendo que tú no piensas levantarte y protestar contra esta guerra pero que esperas que yo deje el trabajo con el que me gano la vida? ¡Por Dios, Fernando!
—Creí, dado dónde estás, que sabrías lo que siento.
A punto de escupir un comentario ingenioso, Ash sintió un escalofrío en el vientre que no tenía nada que ver con el frío viento. Tragó saliva. Tenía la boca seca. Por fin dijo:
—Aquí estoy sola. No tengo a mi gente conmigo.
Fernando del Guiz no hizo ningún comentario sarcástico ni destructivo; se limitó a asentir para darle la razón.
Ash dijo:
—Haré un trato contigo. Me liberas, aquí, me dejas que me interne en el desierto con el caballo, antes de que llegue nadie más. Y yo te diré cómo puedes hacer que se anule el matrimonio de forma legítima. Entonces ya no tienes nada que ver conmigo y todo el mundo lo sabrá.
La mercenaria volvió a hacer girar la yegua dentro del círculo de tropas que la rodeaba. La atravesó una oleada de miedo.
Oyó decir a Fernando:
—¿Por qué podría anular el matrimonio? ¿Porque eres una villana, nacida de esclavos?
—Porque querrás un heredero. Yo soy estéril —dijo Ash.
Fue consciente de que sus manos desnudas se aferraban al pomo de la silla y que los músculos de los hombros se le ponían rígidos contra... ¿qué? ¿Un puñetazo, un golpe de látigo? Levantó la vista y miró rápidamente a Fernando del Guiz.
—¿Lo eres? —Las líneas del rostro masculino solo mostraban un asombro asqueado—. ¿Cómo lo sabes?
—Estaba en estado en Dijon. —Ash se dio cuenta de que no podía soltar las manos. Las riendas de cuero, enrolladas alrededor del pomo, le cortaban los dedos fríos. No apartó la mirada del rostro masculino en el círculo que dibujaba la luz de las antorchas—. Lo perdí, aquí; no importa cómo. Para mí ya no es posible tener otro.
Esperaba un ataque de furia y se puso tensa para defenderse de un golpe.
—¿Mi hijo? —dijo él asombrado.
—Un hijo o una hija. Era demasiado pronto para saberlo. —Ash sintió que la boca se le deformaba en una dolorida sonrisa—. No me has preguntado si era tuyo.
Fernando se quedó mirando a lo lejos, hacia las pirámides oscuras, pero sin verlas.
—Mi hijo o mi hija. —Su mirada volvió a clavarse en Ash—. ¿Te hicieron daño? ¿Por eso lo perdiste?
—¡Pues claro que me hicieron daño!
El joven inclinó la cabeza. Sin mirarla dijo:
—No pretendía... ¿Ocurrió mientras nos dirigíamos a Ge...? —se detuvo.
—A Génova —terminó Ash por él—. Qué irónico, ¿verdad? Mientras estábamos en el río.
Por un momento se rodeó la cara con las dos manos. Luego se puso derecho en la silla. Echó atrás los hombros. La luz de las teas refulgía en sus ojos, que brillaban húmedos; y Ash, con el ceño fruncido, vio que se despojaba del guantelete y estiraba una mano hacia ella. Su expresión albergaba dolor, un humor lleno de ironía y una empatía pura, sin diluir, que estaba empezando a destrozarla.
—A veces me pregunto: ¿cómo he terminado siendo esta persona? — Fernando se llevó los nudillos de la otra mano a la boca y luego los quitó para añadir—. No habría tenido mucho que dejarle. Una torre en Baviera y una reputación ennegrecida.
El dolor de su marido la golpeó, con dureza, bajo el esternón. La mercenaria lo apartó de un golpe:
Él exclamó:
—¡Deberías habérmelo dicho en Dijon! Habría...
—¿Cambiado de bando? —terminó ella con tono irónico; pero también extendió la mano y cogió la de él, piel cálida en la noche fría—. Para cuando me enteré, ya te habías ido.
El joven le apretó aún más la mano.
—Lo siento —dijo él en voz baja—, en mí no habrías tenido un gran marido.
A la mercenaria se le ocurrió una respuesta irónica pero no dijo nada. A pesar de toda su estupidez, lo que brillaba en el rostro de su marido cuando se inclinó en la silla hacia ella era un arrepentimiento auténtico.
—Te mereces algo mejor.
La joven le soltó la mano y volvió a acomodarse en el cuero frío de la silla. Sobre ella, unas finas nubes empezaron a ocultar las estrellas.
—Soy estéril —dijo con tono neutro—. Y ya está. No me digas que no quieres la anulación. Siempre se puede dar de lado a una esposa estéril.
—No sé si estamos casados. Los abogados de Leofrico lo están discutiendo.
Fernando giró el castrado y empezó a cruzar el campo abierto.
—Eres una cautiva. O bien eres de mi propiedad, porque me casé contigo... o bien no tenías derecho a aceptar ningún contrato y el matrimonio es nulo. Elige tú. A mí no me importa. Se sostenga la bendición de la iglesia o no, esta gente sigue pensando que soy el que sabe algo de ti. ¡Por eso me embarcaron y trajeron aquí abajo!
La atravesó un escalofrío, interior y exterior, y dijo:
—Fernando, me van a matar. Uno u otro de estos grandes señores. Por favor, por favor, déjame ir.
—No —dijo él otra vez y el viento frío lo despeinó. El joven miró a Witiza y los escuderos, absortos en las minucias de la caza y Ash comprendió que se estaba imaginando un niño rubio de la misma edad.
Una lechuza de granero se deslizó por la oscuridad como si el aire fuera aceite, planeó por la superficie inclinada de una pirámide para desvanecerse luego en la negrura.
—¡Cómo puedes dejar que ocurra esto! Siento haberte pegado —dijo Ash en un impulso—. Sé que tienes miedo. Pero por favor...
Fernando, con la voz dura y el rostro cada vez más rojo, soltó de repente:
—¡Estoy intentando mantener la cabeza sobre los hombros mientras estos paganos ungen a otro de sus malditos califas! ¡No sabes lo que es eso para mí!
Ash habla con los esclavos. Sabe que, arriba, en el palacio, en los pasillos de piedra calada resuenan los gritos de los candidatos fracasados al trono del califa.
—Oh, sí que lo sé. —Ash dejó las riendas de la yegua castaña bajo la rodilla envuelta en la túnica y se sopló los dedos blancos. Una carcajada le presionaba el esternón, o quizá fueran lágrimas—. Recuerdo algo que me dijo Angelotti en cierta ocasión. Me dijo: «los visigodos son una monarquía electiva... un método que podríamos llamar ¡sucesión por magnicidio!».
—¿Quién es Angelotti, por el amor de Nuestra Señora?
—Mi maestro artillero. Se preparó aquí. Tú le diste empleo, durante un breve periodo de tiempo. Claro que tú —dijo Ash— no te acordarías.
Por encima de sus cabezas las estrellas se habían desplazado hasta la medianoche, o casi. La mercenaria no vio ninguna luna. La fase oscura, entonces. Tres semanas después de la batalla de Auxonne. El viento helado empezó a cesar, aún le helaba la cara; la joven levantó la cabeza al oír el sonido metálico de un bocado y una brida, medio segundo antes de que lo oyeran los hombres de armas alemanes, que bajaron las lanzas y cerraron los visores.
Fernando ladró una orden. Ash vio que las lanzas volvían a la posición de descanso. Era obvio que esperaban a los recién llegados.
Se le hundió el estómago. Se sujetó a la silla con una mano, estiró la otra e intentó coger la espada de su marido. La mano masculina, embutida en un guantelete de cuero, le dio un golpe y le aplastó los dedos. Luego le agarró las dos muñecas.
—¡No van a matarte!
—¡Eso lo dirás tú!
Se aproximaron unos caballos entre los lados encumbrados de las pirámides, sus antorchas enviaban sombras que lamían el antiguo pavimento de piedra. Ash olió el sudor equino. Los flancos de la yegua castaña se cubrieron de una espuma blanca cuando dio unos pasos atrás y apretó la grupa contra el castrado de Fernando. Los recién llegados vestían cota de malla, había una docena o más y la mercenaria abrió la boca para decir:
—Doce jinetes, espadas, lanzas. —Se dirigía a la máquina, lista ya (ahora que ya no importaba); en tal apuro, lista para romper el silencio, pero luego pensó,
El muchacho, Witiza, le metió en la mano a un escudero su lechuza de caza y se adelantó con el caballo. Un cuerno agudo cortó el silencio.
No procedía del nuevo grupo... sino de más atrás.
Ash lo oyó y se levantó en los estribos, como si la yegua fuera un caballo de guerra, para intentar ver lo que había más adelante, bajo la luz parpadeante de las antorchas.
—Exactamente, ¿cuánta compañía esperabas? —inquirió con tono cáustico.
Fernando del Guiz gimió.
—Mierda... —y soltó la espada de la boca de la vaina a tientas.
Ya había las antorchas suficientes entre las dos pirámides para que Ash pudiera ver con claridad. Las paredes de yeso desmigajado lucían jeroglíficos desvaídos de color blanco, dorado y azul, y las imágenes en dos dimensiones de mujeres con cabeza de vaca y hombres con cabeza de chacal.
El lord
Ash siguió la mirada del hombre.
Treinta o cuarenta caballos más salieron de la oscuridad y se acercaron.
Llevaban hombres con cotas de malla que cabalgaban con lanzas en posición de descanso. La mercenaria vio un pendón con el dibujo de una rueda dentada y se encontró mirando unos rostros cubiertos por yelmos que de todos modos conocía: el
Los cuarenta hombres de Alderico, en todo su esplendor.
—Que Dios os conceda a todos una buena noche —dijo el
Ash se llevó una mano a la boca con gesto pensativo y evitó de forma deliberada los ojos de Alderico. El soldado apenas dio dignidad a sus palabras adoptando el tono de una petición.
La joven vio que el lord
—Si no queda más remedio —dijo sin elegancia.
—No sería buena idea dejaros solo aquí fuera, señor. —Alderico pasó a su lado y llevó su montura gris, fuerte y picada por las pulgas, al lado de la yegua de Ash—. Y lo mismo va para vos, Sir Fernando, me temo.
Fernando del Guiz empezó a gritar, con un ojo clavado con ansia en el noble visigodo, Gelimer.
Ash se mordió el labio. Era eso, o gritar, o aclamar o empezar a lanzar carcajadas histéricas. El viento frío heló el sudor que le corría por debajo de los brazos y por la espalda.
Vio un palafrén pardo que se acercaba tras los pasos de Alderico. El jinete, cuyos pies parecían casi tocar el suelo por ambos lados, se retiró la capucha.
—Godfrey —lo saludó Ash.
—Jefa.
—¿Entonces Leofrico se entera de quién le está apretando las tuercas a mi marido?
La mercenaria obligó a la yegua a alejarse un paso de Fernando del Guiz, que le rugía furioso al
—Estaba hablando con el
—¿Supongo que no habrás traído un par de tenazas? Es posible que pudiera conseguir escapar, justo ahora.
—Los hombres del
—Maldita sea... Esperaba que se enfrentaran. Quizá pudiera haber salido de aquí. —Ash se frotó las palmas de las manos contra la cara y las sacó calientes y húmedas de sudor. Se envolvió aún más en el manto para evitar que Godfrey viera cómo le temblaban las manos. Las nubes que venían del sur empezaron a oscurecer el cielo.
Con una sensación aplastante, como si fuera su cuerpo el que pensara, la inundó el deseo físico de ver un cielo azul, el ojo ardiente y dorado del Sol, la hierba seca, las abejas y la cebada enterrada en amapolas rojas,; de oír la canción de la alondra y el mugido de las vacas; de ver ríos relucientes y repletos de peces; de sentir el calor del Sol sobre la piel desnuda y la luz del día en los ojos; era un dolor tan intenso que gimió, en voz alta, y dejó que se le cayera la capucha y que cayeran las lágrimas bajo aquel viento helado y crudo del sur, con los ojos clavados más allá de los muros afilados de las pirámides, en busca de la más ligera brecha en la oscuridad.
—¿Ash? —Godfrey le acarició el brazo.
—Reza para que se produzca un milagro. —Ash esbozó una sonrisa astuta—. Solo un milagro diminuto. Reza para que el Gólem de Piedra se estropee. Reza para que estas cadenas se oxiden. ¿Qué es un milagro, para Él?
Godfrey sonrió, de mala gana y levantó la vista desde el lomo del palafrén.
—Pagana. Pero yo rezo... para que te conceda la gracia, la libertad.
Ash se metió la mano de Godfrey Maximillian bajo el brazo y la apretó. La soltó de inmediato. Su cuerpo seguía temblando.
—No soy ninguna pagana. Ahora mismo estoy rezando. A santa Rita
El sacerdote les echó un vistazo a los jinetes que los rodeaban. Ash observó el escuadrón de Teudiberto, ya tan cerca que solo lo que parecía ser un extraño y compasivo compañerismo hacía que sus hombres fingieran no estar escuchando su conversación.
—Dios te recibirá en su seno, o no hay justicia en el cielo —protestó Godfrey—. Ash...
Algo frío le escoció en la mejilla marcada. Ash levantó la cabeza. Fuera del círculo de antorchas, todo era negro; las estrellas apagadas por las nubes. Un torbellino de motas blancas salió disparado por el antiguo pavimento, entre las patas de las monturas de la caballería y se acercó a toda prisa hacia la formación de escolta que la rodeaba para luego rodear también a los hombres de Gelimer.
—¿Nieve? —dijo ella.
Bajo la luz amarilla de las antorchas relucía el color blanco de los copos. Como un velo que cayera, la nieve bajó repentina y espesa sobre el viento del sur, espesándose con rapidez en los lados de la pirámide más cercana, cubriendo con un emplasto de líneas blancas los bordes de los ladrillos, delineando las irregularidades invisibles.
—¡Acercaos! —El grito ronco del
—Se acabaron los parloteos, cura. —El
—¡Moveos! —gruñó Teudiberto.
—Nieve. En medio de un puto desierto, ¿nieve? —La mercenaria se pasó las riendas a una mano y señaló con un dedo desnudo y frío la cara del
A juzgar por el rostro huesudo y arrebolado de Teudiberto, la joven había tocado un nervio supersticioso. Un breve rayo de esperanza se encendió en su interior. El
—Que te jodan —dijo.
Ash se levantó la capucha. El forro de piel de marta le acarició la mejilla helada.
La tropa de caballos empezó a moverse para volver hacia Cartago; las antorchas y las armaduras relucían bajo la nieve. La mercenaria azuzó con las rodillas a la yegua, que adoptó un paso cansino.
Y muy oportuno, como si pudiera leerle el pensamiento, Teudiberto gruñó por lo bajo:
—¡El puto
—Bueno, pues te diré algo —Ash se dejó llevar. Sintió el tirón de las cadenas de acero en el cuello y los tobillos y miró furiosa a su alrededor en busca de una brecha entre los jinetes, en busca de ayuda, de algo—. Verás. Tu
Teudiberto la miró con frialdad. Dos de los soldados lanzaron una carcajada y luego se contuvieron; los dos hombres que habían estado en la celda con ella, amenazando con violarla. Ash se adelantó y se colocó entre ellos.
Dejó que su mirada viajara por delante de ella, en busca de agujeros en el pavimento.
...
Ash dejó que su mirada se extendiera para abarcar la tropa entera. El pelotón de caballería pesada de Alderico la rodeaba, un escuadrón detrás y uno a cada lado; y Alderico delante, cabalgaba con Gelimer y Fernando del Guiz, las tropas de Gelimer por delante,
La nieve torrencial le aplastaba el manto contra la espalda y la nuca; el viento helado se colaba entre la lana. Fuera del círculo de antorchas, gritaba un torbellino de desolación blanca y el viento seguía aumentando. Vio que Alderico ordenaba que se adelantara un explorador
Cabalgamos, ¿qué? ¿tres kilómetros? ¿Cuatro? ¡No es posible perderse a cuatro kilómetros de una ciudad!
Un brazo cubierto con una cota de malla se extendió delante de ella. El
La yegua siguió adelante con paso agotado. El hedor del sudor de los hombres y de los caballos acalorados se desvaneció de la nariz de Ash, borrado por el frío. Caían los copos blancos y se iban comiendo el suelo plano, apilándose contra un plinto. Levantó la vista para mirar el rostro coronado de estrellas de una reina de piedra, la nieve blanqueaba el gigantesco cuerpo de bestia de granito. La sonrisa de la esfinge se desdibujaba bajo el hielo que se aferraba a ella.
—¿Dónde está Cartago?
Apenas era un susurro, dedicado a la piel que le forraba la capucha. El
En la cabeza de Ash resonaron las palabras:
—Cartago está en la coste norte del continente de África, a cuarenta estadios al oeste de...
—¡Dónde está Cartago desde donde yo estoy!
No sonó ninguna voz en su cabeza.
La yegua frenó mientras atravesaba como podía la nieve cambiante. Ash se asomó a la capucha. Los hombres de Teudiberto cabalgaban encorvados, murmurando. Sus pasos revolvían ya una capa de nieve de una mano de espesor que se aferraba en grumos a los corvejones peludos de los caballos. Una yegua blanca corcoveó y levantó la cabeza.
—¡Este no es el camino por el que entramos,
—Bueno, pues es el camino por el que salimos. ¿Tengo que cerrarte yo la puta boca, Barbas?
Ash pensó,
—Cuarenta hombres, veinte hombres y quince hombres, todos a caballo, es posible que los tres grupos sean hostiles entre sí—dijo en un suspiro. La bruma humedecía la piel que le rodeaba la boca y que se convertía de inmediato en hielo. Se dio cuenta de que estaba temblando, a pesar de la túnica y el manto de lana. Los pies desnudos eran bloques entumecidos de carne y ya no sentía nada en las manos—. Una persona, desarmada, a caballo; huida y evasión, ¿cómo?
—Deberías provocar una pelea entre dos fuerzas y escapar en medio de la confusión.
—¡Estoy encadenada! ¡La tercera fuerza no es mía! ¿Cómo?
—Se desconoce la táctica apropiada.
Ash se mordió el labio inferior, frío y entumecido.
—También podrías rezar, supongo —exclamó una ligera voz de tenor. Fernando del Guiz se acercó por la derecha, metiendo el jaco roano entre las tropas de Alderico sin más. Y quizá por esa razón lo admitieron.
La ventisca azotaba su estandarte verde y dorado que bloqueó por un momento la luz de las antorchas. Ash levantó la vista y miró su casco y su manto cubiertos de nieve.
—¿Es eso necesario? —añadió Fernando mientras indicaba las riendas de la yegua con una mano enguantada.
—Señor. —El tono de Teudiberto era una copia bronca, menos civilizada, del de su
Ash intentó leer la expresión de Fernando pero no descubrió nada. Por encima del hombro de su marido, a través de la nieve que caía en torrentes, vio al lord
—Cuando rezo, quiero una respuesta. —Habló con ligereza, como si fuera un chiste. La nieve se fundió fría en sus labios.
—¡Lo siento! —Fernando se inclinó y se acercó lo suficiente para que ella notara su aliento cálido y húmedo en la mejilla. Su aroma masculino le sacudió el corazón. El joven siseó—: Estoy atrapado entre los dos, ¡no puedo ayudarte!
La mercenaria albergaba en su mente el potencial de una voz.
—Tienes, qué, ¿quince hombres con lanzas? ¿Podrías sacarme de aquí?
La conocida voz de su cabeza dijo:
—Las dos unidades mayores se unirán para derrotar a la tercera: táctica infructuosa. —Al tiempo que Fernando del Guiz soltaba una carcajada, le daba al soldado visigodo más cercano una palmada en la espalda y decía con una alegría muy poco convincente—. ¿Qué no darías por una esposa como esta?
El joven soldado, Gaiserico, dijo algo en un rápido cartaginés que Ash se dio cuenta de que Fernando no había entendido.
—¡Valgo bastante más que «una cabra enferma», soldado! —comentó en cartaginés. El militar sofocó una carcajada. Ash le dedicó una rápida sonrisa.
—¡Del Guiz! —El lord
Señaló a Ash; esta agarró un pliegue de su manto y se sacudió la nieve de encima, y luego se limpió la nieve de las pestañas. La yegua castaña resopló, demasiado cansada para tirar de las riendas, que sujetaba el
—Bien, que os jodan a vos también —dijo la mercenaria casi con alegría, aunque solo fuera por la expresión horrorizada de Fernando del Guiz—. No sois la primera persona que se comporta como si yo fuera una abominación, mi señor
—¡Tú! —Gelimer agitó un dedo delante del rostro de la joven—¡Tú y tu amo Leofrico! Teodorico se equivocó lo suficiente como para escucharlo. Sí, es esencial que Europa sea erradicada, pero no... —Se detuvo y se quitó una bocanada de nieve de la cara—. ¡No con una esclava-general! No con una máquina de guerra inútil. Esas cosas fallan, ¿y dónde nos deja eso?
Ash miró ostentosamente a su alrededor, a Teudiberto, encorvado en la silla, a los soldados que fingían no estar escuchando al irritado
La mercenaria levantó la cabeza hacia el torbellino de aire alto y blanco, hacia las inmensas estatuas cubiertas de nieve y la manta de nieve que asfixiaba el desierto bajo la luz crepitante de las antorchas de brea húmedas.
—¿Por qué es invierno aquí? —quiso saber—. Mira esto. A mi yegua ya le ha salido el pelo del invierno y solo estamos en septiembre. ¿Por qué hace tanto frío, joder, Gelimer? ¿Por qué? ¿Por qué hace frío?
Se sentía como si se estuviera estrellando de frente contra un muro de piedra.
El potencial de voz que tenía en la cabeza estaba embargado (no hay otra palabra para ello) por un silencio absoluto, asombroso, fiero.
El lord
Ash no lo oyó.
—¿Qué? —dijo ella en voz alta, confusa.
—He dicho que esta maldición empezó cuando la esclava-general de Leofrico empezó la cruzada, y seguramente se detenga cuando ella muera. Razón de más para poner fin a sus actividades. ¡Del Guiz! —Gelimer dirigió su atención a otra cosa—. Aún podrías servirme. ¡Sé perdonar!
Azuzó su montura. El castrado arqueó la espalda, recibió una patada en el flanco y emprendió un medio galope con las herraduras resbalándole por las losas cubiertas de nieve. El lord
Fernando gruñó.
—Creí que me había dejado por imposible.
Ash no le prestó atención. Su aliento humeaba a su alrededor. Hasta las rodillas, con las que se aferraba a los flancos de la yegua, estaban entumecidas por el frío, y la nieve se acumulaba en los pliegues de su manto. La cadena de hierro del cuello le quemaba la piel que tocaba bajo la ropa.
Horrorizada, susurró con delicadeza:
—Cuarenta hombres y quince hombres, caballería armada, huida y evasión, ¿cómo?
—¿Qué? —Fernando se acomodó en la silla tras seguir con los ojos a Gelimer.
—Cuarenta hombres y quince hombres, caballería armada, huida y evasión, ¿cómo?
No oyó ninguna voz en su mente. Permitió que su voluntad hiciera el esfuerzo de escuchar de forma activa, que se abriera camino a través de las defensas, que exigiera una respuesta del silencio de su interior.
Una bofetada fría de copos helados en la cara devolvió su atención al exterior.
A su lado, en su palafrén, Godfrey habló alegremente por encima de lo que con toda claridad era el balbuceo indistinguible de la mercenaria.
—¡Estos
—¿Qué es la cría secreta? —La nieve quemaba el rostro de Ash, que murmuraba con insistencia—. ¡Cuál es el nacimiento secreto!
No había voz. No había respuesta.
El potencial estaba allí, pero callado, total y absolutamente callado.
—¿Dónde está mi puta voz?
—¿Qué quieres decir? —Fernando acercó aún más su castrado y estiró la mano para retirarle la capucha a su mujer—. ¿Ash? ¿De qué estás hablando?
Teudiberto estiró la mano delante de ella, por encima de la silla de la yegua, para apartar al rubio caballero europeo. Ash se lanzó hacia delante, casi de forma automática, y estiró el brazo por detrás de la cota de malla de la espalda del
Un soldado gritó una advertencia.
Algo rápido y negro se interpuso entre ella y el
—¡Mierda!
Ash se agarró a la silla.
Sabía que no lo había conseguido, que se estaba cayendo de la yegua. Algo le dio un golpe en el brazo que lo entumeció, y gritó. El tobillo sufrió una sacudida hacia atrás. La peluda yegua se estremeció y dio un salto hacia la derecha. La mercenaria intentó agarrarse a la silla y los dedos desnudos y entumecidos se deslizaron por el cuero, el miedo le inundó las tripas y empezó a caer, a caer sin parar hacia las piedras cubiertas de nieve.
El estómago le cayó en picado. La cabeza se golpeó con fuerza contra algo que cedió, la pierna delantera de la yegua. Todos sus músculos se tensaron con un grito, preparados para el impacto. Esperaba que en cualquier momento un casco herrado le diera una patada en la cabeza. Esperaba golpearse en cualquier momento contra el pavimento de piedra.
La caída se detuvo.
Ash quedó colgada, cabeza abajo.
Un casco provocó un ruido sordo sobre la piedra, cerca de su oído. Algo le golpeó la mandíbula, con suavidad. Sacudió la cabeza entre el manto, la falda y la camisa que la envolvían y le caían sobre las orejas y se encontró con los ojos clavados en pelo de caballo castaño, con las puntas más pálidas.
La parte inferior del morro de la yegua castaña.
El caballo se quedó quieto, con las cuatro patas plantadas y las rodillas bloqueadas, la cabeza colgando exhausta hasta el suelo, delante del rostro de Ash.
Oyó un ruido arriba, por encima de ella. La risa de un hombre.
Mareada, Ash comprendió que estaba colgada con las manos y los pies hacia arriba. El manto y las faldas le caían por encima de la cabeza.
—¡Mierda!
Colgaba cabeza abajo, la cadena que le unía los tobillos se tensaba ahora sobre la silla de la yegua y tenía el cuerpo entero suspendido bajo el vientre de la yegua. Una confusión de ropa, cadena y collar de hierro le había levantado las manos con fuerza y se las había atrapado en un estribo.
El manto y la túnica se le habían caído sobre la cabeza y los hombros, dejando las piernas desnudas bajo la ventisca.
Ash soltó una risita.
La yegua le hociqueó plácidamente la cabeza envuelta en las prendas de lana. Unos pliegues de tela húmeda se le deslizaron por la cara y la volvieron a descubrir al caer para barrer la piedra cubierta de nieve.
—
—
—¡Vuélvela a subir a ese caballo!
—Sí,
—Ah..., ¡Ahggg! —Ash se atragantó, intentó contenerse pero una risa húmeda le salió disparada entre los labios. Resopló por la nariz. Delante de ella, al revés según los miraba, las patas de los caballos se movían por todas partes y las voces masculinas gritaban en medio de la confusión. Empezó a dolerle el pecho cuando se rió más, incapaz de parar. Las convulsiones del cuerpo le quitaban el aliento y las lágrimas empezaron a fluir por el rabillo del ojo y a caer sobre su cabello rapado.
Quedó colgando, incapaz de moverse mientras unos soldados del Imperio visigodo, ataviados con cotas de malla, tiraban con aire pensativo de la cadena que cruzaba el lomo de la yegua e intentaban soltar con aire esperanzado el enredo de manto y estribo que tenía en las muñecas.
Apareció ante ella una cara: se había agachado un hombre. El
—¿De qué te ríes, zorra?
—De nada. —Ash cerró los labios con fuerza. Al ver el rostro del hombre al revés, con la barba encima y el casco debajo y con una expresión de absoluta confusión, le entró otro ataque de risa. Una risa que le hacía estremecer el pecho y le sacudía el vientre—. N-n-nada... ¡Podría haberme matado!
Consiguió, con un esfuerzo, liberarse la mano derecha y la cadena. Con ella apoyada sobre las losas, y hundida hasta la muñeca en la nieve fría y húmeda, pudo sujetar parte de su propio peso. Unas manos la sujetaron con fuerza y el mundo giró, la mareó y por fin se vio erguida, con la silla entre los muslos y los pies buscando los estribos.
Un círculo de hombres desmontados con espadas la rodeaba, a ella y a la yegua, mientras el viento les cubría de nieve la cara. Detrás había un anillo de jinetes que los rodeaban; y un grupo de caballeros muy cerca rodeando tanto el palafrén de Godfrey como la montura de Fernando. Incluso con aquel viento cada vez más fuerte y la poca visibilidad, no había forma de atravesar el cordón.
—Así que nadie ha cometido ningún error —comentó Ash alegremente mientras se le asentaban las tripas.
Se liberó las manos y se limpió la nariz en el forro de lino del manto. La tela interior seguía seca. Empezó a decir algo, soltó una risita, la contuvo y examinó la caballería que la rodeaba con una sonrisa cálida, apreciativa, que los envolvía a todos.
—¿Y de quién fue una idea tan tonta?
Uno o dos esbozaron una sonrisa a pesar del mal tiempo. La mercenaria se acomodó en la silla y cogió las riendas mientras intentaba ahogar una carcajada que le hacía doler el pecho.
Fernando del Guiz, desde donde él y sus tropas alemanas permanecían montados y rodeados, le gritó.
—¡Ash! ¿Por qué te ríes?
Ash dijo:
—Porque es gracioso.
La joven se tropezó con la mirada de Godfrey. Bajo la capucha blanqueada por la nieve, el sacerdote sonreía.
El caballo del
—