Capítulo 1

El capitán visigodo prácticamente sacó a Ash a rastras y la llevó por pasillos estrechos mientras su escuadrón les abría camino por la fuerza entre las multitudes de hombres libres y esclavos que corrían por todas partes; la casa entera estaba alborotada.

Ash tropezó, apenas consciente de nada, sólo capaz de pensar,

los he traicionado, a todos, ¡ni siquiera lo pensé! Cualquier cosa por sobrevivir...

Fue consciente entonces de que la llevaban a la fuerza; la levantaban a pulso. Los lados de una bañera de madera le quemaban la piel. Ash se encogió cuando los esclavos la depositaron en el agua y la apoyaron en unas esponjas.

—Mi consejo es, lo más caliente que puedas soportar —comentó en italiano un joven gordo y alegre mientras le desenrollaba las vendas que le ceñían la pierna izquierda.

La voz del joven resonó por la larga sala, apenas ahogada por las sábanas que colgaban, perfumadas con flores y hierbas, del techo de la casa de baños de la casa del lord

amir
. La sala tiene rejas de acero en las ventanas y barrotes en las puertas.

'Arif
Alderico, ¿qué le habéis estado haciendo a esta?

Alderico sacudió la cabeza.

—No desperdiciéis vuestras habilidades,

dottore
. Es una de las del
amir
. Solo tiene que vivir unos cuantos días.

Ash levantó la vista, mareada. Dos mujeres con unos collarines de hierro alrededor del cuello, encadenadas con una sucesión de eslabones de unos dos metros de largo, se inclinaron sobre la bañera y empezaron a enjabonarle el cuerpo con esponjas. Si la mercenaria hubiera podido detener aquel contacto lo habría hecho, pero lo único que podía hacer era quedarse mirando el aire saturado de vapor, caliente por primera vez en semanas. Empezaron a brotarle las lágrimas bajo los párpados.

Creí que tendría más valor.

Las voces de otros bañistas resonaban en el exterior, en las enormes bañeras que albergaban los cubículos de toda la sala; y se escuchó la risa aguda de una mujer y el tintineo de unas copas.

—No sé lo que le haréis más tarde pero ahora tiene que comer. ¡Y beber! —El italiano pellizcó el dorso de la mano de Ash y esta vio que su piel se elevaba orgullosa por un momento—. Está, solo sé el término latino, deshidratada. Seca.

Alderico se quitó el casco y se secó la frente con la mano.

—Entonces dadle de comer y de beber, mejor será que no se muera todavía. ¡Nazir!

Y salió a grandes zancadas para dar varias órdenes. Cuando se retiraron las sábanas, la joven vislumbró otras bañeras, ocupadas por pares de bañistas, platos colocados en planchas dispuestas sobre el agua y jarras de vino sobre los bordes de mármol. Un esclavo tocaba un instrumento de cuerda.

—No deberíais tratarme —protestó Ash. Solo cuando se puso a hablar automáticamente en italiano empezó a darse cuenta de que el cirujano no era visigodo. Levantó la vista, por un momento la sorpresa la había sacado de su vacía desdicha. Un hombre joven y gordo con el cabello negro y enmarañado, ataviado con calzas rojas y despojado de todo salvo de la camisa y la almilla y todavía sudando en esta cámara saturada de ecos y de vapor, bajó la vista y la miró.

Asintió, como si supusiera la confusión de la mujer.

—Somos una mancomunidad,

madonna
; los médicos y los sacerdotes atravesamos fronteras con toda libertad, incluso en tiempos de guerra —dijo el joven, con acento milanés, ahora que la mercenaria lo pensaba. El médico levantó una ceja castaña—. ¿Y no trataros? ¿Por qué?

Porque no me lo merezco.

Ash bajó la vista y se miró la piel oscura, desangrada. Sumergió las manos bajo la superficie brumosa y cálida del agua. El calor la inundó, bañó sus músculos, penetró en sus huesos. La atravesó una gran ola tibia, y se relajó. No sabía que tenía tanto frío. Solo con aquel consuelo animal volvió a ser ella misma, magullada, dolorida y vencida: todavía viva.

Los habría traicionado, quizá aún podría hacerlo, pero aún no lo he hecho.

¡No es más que una cuestión de suerte! Llámalo Fortuna. Es una oportunidad. Dos, tres, cuatro días, quizá. Es una oportunidad.

Es la indefensión lo que no soporto. Dadme aunque solo sea la sombra de una oportunidad y encontraré un modo de aprovecharla. La Fortuna les sonríe a los temerarios.

—¿Por qué? —insistió el italiano.

—No me hagáis caso,

dottore
—dijo Ash.

Las esclavas encadenadas colocaron una plancha en la bañera. Otro esclavo trajo un plato y una olla de cuello estrecho coronada por una corteza de empanada. Cuando Ash se incorporó, quitó la corteza y vació la olla en el plato: un torrente de carne, hierbas picantes troceadas, sollo

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y vino especiado. El fuerte aroma estuvo a punto de hacerla vomitar pero casi al instante desaparecieron las náuseas, sustituidas por un retortijón agudo que la mercenaria reconoció de su infancia: un hambre absoluta. Con cuidado escogió un trocito de carne y lo mordisqueó al tiempo que con la lengua rodeaba el sabor sensual de la salsa.

—Ash —dijo la mercenaria.

—Annibale Valzacchi. —El médico tiró a un lado las vendas empapadas mientras se inclinaba sobre la bañera y manipulaba la articulación de la pierna de la joven. Esta gruñó de dolor entre bocado y bocado de comida. El italiano exclamó—: Dios tenga misericordia de nosotros,

madonna
, ¿qué hacéis en esta vida? ¿Tiráis de un arado?

Ash se chupó los dedos, se quedó mirando el estofado humeante y se obligó a esperar antes de volver a comer.

—El rey califa ha muerto —dijo de repente—. Ese anciano ha muerto.

Casi esperaba que Annibale Valzacchi lo negara o que le preguntara qué quería decir: Tenía la sensación de que todo aquello podría ser producto de sus propios delirios. Pero en lugar de eso, el italiano asintió con aire pensativo.

—De causas naturales —comentó Valzacchi con su fuerte acento milanés del norte—. Sí, bueno... ¡Una copa de belladona son «causas naturales», en Cartago!

Siempre corren rumores de magnicidio después de la muerte de todo hombre poderoso. Ash asintió a modo de respuesta y se limitó a decir:

—De todos modos estaba demasiado enfermo para vivir mucho más, ¿verdad?

—Un

canker
, sí. Nosotros, médicos, cirujanos, galenos, sacerdotes, estamos todos aquí, en Cartago, en tal cantidad porque él buscaba una cura, cualquier cura. No hay cura, por supuesto: es Dios el que dispone.

Dios o la Fortuna
, pensó Ash con un momentáneo estremecimiento de asombro que se diluyó en un sentido del humor crudo y mordaz.
¿Acaso no he rezado siempre antes de una batalla? ¿Por qué parar ahora?
Y luego dijo con tono pensativo:

—Me gustaría ver a un sacerdote. Un sacerdote «verde». ¿Es eso posible aquí?

—Este lord

amir
no es ningún fanático de la religión. Debería ser posible. Vos no sois italiana,
madonna
, ¿verdad? No. Entonces hay tres sacerdotes ingleses con los que yo comparto cuarto en la parte baja de la ciudad; sé de un francés y de un alemán y hay uno que podría ser del Franco Condado o Saboya.

Como si la joven fuera una bestia en un establo, Valzacchi deslizó las manos por los hombros de la mercenaria y midió con tacto experto su irregularidad: los músculos de la derecha más desarrollados que los de la izquierda.

Desde atrás, la voz del médico dijo:

—Qué extraño,

madonna
. Yo diría que este brazo se ha entrenado para utilizar una espada.

Por primera vez en quince días, Ash no pudo evitar esbozar una sonrisa sincera: medio asombrada, medio encantada. La mujer se volvió a recostar en aquella agua caliente y olorosa mientras los dedos del médico le palpaban el cuello bajo la cadena de acero.

—¿Cómo demonios lo supisteis,

dottore
?

—Mi hermano Gianpaulo es

condottiere
. Hice mi preparación inicial con él. Hasta que descubrí que la medicina civil es considerablemente menos peligrosa y paga bastante mejor. Este es el desarrollo muscular de alguien que utiliza una espada y quizá un hacha militar, alguien diestro.

Ash sintió que soltaba una risita y el cuerpo entero se le estremecía. Se limpió la boca con la mano húmeda. Las manos del médico abandonaron sus hombros. Aquel reconocimiento le devolvió algo a la mercenaria: su cuerpo, su espíritu.

Colocó las manos en las rodillas, se quedó sentada en el agua caliente, muy quieta, y bajó la vista.

Ash vio, en la superficie inmóvil, el reflejo de una mejilla marcada a través de una bruma pálida que se elevaba en el cuarto; y un rostro que apenas reconoció con el pelo cortado.

¡No me conocerían!
, pensó asombrada, y a continuación,
lo que ha pasado aquí pertenece al pasado, he dejado a demasiadas personas atrás para rendirme ahora, tengo responsabilidades
. Sabía que no era más que una bravata pero también sabía que, si la cuidaba, podría ser la semilla de un valor real.

—Sí —reconoció, más ante ella misma que para el médico—. Yo también he sido

condottiere.

Annibale Valzacchi la contempló ahora con una expresión que era una mezcla de asco, miedo y superstición. Decía con toda claridad,

¿una mujer?
Con gesto remilgado, se encogió de hombros.

—No puedo rechazar una solicitud de consuelo religioso. Un sacerdote militar sería lo más adecuado para vos. El alemán, entonces. El alemán es un sacerdote militar, un tal padre Maximillian.

—Padre Maximillian. —Ash se retorció entera y lo miró fijamente entre el agua caliente y humeante—.

Dottore
, sabéis si... ¡Jesús! ¿Sabéis si su nombre es Godfrey, Godfrey Maximillian?

★ ★ ★

No volvió a ver a Annibale Valzacchi en unas veinticuatro horas, hasta donde era capaz de calcular el paso del tiempo.

Un escuadrón diferente de hombres de Alderico la hizo bajar cien escalones de piedra hasta llegar al corazón de los pasillos y apartamentos del risco y la dejó allí con varios esclavos, sirvientes del

amir.

La habitación a la que la trajeron los esclavos era más pequeña que una tienda de campaña, con solo un jergón y una manta en el suelo de piedra. Tenía unas paredes de un metro de grosor. Se dio cuenta por la ventana, que más se parecía a un túnel, con barrotes de hierro colocados a medio camino para que nadie pudiera trepar hasta allí para asomarse al exterior.

Desde la negrura del exterior entraba por la ventana sin cristales un viento helado.

—¿Me pueden hacer un fuego? —Ash intentó hacerse entender por los cinco o seis hombres y mujeres, cuyo godo cartaginés era rápido, gutural, local, ininteligible. Pronunció todas las palabras que conocía para decir «fuego»; solo recibió miradas vacías, salvo de una mujer grande y fornida.

La mujer rubia con una cadena de hierro y unas mantas de lana sujetas a la cintura por unos cinturones negó con la cabeza y dijo algo brusco. Un hombre pequeño e inquieto que estaba con ella le respondió: quizá fuera una protesta. Miró a Ash. Tenía patas de gallo alrededor de los ojos, unos ojos de un color azul desvaído.

—¿Me pueden dar más ropa? —Ash agarró dos puñados del camisón de lino gastado que el sirviente de los baños le había tirado y mostró la tela—. ¿Más ropa... más caliente?

La niña que había servido a Leofrico dijo:

—¿Por qué tú sí? Nosotros no.

Ash asintió, poco a poco, y miró a su alrededor, a una media docena de personas, la mayor parte de las cuales la miraba fija y abiertamente. Todos, salvo la niña, tenían bastas mantas de rayas tejidas a mano, de esas de lana que se echan sobre el jergón en el invierno para estar más calientes. Se envolvían el cuerpo con ellas y andaban descalzos por el mosaico de azulejos del suelo. La niña solo llevaba una fina túnica de lino.

—Toma —Ash quitó la manta de rayas de lana del jergón y envolvió con ella los hombros de la criatura. Se la ciñó con un pulcro doblez bajo el brazo—. Cógela. ¿Entiendes? Para ti.

La niña miró a la mujer grande. Después de un segundo, la mujer asintió y su ceño desapareció, sustituido por una expresión de vulnerabilidad y confusión.

Ash metió los dedos bajo la cadena de hierro y la levantó, con lo que alivió un poco el peso que soportaba el cuello. Luego dijo:

—Soy como vosotros. Igual que vosotros. Conmigo también pueden hacer lo que quieran.

La mujer dijo con marcado acento:

—¿Esclava?

—Sí. Esclava. —Ash cruzó la habitación y se ayudó con las manos para auparse y asomarse a la ventana de piedra. La escarcha relucía en la superficie del granito rojo y en los barrotes de hierro. Más allá no había nada visible, ni tejados, ni el mar, ni las estrellas: nada.

—Hace frío —dijo. Les dedicó una amplia sonrisa a los esclavos y se golpeó el cuerpo con los brazos de forma exagerada al tiempo que se soplaba los dedos—. ¡Cada vez que Lord Leofrico se sienta, se le enfría tanto el culo como a nosotros!

La niña se echó a reír. El joven de las facciones marcadas sonrió. La mujer grande sacudió la cabeza con una expresión de miedo en el rostro e hizo un gesto brusco con el pulgar para echar a los esclavos domésticos. El hombre de las facciones marcadas y la niña se quedaron atrás.

—¿Qué hay ahí abajo? —Ash dobló el brazo hacia arriba y luego hizo un movimiento exagerado para señalar hacia la ventana y hacia abajo—. ¿Qué?

El joven dijo una palabra que ella no entendió.

—¿Qué? —Ash frunció el ceño.

—Agua.

—¿A cuánto? ¿A... cuánto... hacia abajo?

El joven se encogió de hombros, extendió las manos y sonrió con tristeza.

—Agua, abajo. Lejos. Mucho. Ahh... —hizo un ruido que denotaba asco; luego se dio unos golpecitos en el pecho. Daba la sensación de que estaba seguro de que en eso lo entenderían, al menos—. Leovigildo.

—Ash —Ash se señaló el pecho también. Señaló a la niña y levantó las cejas.

La niña levantó los ojos, había estado examinando su nueva manta.

—Violante.

—Vale. —Ash esbozó una sonrisa de camaradería. Se sentó en el jergón y metió los pies helados bajo la falda del camisón. El frío hacía humear su aliento en el aire—. Bueno, contadme algo sobre este lugar.

Cuando llegó la comida, la compartió con Leovigildo y Violante. La niña, con los ojos brillantes y ruborizada, comió con hambre y parloteó sin parar, haciéndose entender a medias e interpretando para el joven cuando podía.

Ash, que ha sido una campesina criada en un campamento militar, sabe que los sirvientes llegan a todas partes y lo saben todo de todos. Empieza (durante horas frías mitigadas cuando la mujer grande entró con dos mantas de lana gastadas) a tener una imagen clara de la casa del

amir
; cómo se vive la vida en las cámaras del panal de la ciudadela; esclavos, hombres libres y
amir.

Durante las horas que debería haber utilizado para dormir, el hambre la mantuvo despierta, cosa muy útil. Se quedó a los pies del alféizar de piedra, mirando fijamente por la ventana. Cuando sus ojos se ajustaron a la visión nocturna vio unos puntos muy pequeños y brillantes: Fomalhaut y Capricornio, la Cabra. Las constelaciones de verano en una noche cruda y helada.

No hay Luna
, pensó,
pero ahora podría haber Luna nueva; no he estado contando los días...

Deslizó la mano por la pared y con esa guía volvió al jergón, se sentó y buscó las mantas a tientas. Se envolvió con ellas. Se apretó las manos sobre el vientre. El cuerpo se le estremecía. Pero solo de frío.

Digamos que tengo tres días. Podrían ser cuatro o cinco, pero digamos que tres: si no puedo salir de aquí en tres días, estoy muerta.

* * *

Una voz masculina en el exterior de la puerta de acero dijo algo demasiado apagado para poder entenderlo. Con las manos de repente temblorosas, Ash se metió la hoja de pergamino y el carboncillo por el corpiño hasta la camisa.

Giró la llave.

Con la mano contra la puerta plana de metal percibió el funcionamiento del mecanismo, los barrotes que se deslizaban entre las dos placas de acero. Ya advertida, la joven se retiró hacia el interior de la diminuta habitación.

—Volveré dentro de una hora —dijo el

'arif
Alderico desde el pasillo pero no hablaba con ella. Su voz parecía inusualmente compasiva. La única luz, constante y pálida, que había sobre la puerta la deslumbraba: Ash parpadeó e intentó ver quién entraba.

El miedo provoca en el vientre una sensación incómoda. Ash, que ha luchado, siente que sus intestinos se remueven con una sensación momentánea de inquietud que al fin reconoce como miedo.

Una profunda voz masculina dijo en alemán:

—Oh, disculpad, creí que... —y se interrumpió.

El hombre que esperaba en la puerta llevaba una túnica de lana marrón sobre las túnicas verdes de sacerdote, con las mangas abullonadas abiertas y forradas de piel de marta. Era el bulto de la túnica, quizá, lo que hacía que el cuerpo del hombre pareciera demasiado grande para aquella cabeza. La joven dio un paso atrás pensando,

no, tiene la cara más delgada
, mientras miraba fijamente el modo en que las profundas arrugas le rodeaban la boca, que ya no ocultaba la barba. La piel frágil de los párpados se aferraba a los globos de los ojos y acentuaba la profundidad de las cuencas. Todo su rostro se había hundido con claridad en los huesos.
Está viejo.

—¿Godfrey?

—¡No te había reconocido!

—Estás más delgado. —La joven frunció el ceño.

—No te había reconocido —repitió Godfrey Maximillian, asombrado.

La puerta de acero se cerró de un portazo. El ruido de los barrotes hundiéndose en sus cubos ahogó cualquier palabra durante un largo minuto. Ash, cohibida, se alisó el corpiño de lana azul y la falda sobre la camisa y levantó una mano para tocarse el cabello rapado.

—Sigo siendo yo —dijo—. No quisieron darme ropa de hombre. No me importa parecer una mujer. Que me subestimen. No pasa nada. Jesús, ¡Godfrey!

La mercenaria dio un paso con la intención de echarle los brazos al cuello al sacerdote pero en el último minuto, ruborizada desde el escote del corpiño hasta la frente, extendió las manos y agarró las del hombre, con fuerza. Las lágrimas fluyeron y corrieron por su rostro. Dijo de nuevo.

—¡Godfrey, Godfrey!

Tenía las manos calientes entre las suyas. Lo sintió temblar.

—¡Por qué te fuiste!

—Dejé Dijon con los visigodos y vine aquí; necesitaba desesperadamente espiar la corte del califa y averiguar la verdad sobre tu voz. Pensé que ahora era lo único que podía hacer por ti... —El rostro de Godfrey estaba empapado, lleno de lágrimas. No le soltó las manos para limpiarse—. ¡Fue lo único que se me ocurrió hacer por ti!

Las manos duras del sacerdote aplastaban las suyas. Ella lo aferró con más fuerza. Entraba el viento por la ventana abierta de piedra, con la fuerza suficiente para azotarle las faldas alrededor de los tobillos desnudos.

—Tienes frío —dijo Godfrey Maximillian con tono acusador—. Tienes las manos heladas.

Le levantó las manos y se las puso debajo de sus propios brazos, dentro de la calidez de su túnica y por primera vez se encontró con sus ojos. El sacerdote tenía los párpados enrojecidos, húmedos. Ash era incapaz de imaginarse lo que estaba viendo su amigo: una criatura con el pelo rapado embutida en un vestido y con una cadena de acero; no sabía lo afilada que tenía la cara por el hambre, por la pérdida de una cascada plateada de cabello, ni cómo el cabello corto destacaba en un relieve intenso el ceño, las orejas, los ojos y las cicatrices.

Los dedos fríos femeninos empezaron a calentarse, a picarle por el torrente sanguíneo que los atravesaba.

—¿Qué nos pasó? —quiso saber—. ¿Al León? ¿Qué?

—No lo sé. Me fui dos días antes de la batalla. Creí que...

Se liberó una mano y se limpió la cara, la barba.

Las palabras, las pronunciadas en Dijon, pendían entre ellos. Ash sintió la calidez del cuerpo masculino a través de su piel fría. Levantó la cabeza —necesitó como siempre levantar los ojos para mirarlo— y vio, no declaraciones airadas, sino un rostro que conocía (dada la escasez de espejos) mejor que el suyo propio y una mente cuyas debilidades conocía también, si no todas, la mayor parte.

Godfrey Maximillian dijo con brusquedad:

—Cuando atraqué aquí, hacía diez días que se había librado la batalla. Todo lo que puedo decirte es lo que ya sabe todo el mundo: el Duque Carlos está herido; la flor de la caballería borgoñona yace muerta en el campo de las afueras de Auxonne... pero Dijon aguanta, creo; o al menos todavía se lucha en algún sitio. Nadie sabe nada ni le importa lo que le pase a una compañía de mercenarios. El León Azur tuvo cierta notoriedad por la mujer que los comandaba pero no se sabe nada salvo pequeños rumores; a nadie de Cartago le importa si nos masacraron de inmediato o si cambiamos de bando y luchamos con la Faris o huimos; solo les importa que la victoria fue suya.

Ash se encontró asintiendo con la cabeza.

—Lo he intentado —dijo Godfrey.

Ash le apretó aún más la mano, con los dedos entrelazados entre los del sacerdote y enterrados en la lana marrón y áspera de su túnica.

No. Si lo abrazo ahora, será para consolarme yo, no a él. No a él, no cuando me desea. Mierda. Mierda.

—Siempre vienes a buscarme. Viniste a buscarme a Santa Herlaine y a Milán. —Derramó una lágrima caliente. Encogió el hombro y se limpió la mejilla en la lana azul, luego levantó la vista y lo miró maravillada—. No me deseas. Solo crees que sí. Lo superarás. Y yo esperaré, Godfrey, porque no tengo ninguna intención de perderte. Hace demasiado tiempo que nos conocemos y nos queremos demasiado.

—Tú no sabes lo que yo quiero —dijo él con aspereza.

Godfrey dio un paso atrás y le soltó la mano. El aire frío quemó la piel femenina. Ash lo contempló, con calma. Lo vio pasearse por el cuarto, tanto como permitía aquella celda diminuta; dos pasos en cada dirección sobre el mosaico de azulejos del suelo.

—Ardo de deseo. ¿No dice el Verbo que es mejor casarse que arder?—Sus ojos limpios, del color marrón del agua del río del bosque, clavados en el rostro de la mujer—. Tú quieres a ese chico. ¿Qué más hay que decir? Me perdonarás, la mayor parte de los hombres pasan por esto mucho más jóvenes; esta es la primera y la única vez que hubiera renunciado al sacerdocio y hubiera vuelto al mundo. —El pecho masculino emitió un murmullo extraño, sonoro, que Ash se dio cuenta de que era una carcajada—. También he aprendido en la confesión que los hombres que aman en secreto, durante tanto tiempo, no saben qué hacer si se les corresponde. No creo que yo fuera muy diferente en ese aspecto.

Lo que sea: que lo consuele esa idea. No debo abrazarlo
, pensó Ash; y no pudo evitarlo. Se adelantó, le agarró los brazos, se aferró a las mangas sueltas de la túnica del sacerdote y lo abrazó abarcándole la amplia espalda con las manos.

—¡Mierda, Godfrey! No sabes lo que es verte aquí. ¡No lo sabes!

Los antebrazos masculinos se cerraron por un momento alrededor de su espalda. Arropada, la joven enterró el rostro en aquel pecho cálido, por un largo instante se olvidó de todo lo que no fuera esa familiaridad, el aroma masculino, el sonido de su voz, la historia que compartían.

El hombre la apartó. Cuando sus manos abandonaron los hombros femeninos, acarició la banda de acero que remachaba el cuello de la joven.

—No averigüé nada sobre tu voz. He fracasado. He perdido hasta la última moneda que traje conmigo. —Una chispa de humor en sus ojos que se asoman a mirarla, una media sonrisa en sus labios—. Y si yo no puedo comprar información, niña, ¿quién puede? Soborné a quien pude. Lo sé todo sobre el exterior de este... —un movimiento de la barbilla barbuda para indicar los muros de la casa de Leofrico—. Y nada del interior.

—Yo lo sé todo sobre el interior. Y mi voz. ¿Te registraron, al entrar?

—¿Tu voz?

—Más tarde: es complicado. Es el Gólem. Creo que Leofrico quiere que yo... —

aprenda de él
, no lo dijo. No fue consciente de que una expresión de dolor le cruzó el rostro y de que Godfrey lo registró y siguió callado y pensativo—. ¿Te registraron?

—No.

—Pero quizá te registren al salir. No pueden registrar tu corazón, Godfrey; mira esto. —Empezó a desatarse los cordones de la camisa, dudó, le dio la espalda al hombre y sacó el papel y el carboncillo antes de volverse otra vez—. Toma. Es lo más parecido que puedo hacer a un plano de la casa.

Godfrey Maximillian se dejó caer en el jergón, al que ella le había dado unos golpecitos a modo de invitación. El hombre señaló el papel y la rama de carboncillo.

—¿De dónde sacaste eso?

—Del mismo sitio del que saqué la mayor parte de esta información. Una niña esclava, Violante. —Ash se envolvió las rodillas con toda la falda y metió el borde bajo los pies en un intento de no pasar frío—. Yo comparto mi comida con ella y ella roba cosas para mí.

—¿Sabes lo que podría pasarle, si la cogen?

—Podrían azotarla. O matarla —dijo Ash—. Esta casa está loca, Godfrey. Esto es algo deliberado. Sé lo que estoy haciendo, aunque ella no lo sepa, porque mi vida depende de ello. —Le dio la vuelta a la hoja arrugada y le mostró el lado vacío—. Muy bien, enséñame lo que hay fuera.

Al ver que él no decía nada, la joven volvió a levantar la vista.

Godfrey Maximillian dijo en voz baja:

—Me han dejado entrar solo para darte la extremaunción. Sé que te han condenado y te van a ejecutar. Lo que no sé es por qué, ni lo que puedo hacer yo.

La joven se atragantó, asintió una vez y se pasó el dorso de la muñeca por los ojos.

—Te lo diré si hay tiempo. Bien. Enséñame qué hay fuera de este edificio.

Las manos del hombre, amplias y capaces, cogieron el papel, el carboncillo parecía diminuto. Con un pulso sorprendentemente delicado, dibujó una U alargada y cuadrada.

—Estás en el promontorio central que sobresale hacia el puerto. Hay muelles aquí y aquí... —Una X a cada lado de la U— y calles que suben por la colina hasta la ciudadela.

—¿Cuál es la escala?

—Un kilómetro más o menos hasta el continente. El risco mide tres, cuatro estadios. —El rumor sordo de la voz de Godfrey terminaba en una nota dubitativa. Dibujó otra forma, un cuadrado alargado dentro de la U que ocupaba todo el extremo—. Esa es la ciudadela, donde estamos ahora. Está amurallada.

—Lo recuerdo. Me metieron por ahí. —La yema sucia del dedo femenino trazó un camino desde la X del muelle hasta el rectángulo que coronaba la U—. ¿Está la ciudadela amurallada por completo?

—Amurallada y vigilada. En este extremo, la muralla sube en picado desde el agua. Hay calles que vuelven hacia el continente y luego la ciudad de Cartago está aquí y aquí... —Una forma añadida, como una palma y tres dedos, que Ash comprendió que era el muelle y otros dos promontorios; la ciudad, según las marcas de Godfrey, abajo, toda en un mismo lado—. El mercado..., aquí. Donde el camino sale hacia Alejandría.

—¿Dónde está el norte?

—Aquí. —Un garabato—. El mar

33
.

—Ahá... —lo sostuvo en su campo de visión, bajo el fuego griego que siseaba en su jaula de cristal sobre la puerta, hasta que las líneas se grabaron a fuego en su memoria.

—Esta ventana mira al norte —dijo con aire pensativo—, por las estrellas que veo. No hay nada entre esto y el mar, ¿verdad? Estoy al borde. Mierda. Por ahí nada. —Le dio la vuelta al papel—. He hablado con gente. Aquí es donde creo que estamos. —Indicó el cuadrado hueco que había garabateado—. Por donde te meten en la casa hay un piso bajo alrededor de un patio; ahí está el

amir
y su familia, sus parásitos.

—Es grande —Godfrey parecía ensimismado.

Ash punteó con marcas negras las esquinas de cada cuadrado.

—Estas son cuatro escaleras. Bajan a la casa que hay debajo. Alojamientos de esclavos, cocinas, almacenes... Hay establos y caballerizas al nivel del suelo, todo lo demás está abajo. Violante dice que hay diez pisos excavados en la roca. Creo que yo estoy en el quinto. Cada escalera tiene cuatro juegos de salas y cámaras que salen de ella, en cada nivel, y las escaleras no están conectadas entre sí. —Terminó con una cruz en una esquina—. Esto es el noroeste, esta soy yo. Leofrico está aquí, en el conjunto de cámaras del noreste.

Tiró el carboncillo y se volvió a apoyar en el muro.

—¡Mierda, no me gustaría tener que tomar este sitio por la fuerza!

Al volverse, vio la expresión cerrada de Godfrey Maximillian, y sonrió en silencio.

—No. No estoy loca. Solo es deformación profesional.

—No estás loca —asintió el sacerdote—, pero estás diferente.

Ash no dijo nada. Por un segundo no hubo nada que pudiera decir. Por un momento le dolieron los senos, pesados dentro del corpiño.

—¿Es esto? —Godfrey volvió a acariciar la cadena de acero.

—¿Eso? No. —Ash levantó la cabeza—. Eso es el pase que me sacará de aquí.

—No lo entiendo.

—El lord

amir
Gelimer me hizo un favor. —Ash envolvió con los dedos el metal, sentía las esquinas redondeadas del acero mordiéndole la piel. No sabía que miraba a Godfrey con toda la vieja emoción irreflexiva de alguien que vive en el filo de la navaja—. Si no tengo esto, soy una prisionera, una invitada, algo que ves. Con esto... Alderico te trajo aquí abajo...

—¿Alderico?

—El soldado. —Ash habló entonces más rápido—. Te trajo aquí abajo. Tienes que haberlo visto, Godfrey. Esta casa está llena de esclavos rubios. Si salgo de esta habitación, entonces solo soy una más. No me ve nadie, no me encuentra nadie. No soy más que otra mujer sin rostro con una cadena.

—Si no es ese el problema, ¿cuál es entonces? —insistió Godfrey. Sacudió de inmediato la cabeza—.

Deus vous garde
34
. No. No digas nada hasta que así lo desees.

—Lo haré.

—Hay demasiados soldados en esta casa.

—Lo sé. Tengo que salir para escapar. Solo unos minutos, una simple oportunidad. —La joven esbozó una amplia sonrisa sesgada—. Sé lo pequeña que es esa oportunidad, Godfrey. Pero no puedo dejar de intentarlo, eso es todo. Tengo que volver. Tengo que salir de aquí. —Cortó la intensidad que empezaba a agrietarle la voz; dejó que sus dedos abandonaran el jergón y acariciaran el suelo desigual—. Este sitio es viejo...

La luz continua del fuego griego iluminaba cada esquina de aquella diminuta habitación; los azulejos tan pegados con sus dibujos geométricos de color rosa y negro, los bordes achaflanados del alféizar de la ventana, el bajorrelieve gastado y desvaído de los muros: granadas, palmeras y hombres con cabezas de animales. Alguien había arañado un nombre, ARGENTIUS, muy cerca del suelo con alguna herramienta afilada;

no
, pensó ella, con la cuchara de madera tallada que venía con el cuenco de madera y una comida poco frecuente.

La joven se quejó con aire ausente.

—Ni siquiera me dejaron quedarme con un cuchillo para comer.

Godfrey Maximillian dijo con sequedad:

—No me sorprende. Saben quién eres.

Ash se sorprendió lanzando una carcajada.

—Tan diferente y sin embargo tan igual. —Godfrey estiró la mano para acariciar los extremos cortados de su cabello plateado. La mano masculina volvió a la cruz que llevaba en el pecho—. Si ese capitán no te conociera, te daría estas túnicas y la capucha y te dejaría intentar salir de aquí andando. No sería la primera vez que alguien lo consigue.

—No el hombre que se queda atrás —dijo ella con acidez y se sorprendió cuando fue él, a su vez, quien se rió—. ¿Qué? ¿Qué, Godfrey?

—Nada —dijo él, francamente divertido—. No me extraña que siga contigo desde que tenías once años.

—Me matarán. —Ash vio que el rostro del hombre cambiaba—. Tengo cuarenta y ocho horas, siendo realistas. No sé cómo están las cosas ahí fuera, mientras eligen a su nuevo rey califa...

—Un caos. Hay un carnaval ahí abajo, en la ciudad. —Godfrey se encogió de hombros—. Con solo los guardias de la ciudad para mantener el orden. Como descubrí cuando intenté comprar información, los

amirs
se han retirado a sus casas, aquí arriba, con sus sirvientes y todas sus tropas.

Ash se golpeó la palma de la mano con el puño.

—¡Tiene que ser ahora! ¿Hay alguna manera de que me puedas sacar de aquí de forma legítima? Solo hasta la calle, durante un minuto.

—Estarás vigilada.

—No puedo rendirme ahora.

Hubo algo que acentuó los rasgos del sacerdote, que tensó la piel aún más sobre sus huesos, pero la joven no podía interpretar su expresión. El hombre bajó los ojos y contempló sus dedos, anchos como espátulas. Cuando habló, después de un momento de silencio, había un tono cortante en su voz.

—Tú nunca te rindes, Ash. Te sientas ahí y calculas que quizá te queden dos días... pero es posible que solo tengas dos horas, o menos; ese matón visigodo podría llamar a tu puerta en cualquier momento, hoy mismo. —El sacerdote le echó un breve vistazo al túnel de piedra que servía de ventana. El fulgor del fuego griego de la celda significaba que no había visión nocturna, nada visible salvo un cuadrado de negrura. Con un esfuerzo, el hombre continuó—. Ash, ¿no ves que podrías morir? ¿Es que no vas a aprender nunca? ¿Es que no hay nada que te haga sufrir?

Está intentando llegar hasta mí
, pensó Ash, reprimiendo la ira que la invadía.

—No me engaño. Sí, es muy probable que vaya a morir. —La mercenaria se envolvió las manos en un pliegue de la falda de lana, para protegerse de aquel frío que la hacía estremecer. Unos pasos resonaron con fuerza por el pasillo y se desvanecieron a lo lejos, ahogados por la puerta de acero.

Godfrey dijo:

—No soy más que un sacerdote de campo sin educación. Ya lo sabes. Le rezaré a Nuestra Señora y a la Comunión de los Santos. Removeré Cielo y Tierra para liberarte, ya lo sabes. Pero te estaría fallando en todo si no intentara hacerte comprender, saber que podrías estar muerta antes de tener tiempo para limpiar tu alma. ¿Cuándo fue la última vez que te confesaste? ¿Antes de la batalla de Auxonne?

Ash abrió la boca y la volvió a cerrar. Al fin dijo:

—No me acuerdo. De verdad que no recuerdo la última vez que me absolvieron. ¿Importa mucho?

Godfrey soltó una risita aguda; un ruido que a ella le recordó más bien a las ratas de Leofrico. El hombre se pasó la mano por la cara y cuando la miró su expresión tensa se había relajado.

—¿Por qué? ¿Para qué me molesto? Eres una auténtica pagana, niña. Los dos lo sabemos.

—Lo siento —dijo Ash en tono contrito.

—No.

—Siento no poder ser una buena cristiana por ti.

—Tampoco lo esperaría. Los representantes de Dios en la Tierra no han sido demasiado amables. —Godfrey Maximillian ladeó la cabeza, escuchó y luego volvió a relajarse—. Eres joven, no tienes parientes ni amigos, ni casa ni gremio, ni señor ni dama. Te he visto en el exterior, niña; sé que te casaste con Fernando del Guiz al menos por otra razón aparte de la lujuria. Cada lazo humano que te ata lo hace con dinero y se desata con el final de un contrato. Eso nunca te llevará a estrechar los lazos con Nuestro Señor. He rezado para que tuvieras tiempo de madurar y de considerar las cosas.

Un chillido masculino largo y duro resonó entre las paredes de piedra de la celda. Ash tardó un segundo en comprender que no había sido cerca sino muy lejos, muy abajo, y que había sido lo bastante sonoro como para remontar la colina desde el puerto, por encima del ruido de las gaviotas.

—Conque carnaval, ¿eh?

—Un carnaval duro.

Ash pasó el carboncillo varias veces por el papel con aire pensativo y emborronó las líneas blandas. Lo arrugó, se puso de rodillas y lo tiró por la ventana. El carboncillo lo metió bajo un extremo del jergón.

—Godfrey... ¿Cuánto tiempo tarda un feto en tener alma?

—Algunas autoridades dicen cuarenta días. Otras, que adquiere alma cuando se aviva y la mujer siente al niño moverse dentro del útero. Santa María Magdalena —dijo con tono neutro—, ¿es eso?

—Estaba encinta cuando llegué aquí. Me pegaron y lo perdí. Ayer. — De forma casi involuntaria, Ash lanzó un nuevo vistazo a la ventana negra que nunca le mostraba el Sol, nunca la tranquilizaba con la luz del día—. No, anteayer.

La mano masculina se cerró sobre la suya. La joven bajó la vista para contemplarla.

—¿Son los hijos del incesto un pecado?

Godfrey le apretó aún más la mano.

—¿Incesto? ¿Cómo podría haber incesto entre tu marido y tú?

—No, no Fernando. Yo. —Ash se quedó mirando la pared de enfrente. No miró a Godfrey Maximillian. Le dio la vuelta a la mano para que la palma se deslizara entre las de él y se quedaron sentados con las espaldas apoyadas en la pared, la tela basta del jergón fría bajo ellos.

—Sí que tengo familia —dijo la joven—. Los has visto, Godfrey. La Faris y estos esclavos de aquí. El

amir
Leofrico los cría, nos cría, como si fuéramos ganado. Hace criar al hijo con la madre y a la hija con el padre y esta familia lleva haciéndolo desde que se tiene memoria. Si hubiera tenido un hijo, habría sido cien veces incestuoso. —Entonces volvió la cabeza para poder ver el rostro de Godfrey—. ¿Eso te escandaliza? A mí no. —Y con un tono pragmático y monocorde, añadió—: Mi bebé podría haber nacido deforme. Un monstruo. Con ese razonamiento, quizá yo sea un monstruo. No es solo la voz. No todas las deformidades son cosas que se puedan ver.

Los párpados del hombre aletearon al intentar mirarla. La joven pensó que jamás había notado lo largas y delicadas que eran sus pestañas marrones. Sintió un dolor en la mano y bajó los ojos. El sacerdote tenía los nudillos blancos de apretarle la mano con fuerza.

—¿Cómo...? —Godfrey tosió— ¿Cómo sabes que es verdad? ¿Cómo lo descubriste?

—El

amir
Leofrico me lo dijo —dijo Ash. Luego esperó hasta que Godfrey la volvió a mirar a los ojos—. Y le pregunté al Gólem de Piedra.

—Le preguntaste...

—El

amir
quería saber si lo mío era cierto o no. Así que se lo dije. Si podía, y la máquina estaba en lo cierto, entonces yo tenía que estar oyendo algo, tenía que estar oyendo la voz de la máquina. —Ash bajó la otra mano y empezó a retirar los dedos de Godfrey. Por donde él la había agarrado, tenía la piel blanca y sin sangre.

—Crió a un general que pudiera oír su máquina —dijo Ash—, pero ahora... ya no necesita otro.

Ieus Christus Viridianus, Christus Imperator
35
—dijo Godfrey. Se miró las manos sin verlas. Ash notó que tenía los puños de la túnica raídos y que la mitad de la delgadez de su rostro se podía atribuir solo al hambre: un sacerdote pobre, alojado en alguna habitación de Cartago, dependiendo de las limosnas que le pudieran dar médicos como Annibale Valzacchi, y de la información. Y no hay información gratuita.

En medio del silencio, la joven dijo:

—Cuando rezas, Godfrey, ¿recibes alguna respuesta?

La pregunta lo sacó de su ensimismamiento.

—Sería presuntuoso por mi parte decirlo.

Todo el cuerpo de la mujer estaba tenso contra el frío, mitigado en cierto modo por las gruesas paredes de piedra. Cambió de posición en el jergón.

—Esto —la mercenaria se tocó la sien—, no es la Comunión de los Santos. Antes esperaba que lo fuese, Godfrey. Como esperaba que fuera San Jorge o uno de los santos soldado, ¿sabes?

Una leve sonrisa levantó una esquina de los labios del sacerdote.

—Supongo que es lo que tendrías que esperar, niña.

—No es la voz de un santo, es la voz de una máquina. Aunque es posible que la máquina la haya creado un milagro. Si el profeta Gundobando era un auténtico profeta de Dios. —Miró burlona a Godfrey y, sin darle tiempo a decir nada, continuó—: Y cuando la oigo, no me limito a escuchar.

—No lo entiendo.

Ash botó en el sitio y golpeó el jergón con el puño.

—No es solo escuchar. Cuando te oigo hablar a ti, no tengo que hacer nada para escucharte.

—Con frecuencia tengo la sensación de que no tienes que prestar atención —dijo Godfrey con un humor grave, lo que la desconcertó por completo. El sacerdote le ofreció una sonrisa a modo de disculpa—. ¿Hay algo más en todo esto?

—La voz. —Ash hizo un gesto de indefensión con las manos—. Es como si estuviera tirando de una cuerda o... no lo entenderás pero, a veces, en combate, puedes hacer que alguien te ataque de cierto modo, por la forma de colocarte y sujetar el arma, por la forma de moverte; ofreces un espacio abierto, un modo de atravesar tus defensas... y entran por donde tú quieres y luego ya lidias con ellos. No me daba cuenta cuando solo era cuestión de una pregunta o dos antes de luchar, pero Leofrico me obligó a escuchar al Gólem de Piedra durante un buen rato. Hago algo cuando escucho, Godfrey. Ofrezco una... forma de entrar.

—Hay actos por omisión y actos por obra. —Godfrey parecía ensimismado, otra vez. De repente miró la puerta y bajó el tono de voz—. ¿Cuánto puedes conseguir que te diga? ¿Te puede decir cómo escapar?

—Oh, podría decírmelo. Es probable que me diga dónde están situados todos los guardias. —Ash levantó los ojos por un instante para encontrarse con los de Godfrey—. He estado hablando con los esclavos. Cuando Leofrico quiere saber qué preguntas tácticas le está haciendo la Faris a la máquina, se lo pregunta... y la máquina se lo dice.

—¿Y también le diría lo que tú preguntas?

La joven se encogió de hombros. En voz baja y seca, dijo:

—Quizá. Si lo «recuerda». Si a Leofrico se le ocurre preguntar. Lo hará. Es muy listo. Y estaré atrapada. Se limitarán a cambiar las guardias. Quizá me golpeen hasta dejarme inconsciente y no pueda preguntar.

Godfrey Maximillian le cogió la mano. Todavía tenía el cuerpo medio vuelto hacia la puerta.

—Los esclavos no siempre dicen la verdad.

—Lo sé. Si fuera a... —Ash hizo otro gesto incierto mientras intentaba articular un pensamiento— pedir lo que sabe, antes le preguntaría otra cosa. Godfrey, le preguntaría ¿por qué hace tanto frío aquí? El

amir
Leofrico no sabe la respuesta y tiene miedo.

—Todo el mundo tiene...

—Precisamente. Aquí todo el mundo tiene miedo. Creí que era algo que habían provocado ellos para su cruzada, pero ellos tampoco se esperaban este frío. Esto no es cosa del Crepúsculo Eterno, esto es otra cosa.

—Quizá sean los últimos días...

Unos pasos pesados resonaron en el pasillo.

Godfrey Maximillian se puso en pie de un salto y se alisó la túnica y el manto.

—Intenta sacarme de aquí —dijo Ash con rapidez y en voz baja—. Si no sé nada de ti pronto, lo intentaré de cualquier forma que se me ocurra.

La fuerte mano masculina le envolvió el hombro y la obligó a bajarse de nuevo cuando intentó levantarse, de tal modo que estaba arrodillada delante de él cuando la puerta de la celda empezó a abrirse y entraron varios soldados. Godfrey se persignó, levantó la cruz que llevaba en el ancho pecho y la besó con devoción.

—Tengo una idea. No te va a gustar.

Absolvo te
36
, hija mía.

El

nazir
que iba con Alderico no era Teudiberto, notó Ash; y sus hombres tampoco eran los hombres del escuadrón de Teudiberto. El comandante
'arif dio
un paso atrás mientras sus soldados iban saliendo de uno en uno con Godfrey Maximillian entre ellos.

Ash los contempló, imperturbable.

—Deberías tener más cuidado con lo que dices, franca —comentó el

'arif
Alderico. Colocó la mano en la puerta de acero y en lugar de cerrarla tras él, la empujó y se dio la vuelta para mirarla—. Es un consejo de amigo.

—Uno —Ash levantó la mano y fue contando con los dedos—. ¿Qué te hace pensar que no sé que siempre hay gente aquí escuchándome? Dos: ¿qué te hace pensar que me importa lo que le digas a tu lord

amir
? Está loco. Tres, ya está planeando torturarme, así que ¿de qué tengo que preocuparme?

Consiguió terminar con los puños en las caderas y la barbilla levantada; y más energía en la voz de la que pensó que podría encontrar, dada la sensación de debilidad y hambre que la atravesaba cada vez que se levantaba. El barbudo grandullón se removió incómodo. Había algo en ella que lo molestaba; a Ash le llevó varios segundos comprender que era la contradicción entre su atavío y su postura.

—Deberías tener más cuidado —repitió contumaz el capitán visigodo.

—¿Por qué?

El

'arif
Alderico no respondió. Pasó a su lado rumbo a la ventana, se apoyó en el vano de granito rojo y miró al cielo. Entró el olor de la basura madura del puerto.

—¿Alguna vez has hecho algo de lo que sigas avergonzada, franca?

—¿Qué? —Ash contempló la nuca masculina. A juzgar por la postura de los hombros, el militar estaba incómodo. Un escalofrío recorrió el vello de los brazos femeninos.

¿Qué es esto?

—He dicho que si alguna vez has hecho algo de lo que sigas avergonzada. Como soldado. —Se volvió hacia ella, la miró de arriba abajo y repitió con más firmeza—. Como soldado.

Ash se cruzó de brazos. Contuvo el primer comentario ingenioso que se le ocurrió y estudió al militar. Además de las túnicas blancas y el camisote de malla, el visigodo llevaba una basta chaqueta de piel de cabra atada con cordones, como la túnica de un campesino; y botas forradas de piel, no sandalias. Llevaba una daga curvada en el cinturón y una espada con una cruz recta y estrecha. Demasiado alerta para poder atacarlo, sorprenderlo.

Algo le hizo decir la verdad, se relajó y dijo:

—Sí, todo el mundo ha hecho algo. Yo también.

—¿Querrías contármelo?

—¿Por qué...? —Ash se contuvo—. De acuerdo. Hace cinco años. Estaba en un asedio, no importa dónde, un pueblecito en las fronteras de Iberia. Nuestro señor no quería dejar salir a la gente del pueblo. Quería que se terminaran las provisiones de la guarnición para que tuvieran que rendirse. El comandante de la guarnición quería evitar eso, así que los evacuó, los sacó al foso. Así que allí estaban, doscientas personas, en una zanja entre dos ejércitos, ninguno de los cuales iba a dejarlos volver atrás ni seguir adelante. Matamos a una docena antes de que nos creyeran. Aquello se prolongó un mes. Se murieron de hambre, todos. El olor era espantoso, incluso para un asedio...

Volvió a concentrarse en Alderico y se encontró con que aquel hombre, mayor que ella, la estaba estudiando con atención.

—Es una historia que he contado muchas veces —dijo la joven—. Normalmente para desanimar a esa clase de aspirante a recluta mercenario que tiene catorce años y cree que solo se trata de montar a caballo y cargar contra un noble enemigo. Supongo que vosotros no tendréis de esos. Lo que no cuento y lo que me avergüenza es lo de los recién nacidos. Nuestro señor dijo que no estaba bien que quedaran sin bautizar y fueran al infierno, así que dejó que los aldeanos nos los pasaran. Y nosotros se los pasamos al sacerdote del campamento, que los bautizó... y luego se los volvimos a entregar directamente a los de la zanja.

Con un gesto inconsciente se llevó las palmas de las manos al vientre.

—Lo hicimos. Yo lo hice. Durante semanas. Sé que murieron de hambre en estado de gracia... pero sigo pensando en ello.

El

'arif
visigodo asintió a modo de reconocimiento.

—Tenemos muchachos de catorce años en las levas de la casa. —Los dientes blancos relucieron contra la barba negra y luego su expresión cambió—. Lo mío también son los bebés. Tenía más o menos tu edad, no mucho mayor. Mi

amir...
mi señor, como tú lo llamarías; Leofrico... me tenía trabajando en los rediles.

Ash era consciente de que debía de parecer confusa.

—Los rediles para la cría de esclavos. No mucho mayores que esto, la mayor parte. —Alderico señaló con un gesto la celda—. Mi

amir
nos puso a mí y a mi escuadrón a seleccionar los «errores» del programa de cría. Cuando tenían doce o catorce semanas de vida. El
'arif
se quitó con un gesto brusco el yelmo y se limpió el ceño blanco, que estaba sudando a pesar del frío—. Éramos el escuadrón de limpieza. Nada de lo que he hecho desde entonces, en veinte años de guerra, ha sido tan terrible como cortarles la garganta a aquellos bebés, la vena grande, aquí, y luego solo... los tirábamos. Por ventanas como esta, al puerto: basura. Nadie cuestiona a mi
amir
. Mi escuadrón hizo lo que nos ordenaron.

Se encogió de hombros con gesto impotente y se encontró con los ojos de la mujer.

La joven mira el rostro de Alderico sabiendo que, si eso fue lo que pasó con ella, había muchas probabilidades de que él hubiera estado a punto de matarla veinte años atrás. Le había cortado la garganta sin más y la había tirado. Y quizá lo supiera.

—Bueno —dijo Ash. Le sonrió a Alderico como si fuera un viejo compañero—. Así que Leofrico ya estaba chiflado entonces, ¿eh?

Vio en él un momento de confusión, un ceño (

esta mujer no puede ser tan obtusa, ¿verdad?
) y entonces cayó en la cuenta de algo.

El

'arif
la reprendió:

—Esa no es una forma muy respetuosa de hablar de un hombre que podría convertirse en rey califa.

—¡Si el Imperio Visigodo elige a Leofrico, entonces os merecéis todo lo que recibáis! —La joven se llevó la mano al cuello. Está segura de que el corpiño deja ver la vieja cicatriz blanca que le rodea el cuello y que Fernando del Guiz había acariciado tanto tiempo atrás en Colonia—. Siempre creí que esto no era más que un accidente infantil... Tampoco es que fueras precisamente eficiente,

'arif
Alderico. Medio milímetro más hacia cualquier lado y no estaría hablando contigo, ¿verdad?

—Ni siquiera un imbécil puede hacerlo todo bien —dijo Alderico muy serio—. Siempre hay accidentes.

Pura casualidad. El más puro y absurdo azar.

Esa idea la hace sudar y se distrae.

—¿Por qué tan pequeños? —dijo de repente—. Estos niños... ¿No tendrían que tener los bebés la edad suficiente para hablar, al menos, antes de que Leofrico pudiera averiguar que no podían comunicarse con el Gólem de Piedra?

Alderico le lanzó una mirada. La joven tardó un segundo en darse cuenta de que era la mirada que los soldados reservan para los civiles que encuentran irracional alguna matanza masiva en el campo de batalla.

—No tienen que hablar —dijo Alderico—. Él no lo sabe por ellos. A los bebés los colocan en un alojamiento diferente de la casa; espera hasta que tienen el tiempo suficiente para distinguir el dolor de verdad del hambre o la incomodidad y entonces les hace daño, mucho, normalmente los quema. Los niños chillan. Luego le pregunta al Gólem de Piedra si los oye.

¡Por el Dulce Cristo!

Ash piensa con la mente y con el cuerpo. Su cuerpo lee el cuerpo masculino, lo evalúa y no encuentra ningún fallo en su estado de alerta, no hay punto por el que pudiera arrebatarle un cuchillo, conseguir una espada. Y su mente le dice que no hay nada que pudiera hacer con un arma, si la tuviera.

—Cierto que eran niños esclavos —dijo el

'arif
, mostrando una insensibilidad suprema hacia la esclava que tiene delante—, pero es algo que aún sueño que estoy haciendo, la mayor parte de las noches.

—Ya... Alguna gente me ha hablado de ese tipo de sueños.

Muy por encima de lo que dicen, en la habitación hay presente algún otro medio de comunicación sin palabras, amigable. Ash, con los ojos brillantes, se frotó las manos con viveza en las mangas de lana de los brazos.

—Los soldados tienen más en común con otros soldados que con los señores, con los

amirs
, ¿lo habéis notado,
'arif
Alderico? ¡Incluso los soldados de bandos opuestos!

Alderico se llevó la mano derecha al pecho, sobre el corazón.

—Ojalá pudiera haberme enfrentado a vos en combate, mi señora.

—¡Ojalá consigáis hacer realidad vuestro deseo!

Le salió con tono sardónico. El visigodo echó atrás la cabeza, le sobresalió la barba y se echó a reír. Se acercó entonces a la puerta.

—Y ya que estamos —dijo Ash—, la comida en este sitio es terrible, pero me gustaría tomar más.

Alderico esbozó una sonrisa brillante y sacudió la cabeza.

—Solo tenéis que ordenarlo, mi señora.

—Es mi deseo.

La reja de acero se cerró tras él. El sonido del cerrojo de metal corriéndose se desvaneció y dejó solo el gemido del viento que se levantaba con furia. Fuera, la lluvia helada salpicaba el granito rojo tallado.

—Solo tengo que ordenarlo, de momento —lo corrigió Ash en voz alta.

No había nada para marcar el paso de una hora dada del día salvo el sonido de los cuernos, que no le contaba nada; no había constelaciones que giraran; no había diferencia en las pisadas que recorrían el pasillo, ni en las campanas de lo que debía ser la capilla de la casa: la casa de Leofrico parecía hervir de actividad las veinticuatro horas del día. Ash esperaba que Alderico enviara un esclavo o un soldado con comida antes de una hora: no vino nadie. Cuando cada hora puede ser la última, cuando cualquier llave que abra la puerta puede traer la noticia del final, el tiempo se estira de una forma increíble. Quizá solo hubieran pasado minutos cuando el sonido del metal que hacía girar los seguros de metal la hizo levantarse, insegura y mareada.

Dos soldados, los dos con mazas en las manos, entraron y se colocaron a ambos lados de la estrecha puerta. Apenas había sitio para que entrara nadie más. Ash dio un paso atrás hacia la ventana. El

'arif
Alderico se abrió paso entre los guardias. Un hombre barbudo con túnica lo seguía. Godfrey Maximillian.

—Mierda. ¿Ya? ¿Ahora? —quiso saber Ash pero Godfrey empezó a sacudir la cabeza casi en cuanto se encontraron sus ojos.

—El lord

amir
Leofrico cree que es mejor mantenerte en buenas condiciones hasta que se te necesite. —Godfrey Maximillian tropezó casi de forma imperceptible con la última palabra: la mercenaria vio que Alderico percibía la repugnancia del sacerdote.

—¿Y?

—Y necesitas ejercicio. Por un corto periodo de tiempo cada día.

Buen intento, Godfrey.

Ash se encontró con la mirada de Alderico.

—Bueno, ¿así que tu señor va a dejarme salir de esta caja de piedra?

Ya, claro. ¡Tenéis que estar de broma! ¿Pero en qué circunstancias...?

Alderico dijo imperturbable.

—El

amir
tiene un aliado fiable, te pone bajo su custodia durante una hora cada día hasta la toma de posesión. Quizá solo hoy.

Ash no se movió. Miró primero a un hombre y luego al otro. Luego suspiró, se relajó ligeramente y pensó:

fuera de aquí hay una máquina política funcionando a pleno rendimiento, no tengo forma de saber las muy variadas alianzas, enemistades, tratos, sobornos y engaños que puede haber... y si es una de las retorcidas supercherías de Leofrico lo que me saca de esta celda, me importa un bledo lo que no sé. Solo necesito que no me vigilen durante diez segundos seguidos, y desaparezco.

—¿Y según el lord

amir
, quién es su fiable aliado? —preguntó Ash—. ¿En quién confía para que me vigile una vez que salga de aquí? No vamos a fingir que voy a volver si puedo evitarlo.

—Eso —dijo el

'arif
Alderico con seriedad—, ya me lo había imaginado yo solo.
¡Nazir!

El más alto de los dos soldados enganchó la maza sobre la empuñadura de la espada por el acollador de cuero y soltó una larga cadena de acero del cinturón. Ash levantó la barbilla cuando se acercó el soldado y empezó a ensartarla en el collarín de hierro de la mujer.

—Bueno, ¿quién? —consiguió decir la mercenaria.

El rostro de Alderico adoptó una expresión que estaba a medio camino entre el humor tosco y el reproche.

—Un aliado, mi señora. Uno de vuestros caballeros. Lo conocéis, según me han dicho. Un bávaro.

Ash contempló al

nazir
agacharse para ponerle unos grilletes en los tobillos. Los eslabones de metal frío le colgaban del cuello y le tiraban de la cadena. Es posible que pudiera haberlo estrangulado con la cadena, pero seguiría quedando el resto.

—¿Bávaro? —dijo de repente—. ¡Oh, mierda, no!

Godfrey Maximillian levantó una ceja.

—Te dije que no te gustaría.

—¡Es Fernando! ¡A que sí! ¡Ha venido al sur! ¡El puto Fernando del Guiz!

—Le perteneces —dijo Godfrey con el rostro pétreo—. Es tu marido y tú eres propiedad suya. He conseguido que el

amir
Leofrico comprendiera bien este hecho, que comprenda que Lord Fernando puede hacerse completamente responsable de tu custodia. Así que el lord
amir
ha aceptado liberarte y confiarte a la compañía de tu esposo durante una hora cada día, bajo palabra.

—Me imagino que el perrito faldero de la Faris te vigilará bastante bien —terminó el

'arif
Alderico con la alegría del ahorcado—, dado que su vida depende de ello.

Claro que
, pensó Ash,
alguna otra persona podría estar utilizándome a mí para deshacerse de Fernando. Habrá hecho enemigos. Podría ser cualquiera. Incluyendo el propio lord
amir
Leofrico...

—Puta política —dijo Ash en voz alta—, ¿por qué no puedo limitarme a pegarle a alguien?