Capítulo 3

—¡Pero te van a matar! —subrayó el soldado con cara de niño, Gaiserico; su tono era una mezcla de malicia confusa y respeto—. ¿Es que no lo sabes, puta?

—Pues claro que lo sé. ¿Te parezco estúpida?

Los escalones del cuadrante noreste de la casa de Leofrico sacudían a Ash mientras se esforzaba en bajar otra vez su escalera de caracol, con Gaiserico, Barbas y el

nazir
delante de ella, y el resto del escuadrón detrás. Las cotas de malla tintineaban; las vainas de las espadas arañaban la pared curvada. Arrastraba tras ella, por las escaleras, las faldas de lana empapada.

—No creo —dijo Ash— que tú lo hayas entendido.

Al salir de las escaleras para entrar en un pasillo, la joven se levantó el manto de los pies. Los recipientes que contenían el fuego griego del pasillo iluminaban el rostro asombrado de Gaiserico, blanco de frío.

—No te entiendo —dijo el muchacho mientras su

nazir
se adelantaba por el pasillo con suelo de mosaico.

Ash se limitó a sonreírle. A hurtadillas flexionó los brazos magullados y doloridos. Le ardían los músculos de la cara interna de los muslos. Pensó,

debe de hacer tres semanas que no monto nada... desde la batalla de Auxonne.

—Ya me han hecho prisionera antes —le explicó—. Creo que se me había olvidado.

En cuanto a por qué lo había olvidado...
Interrumpió el pensamiento y apartó la celda con el suelo empapado de sangre hacia otra parte de su mente donde no tuviera que verlo. Es joven, se cura con rapidez; siente una incomodidad de fondo en la cabeza, en la rodilla; pero ahora eso no es óbice para que se sienta mejor.

Una voz exclamó:

—¡Traedla!

Leofrico, lo identificó Ash.

Ya, eso pensaba.

Inesperadamente, Gaiserico murmuró por lo bajo:

—Estarás cómoda ahí dentro. Ahí tiene un fuego para los bichos.

Dos soldados deslizaron una puerta de roble enmarcada en hierro y la abrieron. Teudiberto la empujó para hacerla entrar pero ella se desembarazó de su mano. Hubo un breve intercambio de palabras entre el lord

amir
y el
nazir
. Ash se adelantó, directa como el vuelo de un virote, hacia un brasero lleno de carbones ardientes y se hundió de rodillas delante de él en el suelo de piedra.

Algo crujió. Algo chilló.

—Oh, sí... Esto está mucho mejor —suspiró la joven con los ojos cerrados. El calor del fuego le empapó la cara. Abrió los ojos, levantó las manos con torpeza y se quitó la capucha. El vapor se elevó de la superficie de lana. El suelo de piedra estaba húmedo a su alrededor. Se frotó los puños y se mordió el labio para contener el dolor provocado por el retorno de la circulación.

—¡Lord

amir
! —Se despidió Teudiberto. La puerta se cerró de golpe; los pasos de los soldados que se alejaban por el pasillo. La mercenaria levantó la vista y se encontró sola con el lord
amir
Leofrico y unos cuantos esclavos, algunos de los cuales conocía de nombre.

Las paredes de la habitación estaban cubiertas con jaulas de hierro para ratas, de cinco y seis cajas de profundidad. Una miríada de ojos como cuentas negras la contemplaban desde detrás de las finas rejas de metal.

—Mi señor. —Ash se enfrentó a Leofrico—. Creo que tenemos que hablar.

Estuviera lo que estuviera esperando el hombre, no era un discurso por su parte. Se giró, más parecido que nunca a una lechuza sobresaltada, el pelo de un gris blanquecino disparado por donde se había pasado los dedos. Vestía una túnica hasta el suelo de lana verde cubierta de excrementos y suciedad de sus animales.

—Tu futuro ya está decidido. ¿Qué puedes tener tú que decirme?

El incrédulo énfasis que puso el

amir
en el «tú» la puso furiosa. Ash se puso en pie y se bajó los puños apretados de la túnica, de tal forma que se enfrentó a él con el aspecto de una joven vestida a la europea, el pelo rapado oculto por la cofia, el cuerpo envuelto en el manto húmedo y la capucha que no pensaba abandonar por si algún esclavo se los llevaba.

Se levantó y se acercó al banco ante el que estaba el hombre, al lado de una jaula abierta. Violante permanecía a su lado, con un cubo de cuero lleno de agua.

—¿Qué estáis haciendo? —Era una distracción deliberada mientras pensaba con todas sus fuerzas.

Leofrico bajó la vista.

—Criar una característica pura. O más bien no hacerlo. Este es mi quinto intento y este también ha fracasado. ¡Niña!

La caja de hierro que tenía el

amir
delante estaba llena de paja troceada. Ash levantó las cejas, pensando,
¡con lo que cuesta eso, aquí, donde no crece nada...!

Unos gusanos blancos se retorcían entre el heno. La joven se asomó un poco, y volvieron los recuerdos de la época en la que había vivido en una carreta con la Gran Isobel, cuando tenía nueve o diez años: el furriel pagaba una hogaza de pan por diez ratas muertas, o por una carnada de crías. Se inclinó sobre la caja y contempló las crías de rata, las cabezas ciegas y grandes, como los cachorros de perro y los cuerpos pequeños cubiertos de una piel blanca y fina. Había dos de un color gris liso.

—Con cinco días ya se puede ver la coloración. Estos, como las carnadas previas, han resultado inútiles. —El lord

amir
Leofrico observaba por encima del hombro de la joven. El aliento del visigodo olía a especias. Extendió la mano de uñas bien cortadas, recogió toda la carnada en la palma y a continuación los dejó caer en el cubo de cuero.

—¿Por q...?

Se hundieron bajo la superficie negra del agua sin luchar. Los sentidos de la mercenaria, agudizados al límite, distinguieron la rápida sucesión de quince o veinte salpicaduras pesadas, diminutas. Mientras miraba la escena fijamente, se encontró con los ojos de Violante, que sujetaba el cubo de cuero. Los ojos de la niña estaban inundados de lágrimas.

—El macho es el número cuatro-seis-ocho —dijo el anciano, sin ver nada más, mientras se acercaba a otra jaula—. Este no criará una carnada de raza.

Metió la mano con rapidez. Ash oyó un chillido. Leofrico sacó la mano, con una rata macho agarrada por la mitad del cuerpo. Ash reconoció a la rata blanca con trozos del color del hígado; chillaba, se sacudía, estiraba las cuatro patas y ponía rígida la cola; luego, aterrada, azotaba el cuerpo de un lado a otro. Leofrico levantó la rata con la intención de estrellarle la cabeza contra el borde afilado de la mesa...

Ash se movió antes de darse cuenta siquiera de que pretendía hacerlo y le sujetó la muñeca para detener el movimiento antes de que pudiera sacarle los sesos al animal a golpes.

—No. —Apretó los labios y sacudió la cabeza—. No, creo que no..., padre.

Lo dijo con la única intención de remover sus entrañas y lo consiguió. El anciano se la quedó mirando con la piel arrugada alrededor de los ojos azules y desvaídos. De repente se estremeció, frunció el ceño y le tiró la rata mientras se metía el dedo ensangrentado en la boca.

—¡Quédatela si la quieres!

El objeto volador cayó con un ruido sordo en el pecho de Ash. Esta bajó las manos para atraparla y por un momento sujetó un bulto de pelo erizado que no dejaba de debatirse, soltó un taco, agarró el cuerpo musculoso de la rata y se quedó inmóvil mientras el animal salía disparado hacia las profundidades de su voluminoso manto.

—¿Qué objeción has de poner? —soltó un irritado Leofrico.

—Bueno... —Ash se quedó totalmente quieta. En el aire flotaba un hedor a excrementos de rata. Entre los pliegues del manto se movía un cuerpo pequeño y sólido.

¡La tengo sentada en el pliegue del codo!
, comprendió. No metió la mano en la tela. Probó un gorjeo—. Oye,
Chupadedos...

La pequeña y cálida solidez se movió. La joven sintió que el cuerpo de la rata cambiaba de postura y se agazapaba. No pudo evitarlo y tensó el cuerpo, preparándose para la punzada afilada de unos dientes como cinceles.

No hubo ninguna mordedura.

Los animales salvajes no toleran de buena gana el contacto humano. Se aterran si se les confina.

Alguien ha tocado este animal
, pensó Ash.
Con frecuencia. Con mucha más frecuencia que Leofrico, que juega a ser el
amir
excéntrico que cría ratas...

Ash, muy quieta, bajó los ojos y miró a Violante. La pequeña esclava había posado en el suelo el cubo lleno de ratitas muertas y se había quedado quieta, con los puños en la boca, la cara húmeda, y los ojos clavados en Ash con una expresión de esperanza horrorizada.

La mansedumbre es un «derivado» del programa de cría, ¿no? ¡Y un huevo! Y un huevo. Leofrico, no tienes ni idea. Sé quién ha estado acariciando a estas bestias. Y apuesto a que tampoco ha sido la única...

—De acuerdo, me la quedo. —Ash le dio la espalda a Leofrico—. Creo que lo habéis entendido mal.

—¿Entendido mal qué?

—Yo no soy ninguna rata.

—¿Qué? —Ash permaneció muy quieta. Aquel cuerpo pequeño, cálido y sólido se estiró bajo la lana y descansó sobre su antebrazo. Contra su piel...

¡La tengo bajo la manga!
, pensó, y se la imaginó deslizándose entre los ojales del hombro, retorciéndose bajo el cuello de la camisa. Sintió una breve sacudida en las tripas al sentir la cabecita peluda de serpiente y la cola sin pelo y escamosa en contacto con la piel... y se dio cuenta de que lo que estaba sintiendo era el pelo cálido, no muy diferente del de un perrito; y el latido rápido de un corazón.

Ash levantó los ojos, miró el rostro de Leofrico y habló con cuidado.

—No soy ninguna rata, mi señor padre. No podéis criarme como a ganado. Y tampoco soy una de vuestras esclavas desnudas. Tengo una historia detrás. Tengo una vida, dieciocho o veinte años de vida, y tengo lazos y responsabilidades y personas que dependen de mí.

—¿Y? —Leofrico extendió las manos y uno de los esclavos apareció con un cuenco, una toalla y jabón. Habló sin que pareciera percibir la presencia del hombre que lo lavaba.

Yo he hecho eso mismo con los pajes
, pensó Ash de repente.
No es lo mismo. ¡No es lo mismo!

—Ellos también vienen con una historia detrás —añadió.

—¿Qué me estás diciendo?

—Si procedo de aquí, seguís sin ser mi dueño. Si nací de una de vuestras esclavas, ¿qué? No soy vuestra. Tenéis la responsabilidad de dejarme marchar —dijo Ash. Le cambió la expresión de la cara. Con una voz muy diferente, dijo—: ¡Oh, Señor, me está lamiendo!

La lengüetita cálida siguió raspando la piel tierna de su antebrazo, en el interior del codo. Ash se estremeció y volvió a levantar los ojos, encantada; y al ver que Leofrico la miraba con las manos cruzadas delante del cuerpo, dijo—: Hablar. Negociar. Eso es lo que hace la gente de verdad, mi señor padre. Veréis, es posible que seáis un hombre cruel, pero no estáis loco. Un loco podría haber realizado este experimento pero no podría haber dirigido una casa, la política de la corte y todos los preparativos de la invasión... De la cruzada —se corrigió.

Leofrico levantó los brazos cuando un esclavo le abrochó el cinturón y la bolsa por encima de la larga túnica. Le indicó en voz baja:

—¿Y?

—Y nunca deberíais rechazar la oportunidad de tener quinientos hombres armados —dijo Ash con calma—. Si ya no tengo mi compañía, dadme una compañía de vuestros hombres. Sabéis lo que puede hacer la Faris. Bien, yo soy mejor que ella. Dadme a Alderico y vuestros hombres y me aseguraré de que la casa de Leofrico no cae en la lucha por la elección. Dejadme enviar mensajeros para llamar a mis capitanes, a mis especialistas en artillería y a mis ingenieros y me aseguraré también de que las cosas se hacen a vuestra manera en Europa. ¿Qué es Borgoña para mí? Al final todo se reduce a un ejército.

La mercenaria sonrió con la mano flotando por encima del hombro; tenía miedo de tocar a la rata a través de la lana húmeda. Tenía la sensación de que el animal podía haberse quedado dormido.

—Las cosas han cambiado ahora que ha muerto el Califa Teodorico —dijo—. Sé cómo es, lo he visto muchas veces, los herederos asumen el poder tras sus señores y siempre hay dudas sobre la sucesión, sobre quién va a seguir a quién. Pensad en ello, mi señor padre. No es hace tres días, esto es el presente. No soy ninguna rata. No soy ninguna esclava. Soy un comandante militar con experiencia y llevo mucho tiempo haciendo esto. —Ash se encogió de hombros—. Medio segundo con un jifero y estos sesos salen volando y terminan estrellados en la coraza de alguien. Pero hasta que eso ocurra, sé tanto que me necesitáis, mi señor padre. Al menos hasta que os hagáis elegir rey califa.

El rostro lleno de arrugas y líneas de Leofrico dejó de mostrar su expresión borrosa habitual. El

amir
se pasó los dedos por la barba destrenzada y la peinó. Tenía los ojos brillantes, concentrados en Ash y la joven pensó,
lo he despertado. Ya lo tengo.

—Creo que no podría confiarte el mando de mis tropas, no te quedarías aquí.

—Pensad en ello. —La joven vio que el hecho de no rogarle empezaba a hacer mella en él—. Vos elegís. Ninguno de los que me han contratado sabía que no iba a cambiar de bando y largarme. Pero no soy obstinada ni estúpida. Si puedo llegar a un compromiso que me mantenga con vida y eso significa que tengo alguna esperanza de averiguar lo que le pasó a mi gente en Auxonne, entonces lucharé por vos y podéis confiar en que saldré ahí fuera y moriré por vos... o no moriré —añadió—, qué es de lo que se trata.

Se giró parsimoniosamente y le dio la espalda a aquella mirada intensa y reflexiva.

—Disculpad. ¿Violante? Tengo una rata metida en la camisa.

No miró a Leofrico durante los siguientes y confusos minutos, mientras se soltaba los cordones y las manos frías de la niña le revolvían el corpiño; las garras finas como agujas de la rata le dejaron arañazos rojos por el hombro cuando el cuerpo peludo se resistió a salir de allí. Un ojo del color de los rubíes y otro negro se clavaron en ella desde una cara puntiaguda y peluda. La rata se sacudió, irritada.

—Cuídalo por mí —ordenó Ash mientras Violante acunaba al macho contra su cuerpecito delgado—. ¿Y bien, mi señor padre?

—Soy lo que tú llamarías un hombre cruel. —El tono del noble visigodo no pretendía en absoluto excusarse por ello—. La crueldad es una forma muy eficiente de conseguir lo que se necesita, tanto del mundo como de otras personas. Tú, por ejemplo, sufrirías si ordenara dar muerte a ese trozo de sabandija, y a la niña, o al sacerdote que te visitó aquí.

—¿Creéis que todos los demás señores que contratan a un montón de mercenarios no intentan eso mismo?

—¿Y qué haces? —Leofrico parecía interesado.

—En general, tengo doscientos o trescientos hombres conmigo, hombres que están entrenados para utilizar espadas, arcos y hachas. Eso desanima a muchos. —Ash se estiró las mangas abullonadas de los hombros. Aquella habitación fría que olía a animal estaba por fin empezando a parecer cálida, después de la ventisca de fuera—. Siempre hay alguien que es más fuerte que tú. Eso es lo primero que aprendes. Así que negocias, te conviertes en alguien que les resulta más útil que otra cosa si lo piensan bien y no siempre funciona; no funcionó con mi antigua compañía, el Grifo sobre Oro. Cometieron el error de rendir una guarnición; el señor de la zona ahogó a la mitad en el lago, allí mismo, y colgó al resto de sus nogales. A todo el mundo se le acaba el tiempo antes o después. —Se encontró deliberadamente con la mirada de Leofrico y dijo con brutalidad—: Al final, todos estamos muertos y podridos. Lo que importa es lo que hacemos ahora.

Esto impresionó a Leofrico. Al menos, eso le pareció a ella, pero no estaba segura. Lo que hizo fue apartarse un poco y dejar que sus esclavos terminaran de vestirlo con una túnica nueva, cinturón, bolsa y cuchillo, y un gorro de terciopelo ribeteado de piel. La joven estudió la espalda del hombre, que empezaba a encorvarse por la edad.

No es más que un noble o
amir
cualquiera.

Y nada menos, por supuesto. Podría hacerme matar en cualquier momento.

—Me pregunto —graznó la voz de Leofrico—, si mi hija se comportaría tan bien si la capturaran y se encontrara en el corazón del baluarte de un enemigo.

Ash empezó a sonreír.

—Si yo hubiera sido mejor comandante militar, no tendríais la oportunidad de compararnos en estos momentos.

El hombre siguió contemplándola como si la estuviera valorando. Ash pensó,

no le importa herir a la gente, es lo bastante ambicioso para intentar hacerse con el poder y la única diferencia que hay entre él y yo es que él tiene el dinero y los hombres, y yo no.

Eso y que él tiene unos cuarenta años de experiencia que yo no tengo. Este no es un hombre con el que se deba luchar. Este es un hombre con el que hay que llegar a un acuerdo.

—Uno de mis

'arifs
, Alderico, te toma por soldado.

—Lo soy.

—Pero, como ocurre con mi hija, eres algo más que eso.

El lord

amir
desvió la mirada cuando un esclavo más mayor y ataviado con una túnica entró en la habitación con las manos llenas de rollos de pergamino. El esclavo hizo una breve reverencia y empezó de inmediato a susurrarle a Leofrico con un tono bajo e intenso. Ash supuso que eran una serie de mensajes que requerían (por el tono de Leofrico) un asentimiento, una respuesta tranquilizadora o una negación contemporizadora. Con esa imagen vio que, seis pisos por encima de su cabeza, el mundo de piedra de la ciudadela era un hervidero de hombres que buscaban aliados para conseguir el poder.

Leofrico interrumpió la conversación.

—Te prometo que lo pensaré.

—Mi señor padre... —le agradeció Ash.

Mejor de lo que había esperado.

Las ratas se escurrían y escabullían, cautivas en las jaulas que cubrían la habitación. El borde de la falda de la joven se arrastraba húmedo tras sus talones, y los grilletes de los tobillos y el collarín de acero la mortificaban y la hacían estremecerse de dolor.

Este

hombre no ha cambiado de opinión. Quizá esté pensando en cambiar pero solo ha llegado hasta ahí. ¿Qué puedo poner en la balanza?

—Soy algo más —dijo—. Dos por el precio de una, ¿recordáis? Quizá os resulte útil tener un comandante aquí, en Cartago, que sepa utilizar los consejos tácticos del Gólem de Piedra.

—¿Y que en ocasiones necesite utilizarlo para preparar una revuelta con sus propios hombres? —dijo el lord

amir
con tono burlón mientras se preparaba para salir detrás del esclavo—. No eres infalible, hija. Déjame pensarlo.

Ash se quedó inmóvil, sin prestar atención a sus últimas palabras.

Para preparar una revuelta con...

La penúltima vez que hablé con el Gólem de Piedra se produjo una revuelta, cuando estuvieron a punto de matar a Florian...

Inclinó la cabeza mientras el lord

amir
Leofrico dejaba la habitación para que no pudiera verle la expresión.

Jesucristo, yo tenía razón. Puede averiguar por el Gólem de Piedra qué preguntas le han hecho, ella o yo. Puede saber con toda exactitud qué problemas tácticos he tenido.

O tendré. Si todavía tengo una voz. Si no es más que el silencio, como ocurrió en las pirámides. ¡Y no puedo preguntar! Maldita sea.

Siguió pensando, rápidamente, sin prestar demasiada atención mientras una tropa de soldados la escoltaban de vuelta a su celda. Le quitaron los grilletes de los tobillos, pero le dejaron la cadena del cuello. Se sentó en medio de la oscuridad del día, sola, en una habitación vacía, con un simple jergón y un orinal, con la cabeza entre las manos, devanándose los sesos en busca de una idea, un pensamiento, cualquier cosa.

No. Si le pregunto cualquier cosa, Leofrico lo sabrá. ¡Le estaría contando lo que estaba haciendo!

Una llamada metálica y hueca en el exterior anunció la puesta de sol.

Ash levantó la cabeza. La nieve flotaba y pintaba de blanco el borde de piedra del alféizar de la ventana pero no llegaba a entrar del todo. La túnica y el manto la envolvían. El hambre, agobiante, le provocaba un nudo en el estómago. La única luz existente, demasiado alta para poder alcanzarla, relucía sobre los bajorrelieves de las paredes y los mosaicos gastados del suelo, y sobre la superficie negra y plana de la puerta de hierro.

Se metió los dedos por debajo de la cadena para apartar un poco el metal de las ampollas que ya le habían salido en la piel.

Algo arañó la superficie exterior de la puerta.

Una voz infantil se oyó con claridad entre la juntura de la puerta y las jambas, donde las grandes barras de acero penetraban en la pared.

—¿Ash? ¡Ash!

—¿Violante?

—Ya está —susurró la voz. Y luego con más urgencia—: ¡Ya está, Ash, ya está!

Ash se arrastró hasta la puerta y se arrodilló sobre las faldas.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que está?

—Un califa. Ya tenemos califa.

¡Mierda! La elección ha terminado antes de lo que pensaba.

—¿Quién? —Ash no esperaba reconocer el nombre. Mientras hablaba con Leovigildo y los otros esclavos se había enterado de procaces rumores sobre las costumbres de los lords

amir
de la corte del rey califa; conocía de pasada algunas carreras políticas y sabía de las alianzas sexuales que presencian los esclavos así como una buena cantidad de chismorreos sobre muertes por causas naturales. Si hubiera dispuesto de otras cuarenta y ocho horas para persuadir a los soldados de que chismorrearan, quizá habría estado en mejor posición para juzgar el poder militar. El nombre de Leofrico se mencionaba con frecuencia, pero que Leofrico accediera al trono no era posible.

Si lo consigue, tendrá que ocuparse de demasiados asuntos nuevos para pensar en hacerme la vivisección. Si no lo consigue...

Necesito otras cuarenta y ocho horas. ¡No sé lo suficiente!

—¿Quién? —preguntó otra vez.

La voz de Violante, a través de la ranura fina como la hoja de un cuchillo, dijo:

—Gelimer. Ash, el

amir
Gelimer es ahora califa.