Capítulo 5
Las losetas del mosaico se estremecieron bajo los pies de Ash.
—¿QUIÉN ES?
—ES UNA...
—TRIUNFAMOS...
La mercenaria dio un traspié, tropezó, mateada; no veía más que chispas amarillas. El mundo sólido se sacudía. En medio de un rugido... ¿que solo oía en su mente? ¿En el mundo?... Eran muchas las voces que se estrellaban contra su cabeza:
—BORGOÑA DEBE CAER...
—NO ERES NADA...
—¡TU DOLOR, NADA! ¡NO ERES NADA!
En ese segundo, Ash lo comprendió todo:
Un rugido áspero sacudió el suelo debajo de ella igual que un perro sacude una rata.
Sacó los brazos de debajo del manto que le enredaba el cuerpo, le dio un fuerte codazo a Teudiberto en las costillas, embutidas en la cota de malla, lo que le provocó una buena sacudida en el hombro. Araño la mano del hombre que le tapaba la boca y se rompió las uñas en la malla del guantelete.
—¿QUÉ ES LO QUE NOS HABLA?
—ES UNA DE LAS DE CORTA VIDA, ATADAS POR EL TIEMPO.
—NOSOTROS NO ESTAMOS ASÍ LIMITADOS, ASÍ CONSTREÑIDOS.
—¿ES LA
—¿ES LA QUE ESCUCHA?
La mano que le tapaba la cara desapareció de repente.
Ash cayó de rodillas y aspiró una gran bocanada de aire sin que nada se lo impidiera. El olor a mar le llenó las aletas de la nariz y la boca: salado, fresco, aterrador.
—¿Quién eres? ¿Qué es esto? —Cogió aire, gritó— ¿Qué le pasó a mi compañía en Auxonne?
—AUXONNE CAE.
—¡BORGOÑA CAE!
—BORGOÑA DEBE CAER.
—LOS GODOS ERRADICARÁN HASTA EL ÚLTIMO RASTRO QUE QUEDE SOBRE LA TIERRA. ACABAREMOS, DEBEMOS ACABAR, CON BORGOÑA, ¡COMO SI NUNCA HUBIERA EXISTIDO!
—¡Callaos!
Ash chilló, consciente de que el ruido de voces estaba en su cabeza y que un ruido más grande estaba desgarrando la sala: el rugido crujiente de algo que se rompe en mil pedazos.
—¿Qué le ha pasado a mi gente? ¡Qué!
—ACABAREMOS, DEBEMOS ACABAR, CON BORGOÑA, ¡COMO SI NUNCA HUBIERA EXISTIDO!
—¡Voz! ¡Gólem de Piedra! ¡Santo! ¡Ayúdame! —Ash abrió los ojos, sin saber hasta entonces que los había apretado de pura concentración.
Los candelabros de hierro se habían caído, las llamas amarillas dibujaban arcos por toda la inmensa cámara. A su alrededor, los hombres se levantaban de un salto. El humo llenaba el aire.
Ash cayó y quedó boca abajo, espatarrada. Las losetas combadas se estremecían bajo sus manos. Escarbó con un pie hasta meterlo debajo del cuerpo, flexionó la rodilla herida y levantó medio cuerpo.
Gritó un hombre. Fravitta. El soldado visigodo levantó los brazos y se desvaneció delante de ella. El suelo se partió y se abrió, las losetas del mosaico se desgarraban en bordes desiguales, en una línea que cruzaba el suelo de piedra. Fravitta rodó por el suelo que de repente se inclinó y se desvaneció en la negrura...
El mundo entero sufrió una sacudida.
La mercenaria se encontró al instante en el centro de una multitud que empujaba y daba codazos; los hombres armados arrancaban las espadas de las vainas y chillaban órdenes; hombres de ley y hombres con oficio reducidos a una masa, con las uñas se abrían camino para volver, para apartarse del trono y alejarse rumbo a las salidas de los arcos.
Ash extendió los brazos y se aplastó contra el suelo combado. Unas grietas negras se extendían como arañas por toda la inmensa sala. El cereal pisoteado se ladeó y cayó a montones, junto con los bancos y los hombres ataviados de túnicas que caían de rodillas; se deslizaban por trozos de azulejos de terracota rojos cubiertos de mosaicos que se inclinaban con un estruendo desgarrador.
Algo oscuro refulgió por el aire, delante de ella.
Ash tuvo un segundo para levantar la mirada y llevarse un brazo a la cabeza con un gesto automático. La Boca de Dios se abrió. Bloques de piedra, pintados con hojas rizadas, cayeron del borde circular y se precipitaron por el aire vacío.
Al otro extremo, un cuarto de la cúpula se rompió y cayó del techo.
Resonaron los gritos masculinos, aterrados; la mercenaria no veía dónde estaban aterrizando los ladrillos pero los oía, grandes impactos que hacían vibrar el suelo y sacudían el terreno.
—¿QUÉ ES LO QUE NOS HABLA?
La vibración de su mente se encontró con la del mundo y se fundieron en una sola. Cayó otra sección del tejado. Las estrellas del sur brillaban entre las nubes que corrían por el cielo.
Las losas sobre las que ella permanecía se combaron.
—¡Nos vamos! —Y empezó a retirarse mientras hablaba.
Un trozo de yeso cayó y explotó en el suelo a menos de seis metros. Dos grandes pedazos de ladrillo se precipitaron hacia el suelo, parecía que despacio. A la mercenaria se le encogieron las tripas.
—¡El médico! —aulló Godfrey.
—¡No hay tiempo! Oh, mierda... ¡cógelo! —Ash soltó la túnica de Godfrey. La piedra que caía se estrelló en algún lugar a su izquierda con un ruido parecido al de un cañonazo. Los fragmentos salieron disparados y chocaron contra la multitud. La masa de gente que había entre ella y el lugar del impacto salvó a Ash. La piedra desgarró la carne. Los chillidos y los llantos la ensordecieron. Una marea de movimiento la empujó hacia delante.
Se preparó para resistir y se arrodilló. Los cuerpos de varios hombres chocaron contra ella y estuvieron a punto de aplastarla. Un cuerpo con un camisote de malla cayó rodando a sus pies. El niño-soldado Gaiserico, gimiendo, semiinconsciente; la mercenaria le dio la vuelta sin piedad y le desabrochó el cinturón de la espada.
—¡Godfrey! ¡Muévete! ¡Vamos, vamos, vamos!
Arrodillada, levantó la cabeza a tiempo para ver a Godfrey Maximillian tambaleándose por el suelo, ladeado, con el cuerpo de un hombre que no dejaba de mover el hombro, Annibale Valzacchi, con el rostro convertido en un hematoma ensangrentado.
Con dedos precisos, se abrochó el cinturón y la vaina, y se acomodó la espada en la cadera al tiempo que se levantaba de un salto y extendía la mano para intentar aliviar a Godfrey de parte del peso del italiano. Los hombres chocaban contra ella al pasar.
—¡Nos largamos de aquí! —gritó—. ¡Vamos!
El sonido que hacía la piedra al romperse ahogó su voz.
Tiene un momento para mirar a su alrededor, a través del polvo y la argamasa que vuela por los aires, y ve que el trono y el estrado han desaparecido, enterrados bajo los revestimientos de mármol de bordes irregulares y mampostería de granito. No hay señales del Rey Califa Gelimer. Vislumbra una cabeza blanca, a lo lejos: Leofrico, al que llevan entre dos soldados; Alderico tras él, el fulgor de su hoja desenvainada entre el humo del aire.
Un bloque de piedra curva, tallada, se estrelló en el suelo a nueve metros de ella. Se dejó caer al instante y arrastró a Godfrey y al médico herido con ella.
Las astillas de piedra silbaron sobre su cabeza, que enterró entre los brazos. Los fragmentos de piedra rebotaron y le punzaron las piernas.
—¡Dulce Cristo, ojalá tuviera un casco! ¡Esto es más peligroso que un combate!
—¡No hay forma de pasar! —bramó Godfrey Maximillian con su gran cuerpo apretado contra el de ella en el suelo.
Unas multitudes de hombres aterrados, con los dedos engarfiados, bloqueaban cada uno de los arcos más cercanos. La sala ya no tenía luces, ni velas ni antorchas. Unas llamas rojas parpadeaban desde uno de los muros: los tapices bordados habían estallado en llamas. Alguien gritaba por encima del tumulto. Dos voces bramaban órdenes contradictorias. A la izquierda, las espadas se elevaban y caían: un escuadrón de soldados de la casa de algún
—¡No podemos quedarnos aquí! ¡Lo que queda de este lugar se está desmoronando!
Un viento frío le llenó de polvo los ojos. Ash tosió. El hedor a alcantarillado se hizo más fuerte. Asintió para sí misma una vez; se puso a gatas y volvió a agarrar el brazo de Annibale Valzacchi.
—Muy bien, no hay problema. Seguidme.
El peso muerto del cuerpo de Valzacchi se sacudía mientras tiraban de él sobre los escombros, Godfrey Maximillian gateaba a su lado con las túnicas ennegrecidas por el polvo de la piedra. La punta de la vaina de la espada que llevaba arañó una grieta en el mosaico a su lado.
—¡Aquí!
El suelo ladeado se hundió delante de ella y se precipitó en la oscuridad. La corteza de las losas se había roto como la corteza de masa de un pastel. La mercenaria se limpió los ojos llenos de agua, dejó caer el brazo de Valzacchi y se arrodilló mientras buscaba una antorcha caída o una vela. Nada salvo la luz leve del fuego que parpadeaba al otro lado de la sala.
—¿Qué es esto? —Godfrey se limpió la barba, medio ahogado por la fetidez del aire.
—Las cloacas. —Ash, en medio del hedor y la luz tenue, le dedicó una amplia sonrisa—. ¡Cloacas, Godfrey! ¡Piensa! Esto es Cartago. Tiene que haber cloacas romanas. No podemos salir, ¡bajamos!
Un ruidoso crujido llenó el aire. Por un momento no estaba segura de dónde procedía, luego levantó la vista. Unas nubes rasgadas se precipitaban por un cielo negro lleno de estrellas. El aire húmedo hedía.
Lo que quedaba de la cúpula gruñó. Casi podía jurar que había visto, bajo la luz de los estandartes ardiendo, la mampostería de piedra hundiéndose hacia dentro.
Ash recogió un trozo de granito del tamaño de su puño y lo tiró a la brecha negra que había en el suelo delante de ella. La roca rebotó una vez en el suelo ladeado y desapareció.
—Uno..., dos...
El sonido de un chapoteo, abajo, en la oscuridad.
—¡Eso es! ¡Tenía razón!
El rugido del esfuerzo que hacía la mampostería llenó el aire. Ash se encontró con los ojos de Godfrey. El barbudo sacerdote le sonrió con una repentina y abrumadora dulzura.
—¡Ojalá esta fuera la primera vez que me has metido en la mierda! —Extendió el brazo para coger a Valzacchi, hizo rodar al hombre inconsciente y colocó el cuerpo sobre los trozos ladeados de mosaico—. Que todos los santos te bendigan, Ash. ¡Que Nuestra Señora esté con nosotros!
Godfrey empujó a Valzacchi. El italiano, con el rostro negro de sangre bajo la tenue luz, rodó varias veces y se desvaneció en la grieta.
—Uno..., dos...
Ash oyó el chapoteo más fuerte del cuerpo de un hombre al sumergirse.
¿Había profundidad suficiente o no?
Ningún sonido sólido, que indicaría la presencia de roca debajo.
Asintió una vez con gesto decidido, se metió la espada envainada debajo del brazo izquierdo y se arrastró a gatas hacia el agujero.
—Creo que será mejor que no dejemos ahogarse al pobre bastardo. ¡Vamos allá!
El estruendo de un crujido hueco se incrementó. Fuego. La luz roja parpadeaba por las losas de terracota. La grieta, de unos dos metros de anchura, dividía la sala en dos hasta donde Ash alcanzaba a ver. Nada penetraba la oscuridad del agujero: la luz se detenía en los bordes fracturados de las losetas. La tenue iluminación mostraba la piedra recién rota y basta del otro lado de la grieta. Nada de lo que yacía abajo, en la oscuridad.
La mercenaria dudó.
¿Agua? ¿Escombros? ¿Trozos de roca? Valzacchi quizá hubiera tenido suerte al aterrizar, el siguiente quizá les rompiera el cuello a los dos...
—¡Ash! —susurró Godfrey—. ¿Puedes?
—Yo sí. ¿Y tú?
—Hay un hombre herido ahí abajo. Sabía que podría hacerlo si lo había. ¡Sígueme!
De repente estaba mirando la grupa embutida en una túnica de Godfrey Maximillian, que gateaba a toda prisa, se deslizaba de lado por el borde, quedaba colgado de las manos y se dejaba caer.
Sintió el desplazamiento del aire en la cara.
Se dejó llevar por el instinto y se lanzó. Las losas del suelo la golpearon. La empuñadura de la espada visigoda se hundió en sus costillas desprotegidas. De repente el suelo ya no estaba allí. Se dejó caer en el vacío y la oscuridad...
... Un peso inmenso golpeó el suelo de la cúpula por encima de su cabeza. La ensordeció un
Cerró la boca de golpe. El agua le escocía en los ojos. Se hundió. Dio unas brazadas y agitó las piernas. El agua se la tragó mientras sus pulmones luchaban por encontrar aire. Sacudió las piernas, desorientada: segura durante apenas un segundo de que pronto vería la luz del Sol que la guiaría hasta la superficie, de que saldría con un chapuzón bajo los pilones de piedra del puente de un río de Normandía o en el valle que había al lado de la Vía Aemelia...
Algo la absorbía.
La fuerza del agua la hacía girar, lentamente. Pasó algo a su lado y se la llevó. Una fuerte descarga le atravesó el muslo y le dejó entumecida toda la pierna derecha; y la mano derecha se negaba a moverse. Agitó ferozmente los brazos entumecidos, dio varias patadas; le ardía el pecho; tenía los ojos muy abiertos y le escocían en medio de aquella agua negra.
Brilló algo rojo, a su derecha y bajo ella.
La boca se le abrió por voluntad propia. Con la cabeza hacia atrás y una bofetada de aire congelado en el rostro, empezó a respirar con grandes bocanadas estremecidas. Dio unas cuantas patadas más y se encontró de pie, agachada sobre una roca, con la cabeza justo por encima del agua, espesa y mugrienta; tenía el cuerpo entumecido.
El hedor de una alcantarilla abierta le llevó el estómago a la garganta. Se irguió y vomitó un poco.
—¿Godfrey? ¡Godfrey!
No oyó ninguna voz.
El ruido del fuego resonó por encima de su cabeza. La luz roja pintó los bordes de la brecha. Una fina calidez se deslizó hasta el fondo, y humo; la mercenaria tosió: otra vez se asfixiaba.
—¡Godfrey! ¡Valzacchi! ¡Aquí!
Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y vio que estaba agazapada a un lado de una gran alcantarilla tubular, construida con largos ladrillos rojos, antigua más allá de lo imaginable. Allí donde el terremoto había agrietado la tubería, el agua se precipitaba entre las brechas. Los bloques caídos de piedra asfixiaban la abertura, a menos de tres metros de ella, se apilaban en medio del agua y bloqueaban la corriente.
El polvo se asentó sobre su rostro húmedo.
Se irguió. El peso de la ropa empapada la arrastraba hacia abajo. Le había desaparecido el manto; el cinturón y la vaina seguían alrededor de su cintura pero la espada se había desvanecido. Tenía la mano izquierda blanca, y la derecha negra. La levantó. La sangre le chorreaba por la muñeca. Flexionó los dedos, volvía a sentirlos. Le sangraban los arañazos. Se agachó para palparse la pierna, bajo la superficie; le dolía pero si era por una herida o por la frialdad del agua, era imposible saberlo.
Lo comprendió todo cuando empezó a asentarse el polvo.
—¡Godfrey! ¡No pasa nada, estoy aquí! ¿Dónde estás?
Oyó un ruido a su izquierda. Volvió la cabeza. Sus ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, le mostraron un borde de ladrillos, un camino de acceso, comprendió. Estiró la mano, se agarró al borde e intentó auparse para salir del agua. El sonido de un forcejeo aumentó. Bajo la luz del fuego que la iluminaba desde arriba vio a un hombre. Se agarraba la cara con fuerza con las manos. Se alejó corriendo, tambaleándose, y se perdió en la oscuridad.
—¡Valzacchi! ¡Soy yo! ¡Ash! ¡Espera!
Su voz resonó monocorde en las paredes de ladrillo del túnel de la cloaca. El hombre, que por su constitución tenía que ser el médico, no dejó de correr.
—¡Godfrey! —Se aupó sobre el vientre y se subió a la plataforma, un antepecho de ladrillo de solo unos metros de anchura que recorría toda la cañería de la alcantarilla. La arenilla le lastimó las palmas de las manos.
Escupió, tosió, escupió otra vez; y avanzó a gatas, inclinada sobre el agua, con los ojos clavados en ella.
Las llamas se reflejaban en la superficie apresurada de la corriente. Hedía con un dulzor que la asfixiaba. No veía nada debajo.
Una explosión resonó por todo el túnel.
La mercenaria saltó y su cabeza sufrió una sacudida. Arriba, el edificio seguía derrumbándose, la mampostería rota se estrellaba contra el suelo con el mismo sonido que hacía la artillería. Sentía el calor de las llamas que bajaba sobre su rostro en oleadas. Tuvo una imagen mental de lo que quedaba de la cúpula, dos terceras partes del techo listas para caer.
—Vale, joder —dijo en voz alta—. No me voy sin ti. ¡Godfrey! ¡Godfrey! ¡Soy Ash! ¡Estoy aquí! ¡Godfrey!
Cojeó por el sendero de ladrillos que dividía la zona que había bajo la grieta. El suelo de la sala gemía sobre su cabeza. Lo llamó a gritos, hizo una pausa para escuchar, lo llamó otra vez, con todas sus fuerzas.
Nada.
Sintió el viento en el rostro mojado: lo absorbía el fuego a través de la grieta. Una luz roja y dorada rielaba sobre la corriente que llevaba la basura de la ciudadela. La mercenaria se limpió la nariz chorreante, se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos; esta vez se inclinó por encima del agua para examinar la mampostería rota y apilada bajo la brecha.
Algo se movió.
Sin dudarlo un momento, Ash se sentó en el borde de la plataforma y se introdujo en el agua helada. Apoyó los pies en el costado de la cañería y se impulsó. El impulso hizo girar el agua hedionda por su cara pero consiguió, con dos brazadas entrecortadas, llegar hasta la mampostería rota.
Sus dedos tocaron una tela mojada.
Un cuerpo se mecía, atrapado bajo el bajorrelieve destrozado de San Peredur. La mercenaria se anudó la tela alrededor de la mano y tiró, mas no pudo moverlo. El bloque era más alto que ella y estaba engastado en el canal. Apretó el pie contra él y tiró.
La tela se rasgó. El cuerpo se soltó. Ash volvió a caer al agua profunda, incapaz de hacer pie en medio de la cañería; siguió agarrando la lana, entumecida, congelada, y se puso a nadar arrastrándolo con todas sus fuerzas hacia la plataforma. El cuerpo flotaba boca abajo: Godfrey o quizá no; más o menos la constitución adecuada...
Unas manos frías e inertes la rozaron bajo el agua. ¿Fravitta?
Los chapoteos del agua resonaban por el techo roto de la cañería. Frenética y casi sin fuerzas encontró unos espacios desgastados en los ladrillos que había bajo la línea del agua. Hundió los dedos de los pies en los agujeros y metió la cabeza bajo el agua; colocó los hombros bajo el pecho masculino y levantó el cuerpo.
Por un segundo se quedó quieta, con los noventa kilos de peso del hombre sobre los hombros, justo por encima del borde de la plataforma. Le resbalaron los dedos, y soltó, muerta de frío, los muslos masculinos. Ladeó el cuerpo e hizo rodar el del hombre; supo al caer hacia atrás que lo había conseguido, que había subido la mayor parte del cuerpo del hombre a la plataforma; y subió a la superficie, se apartó el pelo húmedo de la cara con un movimiento brusco y contempló el cuerpo tirado y oscuro en la obra de ladrillo que tenía encima.
Subió a gatas y salió del agua. Tenía las piernas como si fueran de plomo. Sentía unos sollozos en la garganta. Se arrodilló y apoyó las manos en el suelo.
Las túnicas empapadas carecían de color bajo aquella luz dorada, pero ella conocía bien la curva de la espalda y los hombros de aquella figura, la había contemplado durmiendo en su tienda demasiadas veces como para no conocerla.
—Godfrey... —se atragantó y escupió algo sucio; pensó,
Lo tocó.
El cuerpo cayó de espaldas con un ruido húmedo.
—¿Godfrey?
Se sentó sobre los tobillos, chorreando agua. La sangre y la suciedad le empapaban la ropa. El hedor de la cloaca la mareaba. La luz de arriba se atenuó, el estrépito de las llamas iba disminuyendo: el fuego no encontraba nada más que quemar, solo piedra.
La mercenaria extendió una mano.
El rostro de Godfrey Maximillian tenía los ojos clavados en aquel ladrillo curvado, antiguo. Tenía la piel rosada a la luz del fuego y cuando lo tocó, sintió su mejilla helada. La barba castaña rodeaba unos labios apenas abiertos, como si sonriera.
La saliva y la sangre le brillaban en los dientes. Tenía los ojos oscuros abiertos y fijos.
Godfrey, todavía se reconocía en él a Godfrey; pero no medio ahogado.
Su rostro terminaba en las cejas gruesas, pobladas. La parte superior de la cabeza, desde la oreja hasta el cogote era hueso blanco astillado en medio de un revoltijo de carne roja y gris.
—Godfrey...
El pecho no se movía, ni subía ni bajaba. La mercenaria estiró la mano y tocó con la yema del dedo la cuenca del ojo. Cedió un poco. Ninguna contracción bajó el párpado. Una sonrisita cínica cruzó los labios femeninos: divertida con la forma que tienen los seres humanos de esperar siempre lo mejor.
La boca del hombre se abrió. Un chorrito de agua negra le corrió entre los labios.
La joven colocó los dedos en la masa gelatinosa, de una calidez desagradable, que tenía sobre la frente rota. Un fragmento de hueso, todavía cubierto por el pelo, cedió bajo su caricia.
—Oh, mierda. —La mercenaria movió la mano, envolvió la mejilla fría y cerró la mandíbula caída y barbuda—. No tenías que morir. Tú no. Ni siquiera llevas una espada. Oh, mierda, Godfrey...
Sin importarle la sangre que lo cubría, la mercenaria acarició con los dedos la herida de nuevo, trazando los bordes del hueso hasta el lugar donde se convertía en una masa astillada. La parte más calculadora de su mente le ofreció una imagen de Godfrey cayendo, la roca rota cayendo; el agua, el impacto; la mampostería pesada arrancándole la parte superior del cráneo en una fracción de segundo, en menos de un latido, muerto antes de saberlo. Todo perdido en un momento. El hombre, Godfrey, se había ido.
Todavía arrodillada al lado de Godfrey, con la mano apoyada en su rostro, la piel suave y fría del hombre la dejó helada hasta los huesos. Contempló la línea de sus cejas y la nariz respingona, y el vello delicado de la barba que atrapaba la última luz de las llamas. El agua le chorreaba por las túnicas y se arremolinaba en el suelo de ladrillos: hedía a cloaca.
—Esto no está bien. —La joven le acarició la mejilla—. Tú te mereces algo mejor.
Lo embargaba la quietud absoluta de todos los cadáveres. La mercenaria hizo una comprobación automática visual —¿Tiene armas? ¿Zapatos? ¿Dinero?—, como habría hecho en un campo de batalla, y dé repente se dio cuenta de lo que estaba haciendo; cerró los ojos, dolorida, y lanzó un intenso suspiro.
—¡Dulce Cristo...!
Se irguió un poco y se quedó en cuclillas, agachada sobre los dedos de los pies mientras miraba a su alrededor, a la corriente oscura de agua que se precipitaba por el canal. Apenas podía distinguir el fulgor blanco de la piel masculina.
Lo sabe porque lo ha hecho, en el pasado, ha abandonado a hombres que amaba tanto como ama a estos. La guerra no tiene piedad. Tiempo hay después para el dolor y los entierros.
De repente se arrodilla otra vez, pegando la cara a Godfrey Maximillian, intentando grabarse cada línea del rostro masculino en la mente: el color de la madera de sus ojos, la vieja cicatriz blanca que tiene debajo del labio, la piel curtida de sus mejillas. Es inútil. Su expresión, su espíritu, se han ido, podría ser cualquier muerto el que yace allí.
Negros grumos de sangre descansaban sobre el hueso fragmentado de la frente.
—Ya está bien, Godfrey. Se acabó la broma. Vamos, cariño mío, corazón grande; vamos.
Conocía bien, mientras hablaba, la realidad de su muerte.
—Godfrey; Godfrey. Vamos a casa...
Un dolor repentino le oprimió el pecho. Unas lágrimas calientes le inundaron los ojos.
—Ni siquiera puedo enterrarte. Oh, mi dulce Jesús, ni siquiera puedo enterrarte.
Le tiró de la manga. El cuerpo no se movió. El peso muerto es peso muerto; no sería capaz de levantarlo, y mucho menos de llevarlo con ella. ¿Y adonde?
El agua corría a su lado y las cosas crujían en medio de la oscuridad que la rodeaba. La brecha que tenía encima era un hueco pálido y rosado. Ya no bajaba ningún ruido de las salas en ruinas que tenía encima.
Bajo sus pies, el terremoto se estremeció otra vez.
—¡Vosotros lo habéis matado!
Se había levantado incluso antes de saberlo, chillándole a la oscuridad, rociando todo con saliva, furiosa.
—¡Vosotros lo habéis matado, habéis matado a Godfrey, lo habéis matado!
Tuvo tiempo para pensar,
La vieja obra de ladrillos se sacudió bajo sus pies.
Hablaron las voces, y las oyó tan altas en su mente que se tapó fuertemente los oídos con las manos.
—¿QUÉ ERES?
—¿ERES EL ENEMIGO?
—¿ERES BORGOÑA?
No había nada físico que pudiera bloquearlo. Le sangraba el labio por donde se había mordido. Sintió una gran vibración, los antiguos ladrillos se frotaban entre sí bajo sus pies, el cemento se filtraba convertido en polvo y arena.
—¡No es mi voz! —Jadeó, le dolían los pulmones—. ¡Tú no eres mi voz!
No era una voz, eran voces.
Como si otra cosa hablara a través de ese mismo lugar, no el Gólem de Piedra, no ese enemigo, sino un enemigo que de alguna forma estaba detrás del enemigo visigodo, algo enorme, múltiple, demoníaco, gigantesco.
—SI ERES BORGOÑA, MORIRÁS...
—... COMO SI NUNCA HUBIERAS EXISTIDO...
—... PRONTO, PRONTO MORIRÁS...
—¡Que os jodan a todos! —Rugió Ash.
Cayó de rodillas. Se envolvió los puños con la tela empapada de las túnicas de Godfrey y atrajo su cuerpo hacia ella. Levantó el rostro hacia la oscuridad, sin ver nada y bramó.
—¿Y qué cojones sabes tú de esto? ¿Qué importa? Está muerto, ni siquiera puedo hacer que le digan una misa, si alguna vez tuve un padre, fue Godfrey, ¿no lo entiendes?
Como si pudiera justificarse ante aquellas voces invisibles y desconocidas, gritó:
—¿Es que no entendéis que tengo que dejarlo aquí?
Se levantó de un salto y echó a correr. Una mano estirada palpaba el muro curvado del túnel y se arañaba la palma.
Corrió, guiándose por la pared con la mano, a través de la oscuridad y la piedra, entre las réplicas del terremoto; adentrándose en la inmensa y hedionda red de alcantarillas que había bajo la ciudad. Godfrey Maximillian quedó abandonado tras ella. Las lágrimas la cegaban, el dolor le cegaba la mente, ninguna voz resonaba en sus oídos, ni tampoco en su cabeza; se adentró corriendo en la oscuridad y en el suelo roto hasta que por fin tropezó y cayó de rodillas y el mundo se quedó frío y callado a su alrededor.
—¡Necesito saberlo! —grita en voz muy alta, en medio de la oscuridad—. ¿Por qué razón Borgoña importa tanto?
No hubo respuesta, ni voz, ni voces.